—Roland —me dijo el mariscal—, ya has leÃdo el mensaje y sabes lo que ocurre. Cuando salimos de BerlÃn la salud de Von Brauchitsch no era buena, y poco le habrán ayudado la detención de Halder o el escándalo de las municiones. Pero no esperaba que fuese a morir tan pronto. Volvemos a estar igual que en el verano: los del gabinete de guerra conservamos el poder en Alemania, pero nuestra situación es más ilegal que un billete de siete marcos. A mà me importa poco que nuestros puestos nos los hayamos ganado, los hayamos heredado o nos los haya dado el sursuncorda, porque lo importante es que Alemania salga con bien de esta guerra. Pero ya te puedes imaginar cuantos ambiciosos están pensando que igual que nosotros mandamos, podrÃan hacerlo ellos. A nadie se le ocurre pegarle un tiro a un ministro para sustituirlo, pero un dictador militar es un blanco legÃtimo de cualquier insatisfecho.
Yo asentà mientras el mariscal seguÃa con su discurso—: Ese es el problema de la ilegitimidad. Intentamos solucionarlo nombrando un canciller. Yo propuse a Brauchitsch por su prestigio, aunque mi corazón me decÃa que no podÃamos fiarnos de ese hombre y que mejor estarÃa en una guarnición en Tombuctú. Pero pensé que le bastarÃa con el prestigio y una buena suma de marcos. Me equivoqué: Brauchitsch era un ambicioso que deseaba era el poder que habÃa tenido Hitler, sin pensar en que un dictador hubiese llevado a Alemania a la catástrofe.
Le pregunté por qué pensaba eso, y Von Manstein me lo explicó.
—Roland, recuerda el caso de Napoleón. Fue el general y gobernante con mayor genio de todos los que ha padecido Europa. Pero él mismo se sabÃa tan superior a los demás que no atendió a sus consejeros, y acabó cometiendo errores que destruyeron su Imperio. Si Napoleón no consiguió mantener su obra ¿cómo podrÃa hacerlo uno de nosotros? Roland, el problema de los dictadores es que no tienen ni compañeros ni consejeros, sino solo aduladores, y llega un momento que se pasan de la raya. Si por desgracia el dictador es un rufián sanguinario como Stalin, ocurren desastres como el de este invierno en Ucrania. No creo que Brauchitsch fuese un asesino como Stalin, pero era un hombre de luces mucho más limitadas de lo que él mismo creÃa, y como general en jefe, una medianÃa. Se dejaba influir demasiado por los amigotes. Con él al mando a lo más que podrÃamos aspirar serÃa a una guerra muy larga que acabarÃamos perdiendo.
—¿Cómo puede perder Alemania contra Inglaterra? —me arriesgué a sugerir.
—Si solo fuese contra Inglaterra... Pero si Inglaterra se une con los rusos y con Estados Unidos será nuestro fin. Te parecerá una alianza contra natura, pero para ganar una guerra cosas más raras se han visto. No les será fácil derrotarnos, porque el Reich es fuerte y podrá resistir durante años. Pero será una lucha sin esperanza. Por eso creo que tenemos que poner a Inglaterra de rodillas cuanto antes.
—Entonces usted tendrÃa que ser el próximo canciller.
—Te equivocas, Roland ¿Por qué yo iba a ser inmune a la enfermedad del dictador? Además soy consciente de mis limitaciones, y aunque las relaciones con nuestros aliados no se me dan mal, y hasta podrÃa llegar a sustituir a Papen, nunca sabrÃa manejar las complejidades de la polÃtica o de la economÃa. Lo mismo se puede decir de mis compañeros. Papen no tiene suficiente prestigio, Speer es demasiado joven, y de Schellenberg no me termino de fiar, pues no sé lo que esconde su alma. Creo que Alemania necesita que siga habiendo un Gabinete en el que unos podamos contrapesar a los otros. Pero el Reich también necesita estabilidad polÃtica, y eso significa que debe haber alguien al frente.
Esa palabra del mariscal iluminó mi mente como un relámpago. Callé apenas un momento antes de disparar mi sugerencia.
—Mariscal, si Alemania es un imperio, lo que necesitará es un emperador. El III Reich precisa un Káiser.