Publicado: Lun Jun 28, 2010 7:06 pm
por Bitxo
IV.

El pequeño Vova se afanaba en seguir el paso de aquellos cuatro hombres. Intentaba, además, hacerlo sin ruido, fijándose en las ramas caídas, en las raíces y arbustos que iban emergiendo de la oscuridad. Si aquel bosque le había dado miedo de día, ahora, cuando los huecos entre los troncos parecían enormes bocas capaces de engullirles, cuando desde las sombras de los recovecos acechaban no sabía qué terribles peligros, y cuando las guturales voces de los búhos parecían advertir la presencia de alguna bestia poderosa como la que narraban los cuentos de la babushka; Vova sentía su estómago encogerse de manera desconocida pese al hambre que sentía, que había sentido siempre desde que los adultos se pusieron de acuerdo para destruirlo todo. ¿Por qué peleaban de aquella manera? Vova también había peleado con otros niños. Pero sus peleas no prendían fuego a las granjas ni hacían desaparecer a los hombres que debían segar los campos. ¿Por qué los adultos se habían decidido a destrozarlo todo? ¿Acaso su padre no le había hecho trabajar hasta que el agotamiento provocaba el temblor de las rodillas? ¿Acaso no le había amonestado una y otra vez por no cumplir con sus deberes, o por hacer alguna travesura, amenazándole con no darle el borsch humeante que desorbitaba sus ojos e inundaba con su aroma su estómago, como si lo hubiera devorado antes siquiera de haberlo probado? Vova no lo entendía, y quería reprocharles todo aquel desbarajuste que provocaban con su riña. Pero les tenía miedo y no se atrevía a decir nada. Aquel mundo de adultos que ya era duro de por sí, se había envilecido y la compasión había desaparecido por completo de la faz de la tierra. Ahora los adultos eran más hoscos que nunca, unos portaban armas y otros tenían miedo de amanecer colgados en la plaza del pueblo. Sí, sí. Vova había visto cómo se mecían aquellos cuerpos vacíos pero rígidos que enseñaban la lengua desde un rostro morado. Había visto también cadáveres en los caminos y rostros angustiados que miraban la tierra que hendían los agujeros donde debían descansar para siempre. Vova no iba a decirles nada a los adultos. Les tenía miedo. Mucho miedo. Por ello les obedecía siempre. Con suerte, además, lograba algo para comer. Porque Vova no sólo tenía miedo a los adultos, sino también al hambre que sufría. Una angustia que no parecía tener fin y que le impedía incluso dormir bien por las noches.

¿Sería siempre así? No, se decía. Ahora no obedecía por miedo o, al menos, no sólo por ello. Ahora seguía a aquellos cuatro hombres del bosque por algo más que el miedo y el hambre. Los seguía llevando a cabo un esfuerzo descomunal porque quería ver a la guapa muchacha de Baranavichy. Ella le sonreiría provocando un tumulto en las pecas de las mejillas, como cuando el viento juega con las espigas y las mece de aquí para allá, poniéndolas de acuerdo en una coreografía que se extendía hasta el horizonte, tan enorme y tan espectacular. ¡Y sí! Le serviría un cuenco de leche blanquísima como su piel y una hogaza de pan del color de sus cabellos anudados sobre una nuca limpia que reflejaba la luz en las vértebras. Le retiraría con dulzura la gorra y le acariciaría la cabeza sin importarle cuán sucia era, o cuántos piojos deambularan por ella. Entonces, como si su dicha fuese poca, le preguntaría si tenía mucha hambre. Y él asintiría frenético, contagiándose de la sonrisa de ella, correspondiendo a la blancura de sus dientes dispuesto en una hilera bien proporcionada con sus incisivos saltones con los que tan bien desgranaba las kukuruzas que robaba en los campos. Y la guapa muchacha se dirigiría al fogón para poner en la sartén unos blinis que le había preparado. Él la atisbaría desde la mesa mientras engulliría el pan mojado en la leche que ya resbalaría fresca en sus labios, e identificaría la fragancia de la pasta de patata sudando en el aceite con el coqueto lazo del delantal en la cintura de ella.

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