Publicado: Dom Oct 26, 2014 5:30 pm
por Domper
Siesta

Dos de la tarde

El ministro Serrano Súñer se había retirado a su celda de la hospedería.

Cuando el día anterior había visto el alojamiento que le habían reservado estuvo pensando en rechazarlo y buscar algo mejor en alguno de los palacetes que había visto. Solo consiguieron disuadirlo cuando le explicaron que en la ciudad podía haber algún saboteador y que se hacía por motivos de seguridad. Al menos los gruesos muros del magnífico edificio proporcionaban algo de fresco.

Afortunadamente la ceremonia había sido corta: la recepción al Statthalter, la imposición de condecoraciones y el desfile habían durado poco menos de una hora, y los toldos habían protegido contra los ardientes rayos del sol, porque si no algún diplomático no hubiese podido resistir. Luego el ministro acudió al refectorio de la hospedería, donde se había preparado una colación. Pero al entrar y notar el calor agobiante pidió que le subiesen el almuerzo a su habitación. Tras probar un poco de la comida que le habían subido Serrano Súñer pensó que lo que mejor le ayudaría a recuperarse sería la típica costumbre española: una siesta que le ayudaría a soportar las horas de más calor. Pero le costaba conciliar el sueño: no dejaba de pensar en la difícil situación española.

Había sido mejor que su cuñado Franco no hubiese venido, porque siendo como era tan puntilloso en asuntos de protocolo le hubiese ofendido el tratamiento, e incluso hubiera podido romper con los alemanes.

Él había sido firme partidario de la alianza con Alemania, mientras su cuñado, que había adoptado el título de Generalísimo, era partidario de contemporizar. Serrano Súñer pensaba que se debía a la indecisión de las que a veces Franco hacía gala: era muy dado a ignorar los problemas para que se solucionasen solos. Sin embargo el ministro pensaba que España tenía que sumarse al carro de la victoria. Ahora empezaba a pensar que el generalísimo era el que tenía razón.

Los ingleses no habían dejado opción a España, y la habían atacado, aunque Serrano no podía olvidar que su política germanófila y la adhesión al Pacto de Aquisgrán habían sido los detonantes. El ministro pensaba que los alemanes derrotarían a los ingleses rápidamente, y España podría recoger los frutos de la victoria. Pero hasta ahora el único fruto obtenido se había conseguido a pulso y con escasa asistencia alemana: en Gibraltar volvía a ondear la bandera española.

Pero a cambio España estaba a punto de perder Canarias. Empezando por Gran Canaria los ingleses habían desembarcado en todas las islas. La guerrilla dominaba el interior de las islas mayores, pero era cuestión de tiempo que fuese sofocada. Además las noticias sugerían que los ingleses querían hacer en Canarias lo que en su día con Gibraltar: estaban tentando a la alta sociedad canaria para que declarase su independencia que, lógicamente, sería tutelada por su graciosa majestad. Serrano temía que si España no volvía pronto podría perder las islas durante muchos años, como ya había pasado con Menorca y Gibraltar. Pero la marina alemana se negaba a contraatacar. Solo unos pocos bombarderos españoles alemanes atacaban desde Cabo Juby, pero carecían de suministros suficientes, y los alemanes no cedían los aviones de transporte que se necesitaban.

Tampoco era buena la situación interior. Aunque la apertura del Mediterráneo había permitido la llegada de grano y de petróleo, los nueve meses de bloqueo habían llevado a la población española a la miseria. En Madrid, Barcelona y Valencia, que no se habían recuperado todavía de las penurias de la guerra civil, había vuelto el hambre y la mortalidad de niños y ancianos se había disparado. Incluso en las zonas que habían pertenecido al bando nacional, que no habían padecido hambre durante la guerra, habían llegado al límite. La pobreza era el caldo de cultivo de la revolución, y solo un control policial férreo la impedía. Pero la situación no se podía mantener indefinidamente.

Serrano Súñer pensaba que el renacimiento del Imperio Español requería sacrificios, y que cuando Inglaterra fuese derrotada, para lo cual poco faltaba, la miseria terminaría. Pero España tenía puestos sus ojos en las posesiones coloniales francesas en África y, por lo que había visto en el desfile, podía irse olvidando de ellas.

España estaba unida a Alemania para lo bueno y para lo malo, pero mientras intentaba descansar el ministro empezó a creer que su país se había equivocado.