Publicado: Lun Oct 19, 2009 3:56 am
por ParadiseLost
y II.
Permaneció inconsciente lo que le parecieron un par de horas, aunque había perdido por completo la noción del tiempo. La nieve se había amontonado sobre sus piernas, y las había sepultado parcialmente, por lo que intentó apartarla para evitar que se le congelaran, pero sus manos apenas respondían. El sargento de ojos claros alzó la vista y comprobó que el sol, o lo que podía adivinarse de él a través de las densas nubes, ya había comenzado a descender, y dedujo que había permanecido inconsciente más tiempo de lo que pensaba. Era el fin. Sólo era cuestión de tiempo, pero a fin de cuentas no era tan horrible ya que la congelación mitigaba el dolor de sus miembros. ¿Qué solía hacerse en esos casos, cuando uno estaba al borde la muerte? ¿Vendrían a su mente pensamientos y reflexiones transcendentales? ¿Juzgaría él mismo su existencia, haría de juez y pondría en una balanza lo bueno y lo malo, para saber si había valido la pena? ¿Hallaría la respuesta final sobre el sentido de la vida y la muerte? Simplemente se maldijo por haber perdido la pitillera y no poderse fumar un último cigarro tranquilamente, allí, recostado en el camión, mientras empezaba a oscurecer. Los temblores que hasta ahora habían sido leves, comenzaron a transformarse en escalofríos violentos y cada vez más frecuentes. De todas formas quería despedirse de su mujer, por si más adelante alguien lo encontraba allí sentado para siempre. Torpemente y con una coordinación cada vez más lenta y pobre intentó abrir los botones del abrigo, para sacar el diario de su bolsillo interior. Se quitó los guantes con los dientes y se miró extrañado el color azulado de sus manos. Tiró del abrigo hasta que se desprendieron algunos botones y extrajo del interior su diario con tapas negras. Lo abrió sobre su regazo con manos temblorosas e intentó apoyar el lápiz en la parte superior de una hoja mientras bailaba frenéticamente. La nieve empapó las hojas, y comenzaron a diluirse lentamente las letras que formaban las palabras, y las frases que llenaban las hojas del diario, como si aquel pasado ya no quisiera ser recordado. Lo miró en silencio incapaz de poder escribir nada. Tenía tantas lágrimas que no podía verter, tenía tantas líneas que no podía escribir…
El diario resbaló sobre su regazo y se deslizó a un lado. Entonces se dio cuenta de que se había orinado encima, incapaz ya de controlar sus impulsos.

Abrió los ojos desorientado, alertado por unas explosiones. No sabía dónde se hallaba, ni qué le había sucedido, hasta que poco a poco, los recuerdos volvieron a su cabeza con implacable crueldad. Miró hacia su derecha y vio como los T-34 bajaban por una loma abriendo fuego contra lo que debían ser los almacenes de intendencia a los que nunca llegó. Por increíble que pareciera aun había allí algo de resistencia. Seguramente se trataba de los últimos rezagados que se habían acercado al complejo de búnkeres buscando desesperadamente algo que llevarse a la boca y los rusos los habían alcanzado y dado caza allí mismo.
Por la carretera una muchedumbre renqueante se dirigía al Este, una columna de hombres vencidos, que huía en completo desorden del enemigo, una masa gris sin otro objetivo que dar un paso tras otro, hasta que las fuerzas les abandonasen. Los heridos se apoyaban en sus camaradas o en muletas improvisadas, mientras que los más graves eran arrastrados en una especie de trineos, todo a cámara lenta, a pesar de la cercanía del enemigo, que ya había incendiado y destruido las antiguas posiciones alemanas. Eran hombres sin voluntad, hombres vencidos por la guerra y el horror, por el hambre y el cansancio, como tierra diluida en el agua del río Volga.

—¡Eh! ¡Aquí! —gritó Hermann desde el camión, pero apenas podía alzar la voz.
—¡Ayuda! —intentó gritar, pero la voz se le quebró como la pizarra bajo los golpes del martillo.
La columna seguía su lenta marcha, inexorable, monótona, hacia el Este. Y Hermann la seguía, pero con la mirada.
De repente recordó el cálido beso de despedida en la estación de Würzburg, su olor, su especial manera de sentarse en la silla de la cocina y el goteo del grifo en la bañera cuando solían compartirla. Y decidió que valía la pena intentarlo.

Se dejó caer de lado, y para sorpresa suya, los peces de la marea volvieron a morderle, recordándole el estado de sus piernas. Desoyó sus consejos y se arrastró con la ayuda de sus manos, mientras la nieve se introducía en su boca. Primero una mano, después otra, sin pausa, un esfuerzo titánico, quemando sus últimas fuerzas. No quería que se cerrase el grifo de la bañera. Mientras siguiera goteando se arrastraría hasta la carretera .
—¡Ayudammfff! —gritó mientras tosía y escupía la nieve de la boca, arrastrándose hasta su posible salvación.
Los brazos empezaron a entumecerse y a cada movimiento, sus piernas le enviaban cientos de alfileres directos al cerebro. Apenas podía ya respirar, y no tenía fuerzas para seguir su alocada excursión, pero ya debía estar muy cerca.
Hermann levantó la cabeza, y contempló atónito como en la lejanía, aquella columna de seres desprovistos de voluntad se perdía en el último recodo de la carretera, como una gigantesca lombriz ciega. Intentó llamarles la atención, pero no salió ningún sonido de su garganta, pues la asfixia le impedía casi respirar. Giró la cabeza, miró hacia atrás y comprobó que desde el camión hasta donde se hallaba apenas había cuatro metros de distancia.
Derrotado, dejó caer la cabeza que se hundió en la nieve. El ruido de cadenas sobre la carretera y las voces de los rusos perdiéndose hacia el Este no llamaron su atención y siguió inmóvil boca abajo, respirando con dificultad, insignificante.
De repente oyó algo, algo que estaba fuera de lugar allí en medio de la estepa. Agudizó su oído. Alguien estaba llorando. Abrió los ojos y escuchó atentamente. ¿Sería Josef? Pero no lo veía por ningún lado, ni siquiera al lado del camión. No tardó mucho en darse cuenta que era él quien lloraba, y se quedó allí tendido, sollozando.

Las estrellas hicieron acto de presencia en un cielo sin nubes. La inmensidad del firmamento cayó pesadamente sobre él, y lo engulló, produciéndole una especie de vértigo. El cielo lo era todo, no había espacio intermedio, no había cuerpo, sólo la una mirada hipnótica, clavada en aquella bóveda. Ya no había sufrimiento, no había guerra, no existía la voluntad destructiva del ser humano, sólo unas estrellas que le devolvían la mirada, y cuando él ya no estuviera, seguirían allí, mirando, como lo venían haciendo desde hacía miles de años, ajenas a conflictos triviales, que se perderían en las brumas del tiempo.
Hermann parpadeó, apretó con su mano la nieve, y el grifo de la bañera dejó de gotear.