Publicado: Lun May 21, 2007 8:17 pm
por Bitxo
Un rectángulo rojizo impedía la completa visión de la calle. Resultaba la impertinente coronación de aquel montón de cascotes en que se había convertido casi toda la pared, de la cual tan sólo restaba una hilera sobre la descarnada ventana. Estaba seguro de que aquel ladrillo había caído el último, no sólo por su posición en la cima, sino porque el muy osado estaba ahí inexplicablemente de pie. Dudó unos instantes en si apartarlo o moverse, pues la original insolencia de aquel objeto le inspiraba cierta confraternización ya que él mismo se sentía así sobre la ruina. Pero le había costado demasiado adaptar su cuerpo a la piel abrupta del tabique derruido y estaba demasiado entumecido como para moverse, así que desenterró de su pecho el brazo izquierdo y empujó al ladrillo para apartarlo de la vista. Entonces la calle se visualizó en su totalidad, mostrando el otro lado de casas derruidas, con absurdas puertas que ya no conducían a ninguna parte y vigas que asemejaban las costillas desnudas de aquel perro a medio devorar por las ratas que tanto le había impresionado días atrás. Pese a los dramáticos cambios, podía reconocer el paisaje y recordarlo como antaño. Sabía que se encontraba en la Dessauer Strasse, no muy lejos de la Anhalter Bahnhof, donde le habían dicho que unos belgas habían hecho una buena cacería de carros. No estaba bien que aquellos belgas se pavonearan de esa manera, humillándoles como si sólo ellos fueran capaces de defender la capital del Reich. Él tenía que demostrar que los alemanes no necesitaban a nadie para defender su ciudad. Si no se había desorientado, la Hafenplatz estaría más delante, antes de llegar al canal Landerwehr. Probablemente los rusos darían un rodeo por allí para aparecer por detrás de la estación y podría cazar algún carro para desquitarse de la afrenta belga.

A cada paso que daba recibía la misma sensación de vaguedad, como si la imprecisión del polvo y los cascotes permanentes de las calles le refractaran la inutilidad de la resistencia alemana. Llegaba a pensar que combatir a un enemigo de improbable motivación resultaba peor que hacerlo cuando en el 41 buscaba con avidez la denotación de la inevitable derrota para retroceder cuanto antes, evitando una muerte absurda, sin beneficio para la patria. Si los dos primeros años de lucha revistieron su esfuerzo de la ansiedad por lograr las condiciones necesarias para, al menos, forzar el equilibrio en las esperanzas de ambos contendientes, los otros dos no pudo evitar que la necesidad de que todo terminara se adosara a su uniforme de manera más firme que la revancha patriótica o, incluso, la familiar, ese paréntesis de ardor guerrero ofrecido por la terrible visión de aquellos cuerpos que pendían indefensos al viento y a lo grotesco de sus muecas por las que resbalaba la bilis a la que se adhería la arcilla del camino que llevaba a su casa. Cuatro años de combates eran demasiados. Le habían robado la juventud que ahora se estrellaba en el interrogante del mañana, plasmado en la irregularidad del suelo berlinés, incierto tras cada derrumbe, tras cada sombra del sueño alemán. Ya no podía sentir siquiera la necesidad de la venganza, difuminada en la incapacidad de defensa del adversario, contagiada de la compasión hacia los rostros hundidos, idénticos a los que había visto en sus propios compatriotas. Por mucho que lo deseara, no le resultaba nada fácil llamar a la furia desatada hacía ya demasiado tiempo, licuada en el trastorno de cada combate, de cada visita a pueblos calcinados, de cada vez que observaba a un ser humano desesperado.

Trataba de filtrar todos los sonidos que le arribaban. Desde las explosiones lejanas hasta el cercano crujir de las estructuras de madera desvencijada. Le había parecido oír el ruido de un motor y pensó que provenía del canal. Le habían explicado que los rusos avanzaban siempre con un tanque delante, incluso dos, uno a cada lado de la calle, para protegerse de cualquier ataque procedente de las ruinas en que se habían tornado la mayoría de los edificios de Berlín. Al menor indicio de la presencia de un francotirador lanzaban un obús. La excitación recorría su cuerpo y sentía que el estómago luchaba por salir de él. Nunca había visto un ruso. Su instructor le advirtió que eran despiadados, que unos robaban en las casas mientras otros violaban a las mujeres. Cuando los veas, dijo, los reconocerás enseguida por el marrón de sus ropas y sus rostros diabólicos. Otra vez el ligero viento cambiaba caprichosamente de dirección, y por un instante le parecía volver a oír el rugido de un motor. ¿O era el murmullo ya perpetuo en que se había transformado el aire de la ciudad, esa mezcla de tableteos de ametralladoras, de chasquidos de fusil, de sordas detonaciones de bombas de mano, de impetuosas explosiones de los obuses a las que todo berlinés se había acostumbrado? Alternaba esfuerzos por discernir entre los sonidos que le transportaba ese aire hostil que su instructor le había ayudado a seguir entendiendo como amigo, una especie de paloma mensajera cariñosa que le advertiría de los peligros, con descansos para no embotarse. Tras varios intentos pudo discernir con claridad el rugir de un motor que no debía ser pequeño. Su estómago de pronto se tornaba eco de la confirmación, moviéndose, saltando, contrayéndose y empujando después hacia la cámara vacía en la que se había tornado el cuerpo que lo envolvía.

