Publicado: Dom May 27, 2018 7:15 pm
por Domper
Seis tediosos días había estado la combinada cerca del islote de Alborán, un peñón en medio del extremo occidental del Mediterráneo donde solo había unos pocos soldados españoles y muchas gaviotas. Entonces comenzó la actividad. Lo primero fue el paso de un extraño convoy con varios enormes barcos de pasaje, alguno casi tan grande como el Tirpitz. El radiotelémetro los detectó pero no llegamos a verlos; la megafonía nos anunció que se dirigían a Tánger. Aun así permanecimos en el Mediterráneo mientras los destructores aprovechaban para rellenar sus depósitos. Apenas habían finalizado cuando un segundo convoy, cerca de cuarenta barcos entre mercantes y escoltas, llegó desde el este para dirigirse hacia el Atlántico. Esa tarde fue el turno de la flota: levamos anclas para esa misma noche cruzar el Estrecho y estar lejos de las vistas de tierra al amanecer.

Al día siguiente la combinada siguió hacia el oeste con una bienvenida compañía: durante todo el día fuimos sobrevolados por aviones de caza, primero monomotores y luego bimotores. Nos acompañaban aparatos Dornier y Condor que con sus radiotelémetros intentaban descubrir los sumergibles contrarios. El capitán Topp, comandante del Tirpitz, nos informó que los días pasados junto a Alborán había sido aprovechados por los españoles para hacer una escabechina con los sumergibles ingleses. Aun así el riesgo existía, aunque afortunadamente no se materializó. Por desgracia el radiotelémetro nos avisó de una visita menos apreciada: un aparato de grandes dimensiones que llegaba desde el este. No respondía a las señales del radiotelémetro: o se trataba de un aparato anticuado que no tenía el sistema de receptor y emisor que identificaba a los aviones, o era enemigo. Un mensaje con radio de onda corta encaminó a los cazas de escolta hacia el intruso. Resultó ser un gran hidroavión de tipo Sunderland, que se defendió con uñas y dientes, y que antes de caer se llevó por delante a dos Messerschmitt alemanes mientras radiaba al éter el avistamiento.

La partida se estaba haciendo más peligrosa. Si los ingleses sabían que estábamos en el mar enviarían contra nosotros todo lo que flotase. Hubiese sido el momento ideal para volverse e intentarlo otro día, pero no podíamos dejar a su suerte al convoy. Al ver que la combinada desviaba su curso hacia el sur, rumbo a las Canarias, supuse que no nos quedaba otra opción que apechugar. Aunque con la experiencia de las anteriores salidas, me sorprendía que el almirante Ciliax no intentase alguna añagaza.

Que el Sunderland nos había delatado resultó evidente cuando un segundo hidro llegó unas horas después. Esta vez los aviones de escolta solo consiguieron ahuyentarlo sin poder evitar que echase un buen vistazo a la agrupación. De nuevo, Ciliax, para mi sorpresa, no tomó ninguna medida. Mantuvo el curso y la velocidad, facilitando la tarea a un tercer avión. Era un moderno Halifax que se mantuvo a distancia prudencial, sin exponerse a los cazas y menos a los cañones antiaéreos. Los sensores del acorazado nos dieron una mala noticia: el aparato inglés estaba equipado con radiotelémetro, por lo que escapar de su vigilancia se presumía imposible. La llegada de la noche no interrumpió el seguimiento, porque el Halifax fue sustituido por otros aviones también con radiotelémetros. Eran al menos dos los que nos seguían.

A medianoche la flota invirtió el rumbo. Todos a bordo del Tirpitz esperábamos que fuese para volver a Gibraltar o al menos, para dirigirnos a la cercana Casablanca mientras el convoy se refugiaba en cualquier puerto de la costa, pero Ciliax nos sorprendió aproando hacia el Cabo de San Vicente. Los rumores empezaron a correr por el Tirpitz, hasta tal punto que el capitán Topp tuvo que informar por la megafonía que el convoy mantenía su rumbo hacia Canarias y que la misión de la flota era protegerlo. A nadie convenció: el curso que seguíamos animaba a los ingleses para que se nos echasen encima. Cuando llegó el mediodía la flota cambió por fin su rumbo hacia el sur, en demanda de la costa marroquí. Una agrupación de cruceros se separó y apuntó hacia Casablanca; aunque fuesen barcos italianos, me sentí como si me quitasen la ropa: entendía que el convoy necesitase protección, pero no creía que fuese aconsejable dividir la flota cuando la batalla era inminente. Finalmente el capitán anunció la noticia que todos temíamos: una importante flota inglesa había sido detectada al este de Madeira. Se encontraba a menos de cuatrocientas millas de distancia en posición ideal para interceptarnos. Forzando las máquinas aun se podría rehuir un enfrentamiento de superficie, pero no el ataque aéreo que casi con seguridad se produciría a la mañana siguiente.