Fuente: http://www.interplanetaria.com/contenid ... tinSimonov
Título: De los vivos y los muertos
Título original: Zhivie y mertvie
Autor: Konstantin Simonov
Editorial: Militaria
Año de edición: 2007
ISBN: 9788408072164
Páginas: 320
Tamaño: 15,50 x 24 cm
Precio Euros: 20,00 (estaba en rebajas en El Corte Inglés por 5,95 Euros)
Encuadernación: Tapa Dura
Sinopsis
Konstantin Simonov novela en De los vivos y los muertos (1969) sus vivencias como corresponsal y oficial del ejército durante la segunda guerra mundial. Inscrito en la gran tradición de la épica rusa, esta narración es una crónica estremecedora de los acontecimientos que se suceden desde le comienzo de la contienda hasta la crucial batalla de Moscú, en la que el ejército soviético es capaz por primera vez de contener a las tropas hitlerianas. De la mano de Iván Sinzov, que trabaja en un periódico cuando estalla la guerra, viviremos la experiencia del soldado que contempla cómo se derrumba el mundo que conoce para dar paso al horror. Simonov logra que su protagonista se convierta en el espejo en el que se refleja el terrible sacrificio que supuso para el pueblo ruso rechazar al invasor.
Fragmento de la obra(http://www.interplanetaria.com/contenido.php?id=VivosMuertosKonstantinSimonov)
Junto al blindado se sentaba en el suelo un capitán, la espalda apoyada en la caja de un teléfono de campaña. Llevaba puesto el casco y hablaba con voz monótona, con el auricular en la mano—: AI habla, al habla, al habla...
A su lado se sentaba un soldado tanquista, también con casco, y detrás de él se encontraba Liusin descansando el peso de su cuerpo ora sobre el pie derecho, ora sobre el izquierdo.
—Me gustaría saber cuándo podré conseguir la comunicación —dijo el capitán. Dejó el auricular y se levantó.
Hacía rato que había visto a Sinzov y al aviador apearse del camión, pero había fingido no darse cuenta de ellos hasta ahora y miraba fijamente a los recién llegados.
—Soy el oficial adjunto de retaguardia jefe de la 17.a brigada acorazada; y ¿quién es usted? —preguntó displicente.
Aunque se había presentado como oficial de retaguardia, por su aspecto no lo parecía en absoluto. El mono que cubría su cuerpo estaba sucio y desgarrado, y en uno de sus lados presentaba el agujero de una quemadura. Su mano izquierda estaba envuelta en un vendaje manchado de sangre y en el pecho tenía colgada en bandolera una pistola ametralladora alemana igual que la del teniente; su cara, desde hacía tiempo sin afeitar, tema una expresión de enorme fatiga y los ojos brillaban amenazadores.
—Yo... —empezó el aviador. Pero su apariencia decía a las claras quién era.
—En lo que a usted se refiere, la cuestión está clara, camarada comandante —le interrumpió el capitán con un movimiento de la mano—. ¿Estaba usted en alguno de los bombarderos derribados?
El aviador asintió sombrío.
—Pero usted tiene que enseñarme sus documentos de identidad —dijo el capitán dando un paso en dirección a Sinzov.
—Ya le dije a usted... —comenzó Liusin, que se hallaba en píe detrás del capitán.
—¡Cállese! —le interrumpió éste sin volverse—. Ya le llegará el turno. ¡Sus papeles! —ordenó ásperamente a Sinzov.
—¡Enséñeme usted los suyos! —dijo impetuoso éste, molesto por la grosería del capitán.
—Me hallo en la Jurisdicción de mi unidad y no estoy obligado a identificar mi personalidad —dijo el capitán con un tono inesperadamente suave, en contraste con el de Sinzov.
Éste sacó del bolsillo sus documentos de identidad y el volante de permiso. Entonces cayó en la cuenta de que no había tenido tiempo de hacerse extender nuevos papeles en la redacción. Experimentó un sentimiento de inseguridad y comenzó a explicar cómo había ocurrido todo, con lo cual este sentimiento se acentuó todavía más.
—Unos papeles muy extraños —dijo el capitán devolviéndoselos a Sinzov—. Pero vamos a suponer que todo es exactamente como usted dice. Aun siendo así, ¿quién le ha otorgado el derecho de llevar consigo hombres del frente a la retaguardia?
Ya desde el momento en que el teniente le había dicho algo parecido en la carretera, Sinzov estaba ardiendo en deseos de esclarecer el equívoco. Contó cómo aquellos militares habían salido de! bosque y corrido hacia su camión, cómo él los había llevado con el fin de salvarlos y cómo, finalmente, había hecho un hueco en el vehículo para otro soldado rojo.
Mas para admiración suya, quedaba claro que e! capitán veía lo ocurrido bajo un aspecto completamente distinto.
—¡El miedo es mal consejero! —gruñó—. Se supone que con un solo proyectil de blindado murieron diez hombres ¡en el bosque!, y ocurrió cuando se encontraban escondidos allí... ¡Pamplinas! El miedo les hizo cagarse en los pantalones y el oficial que los mandaba, en vez de reunir a sus subordinados, de]ó a la mitad de ellos en la estacada y se las piró. ¡Y usted lo llevó consigo! Los unos se cagan en los pantalones, los otros buscan su unidad en la retaguardia... ¡Las unidades hay que buscarlas en la vanguardia, donde está el enemigo! —El capitán soltó un par de tacos y, algo más aliviado, señaló hacia los soldados y el sargento—. Éstos las volverán a pasar moradas, pero ¡en el frente de batalla! ¿Adonde iríamos a parar sí todos los sembradores de alarma corrieran hacia Mogilev? ¡En la ciudad los hay de sobra! Necesitamos los hombres aquí. Mi jefe de brigada me ha ordenado reunir antes de la noche trescientos hombres, escogiéndolos entre los que vagan por los bosques. ¡Y los voy a reunir, puede usted creerlo! Y su comisario político será de la partida. ¡Y también usted! —añadió en un tono desafiante.
