Y algo parecido en la Guerra Civil Española
"El 6 de febrero de 1938 amaneció como un día de grandes expectativas para el capitán Fernando Sandoval. Era capitán de caballería bajo el mando del reverenciado general José Monasterio, uno de los héroes militares politizados de Franco. (Monasterio había dirigido el alzamiento en Zaragoza.) Sandoval sabía que estaba a punto de tomar parte en una empresa histórica: la carga de caballería más impresionante de la guerra compuesta por dos brigadas de mil caballos cada una, con otra brigada de mil caballos en reserva.
Se disponían a atacar la 278 División republicana al oeste del río Alfambra, al norte de la rodeada Teruel. Por fin Franco se había decidido a terminar la batalla por Teruel, avanzar hacia el Mediterráneo y cortar España en dos. Monasterio estaba al frente de la operación, que suponía el principio del fin republicano.
El ejército nacional era un ejército de devotos, y aquella mañana, al apartar sus tres mantas y mirar dubitativo la densa niebla exterior, Sandoval se estremeció y oró. Rezó para que hiciera buen tiempo, que en Teruel era siempre un aliado esquivo. Últimamente, las temperaturas bajo cero no habían sido tan extremas, pero deseaba que el cielo estuviera claro para que los aviones pudieran bombardear y debilitar las líneas enemigas. Sandoval sabía que los republicanos temían a las atronadoras cargas de caballería, hasta tal punto que la mera conversación sobre posibles asaltos de caballería enemigos se consideraba que iba en detrimento de la moral de las tropas.
También sabía que este temor era más psicológico que táctico. Si los defensores mantenían la serenidad, por medio de ametralladoras bien colocadas podrían derribar a los caballos como castillos de naipes. A las ocho de la mañana brillaba el sol. En Hondo de Mas, mientras ayudaba a alinear los cuatro regimientos de su 1ª División de Caballería en formación de ataque, Sandoval sonrió al ver que su plegaria había sido escuchada: los aviones Fiat se lanzaban hacia el Alfambra, en número de cuatro o cinco a la vez, a cien metros por encima del suelo e incluso más bajos, vaciando sus ametralladoras en las trincheras republicanas al oeste de Visiedo. Seguían otros cuatro o cinco Fiats, y luego nuevas oleadas.
Monasterio no era un héroe de película. Era bienhablado, delicado, con el cabello prematuramente blanco. Escondía sus ojos pequeños, como hendiduras, tras unas gafas gruesas. Pero sabía exactamente cómo explotar el temor del enemigo hacia sus caballos. Los animales tenían que ser reunidos en un grupo compacto, como un puño, para soltados luego como una tormenta repentina. Necesitó media mañana para organizar las tropas. Eran casi las once cuando los regimientos quedaron alineados en filas de a dos, para marchar hacia Argente. Tres tenientes avanzaban en cabeza de cada sección, y cada hilera estaba formada por veinticuatro caballos. Tres herreros y tres cornetas en caballos blancos constituían la retaguardia. Los rectos sables de los soldados, fabricados en Puerto Seguro, con casi un metro de longitud y cuidadosamente aceitados para sacados con rapidez de sus vainas, colgaban de sus ganchos al lado izquierdo de cada caballo. Incluso al trote, los cascos de dos mil caballos levantaban un clamoreo y una polvareda enormes, por lo que los hombres de Monasterio apenas hablaban mientras avanzaban, haciendo ondear sus banderas rojo y gualda, con el aspecto de una fuerza armada de otro siglo, sin cámaras ni corresponsales por testigos. Monasterio, en medio de aquel mar de carne equina, parecía estar en todas partes. No estableció un puesto de mando fijo en todo el día. A mediodía llegaron a las afueras de Argente, y el capitán Sandoval le vio detenerse. El frágil general desenvainó su sable y gritó:-¡De frente!
Al instante, los oficiales del regimiento y los del escuadrón repitieron el grito y desenvainaron sus armas. Sandoval y sus dos mil jinetes iniciaron el atronador galope que podía paralizar de terror al enemigo. El terreno era perfecto: llano y duro. Los aviones Fiat se habían retirado, tras señalar las posiciones enemigas al oeste de Visiedo y Camañas. Ahora el ruido de los cascos era ensordecedor, ahogando los últimos gritos de "¡De frente!".
El cuarto escuadrón al mando del capitán Millana era la punta de lanza, y galopaba como una fuerza de seguridad delante del resto. Los caballos se desplegaron hasta avanzar en una línea de cien de frente. Detrás, muy cerca, también se desplegaron el primer y segundo regimientos, formando cintas al parecer interminables de quinientos caballos cada una.
El fin llegó tan rápido que Sandoval no pudo calcular el tiempo invertido. La carga duró menos de media hora. Las posiciones republicanas fueron invadidas. Sus hombres, aturdidos, quedaron inactivos. Su artillería, aunque preparada para disparar, no lanzó un solo proyectil. Sus cocinas de campaña fueron capturadas intactas con la comida del mediodía preparada. Las bajas nacionales sumaron sólo tres hombres que cayeron de los caballos. Incluso la liquidación de los restos del enemigo terminó poco después de las dos.
Sandoval observó la hora con satisfacción. Más tarde dijo que era "una hora respetada en todos los ejércitos", hora de comer y descansar. Para celebrar la última gran carga de caballería en la historia de la guerra, desmontó, se estiró y sacó un bocadillo de jamón.
La república sufrió 15.000 bajas, 7.000 prisioneros y perdió ochocientos kilómetros cuadrados de territorio durante los dos días de la fase final de la campaña de Teruel. Monasterio había abierto el camino hacia el mar y el inevitable final de la guerra."
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