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La guerra sin fin del marine Ortega

Lun Dic 08, 2014 11:54 am

Ayer, mientras pasaba el día en el pueblo, leí la siguiente noticia sobre un residente de Logroño que combatió, entre otros sitios, en Okinawa o Guadalcanal. La he buscado para traérosla, y aunque no sólo habla de la SGM, he creído que dejar el texto al completo era lo mejor:

La guerra sin fin del marine Ortega
7 de diciembre de 1941

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Superviviente del bombardeo de Pearl Harbor, del que hoy se cumplen 73 años, y de los conflictos de China, Corea, Líbano y Vietnam entre otros prodigios, este sargento mayor de origen español repasa sus siete vidas desde su casa de Logroño


7 de diciembre de 1941. Un día como otro cualquiera en Pearl Harbor. También para el marine Louis Ortega, quien acaba de dejar con el resto de la Sexta Flota aquel paraje de ensueño sin intuir la hecatombe que se avecina. «Hawai era el paraíso», recuerda en un dulcísimo español, de aroma portorriqueño. Han pasado 73 años, pero aún se le humedecen los ojos. El sol de otoño se filtra por los ventanales de su piso de Logroño, muy lejos de Hawái, sentado junto a su esposa Esther. Entre ambos irán hilando un relato asombroso, un condensado de la vida de este privilegiado testigo del siglo XX, el sargento mayor Louis Ortega. Un marine que se despide en posición de firmes, saludando al estilo militar desde sus orgullosos 93 años.

Pearl Harbor, el día en que Hitler empezó a perder la guerra («el fin del principio», según la cita de Churchill), será el primer capítulo de la exagerada vida de este soldado, que incluye un convulso prólogo, el viaje de sus abuelos desde Galicia hasta Puerto Rico y el desembarco posterior de la segunda generación de los Ortega en Nueva York. Allí nació nuestro héroe: «Church Street 90, Manhattan. Siempre fui un memorión», presume con un brillo malicioso en la mirada. Aquel jovencito decidió de adolescente que nadie escribiría su historia: luego de un intento fallido de enrolarse con los brigadistas que llegaron a España a pelear por la República, se alistó en el Ejército de Estados Unidos. Los días corren deprisa. Apenas alcanzada la mayoría de edad, Louis se vio a bordo del acorazado ‘Mississippi’, con destino a una desconocida ensenada hawaiana cuyo evocador nombre, Pearl Harbor, pronuncia en su estupendo inglés mientras desgrana cómo sobrevivió al ataque japonés.


Tenía que haber estado
Su barco tenía que haber estado esa mañana bajo fuego nipón, pero el Alto Mando decidió de repente que su sitio estaba lejos, muy lejos: en el Atlántico Norte. Así que Ortega se enteró por casualidad, dos días después, del bombardeo. Fue al sintonizar a bordo del ‘Mississippi’ ¡¡¡Radio Nacional de España!!! Como entendía el idioma, Louis fue el primero en saber que Japón había conseguido lo que no lograron los nazis: que Estados Unidos entrara en la II Guerra Mundial.

«La radio decía que habían atacado el Gibraltar americano», rememora. Sintió un escalofrío. Breve. En esos días no daba tiempo para mirar atrás. Lo que parecía una plácida expedición hacia los mares de Europa derivó en una travesía bélica, con la misión de controlar aquel pasadizo norteño, objetivo estratégico de las potencias en conflicto. «Hubo un día en que vi hasta cuatrocientos barcos», evoca. «¡Cuatrocientos!». Desde ese momento, sus citas con la historia se suceden: viaja del frente europeo al asiático, combate en Okinawa, Guadalcanal y el resto de carnicerías y comprueba que, como los gatos, goza de siete vidas. Lo corrobora el día en que estando en su hoyo de tirador le llueven las entrañas de un compañero, destrozado bajo fuego enemigo. «Fue muy duro, los japoneses eran bravos, aunque no tanto como los coreanos». ¿Coreanos? Bueno, esa es otra historia.


"Me olvidé de dormir"
Seguimos en el frente del Pacífico. Ortega sobrevive al asedio nipón, pero a costa de contraer una malaria cerebral, mal que le depara una experiencia insólita: «Me olvidé de dormir». En medio de aquel infierno, entre mosquitos, francotiradores y un sol abrasador, le era imposible conciliar el sueño. De su infinita vigilia, el insomne marine escapó vivo, aunque no salió indemne. Algo en su interior se había quebrado. La voz se le ahoga, quiere beber. ¿Un vaso de agua? No, por favor: una copa de Rioja. «Esto es agua bendita», sonríe. Las nubes se apartan de su mirada. Vuelve al relato, retoma su odisea, llega al día del armisticio… que para él no fue tal. La guerra había acabado, pero la Sexta Flota, vértice del nuevo gendarme mundial, tenía una nueva misión: la Guerra de China, un episodio no muy conocido del siglo XX.