—Está herido en la cadera —dijo el aviador malhumorado—. Tiene que ingresar cuanto antes en el hospital.
—¿Herido? —inquirió desconfiado el capitán. De buena gana habría ordenado que se desnudara y le mostrase la herida.
«No le cree», pensaba Sinzov, y esta ofensa le helaba el corazón.
Pero el capitán se dio cuenta de la mancha oscura del uniforme de Sinzov.
—Dígale a su politruk —se dirigía a Liusin— por qué se niega usted a quedarse aquí y a luchar. ¿O acaso está también herido y me lo ha ocultado?
—¡No estoy herido! —gritó estridente Liusin; su bello rostro se desfiguró en una mueca—. No me niego en absoluto. Estoy dispuesto a todo. Pero mi redactor me dio la orden de partir y regresar de nuevo y, sin mandato de mi superior, no puedo quedarme aquí.
—Bien, ¿qué le ordena usted? —preguntó el capitán a Sinzov—. La situación aquí es grave, en todo el grupo no dispongo de ningún funcionario político. Ayer nos escapamos del cerco, y hoy ya tengo orden de tapar un agujero. Mientras yo reúno gente aquí, la brigada, hasta el último hombre, hace frente al enemigo en el Berezina.
—Bien, quédese aquí, camarada Liusin, si así lo desea usted —dijo Sinzov ingenuamente—.Yo también... —Miró a Liusin y sólo al ver la expresión de sus ojos, comprendió que no deseaba en absoluto quedarse y que había esperado una orden completamente distinta.
—Perfecto —dijo el capitán—. Vaya al sargento mayor y tome con él el mando de grupo —ordenó a Liusin.
—Pero dará usted parte al redactor de esta arbitrariedad y de que también usted... —gritó Liusin soltando un gallo; no pudo terminar la frase, pues el capitán le dio un golpe con su mano vendada.
—Ya se lo diré, no temas. Ve y cumple mis órdenes. Y como no obedezcas, te cuesta el pellejo.
Liusin se alejó, encorvando las anchas espaldas. Había bastado un instante para transformar el enérgico oficial que hasta entonces había parecido ser, en una persona dócil. Sinzov experimentó de repente una invencible sensación de agotamiento y se sentó en el suelo. El capitán le miró sorprendido, pero inmediatamente recordó que el comisario estaba herido; quiso decir algo, pero el teléfono sonó levemente y cogió el auricular.
—¡A la orden, camarada teniente coronel! He enviado un grupo por la vieja ruta de marcha. El segundo se está reuniendo ahora. ¿Adonde? Tomo buena nota. —Sacó del bolsillo de su mono un mapa doblado que abrió, y buscó un punto que marcó rayando el papel con la presión de una uña—. A la orden, ya están emboscados. —Sinzov comprendió que se refería a los cañones que se hallaban junto a la carretera—. Los proyectiles están preparados. No dejaremos pasar ningún tanque enemigo.
El capitán guardó silencio y durante un minuto estuvo escuchando con una expresión de felicidad en el semblante.
—Claro, camarada teniente coronel —dijo finalmente—. Perfectamente claro. Entre nosotros es incluso... —Iba a decir algo más, pero sin duda fue interrumpido desde el otro extremo de la línea—. ¡No tiene usted tiempo! —dijo desconcertado—. Por mi parte, esto es todo.
Dejó el auricular, se levantó y miró al aviador con la expresión del que sabía que podía dar una buena noticia a aquel hombre que acababa de perder su aparato y sus camaradas. Y así era, en efecto. Dijo lo único que, en aquellas circunstancias, podía aún traer algo de alegría al aviador:
—El teniente coronel me decía que hoy casi no hay que contar con una irrupción en la carretera. Los alemanes sólo han podido pasar una pequeña parte de sus tanques a esta orilla del río. Los demás se han quedado al otro lado del Berezina. El puente ha sido destruido por completo. No se ve ni rastro de él.
—El puente ha sido destruido, pero nosotros también; no hay motivo para estar orgullosos —dijo malhumorado el aviador, pero en la expresión de su rostro se veía que se sentía orgulloso de la destrucción del puente.
—Cuando vuestros aparatos fueron derribados, nosotros nos mordíamos los puños —dijo el capitán para consolar al aviador—. El alemán cayó cerca de aquí. Quería pescarle vivo, pero no pudo ser. Después de todo lo que los hombres habían visto, no hubo manera de contenerles.
—¿Dónde está? —preguntó Sinzov levantándose penosa —Allí, detrás de los pinos. Pero es mejor que no le vea usted —contestó el capitán—. Parece como si hubiese sido aplastado por un tanque. —Miró la cara de Sinzov, que había perdido el color a causa de la pérdida de sangre y añadió:
—Váyase usted en e! camión. Está usted herido y no quiero retenerle.
—En el camión tenemos otros dos heridos —dijo Sinzov como si se viera en la necesidad de Justificar su propia partida—. Y un muerto. —Iba a decir que el muerto era un general, pero lo omitió. ¿Para qué?
—¡Vamos! —dijo, volviéndose hacia el aviador.
—Preferiría quedarme aquí—dijo éste lentamente pero con decisión. Lo había decidido durante la conversación y no iba a dejarse persuadir de lo contrario—. ¿Me das un arma? —preguntó al capitán.
