Publicado: Lun Ago 17, 2009 9:39 pm
por Bitxo
VII.

Mijaíl mantenía la cabeza baja mientras Iliá entregaba la orden a los soldados que lo custodiaban.

- Venga, Mijaíl, vamos con los demás.
- Gracias, Iliá.

Le daba lástima Mijaíl. Tan soberbio cuando atisbaba una posibilidad de libertad, de vivir ajeno a la guerra y al régimen que odiaba; y ahora caminaba inseguro, llevándose con sus pies la pinocha del suelo, sin atreverse a mirar a nadie. Cuando alcanzaron al resto, todos lo abrazaron y lo trataron con simpatía. Iliá se esforzó por no mostrarse altivo cuando les anunció que Mijaíl estaba fuera de toda sospecha gracias a su intervención. Pero sí recuperó su postura como politruk cuando les explicó que al anochecer tratarían de romper el cerco. Todos ensombrecieron e Iliá mintió al asegurar que contarían con la ayuda de los tanques de la reserva del Frente.

- Iliá, tú nos has salvado –irrumpió Anatoli-. De no ser por ti estaríamos ahora frente a un pelotón de fusilamiento. Y está claro que no podemos quedarnos aquí aislados, ni tampoco ajenos a la guerra que, antes o después, llegará a nuestros hogares. Yo estoy contigo. Romperemos el cerco y podremos defender tanto tu ciudad como nuestras granjas. Te lo debemos, y se lo debemos a nuestras familias.

Bendito Anatoli. Era único a la hora de plasmar la situación.

- Anatoli y el politruk tienen razón –dijo Alexandr.
- Ahora ya no hay vuelta atrás –resumió Boris.

Mijaíl tardó un poco más en reaccionar. Aún debía estar tratando de digerir que un miembro del Partido le había salvado la vida, que estaba equivocado al pensar que podía encontrar la libertad que anhelaba en aquella guerra y, sin duda, que la esperanza de romper el cerco alemán eran mínimas.

- Yo te debo la vida, politruk. No volveré a escapar y estaré allí con vosotros. Si tenemos que volver a combatir y en circunstancias aún peores que las de ayer, lo mejor será que descansemos el tiempo que nos queda.

El tiempo que nos queda… Mijaíl debía ser de esa clase de hombres que no pueden evitar expresar sus pesares. Sin duda consideraba que le había salvado la vida, sí, pero no por mucho tiempo. Los cinco soldados se tumbaron bajo los árboles. Iliá volvió a observar a un pájaro rebotar entre las ramas, como si esquivara los rayos de sol que se filtraban. ¿En qué podían pensar el tiempo que nos queda? Anatoli y Alexandr se abandonarían a sus recuerdos de arados, tierra negra, madera de una casita destartalada, espigas de trigo lanzadas al sol con una horca, risas de niños y de una mujer envejecida prematuramente. Boris trataría de recuperar sonidos de metales chocando en la fábrica, una escala de grises que emergían de la penumbra y que ahora se le debían antojar como un hogar. Pero Mijaíl y él sólo podían pensar en aquello que parecía imposible: sobrevivir. Y es que Iliá llegaba a la conclusión de que ambos eran iguales pero con métodos diferentes. Si él basaba su oportunidad de supervivencia en su adhesión al Partido, en su confianza en la labor del régimen que había creado una máquina estatal que funcionaba y cuyos engranajes se lubricaban con la ilusión de cada miembro; Mijaíl, huérfano por culpa del mismo régimen, no podía ver más que como una amenaza toda aquella lógica que parecía imparable. Iliá, aunque no se lo creyera, no podía evitar depositar su confianza en que los tanques del Frente aparecerían y aplastarían a los alemanes que se interponían entre él y su supervivencia. Mijaíl, en cambio, se debía sentir atrapado, rodeando de soldados dispuestos a matarle si no cometía la misma estupidez que ellos, convencido como estaba de que no habrían ni tanques del Frente de la misma manera que no los hubo de la División. La lógica de Iliá se indexaba en la lógica del Partido. La lógica de Mijaíl no podía viajar más allá de sí mismo.

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