En esa contienda, Estados Unidos debía preservar la paz entre los partidarios de Mao y los de Chiang Kai Chek. Una encomienda en principio rutinaria, que se convirtió en otra cita con el destino, de aire bíblico: patrullando por un arrozal, escuchó sollozos procedentes de un minúsculo fardo. Entre los harapos se ocultaba una pequeña a punto de perecer, a quien depositó en un orfanato. De su bolsillo pagó el alojamiento y la manutención de esa niña que todavía vive y a quien considera su hija. Lo mismo que ella le tiene por su auténtico padre. Pero Louis rechaza atribuirse méritos. «Bah», sentencia con un manotazo al aire. «Cortesía militar».

Japón, China y Corea. Sí, porque también Corea reclamó su atención. Ya están aquí los «bravos coreanos» a quienes recuerda admirado el soldado, mientras muestra sus heridas de guerra: bajo la pernera del pantalón exhibe sin orgullo una cicatriz en la rodilla izquierda. ¿Metralla? «No, bayoneta». «La metralla me hirió aquí» y se señala una ceja, luego la barbilla, después la mano… Sí, sin orgullo ni afectación. Restando importancia a sus peripecias y repasando sus siguientes violentos destinos del violento siglo XX: la primera guerra del Líbano y su última misión, Vietnam.


Mujer por el pasodoble
Para entonces, Louis era un veterano héroe de película, con una vida también de película en paralelo a su oficio de soldado. En 1955, destinado en París, había conocido a Esther, una española que como tantas jóvenes de su generación había emigrado a Francia en busca de trabajo. Empleada en casa de una hermana del luego presidente François Mitterrand, esta riojana tropezó con su esposo gracias… Gracias al pasodoble. Ella estaba bailando en una sala de fiestas cuando el marine, que había aprendido esos pasos de su abuela gallega, apareció en escena como si en efecto fuera un galán del celuloide. «Nos casamos en Logroño», explica ella, «aunque él dice que primero estaba casado con la Marina». Era 1957. Louis volvió a filas y su esposa tuvo que peregrinar por los puertos próximos (Montecarlo, Niza, Barcelona) para verse. Finalmente, se plantó un día en Nueva York, en casa de su familia política, «sin saber nada de inglés», con la idea de edificar una vida con su marido. Mientras tanto, su hombre seguía viajando por los confines del globo, hasta que una mañana de 1958 desembarcó en Carolina del Norte y se encontró para su sorpresa con Esther. Un final feliz… truncado: no eran años fáciles. Aguardaba la invasión de Bahía Cochinos («dormía con el equipo de combate puesto») y en el horizonte amenazaba Asia de nuevo. Destino, Vietnam.


"Eran ellos o yo"
El sargento era para entonces un padre de familia cansado de tan fatigosas tareas. Parece, escuchando cómo baja el tono de voz y mira ensimismado su copa de Rioja, que embarcó sin la energía de otras misiones. Y Louis no puede evitar que unas lágrimas se le escapen. «De Vietnam volvió muy mal», desvela Esther. Él sigue en silencio. Lo rompe para enunciar una curiosa teoría: «En el cerebro está todo, la parte del sí y la del no». Un elegante modo de explicar que también en Vietnam tuvo que disparar. «Eran ellos o yo», insiste. «El sí y el no». De allí regresó con las máximas distinciones militares, que emergen entre la panoplia de recuerdos de su tiempo en las trincheras, como ese carboncillo donde aparece retratado con uniforme de combate. «Parece Lee Marvin, Louis». Y se ríe. Es una sonrisa triste. Vietnam sigue en su cabeza, que alberga otras pavorosas imágenes: Japón, China, Corea, Beirut.

– Es usted un superviviente. Puede estar orgulloso.

– Sí, lo estoy. Pero sobre todo estoy orgulloso de mis dos nietos.

Declina el mediodía mientras el salón de su casa de Logroño se puebla de memoria, hermosa y trágica. El camarada irlandés fallecido, el que le animó a alistarse; sus años de civil, con empleos tan curiosos como la seguridad del Club Play Boy de Nueva York; siempre el drama de la batalla, inolvidable en tantos sentidos. «La guerra es lo peor», concluye. «Imaginemos una pradera donde pastan todo tipo de animales. Solo hay paz y armonía, pero llega el hombre y se acabó. El hombre siempre trae la guerra».

Fuente de texto e imagen: http://www.larioja.com/la-rioja/201412/ ... 30358.html

En el enlace hay un vídeo con pequeños fragmentos de la entrevista, y una frase que dice "Lo peor que hizo Hitler fue meterse en Rusia".
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