—No, de mí no conseguirás ninguna, querido halcón. ¿Qué ganaríamos con ello? Tu sitio está allí. —Señalaba al cielo con la mano vendada—. Tuvimos que retroceder desde Sluzk, y todos los días lamentábamos que volaseis tan raras veces. ¡Ve y vuela, por el amor de Dios! Esto es todo lo que te pedimos. Del resto nos ocupamos nosotros.
Sinzov se hallaba junto al camión, esperando el final de aquella polémica.
Pero las palabras del capitán no producían la menor impresión en el ánimo del aviador. Si éste hubiese abrigado la esperanza de conseguir otro avión, no se habría quedado. Pero la esperanza no existía y, por esto, estaba resuelto a seguir luchando en tierra.
—Si no me quiere dar un arma, me la agenciaré con mis propias manos —le dijo a Sinzov, el cual comprendió que no había nada que hacer.
—Parte, pero no te olvides de dejar a mi oficial en un hospital militar.
El capitán de blindados calló. Cuando Sinzov subió a la cabina del camión estaban uno junto a otro e! capitán, aleo y corpulento, y el aviador, bajo y regordete. Ambos testarudos, con cara de vinagre por los descalabros sufridos, pero decididos a proseguir la lucha.
—¿Cuál es tu apellido, camarada capitán? —preguntó Sinzov ya en la cabina; por primera vez pensaba en su periódico.
—¿Mi apellido? Entonces, ¿quieres presentar una queja? ¡Lástima! Mi apellido abunda en Rusia tanto como los granos de arena en el mar. Ivanov me llamo. Puedes escribirlo, por si luego no lo recuerdas.
Cuando el camión salió del bosque a la carretera, Sinzov vio una vez más al soldado que había relevado del puesto de centinela. Se sentaba junto a otros soldados y hacía lo mismo que ellos: ataba dos o tres granadas de mano con alambre telefónico, hablaba con su vecino y sonreía complacido. Estaba contento, sin duda alguna: tenía algo que hacer y no estaba solo.
Para llegar a Mogilëv necesitaron más de dos horas. Al principio, siguieron oyendo el fuego de artillería, hasta que finalmente se hizo el silencio. A unos diez kilómetros de Mogilev, Sinzov vio, a derecha e izquierda de la carretera, colocados en línea, piezas de artillería tiradas por caballos; también vio una columna de infantería en marcha. El camión avanzaba entre la niebla. Creía estar rendido por el sueño, pero lo que ocurría es que, de tiempo en tiempo, perdía conciencia de la realidad, para recobrarla de nuevo una vez y otra.
En el extrarradio de Mogilev, muy altos en el cielo, volaban dos cazas describiendo grandes círculos. Eran cazas propios, a juzgar por el silencio de las baterías antiaéreas. Sinzov los observó atento y vio que eran MiG. Ya había visto estos nuevos aparatos en Grodno, en la primavera pasada. Se decía que eran más rápidos que los Messerschmitt.
«No», se decía convencido Sinzov, a pesar de la fatiga y el dolor, «la cosa no está tan mal». El sentimiento de firme segundad que experimentaba tenía su origen, más que en el espectáculo de las tropas que antes de llegar a Mogilev había visto en marcha hacia sus posiciones y en los MÍG que sobrevolaban la ciudad, en el recuerdo de los soldados de la sección de blindados que le habían parado, en su teniente, que valía tanto como su capitán, y en el propio capitán tanquista, que debía de parecerse mucho a su teniente coronel. Pero Sinzov no tenía de todo esto una conciencia nítida; antes bien rastreaba los hechos como a tientas.
Cuando el vehículo se detuvo ante el hospital, Sinzov hizo un último y supremo esfuerzo para levantarse. Agarrándose con fuerza al camión, esperó a que descargaran al oficial de aviación, que estaba inconsciente, al soldado rojo, que gemía con los dientes apretados, y al general muerto. Después ordenó al chofer que continuara hasta la redacción y anunciara allí que él se quedaba en el hospital.
El conductor levantó la pared posterior del camión. Sinzov echó una mirada a los paquetes de periódicos manchados de sangre y entonces cayó en la cuenta de que casi no había distribuido ninguno. Luego se quedó solo en el adoquinado.
Llegó hasta la sala de recepción sin ayuda de nadie, extrajo de su bolsillo los papeles del general y los dejó encima de la mesa. A continuación sacó su propia tarjeta de identidad y la entregó a la enfermera. Antes de que ésta pudiera recogerla, Sinzov se tambaleó de un modo extraño, perdió el sentido y se desplomó.
Sobre el autor
Konstantin Simonov (1915-1979), conocido novelista, dramaturgo, publicista y autor de ensayos y artículos sobre arte. Gozó de particular éxito en los años de la guerra su conmovedor poema «Espérame».
La lírica de Simonov se distinguió siempre por su aguda percepción de los problemas de su época. Simonov fue galardonado seis veces con el Premio Nacional.
Entre sus otras obras dedicas a la Gran Guerra Patria pueden destacarse “Camaradas de Armas” y “No nacimos soldados”
Simonov fue un autor muy reconocido en la URSS, y muestra de ello son sus premios y las catorce adaptaciones cinematográficas de sus obras, incluyendo “De los Vivos y de los Muertos”, del cual traigo aquí como muestra un fragmento, el cual es muy fiel al original literario:
Por cierto, en Youtube se encuentra la película completa, en ruso.
Comentario Personal
Compré este libro cuando lo vi por dos razones. Una de ellas, el precio, ya que se trataba de una verdadera ganga; la otra, el tema, la visión de la SGM desde el punto de vista del ejército ruso, algo no muy habitual y que por desgracia suele aparecer bastante olvidado en nuestro inconsciente colectivo respecto al conflicto.
