Gracias a todos. Visto lo visto y dada el ansia lectora, esta mañana he sacado un rato para finalizar la segunda parte del relato.
Espero que sea de vuestro agrado, gracias.
14 de Diciembre de 1942, región de Stalingrado
Ha salido el sol. Durante la pasada noche caminé hasta dar, por fin, con una desguarnecida trinchera. Encontrar refugio por reducido que sea puede marcar la diferencia entre vivir un día más o morir congelado, además de dar un respiro a la castigada autoestima de un solitario y cansado soldado como yo, o como muchos otros que están en mi misma situación.
La luna estaba prácticamente nueva y, al no contar con capote o sábana blanca, me sirvió de ayuda a la hora de pasar desapercibido por el páramo helado. También pude comer algo, cosa que mi estómago agradeció.
Siempre creí que nosotros, los "imparables" ejércitos del III Reich, éramos los halcones que cazábamos a los huidizos y asustados ratones; sin embargo, ahora, me siento más como uno de esos ratones que como un halcón. No voy a negarlo, tengo miedo. Pero no por mi familia, principalmente porque no tengo o, mejor dicho, porque no la conozco, sino por mí mismo. Deseo sobrevivir, como he venido haciendo desde que tengo uso de razón.
Me críe en un orfanato a las afueras de Múnich, y lo más parecido a una madre o un padre que he tenido fue la bruja que allí marcaba el paso a base de rítmicos golpes de vara. Francamente, nunca he estado muy seguro de a quién se parecía más, a un padre o a una madre, dado el espeso y puntiagudo bigote que calzaba. Olga se llamaba aquella desagradable arpía. Me enteré de su muerte el año pasado, o quizás fue hace dos, y no voy a mentir, me alegré. Incluso brindé.
A decir verdad, también he de admitir que si he llegado hasta aquí puede ser por la férrea disciplina a la que me sometieron desde pequeño. Aquello no era una academia militar, era un orfanato, pero si era lo más parecido a una que he conocido salvo, obviamente, el campamento donde me alisté para recibir instrucción.
Y hablando de cosas desagradables, uno de mis primeros recuerdos de la Campaña de Polonia, tan desagradable o más que el recuerdo de Olga, ocurrió durante el atardecer del 3 de Septiembre, cuando, tras una frenética marcha a pie de casi cuarenta kilómetros, nos tocó entrar en Rogoźno. Allí perdí a un buen amigo, aunque eso no fue lo más desagradable del día.
La pequeña ciudad se había sublevado contra los invasores y los propios civiles, al menos aquellos que no querían abandonar toda su vida por la idea de conquista del
führer, habían formado pequeños grupúsculos de resistencia alrededor de improvisadas barricadas, y, armados con horcas, palos, carabinas y rifles, todo muy rudimentario, se disponían a defender lo que era suyo por derecho.
Al llegar a la ciudad, más o menos a la hora del rancho, recuerdo perfectamente una acalorada discusión entre nuestro oficial y un teniente de blindados de la 10ª Panzer que se negaba a entrar en la ciudad.
Me senté en el suelo, encendí un cigarro y le ofrecí uno a Döbel, líder de la segunda escuadra. Ambos, despreocupados, observamos el espectáculo como quien mira una obra de teatro desde un asiento en primera fila.
- Nosotros ni luchamos, ni lucharemos contra civiles... -Afirmó el oficial panzer en varias ocasiones que, si bien tenía el mismo rango que Ohms, estaba claramente pasándonos el testigo. En el fondo, ahora le admiro. Entonces me pareció todo un insubordinado con hombreras de oficial. Su sección estaba ahí para echarnos una mano en la toma de la ciudad y, sin embargo, querían escurrir el bulto y dejarnos en la estacada.
- Vosotros entraréis ahí como que me llamo Friedrich Ohms, y si no lo hacéis me encargaré personalmente de que se os haga un consejo de guerra. -Respondió. Ohms siempre fue un hombre agradable, pero si se le tocaban las narices era mejor no estar en su línea de visión.
El oficial panzer sonrió de forma cínica, y poco después Döbel y yo nos miramos a la par que conteníamos la risa cuando, pese al ronroneo del motor, le oímos ordenar a su conductor que parase el vehículo porque estaba hablando con un oficial teniente. Pero no teniente de rango, que también, sino de oído.
Herr Ohms se puso rojo de rabia. Estaba colérico. Se giró hacia nosotros, furibundo, con sus encendidos ojos echando chispas, pero, como éramos tipos listos y ya le teníamos calado, estábamos ya en posición de firmes y con las colillas apagadas bajo nuestras embarradas botas.
- ¡Maldita sea, qué hacéis ahí pasmados! -Nos espetó-. ¡Buscad a Klubber y formad a los hombres! ¡Armas y munición! ¡Quince minutos, ni uno más!
Después se giró hacia el tanque, no estoy muy seguro pero creo que era un
Pzkw II, y le aseguró al
Oberleutnant subido en él que la cosa no iba a quedar así. Nunca llegamos a saber si fue así o no, porque Ohms nos abandonó días después.
Aún conteniéndonos la risa salimos en busca de Klubber, líder de la tercera escuadra, y poco después ya estaba todo el primer pelotón listo y preparado para entrar en acción. El 1º entraría de frente, mientras que el 2º y el 3º tomarían los flancos con intención de no dejar escapar a nadie de la ciudad. De ahí que necesitásemos la ayuda de los tanques, para minimizar las bajas.
En aquella época, si veías un tanque el estómago te daba un vuelco. Cualquiera que fuera nuestro enemigo, si veía un tanque salía corriendo, aunque sinceramente, muchos parecían de juguete y daban menos miedo que una Mg-34 bien posicionada. Después se fue aprendiendo que los carros no eran indestructibles, y la cosa cambió.
