Theresienstadt
El Lager del horror encubierto
Sergio Romano
El campo de Terezin, que no escondía menos horrores que los otros, era presentado al mundo como una comunidad judía auto-administrada. Los motivos de esta fachada y de la liberación de 1200 prisioneros, en la autobiografía de Fritzi Spitzer.
Entre los prisioneros había músicos y artistas de gran fama.
Dibujo de Federica Spitzer.
En la gran literatura sobre el genocidio judío, las memorias autobiográficas representan en conjunto un modesto porcentaje. Muchos no tuvieron el coraje de poner por escrito sus recuerdos. Otros deben haber pensado que todo libro de memorias se transforma en literatura, y corre, por lo tanto, el riesgo de ofender a los muertos, disminuyendo o empequeñeciendo la trágica enormidad del hecho. Finalmente algunos que observan los preceptos religiosos sostienen que el mal es necesariamente inefable. No basta. Para recordar el horror hace falta impedir que desaparezca la memoria, protegerla con una suerte de coraza y asumir, frente a ciertos acontecimientos, una actitud no sólo de distanciada imperturbabilidad, sino incluso de ironía. Sólo así los recuerdos asumen la credibilidad de un documento histórico.
Federica Spitzer, autora de un libro breve aparecido en Berlín en 1997 y más recientemente en la editorial Dadó de Locarno (Años perdidos. Del Lager a la libertad) se cuenta entre aquellos que mejor han logrado contar la propia tragedia con el menor número posible de lágrimas e invectivas. Debemos estarle doblemente agradecidos: por la extraordinaria calidad del libro y por la importancia de un testimonio histórico que permite comprender mejor algunos de los aspectos menos conocidos del genocidio judío.
El primero de ellos es el campo de Terezin o Theresienstadt, una pequeña ciudad fortificada a 50 km de Praga, edificada en 1780 por José II y llamada así en honor de su madre, María Teresa. Fritzi Spitzer fue recluida allí con sus padres durante dos años y medio, hasta comienzos de febrero de 1945. Cuando desde Viena llegó allí, en el verano de 1942, hacía un año que la fortaleza era campo de concentración. Pero no fue un campo como los otros.
Por razones muy discutidas pero hasta ahora no totalmente aclaradas, el régimen nazi decidió hacer de él, a los ojos del mundo, una "comunidad judía autoadministrada". Theresienstadt tuvo un local de ventas, una moneda, un servicio postal, un cabaret, una orquesta, un hospital, una panadería, una gran manufactura artesanal, un consejo judío presidido por Jacob Edelstein, una especie de centro cultural en el que algunos rabinos traducían y comentaban el Talmud; y hasta fue reacondicionado y pintado en ocasión de una visita de los inspectores de la Cruz Roja en enero de 1944. Detrás de esta atrayente fachada los prisioneros vivían en condiciones humillantes, trabajaban como esclavos, sobrevivían con 800 calorías al día, eran duramente castigados por las SS por la mínima transgresión, morían de tifus exantemático o finalmente eran enviados a los hornos crematorios de Auschwitz o Treblinka.
Pero la ficción dejó a los internados pequeños márgenes de libertad que habrían sido imposibles en otros campos de concentración, y permitió a Fritzi Spitzer ejercitar el ingenio, la fantasía y la iniciativa de que estaba dotada. Los pequeños hurtos, el traficar cotidiano, las astucias y las aventuras picarescas de la protagonista son otras tantas revanchas de la naturaleza humana contra la vida inhumana del Lager.
Falta comprender por qué el régimen nazi había montado una ficción tan colosal. ¿Para engañar, con una operación de propaganda, a la opinión pública mundial? ¿Para "hospedar"a las figuras principales de la comunidad judía y a los intelectuales que gozaban de notoriedad internacional? ¿Para satisfacer a aquel sector del régimen que buscaba quizás mitigar el furor persecutorio de Hitler? ¿Para disponer de un buen número de rehenes para intercambiar en el momento oportuno? El libro no responde a esta pregunta, pero la aventura de Fritz Spitzer sugiere algunas hipótesis. El 2 de febrero Fritzi supo que 1200 prisioneros partirían a Suiza en los días siguientes y comprendió que habría podido formar parte del grupo con su padre y su madre. Temió que el convoy, como los que lo habían precedido, estuviese destinado a un campo de exterminio y dudó. Pero apenas hubo consultado a los padres y tomado una decisión, se lanzó de cabeza a la empresa y logró inscribirse con ellos en la lista de escogidos. A partir de ese momento comienza uno de los episodios más singulares de la segunda guerra mundial. Tres días después cada uno de los que iban a partir recibieron, con gran sorpresa, un tarro de mermelada, una bolsita de vitaminas, dos panecillos y se lo hizo sentar en un tren que estaba compuesto por coches y no por vagones de ganado. A bordo de aquel tren los 1200 atravesaron Bohemia, doblaron al sudoeste, hacia Karlsbad, pasaron la frontera alemana en dirección a Bayreuth, vieron por la ventanilla las ruinas de Ausgburg, Friedrichshafen, Nürnberg y finalmente, al otro lado del lago de Costanza, las costas iluminadas de Suiza. Cuando el tren entró frenando y rechinando en la estación de Kreuzlingen, el andén estaba lleno de gente que observaba en silencio y cada tanto esbozaba alguna sonrisa. Eran los habitantes de la pequeña ciudad que habían acudido con regalos de todo tipo. Era el rostro hospitalario de un país que hoy se sienta, a menudo injustamente, en el banquillo de los acusados.