Tengo sentimientos contradictorios con respecto a la obra. Por un lado, es una descripción bastante cercana y realista a lo que tuvieron que vivir el pueblo y el ejército ruso durante el verano y el otoño de 1941 en el transcurso de la Operación Barbarroja. Por otro lado, desde mi punto de vista, peca de ingenuidad a la hora de tratar muchos temas. Ingenuidad quizás aparente o fingida, porque, si bien en algunos comentarios al libro que he encontrado en la red se acusa al autor de connivencia con el régimen y de pecar de “buen comunista”, a mi parecer, en el libro se alienta cierta crítica soterrada al régimen estalinista y, sobre todo, al sacrificio inútil de tantos miles de soldados .
La obra se desarrolla, tal como he dicho, entre el inicio de Barbarroja y el inicio de la ofensiva soviética del invierno de 1941. El protagonista es el politruk (comisario político a nivel de compañía) Sinzov, un corresponsal (trasunto del propio Simonov) a quien el principio de la guerra sorprende en Moscú en compañía de su mujer, y que intenta por todos los medios volver a su periódico, situado en algún lugar cerca de primera línea, con el fin de ponerse a disposición del ejército. En ese proceso, Sinzov será testigo de la impotencia del ejército y la aviación soviéticas para enfrentarse a la maquinaria de guerra nazi, será cercado dos veces, herido otras dos, y perderá su seña de identidad: los papeles que le identifican como comisario político y buen comunista.
La novela puede dividirse en dos partes, que vendrían a coincidir con el verano y el otoño de 1941, separadas por el regreso de Sinzov a Moscú y su afán por recuperar su identidad (comunista) y sus papeles.
La primera parte describe el avance alemán, la incapacidad de las tropas soviéticas para oponerse a los tanques alemanes, la desorientación de los soldados faltos de liderazgo (salvo casos puntuales), el caos que domina el frente y la retaguardia, y pese a todo, la absoluta creencia en el poder del Ejército Rojo para hacer frente al desafío y conseguir salir victorioso. Es aquí donde conocemos mejor a Sinzov y encontramos toda una galería de personajes representativos del régimen.
Como el general Serpilin, un buen militar que pasó cuatro años en el Gulag pero pese a todo sigue pensando que todo se debió a la actuación de personas, y no a la perversidad del régimen. O el comisario político Chmakov, un tipo afable y simpático pero no por ello menos dispuesto a seguir las consignas comunistas. O el teniente Horichev, joven oficial capaz de llevar a sus soldados al mismo infierno porque él iría en cabeza. O el coronel Baranov, uno de los causantes del destierro de Serpilin, quien es capaz de destruir sus documentos y hacerse pasar por un soldado raso para evitar las represalias alemanas. O el soldado Solotariov, al principio el conductor de Baranov, que luego acompañará a Sinzov en su intento por huir del cerco, y que finalmente acabará conduciendo uno de los nuevos T-34 que encabezarán la ofensiva contra los alemanes
En el segundo intento de escapar del cerco, Sinzov será herido y dado por muerto, y Solotariov le quitará sus documentos y enseñas, para evitar que su cuerpo sea escarnecido por los soldados alemanes. Ello da origen a una subtrama dentro de la trama general, centrada en el intento de recuperación de sus documentos e identidad por parte de Sinzov, y que a su vez sirve para mostrar, demasiado tibiamente, a mi parecer, el estado de paranoia y burocracia en que vivía la Unión Soviética.
Sinzov, recuperado el sentido, vuelve a sus líneas, pero no tiene forma de demostrar que no es un desertor. Encuentra personas que le creen, y personas que desconfían. Encuentra ayuda y también actitudes de “lavarse las manos”, y, pese a todo, consigue llegar a Moscú, donde por casualidad consigue encontrarse con su mujer, que mientras tanto se había alistado a una escuela de espionaje, y será lanzada sobre la retaguardia alemana para organizar una red de información.
Este breve interludio da pie a Simonov para contar cómo se vivió en Moscú durante aquellos días: el pánico de la población, acrecentado por los bombardeos nocturnos alemanes; la huida de civiles y militares; y también, el inquebrantable deseo de muchos otros de resistir casa por casa, calle por calle.
Sinzov, desesperado, intenta recuperar su identidad y sus papeles, y para ello acude al Raikom, el órgano municipal del Partido. Allí encuentra a otro de los personajes claves de la obra: el comisario Malinin, un funcionario respetado y testarudo, que da crédito a Sinzov y se esfuerza por conseguir solucionar su problema. Y mientras ello sucede, consigue incluirle en un batallón de voluntarios con destino al frente de Moscú.
Encuadrado en este batallón, Sinzov participará como soldado en los últimos combates por defender Moscú y en los primeros compases de la Operación Urano. Incluso será ascendido a sargento y condecorado.
El libro termina ahí. Se da la circunstancia que el general Serpilin es destinado a comandar la unidad en la que se encuentra Sinzov, y es uno de los que podrían dar fe de la veracidad de lo que cuenta. Quedan sin cerrar esa línea argumental, al igual que la iniciada por Masha, la mujer de Sinzov, que salta en paracaídas sobre territorio ocupado, y nos quedamos con las ganas de saber qué más sucede a continuación.
En ese sentido me ha defraudado un poco, si bien he leído en algún sitio que esta es la primera de una trilogía de novelas, en las que, quizás, podamos seguir asistiendo a las aventuras de Sinzov en la Gran Guerra Patria.
El estilo de escritura es directo y sencillo, sin excesiva florituras estilísticas, que permite una lectura fácil. Echo de menos, quizás, alguna explicación más detallada acerca de los combates, y una mayor implicación emocional de los personajes principales en la acción. Que no es que no la tengan, pero que se trasluce demasiado en la forma de expresarlo.