La verdad, si entonces confiábamos nuestras vidas en alguien, era en Ohms. Parecía el líder de toda la compañía, aunque está claro que no era así. Era brillante, y seguro que hubiera llegado alto. Nuestro capitán, casi un desconocido para todos, era
Herr Patrick Sönner, uno de esos que si le hubieran pedido que lamiera las botas de Adolf, o de cualquiera de sus allegados de confianza, lo hubiera hecho con una sonrisa de oreja a oreja. Experto en llevar a cabo misiones sin estar presente, pero atribuyéndose los laureles. Eso sí, si había quejas, culpa de otro, siempre.
Lo de escurrir el bulto se le daba mucho mejor que a aquel oficial panzer, tanto que hace unos meses desapareció misteriosamente y nadie le ha vuelto a ver. Menos mal que en guerra no se suele jugar mucho al escondite, porque él hubiera ganado siempre, como ha quedado demostrado.
En aquella ocasión, la de Polonia, Sönner estaba en retaguardia, ese lugar reservado sólo para unos pocos elegidos. No hace falta decir que ni yo, ni ninguno de mis compañeros y conocidos, estábamos entre esos escogidos para permanecer a salvo de las balas.
Bueno, a lo que iba. Entramos en la ciudad, cosa fácil. Nos repartimos por calles y yo me quedé a cargo de mis diez hombres con orden de continuar recto. Döbel y el
Oberleutnant Ohms fueron por la izquierda, mientras que Klubber tomó el camino de la derecha. Todos debíamos reencontrarnos en una plaza que se encontraba al norte. La mayoría de las casas estaban abandonadas, pero aún así teníamos que registrarlas. Mientras unos se dedicaban a ir casa por casa, el resto defendían el lugar desde diversos ángulos.
Habíamos recorrido casi todo el trayecto hasta alcanzar la plaza, comprobando cada casa en el proceso, hasta que vimos una columna de humo sobre el tejado de un edificio cercano. Todo había salido bien hasta entonces, sin incidentes ni encontrar resistencia. Tomamos precauciones y, con las armas listas, nos acercamos con cautela. Un viejo carromato repleto de paja ardía en medio de una estrecha calle, y un espeso humo negro nos impedía ver más allá. Sin embargo, debíamos atravesar ese obstáculo.
Cuando iba a dar la orden de que tres de mis hombres se adelantaran, sonó un disparo. Se podría decir, que hasta sentí la bala rozándome.
Por instinto me eché al suelo a la vez que gritaba para que mis chicos se pusieran a cubierto. Unos buscaron refugio en los portales, mientras que otros me imitaron lanzándose al suelo. En ese momento me di cuenta de que la bala había sido certera, y que el
Gefreiter Clemens, mi segundo y futuro padre de una niña ya prácticamente en este mundo, yacía en el suelo con su diestra extendida hacia mí, mirándome fijamente y hablándome entre estertores. Le conocía desde que me alisté. Él llegó el mismo día, y sufrimos lo mismo durante el mismo tiempo. Era un hombre simple, algo mayor que yo, pero nos entendíamos bien y por eso le tenía de subordinado.
Grité para que el resto disparase, y sin dudarlo me lancé sobre mi amigo con intención de frenar su hemorragia. Deje a un lado mi subfusil, y apreté mis manos contra su sangrante pecho, pero no pude hacer nada por él. Murió. Arrastré su cuerpo hacia un portal abierto y cogí la mitad de su placa de identificación. La bala que había alcanzado su torso se había alojado en un pulmón. No soy médico, pero así me lo comunicaron horas después. Dijeron que sin la atención adecuada, poco podía haber hecho.
Había perdido a un hombre, pero no estaba dispuesto a perder más. Ordené fuego a discreción, y salí corriendo hasta cubrirme tras una pared cercana. Eran civiles, si, pero acababan de convertirse en civiles armados, a nuestros ojos soldados, sin experiencia, pero soldados a fin y al cabo.
Comprobé el seguro del arma, vi que estaba quitado, y empecé a disparar hasta agotar el primer cargador. Rápidamente lo cambié por otro y, entre gritos, mandé avanzar a cuatro soldados, mientras la otra mitad de mis hombres daban cobertura.
Los civiles, diezmados, comenzaron a correr, pero nosotros seguimos disparando. Desde mi posición veía sombras borrosas en movimiento, apunté y disparé una ráfaga que envió al suelo a uno de ellos.
Avanzamos. Tras dejar tres cadáveres junto al carromato, había un cuarto; el mío. Me horroricé al comprobar que era un crío. Tendría quince años, no más. Sin embargo, pese a las ganas de llorar, no me derrumbé. Su arma era un rifle, quizás fuera él quien matase a Clemens. Es algo que nunca sabremos, pero es algo que tampoco me hubiera hecho sentir mejor.
Aquel día capturamos a treinta y siete civiles (hombres, mujeres y ancianos), dos ovejas y un ternero. En el camino se quedó Clemens, un hombre de la 2ª escuadra con la rodilla completamente destrozada y tres soldados más de la 3ª a los que apenas conocía, salvo de vista. Klubber estaba bastante afectado, después de todo, él si les conocía. Si no lo hubiera estado es cuando realmente sería algo raro.
Algunos de los prisioneros eran comunistas declarados, otros judíos, y la gran mayoría no tenían nada que perder salvo lo que les estábamos arrebatando. Si no recuerdo mal, antes o después, la mayor parte de ellos acabaron fusilados.