Detrás de la liberación de los 1200 prisioneros de Theresienstadt estuvo un político suizo que tenía buenas relaciones con algunos representantes alemanes. Se llamaba Jean-Marie Musy, había sido consejero federal y había fundado en 1936 una asociación nacional suiza contra el bolchevismo. Cuando algunos rabinos ortodoxos norteamericanos le pidieron que intercediera para la liberación de un grupo de judíos, Musy esperó quizás que una iniciativa humanitaria habría allanado el camino a su proyecto, acariciado desde hacía tiempo: un pacto entre los aliados y Alemania contra la Unión Soviética. Se puso a trabajar y se acercó a dos personas que lo ayudaron con motivaciones diversas: Heinrich Himmler, jefe de las SS y de la Gestapo, Walter Schellenberg, jefe del contraespionaje alemán. El primero quería aprovechar la operación para obtener dinero y medios de transporte; el segundo, mejorar, dentro de lo posible, la imagen de Alemania y abrir las tratativas con los aliados. Como lo demuestran otros acontecimientos de aquellos meses, lo más probable es que Himmler tuviera un objetivo predominantemente venal, mientras Schellenberg perseguía un fin político. El acuerdo se logró cuando Himmler renunció a los medios de transporte (que ninguno estaba dispuesto a proporcionar) y se "conformó" con cinco millones de francos. Moreno Bernasconi, en su prefacio, escribe que Adolf Eichmann había intentado una operación semejante en Hungría: la liberación de un millón de judíos y la clausura de las cámaras de gas a cambio de 10.000 camiones y bienes de primera necesidad. De estas tratativas, llevadas a cabo por hombres que buscaban abrir una salida de emergencia para sí mismos, probablemente Hitler nunca se enteró. Mientras el Führer, recluido en el bunker de la cancillería, no tenía otra solución para su país excepto un gigantesco "crepúsculo de los dioses", en los muros de la gran prisión nazi comenzaban a abrirse las primeras grietas. Fritzi Spitzer estuvo entre los pocos que consiguieron deslizarse a través de una fisura para conquistar la libertad.
El libro sugiere una última observación. Con algunas excepciones (entre ellas los libros de Primo Levi), la mejor literatura sobre los Lager alemanes es femenina. De ahora en más recordaremos el nombre de Fritzi Spitzer junto a los de Margarethe Buber-Neumann (que pudo confrontar los campos de Hitler con los de Stalin), de Ruth Schwertfeger, autora de Mujeres de Theresienstadt, de Ruth Krueger, autora de Vivir todavía (otro libro sobre Theresienstadt, publicado en 1995 por Einaudi) y de Fey von Hassel, autora de memorias aparecidas recientemente: cuatro mujeres inteligentes, obstinadas y capaces de combatir el nazismo con las armas de su humanidad femenina. Se dice que el Führer tenía una relación difícil con las mujeres y que a menudo se detenía en el umbral de veleidoso galanteo. Comienzo a entender las razones.
El presente artículo fue publicado en Corriere della Sera
el 7 de marzo de 2001.
Traducción de Ana María Cartolano.
El articulo como veran es bastante viejito, pero me llamo la atencion, ya que este campo
es mencionado por otros, preclaros revisionistas, como "simbolo" de que en los Lager se
la pasaba Re-bomba...
Es curioso, pero cuando leia a estos individuos, me llamo mucho la atencion sobre este
punto en particular, como veran, es muy curioso este lager y es curioso como los nazis
ya estaban muy temprano, "con cola de paja", o sea que sabian perfectamente que lo
que estaban haciendo era una animalada (por ser suavecito).
Me causo mucha gracia la inspiracion del suizo para rescatar judios... y mas curioso que
lo contactaran a el siendo que tenia unos amiguitos....
Me olvidaba la fuente
http://www.fmh.org.ar/revista/19/theres.htm