En resumen, un libro aconsejable como acercamiento a las vivencias de los soldados rusos durante el conflicto, y más en lo referente a los primeros meses de guerra.
Konstantin Simonov novela en De los vivos y los muertos (1969) sus vivencias como corresponsal y oficial del ejército durante la segunda guerra mundial. Inscrito en la gran tradición de la épica rusa, esta narración es una crónica estremecedora de los acontecimientos que se suceden desde le comienzo de la contienda hasta la crucial batalla de Moscú, en la que el ejército soviético es capaz por primera vez de contener a las tropas hitlerianas. De la mano de Iván Sinzov, que trabaja en un periódico cuando estalla la guerra, viviremos la experiencia del soldado que contempla cómo se derrumba el mundo que conoce para dar paso al horror. Simonov logra que su protagonista se convierta en el espejo en el que se refleja el terrible sacrificio que supuso para el pueblo ruso rechazar al invasor.
Fragmento de la obra(http://www.interplanetaria.com/contenido.php?id=VivosMuertosKonstantinSimonov)
Junto al blindado se sentaba en el suelo un capitán, la espalda apoyada en la caja de un teléfono de campaña. Llevaba puesto el casco y hablaba con voz monótona, con el auricular en la mano—: AI habla, al habla, al habla...
A su lado se sentaba un soldado tanquista, también con casco, y detrás de él se encontraba Liusin descansando el peso de su cuerpo ora sobre el pie derecho, ora sobre el izquierdo.
—Me gustaría saber cuándo podré conseguir la comunicación —dijo el capitán. Dejó el auricular y se levantó.
Hacía rato que había visto a Sinzov y al aviador apearse del camión, pero había fingido no darse cuenta de ellos hasta ahora y miraba fijamente a los recién llegados.
—Soy el oficial adjunto de retaguardia jefe de la 17.a brigada acorazada; y ¿quién es usted? —preguntó displicente.
Aunque se había presentado como oficial de retaguardia, por su aspecto no lo parecía en absoluto. El mono que cubría su cuerpo estaba sucio y desgarrado, y en uno de sus lados presentaba el agujero de una quemadura. Su mano izquierda estaba envuelta en un vendaje manchado de sangre y en el pecho tenía colgada en bandolera una pistola ametralladora alemana igual que la del teniente; su cara, desde hacía tiempo sin afeitar, tema una expresión de enorme fatiga y los ojos brillaban amenazadores.
—Yo... —empezó el aviador. Pero su apariencia decía a las claras quién era.
—En lo que a usted se refiere, la cuestión está clara, camarada comandante —le interrumpió el capitán con un movimiento de la mano—. ¿Estaba usted en alguno de los bombarderos derribados?
El aviador asintió sombrío.
—Pero usted tiene que enseñarme sus documentos de identidad —dijo el capitán dando un paso en dirección a Sinzov.
—Ya le dije a usted... —comenzó Liusin, que se hallaba en píe detrás del capitán.
—¡Cállese! —le interrumpió éste sin volverse—. Ya le llegará el turno. ¡Sus papeles! —ordenó ásperamente a Sinzov.
—¡Enséñeme usted los suyos! —dijo impetuoso éste, molesto por la grosería del capitán.
—Me hallo en la Jurisdicción de mi unidad y no estoy obligado a identificar mi personalidad —dijo el capitán con un tono inesperadamente suave, en contraste con el de Sinzov.
Éste sacó del bolsillo sus documentos de identidad y el volante de permiso. Entonces cayó en la cuenta de que no había tenido tiempo de hacerse extender nuevos papeles en la redacción. Experimentó un sentimiento de inseguridad y comenzó a explicar cómo había ocurrido todo, con lo cual este sentimiento se acentuó todavía más.
—Unos papeles muy extraños —dijo el capitán devolviéndoselos a Sinzov—. Pero vamos a suponer que todo es exactamente como usted dice. Aun siendo así, ¿quién le ha otorgado el derecho de llevar consigo hombres del frente a la retaguardia?
Ya desde el momento en que el teniente le había dicho algo parecido en la carretera, Sinzov estaba ardiendo en deseos de esclarecer el equívoco. Contó cómo aquellos militares habían salido de! bosque y corrido hacia su camión, cómo él los había llevado con el fin de salvarlos y cómo, finalmente, había hecho un hueco en el vehículo para otro soldado rojo.
Mas para admiración suya, quedaba claro que e! capitán veía lo ocurrido bajo un aspecto completamente distinto.
—¡El miedo es mal consejero! —gruñó—. Se supone que con un solo proyectil de blindado murieron diez hombres ¡en el bosque!, y ocurrió cuando se encontraban escondidos allí... ¡Pamplinas! El miedo les hizo cagarse en los pantalones y el oficial que los mandaba, en vez de reunir a sus subordinados, de]ó a la mitad de ellos en la estacada y se las piró. ¡Y usted lo llevó consigo! Los unos se cagan en los pantalones, los otros buscan su unidad en la retaguardia... ¡Las unidades hay que buscarlas en la vanguardia, donde está el enemigo! —El capitán soltó un par de tacos y, algo más aliviado, señaló hacia los soldados y el sargento—. Éstos las volverán a pasar moradas, pero ¡en el frente de batalla! ¿Adonde iríamos a parar sí todos los sembradores de alarma corrieran hacia Mogilev? ¡En la ciudad los hay de sobra! Necesitamos los hombres aquí. Mi jefe de brigada me ha ordenado reunir antes de la noche trescientos hombres, escogiéndolos entre los que vagan por los bosques. ¡Y los voy a reunir, puede usted creerlo! Y su comisario político será de la partida. ¡Y también usted! —añadió en un tono desafiante.
