Publicado: Jue Feb 25, 2016 4:47 pm
por Domper
Max Freitag

El mal tiempo significó una semana de descanso, pero en cuanto escampó volvimos a las andadas. Los ingleses estaban intentando reembarcar de noche, y la noche era mía.

Habíamos adelantado nuestra base hasta Benavente, junto a Lisboa y las bolsas británicas. Tenía ya cinco aviones ametralladores —tres nuevos, y dos de los tres originales, pues el tercero se había dañado en un aterrizaje—. Cuando el tiempo lo permitía hacíamos tres o cuatro salidas cada noche. Como ya no había cazas nocturnos y la antiaérea enemiga estaba casi sin munición, pudimos darnos el lujo de dejar que los Junkers 52 nos acompañasen: ellos lanzaban las bengalas y nosotros disparábamos. Nuestro objetivo no eran los principales puertos (Peniche y Ericeira), porque tenían mucha antiaérea y los bombarderos nocturnos los visitaban una y otra vez. Nuestros cañoneros atacaban las playas. Los soldados enemigos no eran objetivos fáciles, porque se escondían en la maleza y se resguardaban en hoyos. Pero lo que buscábamos eran las embarcaciones enemigas. Cuando veíamos alguna aglomeración, después de dispersarla a tiros, buscábamos en las negras aguas las lanchas que se usaban para el trasbordo a los barcos. Como no aguantaban nada bastaba una corta ráfaga para mandarlas al fondo.

Fue la penúltima noche de la batalla cuando me gané la Cruz de Caballero. La bolsa sur ya estaba liquidada, y los ingleses solo resistían cerca de Peniche, en cuyos alrededores miles de ingleses se amontonaban desesperados por subir a los últimos botes. Sobre el pueblecito y su puerto caían los proyectiles de la artillería como lluvia: no era buen sitio para pasear, porque los proyectiles del quince no distinguen entre propios y extraños. Dos cañoneros y un Junkers vigilábamos las playas al sur del puerto. Cuando una bengala iluminó un par de botes el otro Heinkel se fue a por ellos. Estaba orbitando y disparando contra las embarcaciones cuando desde el mar llegó una andanada de lo menos cien milímetros. El Heinkel hizo un segundo intento, pero entonces un reflector lo atrapó en su foco y las trazadoras convergieron sobre el avión. Pude ver como un motor se incendiaba. Mi pobre y valiente compañero intentó volver a tierra, pero al virar perdió altura y cayó al mar.

No iban a quedar las cosas así. Ahí fuera había algo gordo que no se me iba a escapar. Ordené al Junkers que tomase altura y que volase cambiando de rumbo y altitud, lanzando bengalas a intervalos irregulares. No descubrieron nada, pero de repente un reflector empezó a buscar al Tante Ju. Si el enemigo era el que se descubría, mejor para mí. Me acerqué y disparé una larga ráfaga tomando como objetivo los alrededores del reflector. Vi saltar chispas y que el foco se apagaba. Pero ya no importaba, porque la ráfaga sirvió para que el Junkers supiese por donde buscar, y una de sus bengalas descubrió un barco alargado y erizado de cañones: ¡un destructor!

No era un destructor de los grandes ni mucho menos, sino uno de esos adefesios de cuatro chimeneas que los yanquis habían regalado a sus primos del otro lado del mar. Pero de todas formas era digno objetivo para mis armas. Seguí disparando contra el buque iluminado por las bengalas, mientras desde el destructor intentaban responder con ametralladoras. No muchas, por suerte, y su fuego me servía más para fijar el objetivo de mis armas que para inquietarme. Durante unos minutos seguimos disparándonos, el destructor buscándome con sus reflectores —estando iluminado por bengalas tampoco le debió importar descubrirse— y yo disparando contra la toldilla, donde debían estar los tubos lanzatorpedos. Pero el condenado destructor se reía de mis ráfagas. Entonces recordé que esos destructores se usaban como escoltas de convoyes, y debía ir cargado de cargas de profundidad. En la siguiente pasada apunté hacia la popa del destructor y solté una larga ráfaga que casi se carga mis ametralladoras. Al principio me pareció que había sido inefectiva, y me estaba resignando a dejarlo ir, cuando un fogonazo iluminó las aguas. Había debido alcanzar la caja de urgencia del cañón de popa. El fuego descubrió las filas de bidones explosivos del barco, que fueron el objetivo de mi siguiente ataque. Casi fue letal, pero para mí: nada más empezar a disparar medio barco estalló, y los fragmentos alcanzaron el ala de mi aparato. Puse rumbo hacia Beja mientras el destructor se hundía entre vapor y llamaradas.

Estoy seguro que cuando el coronel Seidemann se enteró de lo del destructor debió estallar con aun más potencia que el barco.