Publicado: Vie Abr 08, 2016 9:56 pm
por Domper
Epílogo

La derrota de Portugal fue el amargo despertar tras lo que había comenzado como una esperanzadora operación. La propaganda había presentado la intervención en Portugal como una repetición de la Peninsular War en la que Inglaterra había debilitado los ejércitos napoleónicos para finalmente derrotarlos en Waterloo. El revés sufrido en Badajoz había sido comparado con la infructuosa victoria de Welligton en Talavera, y se equiparó al éxito de Guarda con la batalla de Salamanca. Que finalmente los británicos hubiesen tenido que replegarse y abandonar el cerco de Ciudad Rodrigo no era sino un tropiezo como los que jalonaron la carrera del Duque de Hierro por tierras hispanas.

Ya solo faltaba ganar una batalla como la de Vitoria para destruir definitivamente el régimen fascista español y volver a Francia; cuando a finales de año los españoles contratacaron la prensa anunció que por fin se iba a derrotar decisivamente a los franquistas. A partir de allí todo fueron noticias confusas, hasta que el siete de enero la radio europea anunció la liberación de Lisboa. El ejército expedicionario ya no estaba consiguiendo victorias sino que luchaba por sobrevivir; a pesar de los ímprobos esfuerzos de la Royal Navy apenas la mitad de los soldados consiguieron volver. La misma marina, en la que el público depositaba su confianza, había sufrido varios reveses ante las inferiores flotas del Pacto, perdiendo en poco tiempo tres buques de batalla por solo uno alemán.

La cadena de derrotas se extendió por todo el mundo. Cayeron Creta y Chipre, los últimos bastiones en el Mediterráneo, y la Unión Jack fue expulsada de ese mar tras dos siglos y medio de presencia ininterrumpida. En Irak y en Sudán los ejércitos ingleses escapaban de la aplastante bota alemana.

Ni la misma Inglaterra se libraba de los ataques. Los aviones alemanes se habían enseñoreado de parte de sus cielos, y volaban impunemente incluso sobre la capital. Cuando los londinenses podían salir de los refugios en los que intentaban escapar de las bombas alemanas, hacían larguísimas colas para conseguir los magros alimentos que solo a veces se encontraban en las tiendas: por primera vez desde que había empezado la guerra la marina no había sido capaz de suplir las necesidades de la industria o de la población inglesa. Varias fábricas habían tenido que cerrar por falta de materiales, y el resto sufría paros intermitentes por los cortes de energía eléctrica. Miles de trabajadores habían sido despedidos y el malestar se extendía por los barrios populares, los más castigados por los bombardeos. En las costas de la isla se han reemprendido las medidas anti invasión, que se teme se produzca la siguiente primavera.

Cada vez más voces se alzaban contra una guerra que ya no parecía por la libertad sino por el dominio de Europa. Hitler y Goering habían muerto, el poder del partido nazi había sido roto, y los pueblos derrotados podían volver a unirse bajo el águila alemana ¿era acaso peor que hacerlo bajo el león inglés? Madres, esposas e hijos, llorando por los ausentes que ya no volverían, no tenían dudas. Tampoco los soldados que temían que el próximo error garrafal de generales aristócratas les llevase a la muerte y arruinase a sus familias. Hasta los empresarios y la aristocracia, siempre sorda y desdeñosa respecto al pueblo, empezaba a tener dudas. Resistir ya no solo traería más miseria, sino que amenazaba con la ruina del Imperio.

Solo en el 10 de Downing Street un hombre cada vez más solitario mantenía la esperanza. Ya no faltaba mucho para que el presidente norteamericano convenciese a su pueblo de la necesidad de destruir a la potencia que amenazaba con dominar el mundo. Hasta entonces, lo que tenía que hacer Inglaterra era resistir. Soportar las derrotas, que no serían sino otras de una larga lista, hasta la Victoria.

En Alemania la victoria de Portugal no fue una más porque, por fin, auguraba el fin de la guerra. Aunque Francia fuese el enemigo consuetudinario, ahora empezaban a entender que cada vez que franceses y alemanes se habían enfrentado en el campo de batalla había sido movidos por los intrigantes hilos ingleses, que siempre buscaban enfrentas a las naciones europeas para que, con el pretexto del equilibrio continental, consiguiesen la preeminencia mundial. Inglaterra no luchaba ni por la libertad de los polacos ni por amistad a Francia: lo hacía solo por sus intereses, que ni siquiera eran los de los ingleses sino de una camarilla de plutócratas.

En Portugal, en Chipre, en Irak, el ejército alemán había deshecho un ejército inglés, y la aviación junto con la marina habían roto el espinazo de la otrora omnipotente Royal Navy. Ya solo era cuestión de tiempo que la guerra acabase con el triunfo de Alemania. Que se prolongase el conflicto solo haría mayor la Victoria.

Pero en un despacho de Berlín un policía que no existía echaba temía por su mujer, por su hijo y por el pueblo alemán. Porque era capaz de ver que la victoria conseguida no era sino un relámpago en una negra tormenta que se cernía sobre Alemania.

Y en hotel lisboeta, un atribulado capitán descifraba el mensaje que acababa de recibir, y que podía cambiar el mundo.


Fin de la segunda parte