—Está herido en la cadera —dijo el aviador malhumorado—. Tiene que ingresar cuanto antes en el hospital.
—¿Herido? —inquirió desconfiado el capitán. De buena gana habría ordenado que se desnudara y le mostrase la herida.
«No le cree», pensaba Sinzov, y esta ofensa le helaba el corazón.
Pero el capitán se dio cuenta de la mancha oscura del uniforme de Sinzov.
—Dígale a su politruk —se dirigía a Liusin— por qué se niega usted a quedarse aquí y a luchar. ¿O acaso está también herido y me lo ha ocultado?
—¡No estoy herido! —gritó estridente Liusin; su bello rostro se desfiguró en una mueca—. No me niego en absoluto. Estoy dispuesto a todo. Pero mi redactor me dio la orden de partir y regresar de nuevo y, sin mandato de mi superior, no puedo quedarme aquí.
—Bien, ¿qué le ordena usted? —preguntó el capitán a Sinzov—. La situación aquí es grave, en todo el grupo no dispongo de ningún funcionario político. Ayer nos escapamos del cerco, y hoy ya tengo orden de tapar un agujero. Mientras yo reúno gente aquí, la brigada, hasta el último hombre, hace frente al enemigo en el Berezina.
—Bien, quédese aquí, camarada Liusin, si así lo desea usted —dijo Sinzov ingenuamente—.Yo también... —Miró a Liusin y sólo al ver la expresión de sus ojos, comprendió que no deseaba en absoluto quedarse y que había esperado una orden completamente distinta.
—Perfecto —dijo el capitán—. Vaya al sargento mayor y tome con él el mando de grupo —ordenó a Liusin.
—Pero dará usted parte al redactor de esta arbitrariedad y de que también usted... —gritó Liusin soltando un gallo; no pudo terminar la frase, pues el capitán le dio un golpe con su mano vendada.
—Ya se lo diré, no temas. Ve y cumple mis órdenes. Y como no obedezcas, te cuesta el pellejo.
Liusin se alejó, encorvando las anchas espaldas. Había bastado un instante para transformar el enérgico oficial que hasta entonces había parecido ser, en una persona dócil. Sinzov experimentó de repente una invencible sensación de agotamiento y se sentó en el suelo. El capitán le miró sorprendido, pero inmediatamente recordó que el comisario estaba herido; quiso decir algo, pero el teléfono sonó levemente y cogió el auricular.
—¡A la orden, camarada teniente coronel! He enviado un grupo por la vieja ruta de marcha. El segundo se está reuniendo ahora. ¿Adonde? Tomo buena nota. —Sacó del bolsillo de su mono un mapa doblado que abrió, y buscó un punto que marcó rayando el papel con la presión de una uña—. A la orden, ya están emboscados. —Sinzov comprendió que se refería a los cañones que se hallaban junto a la carretera—. Los proyectiles están preparados. No dejaremos pasar ningún tanque enemigo.
El capitán guardó silencio y durante un minuto estuvo escuchando con una expresión de felicidad en el semblante.
—Claro, camarada teniente coronel —dijo finalmente—. Perfectamente claro. Entre nosotros es incluso... —Iba a decir algo más, pero sin duda fue interrumpido desde el otro extremo de la línea—. ¡No tiene usted tiempo! —dijo desconcertado—. Por mi parte, esto es todo.
Dejó el auricular, se levantó y miró al aviador con la expresión del que sabía que podía dar una buena noticia a aquel hombre que acababa de perder su aparato y sus camaradas. Y así era, en efecto. Dijo lo único que, en aquellas circunstancias, podía aún traer algo de alegría al aviador:
—El teniente coronel me decía que hoy casi no hay que contar con una irrupción en la carretera. Los alemanes sólo han podido pasar una pequeña parte de sus tanques a esta orilla del río. Los demás se han quedado al otro lado del Berezina. El puente ha sido destruido por completo. No se ve ni rastro de él.
—El puente ha sido destruido, pero nosotros también; no hay motivo para estar orgullosos —dijo malhumorado el aviador, pero en la expresión de su rostro se veía que se sentía orgulloso de la destrucción del puente.
—Cuando vuestros aparatos fueron derribados, nosotros nos mordíamos los puños —dijo el capitán para consolar al aviador—. El alemán cayó cerca de aquí. Quería pescarle vivo, pero no pudo ser. Después de todo lo que los hombres habían visto, no hubo manera de contenerles.
—¿Dónde está? —preguntó Sinzov levantándose penosa —Allí, detrás de los pinos. Pero es mejor que no le vea usted —contestó el capitán—. Parece como si hubiese sido aplastado por un tanque. —Miró la cara de Sinzov, que había perdido el color a causa de la pérdida de sangre y añadió:
—Váyase usted en e! camión. Está usted herido y no quiero retenerle.
—En el camión tenemos otros dos heridos —dijo Sinzov como si se viera en la necesidad de Justificar su propia partida—. Y un muerto. —Iba a decir que el muerto era un general, pero lo omitió. ¿Para qué?
—¡Vamos! —dijo, volviéndose hacia el aviador.
—Preferiría quedarme aquí—dijo éste lentamente pero con decisión. Lo había decidido durante la conversación y no iba a dejarse persuadir de lo contrario—. ¿Me das un arma? —preguntó al capitán.
—No, de mí no conseguirás ninguna, querido halcón. ¿Qué ganaríamos con ello? Tu sitio está allí. —Señalaba al cielo con la mano vendada—. Tuvimos que retroceder desde Sluzk, y todos los días lamentábamos que volaseis tan raras veces. ¡Ve y vuela, por el amor de Dios! Esto es todo lo que te pedimos. Del resto nos ocupamos nosotros.
Sinzov se hallaba junto al camión, esperando el final de aquella polémica.
