El capitán de corbeta Don León Astigarriaga, que con ese apellido era, obviamente, cañaílla hasta la médula, tomó la bocina y profiriendo unos alaridos que debieron escucharse en Londres indicó al comandante del Churruca nuestra situación. Desde el destructor lanzaron un cabo guía y un grupo de marineros empezó a tirar, pasando primero un cabo más grueso y luego otro aun más resistente que amarraron al combés. Con un marinero a su lado, equipado con un hacha por lo que pudiera pasar. Los cuarenta y pico mil caballos del destructor empezaron a tirar y poco a poco el Galicia empezó a moverse. A popa el segundo había conseguido hacer una reparación de fortuna y el timón respondía, permitiendo que, renqueando, el Galicia pudiese seguir al destructor. Una satisfacción fue notar las vibraciones que significaban que las bombas se habían puesto en marcha: aun teníamos alguna oportunidad. Yarda a yarda, cable a cable, nos acercamos a la isla de Mouro, ya con el arenal a babor. Yo lo miraba deseando que hubiese servido para resguardar al barco, pero estaba abierto a las galernas del norte. Teníamos que entrar en la bahía para conseguir la salvación. El calado aumentaba y, por lo que pudiera pasar, Don Pedro ordenó —con un mensajero— al timón que nos acercásemos a tierra, que no era cuestión de hundirnos en medio del canal. Sobrepasamos la punta y ya me imaginaba en el muelle cuando noté un estremecimiento que no me gustó ni un pelo. Para confirmar mi presentimiento, llegó corriendo el cabo que había dejado vigilando.
—Mi comandante, el mamparo está fallando.
—Don Víctor —ordenó— acérquese a ver qué pasa.
Salté más que bajé por la escala y entré en el compartimento. Como volvía a haber luz eléctrica no tuve que acercarme para ver como los puntales se estaban agrietando: al moverse el crucero el agua entraba a raudales por la brecha abierta por el torpedo, y la presión en aumento estaba hundiendo el ya debilitado mamparo. Salí pitando —cuando se rompiese el lugar se convertiría en ratonera— y estaba llegando a la cubierta cuando escuché como uno de los puntales se partía con un estallido como de petardo.
—Mi comandante —dije entre resuellos— el mamparo ha cedido.
Sabíamos lo que significaba. En el estado del crucero, un compartimento inundado más significaba el final. Ya solo quedaba escoger el mejor lugar para hundirse. Pero aun quedaba una opción.
—Señalero, indique al Churruca que nos lleve hacia Pedreña.
Pedreña, situado enfrente de Santander, era una aldea de pescadores. Tenía un nimio canal que serpenteaba dando paso a los barcos de pesca, pero quedaba claro que la intención del comandante era otra. El Churruca aumentó la potencia aun a riesgo de romper el remolque, y el Galicia fue virando, situándose por babor del destructor. Cuando el comandante juzgó que ya tenía suficiente arrancada dio un avisó al Churruca —para que estuviese al loro y no se estampase contra algún bajo— y ordenó cortar el remolque. La arrancada que tenía el crucero le permitió seguir virando hacia la costa, hasta que notamos como la quilla rozaba el fondo. Entonces se dio todo el timón a la banda para que la popa derivase y quedase el barco paralelo al puntal. Por fin el Galicia quedó apoyado en un lecho de arena y barro.