Capítulo 31. Algo se mueve
Patata caliente
10 de Julio de 1941
Josef Dietrich pensaba que tenía que considerarse afortunado, pero no lo conseguía. Sabía que había tenido suerte: la mayor parte de los altos cargos de las SS y de las SA habían sido expulsados, cuando no habían desaparecido. Pero Sepp (el apodo por el que se conocía al oficial), antiguo coger y hombre de confianza de Hitler, estaba enfrentado con Heydrich e incluso había llegado a expulsar de Himmler del acuartelamiento de la Leibstandarte SS Adolf Hitler, la unidad de escolta del dictador. Cuando tras el intento de golpe de estado de Himmler y Heydrich las SS fueron disueltas, Dietrich no había sido perseguido, e incluso se le había ofrecido incorporarse al ejército. Pero las condiciones…
El ejército, aunque había estado encantado de admitir a los suboficiales y soldados de las Waffen SS, había rechazado equiparar el grado de sus oficiales, aduciendo que su preparación técnica era muy mala y que eran unos carniceros, y como mucho había ofrecido equipararlos a oficiales subalternos o suboficiales. A Dietrich, hombre de confianza de Hitler y figura de gran relevancia en el NSDP, se le había ofrecido incorporarse como capitán a una división Panzer. Naturalmente había rechazado la oferta y había pedido unirse a la policía, pasando de ser general a poco más que un comisario. En la Gestapo Dietrich se las arregló para enfrentarse con los antiguos partidarios de Himmler, y tras una discusión con Kaltenbrunner el jefe de la Gestapo, Müller, había enviado a su incómodo subordinado a Palestina, donde debía encargarse de la seguridad.
En Palestina Dietrich se había encontrado que era un cero a la izquierda. Mandaba a unas pocas docenas de agentes, una gota de agua comparado con las fuerzas de la Feldgendarmerie. Incluso la Abwehr tenía más personal en Palestina que él. Sin embargo, tenía una baza ganadora: una orden directa del Statthalter que le encomendaba la seguridad en Jerusalén durante la visita del dictador y la conferencia paneuropea. Todas las fuerzas alemanas estaban obligadas a colaborar con él aunque, claro está, lo hacían de mal grado. Pero era menos que nada, pues la tarea le pareció ciclópea.
Cuando Sepp llegó a Palestina la situación era caótica. El ejército inglés, al desmoronarse, había abandonado montañas de armas, que habían caído en manos de las facciones enfrentadas entre sí. Tradicionalmente el ejército británico había favorecido a los árabes, pero se había forzado a reclutar a muchos hebreos, que se llevaron a sus casas todo el armamento que pudieron acaparar. Según se decía en alguna de sus colonias tenían hasta artillería y tanques. Los árabes no habían sido tan vivos, pero para sus clanes había sido cuestión de prestigio acumular armas de todo tipo, y los árabes tenían decenas de miles pistolas y fusiles, algunas de ellas del siglo XIX. Cada arma necesitaba su propia munición, lo que hubiese sido una pesadilla logística… si los árabes se hubiesen preocupado por ella. Pero aunque los palestinos tenían poca munición y carecían casi por completo de armas automáticas, por no decir armas pesadas. Pero las decenas de miles de árabes eran capaces de combatir con el ardor que les daba su fe y el deseo de recuperar sus tierras ancestrales.
Al desaparecer el control británico ambas comunidades se habían lanzado unas contra otras. Cada tiroteo, cada bomba, se respondía a escala mayor, y en Galilea se habían llegado a librar auténticas batallas campales. Entre ellas las comunidades minoritarias de drusos, beduinos, o colonos europeos cristianos, tomaron partido por uno u otro lado. Los alemanes solo habían destinado para controlar el país dos divisiones, que ni siquiera estaban aun al completo. Según la doctrina del Partido los árabes hubiesen tenido que recibir la asistencia alemana, pero cada vez con más frecuencia los alemanes, teniendo que elegir entre una sociedad tribal que parecía estar anclada en la Edad Media, y los colonos de tradición europea, habían interpretado libremente las directivas del Partido, interponiéndose entre ambas partes o incluso favoreciendo a los hebreos. Con todo, usar dos divisiones para detener una guerra civil era como intentar apagar un incendio con una botella, y la guerra civil rugía a lo largo de todo el país.
A Dietrich le importaba poco que árabes y judíos se masacrasen en Tiberíades o en Jaffa, pero tenía que conseguir que la ciudad fuese segura. Dietrich había pedido al general Von Wiktorin, al mando de las fuerzas de ocupación, que destinase suficientes fuerzas para apagar las llamas en Jerusalén y en el corredor que la unía al mar, y se sorprendió al ver que la recién llegada 121 División de Infantería era destinada a la misión: Von Wiktorin era un caballero chapado a la antigua al que le repugnaba el antisemitismo.
A las patrullas de la 121 División no les había costado nada garantizar la seguridad de las carreteras, especialmente porque tenía órdenes de arrasar la colonia o aldea más cercana a los puntos donde estallasen bombas, se instalasen barricadas o incluso se disparase contra los convoyes. Cuando los árabes de Castel y los judíos de Mozta vieron sus casas arder aprendieron la lección, y en lo sucesivo cada localidad se encargó de proteger el trozo de carretera que les correspondía.
Sin embargo Jerusalén era otro problema. Ambas comunidades habían iniciado una campaña terrorista. Desde los barrios judíos se disparaba sobre los árabes y viceversa, y las bombas estallaron en mercados, hoteles y cafetines. El terror aumentó poco a poco de grado: el hotel Semíramis, usado por los agentes del Muftí, fue volado por una bomba judía, y como represalia tres camiones cargados de explosivos y conducidos por desertores alemanes estallaron en la céntrica calle del barrio judío Ben Yehuda, matando a sesenta judíos e hiriendo a dos centenares más. El grupo terrorista hebreo Irgún se vengó Deir Yassin, un pequeño poblado palestino cercano a Jerusalén: un grupo armado rodeo el pueblo y empezó a incendiar las casas. Los alemanes, alertados por las explosiones, pudieron apresar a la mayor parte de los miembros del Irgún, que fueron ejecutados sumariamente, pero para entonces habían perecido decenas de mujeres y niños árabes.
En esas condiciones el Statthalter no podría visitar la ciudad y mucho menos celebrar la conferencia paneuropea. El Mariscal Kesselring, preocupado por la seguridad de Goering, refrendó las draconianas medidas que Dietrich pedía: cualquier civil al que se le encontrasen armas, fuese de la confesión que fuese, sería ejecutado en el acto. También lo serían los que apoyasen a grupos terroristas o los que participasen en actos de saqueo. Las viviendas desde las que se disparase serían demolidas y sus ocupantes, deportados.
Dietrich esperaba que con eso la situación se calmaría: no quería que la visita del Statthalter tuviese como fondo los disparos. .