Pero las palabras del capitán no producían la menor impresión en el ánimo del aviador. Si éste hubiese abrigado la esperanza de conseguir otro avión, no se habría quedado. Pero la esperanza no existía y, por esto, estaba resuelto a seguir luchando en tierra.
—Si no me quiere dar un arma, me la agenciaré con mis propias manos —le dijo a Sinzov, el cual comprendió que no había nada que hacer.
—Parte, pero no te olvides de dejar a mi oficial en un hospital militar.
El capitán de blindados calló. Cuando Sinzov subió a la cabina del camión estaban uno junto a otro e! capitán, aleo y corpulento, y el aviador, bajo y regordete. Ambos testarudos, con cara de vinagre por los descalabros sufridos, pero decididos a proseguir la lucha.
—¿Cuál es tu apellido, camarada capitán? —preguntó Sinzov ya en la cabina; por primera vez pensaba en su periódico.
—¿Mi apellido? Entonces, ¿quieres presentar una queja? ¡Lástima! Mi apellido abunda en Rusia tanto como los granos de arena en el mar. Ivanov me llamo. Puedes escribirlo, por si luego no lo recuerdas.
Cuando el camión salió del bosque a la carretera, Sinzov vio una vez más al soldado que había relevado del puesto de centinela. Se sentaba junto a otros soldados y hacía lo mismo que ellos: ataba dos o tres granadas de mano con alambre telefónico, hablaba con su vecino y sonreía complacido. Estaba contento, sin duda alguna: tenía algo que hacer y no estaba solo.
Para llegar a Mogilëv necesitaron más de dos horas. Al principio, siguieron oyendo el fuego de artillería, hasta que finalmente se hizo el silencio. A unos diez kilómetros de Mogilev, Sinzov vio, a derecha e izquierda de la carretera, colocados en línea, piezas de artillería tiradas por caballos; también vio una columna de infantería en marcha. El camión avanzaba entre la niebla. Creía estar rendido por el sueño, pero lo que ocurría es que, de tiempo en tiempo, perdía conciencia de la realidad, para recobrarla de nuevo una vez y otra.
En el extrarradio de Mogilev, muy altos en el cielo, volaban dos cazas describiendo grandes círculos. Eran cazas propios, a juzgar por el silencio de las baterías antiaéreas. Sinzov los observó atento y vio que eran MiG. Ya había visto estos nuevos aparatos en Grodno, en la primavera pasada. Se decía que eran más rápidos que los Messerschmitt.
«No», se decía convencido Sinzov, a pesar de la fatiga y el dolor, «la cosa no está tan mal». El sentimiento de firme segundad que experimentaba tenía su origen, más que en el espectáculo de las tropas que antes de llegar a Mogilev había visto en marcha hacia sus posiciones y en los MÍG que sobrevolaban la ciudad, en el recuerdo de los soldados de la sección de blindados que le habían parado, en su teniente, que valía tanto como su capitán, y en el propio capitán tanquista, que debía de parecerse mucho a su teniente coronel. Pero Sinzov no tenía de todo esto una conciencia nítida; antes bien rastreaba los hechos como a tientas.
Cuando el vehículo se detuvo ante el hospital, Sinzov hizo un último y supremo esfuerzo para levantarse. Agarrándose con fuerza al camión, esperó a que descargaran al oficial de aviación, que estaba inconsciente, al soldado rojo, que gemía con los dientes apretados, y al general muerto. Después ordenó al chofer que continuara hasta la redacción y anunciara allí que él se quedaba en el hospital.
El conductor levantó la pared posterior del camión. Sinzov echó una mirada a los paquetes de periódicos manchados de sangre y entonces cayó en la cuenta de que casi no había distribuido ninguno. Luego se quedó solo en el adoquinado.
Llegó hasta la sala de recepción sin ayuda de nadie, extrajo de su bolsillo los papeles del general y los dejó encima de la mesa. A continuación sacó su propia tarjeta de identidad y la entregó a la enfermera. Antes de que ésta pudiera recogerla, Sinzov se tambaleó de un modo extraño, perdió el sentido y se desplomó.
Sobre el autor
Konstantin Simonov (1915-1979), conocido novelista, dramaturgo, publicista y autor de ensayos y artículos sobre arte. Gozó de particular éxito en los años de la guerra su conmovedor poema «Espérame».
La lírica de Simonov se distinguió siempre por su aguda percepción de los problemas de su época. Simonov fue galardonado seis veces con el Premio Nacional.
Entre sus otras obras dedicas a la Gran Guerra Patria pueden destacarse “Camaradas de Armas” y “No nacimos soldados”
Simonov fue un autor muy reconocido en la URSS, y muestra de ello son sus premios y las catorce adaptaciones cinematográficas de sus obras, incluyendo “De los Vivos y de los Muertos”, del cual traigo aquí como muestra un fragmento, el cual es muy fiel al original literario:
Por cierto, en Youtube se encuentra la película completa, en ruso.
Comentario Personal
Compré este libro cuando lo vi por dos razones. Una de ellas, el precio, ya que se trataba de una verdadera ganga; la otra, el tema, la visión de la SGM desde el punto de vista del ejército ruso, algo no muy habitual y que por desgracia suele aparecer bastante olvidado en nuestro inconsciente colectivo respecto al conflicto.
Tengo sentimientos contradictorios con respecto a la obra. Por un lado, es una descripción bastante cercana y realista a lo que tuvieron que vivir el pueblo y el ejército ruso durante el verano y el otoño de 1941 en el transcurso de la Operación Barbarroja. Por otro lado, desde mi punto de vista, peca de ingenuidad a la hora de tratar muchos temas. Ingenuidad quizás aparente o fingida, porque, si bien en algunos comentarios al libro que he encontrado en la red se acusa al autor de connivencia con el régimen y de pecar de “buen comunista”, a mi parecer, en el libro se alienta cierta crítica soterrada al régimen estalinista y, sobre todo, al sacrificio inútil de tantos miles de soldados .
La obra se desarrolla, tal como he dicho, entre el inicio de Barbarroja y el inicio de la ofensiva soviética del invierno de 1941. El protagonista es el politruk (comisario político a nivel de compañía) Sinzov, un corresponsal (trasunto del propio Simonov) a quien el principio de la guerra sorprende en Moscú en compañía de su mujer, y que intenta por todos los medios volver a su periódico, situado en algún lugar cerca de primera línea, con el fin de ponerse a disposición del ejército. En ese proceso, Sinzov será testigo de la impotencia del ejército y la aviación soviéticas para enfrentarse a la maquinaria de guerra nazi, será cercado dos veces, herido otras dos, y perderá su seña de identidad: los papeles que le identifican como comisario político y buen comunista.
La novela puede dividirse en dos partes, que vendrían a coincidir con el verano y el otoño de 1941, separadas por el regreso de Sinzov a Moscú y su afán por recuperar su identidad (comunista) y sus papeles.
La primera parte describe el avance alemán, la incapacidad de las tropas soviéticas para oponerse a los tanques alemanes, la desorientación de los soldados faltos de liderazgo (salvo casos puntuales), el caos que domina el frente y la retaguardia, y pese a todo, la absoluta creencia en el poder del Ejército Rojo para hacer frente al desafío y conseguir salir victorioso. Es aquí donde conocemos mejor a Sinzov y encontramos toda una galería de personajes representativos del régimen.
Como el general Serpilin, un buen militar que pasó cuatro años en el Gulag pero pese a todo sigue pensando que todo se debió a la actuación de personas, y no a la perversidad del régimen. O el comisario político Chmakov, un tipo afable y simpático pero no por ello menos dispuesto a seguir las consignas comunistas. O el teniente Horichev, joven oficial capaz de llevar a sus soldados al mismo infierno porque él iría en cabeza. O el coronel Baranov, uno de los causantes del destierro de Serpilin, quien es capaz de destruir sus documentos y hacerse pasar por un soldado raso para evitar las represalias alemanas. O el soldado Solotariov, al principio el conductor de Baranov, que luego acompañará a Sinzov en su intento por huir del cerco, y que finalmente acabará conduciendo uno de los nuevos T-34 que encabezarán la ofensiva contra los alemanes
En el segundo intento de escapar del cerco, Sinzov será herido y dado por muerto, y Solotariov le quitará sus documentos y enseñas, para evitar que su cuerpo sea escarnecido por los soldados alemanes. Ello da origen a una subtrama dentro de la trama general, centrada en el intento de recuperación de sus documentos e identidad por parte de Sinzov, y que a su vez sirve para mostrar, demasiado tibiamente, a mi parecer, el estado de paranoia y burocracia en que vivía la Unión Soviética.
Sinzov, recuperado el sentido, vuelve a sus líneas, pero no tiene forma de demostrar que no es un desertor. Encuentra personas que le creen, y personas que desconfían. Encuentra ayuda y también actitudes de “lavarse las manos”, y, pese a todo, consigue llegar a Moscú, donde por casualidad consigue encontrarse con su mujer, que mientras tanto se había alistado a una escuela de espionaje, y será lanzada sobre la retaguardia alemana para organizar una red de información.
Este breve interludio da pie a Simonov para contar cómo se vivió en Moscú durante aquellos días: el pánico de la población, acrecentado por los bombardeos nocturnos alemanes; la huida de civiles y militares; y también, el inquebrantable deseo de muchos otros de resistir casa por casa, calle por calle.
Sinzov, desesperado, intenta recuperar su identidad y sus papeles, y para ello acude al Raikom, el órgano municipal del Partido. Allí encuentra a otro de los personajes claves de la obra: el comisario Malinin, un funcionario respetado y testarudo, que da crédito a Sinzov y se esfuerza por conseguir solucionar su problema. Y mientras ello sucede, consigue incluirle en un batallón de voluntarios con destino al frente de Moscú.
Encuadrado en este batallón, Sinzov participará como soldado en los últimos combates por defender Moscú y en los primeros compases de la Operación Urano. Incluso será ascendido a sargento y condecorado.
El libro termina ahí. Se da la circunstancia que el general Serpilin es destinado a comandar la unidad en la que se encuentra Sinzov, y es uno de los que podrían dar fe de la veracidad de lo que cuenta. Quedan sin cerrar esa línea argumental, al igual que la iniciada por Masha, la mujer de Sinzov, que salta en paracaídas sobre territorio ocupado, y nos quedamos con las ganas de saber qué más sucede a continuación.
En ese sentido me ha defraudado un poco, si bien he leído en algún sitio que esta es la primera de una trilogía de novelas, en las que, quizás, podamos seguir asistiendo a las aventuras de Sinzov en la Gran Guerra Patria.
El estilo de escritura es directo y sencillo, sin excesiva florituras estilísticas, que permite una lectura fácil. Echo de menos, quizás, alguna explicación más detallada acerca de los combates, y una mayor implicación emocional de los personajes principales en la acción. Que no es que no la tengan, pero que se trasluce demasiado en la forma de expresarlo.
En resumen, un libro aconsejable como acercamiento a las vivencias de los soldados rusos durante el conflicto, y más en lo referente a los primeros meses de guerra.
Fuentes
http://www.interplanetaria.com/ficha.ph ... tinSimonov
http://en.wikipedia.org/wiki/Konstantin_Simonov
http://en.wikipedia.org/wiki/The_Alive_and_the_Dead