Caminaba pesadamente algo retrasado tras el T34. El carro se movía con dificultad entre los derrumbes sobre la calle, y tanto el humo que emanaba de los tubos de escape como el ruido, así como los pedazos de ladrillo que de cuando en cuando proyectaban las orugas, aconsejaban no acercarse demasiado a él. La lentitud de la marcha le atosigaba pues le daba mucho tiempo para pensar, para impregnarse de la vaguedad de cuanto le rodeaba, de sentir la leve importancia de su vida arrojada a una concatenación de horrores y pérdidas. Separado de su casa, de su campo y de su esposa e hijo, todo ello arrebatado por el remolino de la guerra que lo había arrastrado a esa alfombra de fragmentos que era el universo berlinés, sentía que ese final no podía determinarlo más que como inconcluso ante la carencia de verdaderas motivaciones hacia su persona. No es que no le importara la victoria, sino que esta, en lugar de devanarse, se esparcía impregnándolo todo como una niebla, tornándose inconexa e inasible para quien anduviera entre sus jirones atrapados en cada elemento de la debacle. Si Berlín era la victoria, si era el final, su universo fragmentario, su piel abarrotada de erosiones la configuraban como un insulto a la ansiedad del soldado por la conclusión que se mostraba tras cada irregularidad por la que había que luchar, para desaparecer y reaparecer unos pocos metros más allá como una burla. La victoria estaba pues en las manos, pero se resbalaba entre los dedos, discurriendo entre los pliegues sin poder asirla, caprichosa en su manera de arrastrarse, de gatear alrededor y demostrar su carencia de contenido válido para el día después, el día en que por fin se tomaría y se mostraría en toda su magnitud catastrófica, incapaz de compensar lo acontecido en su persecución. La victoria le parecía importante sólo en cuanto a que suponía el fin de la derrota, pero luego lo abandonaría a ella, al recuerdo de todo cuanto supuso la eliminación de aquello que le ofrecía la vida antes de que se vistiera de muerte, de aquello en lo que había creído dominar, las reglas necesarias para no evaporarse, para poder crear la solidez de una familia, de un campo que labrar y un tejado donde protegerse de las denotaciones del tiempo que habría de vivir.

Cada vez el rugido del motor se tornaba más discernible, evidenciando su acercamiento. Mediante ejercicios de respiración, había tratado de relajarse y de contener a su estómago, si bien cada minuto transcurrido parecía adherirse a él a través de cada cascote que se clavaba en su abdomen y pecho, como una pesada carga que se impresionaba en él por efecto gravitatorio inverso. Era el montón de escombros, la casa derruida, el suelo de Berlín el que descansaba sobre él mientras el viento se lo recordaba en cada vaivén, en cada aleteo de la paloma amiga que le anunciaba la proximidad de un momento decisivo en su vida. Había cargado ya la granada al final del tubo y no hacía más que mirar a través de los agujeros de la regleta que componía la mira. El instructor le había advertido que debía ser rápido en disparar, antes de que le localizaran. Una vez hubiese disparado, debía abandonar el arma y huir a toda prisa para buscar donde esconderse. Él era un buen alumno y sabía de antemano por dónde escapar. Tenía que bajar las escaleras hasta la planta baja y de ahí, a través de un agujero, acceder a la casa de al lado. De ahí saldría por la fachada derruida y podría cruzar la calle tras unos montones de escombros sin ser visto. Luego penetraría a través de las ruinas hacia la Kotener Strasse, buscando un buen escondite. En esa calle habían más alemanes que seguro paralizarían su búsqueda y podría regresar sano y salvo. Mientras repasaba su plan, el rugido se intensificaba cada vez más hasta que, de pronto, antes de lo esperado, logró ver la torreta de un carro tras un derrumbe. El carro maniobraba tratando de pasar entre los montones y pudo ver también, por primera vez, a los rusos, con sus ropas marrones si bien no lograba constatar sus rasgos diabólicos debido a la distancia. Se puso rígido, y ya sólo miraba a través de la mira del lanzagranadas, esperando el momento propicio para hacer explotar al carro ruso. Este logró avanzar un poco más, y volvió a maniobrar siguiendo las indicaciones de un soldado que iba delante. Cuando comenzaba a sortear el último obstáculo que tenía antes de llegar a su posición, el carro se ofreció muy vulnerable, mostrando el flanco de la torreta y el casco, moviéndose muy despacio. Una extraña energía recorrió su cuerpo, como si la paloma que lo sobrevolaba descendiese en picado y le atravesase, indicándole que ese era el momento, la oportunidad que anhelaba. Casi sin darse cuenta, la granada emergió del tubo y pudo sentir el calor de la propulsión y la inmediata explosión. Al disparar había agachado la cabeza y ahora sentía miedo de levantarla para ver el efecto de su disparo.

Una décima de segundo sibilante había bastado para arrancarle de sus meditaciones y flexionar su cuerpo. La explosión no lo aturdió, todo lo contrario, lo catapultó a ese estado de angustia sujeta a la experiencia de muchos combates. Se quedó quieto unos segundos para comprobar que era un ataque aislado y que el T34 había sido alcanzado. Su torreta parecía desencajada y salían algunas llamas y mucho humo. Todos se habían puesto a cubierto, con más temor a la munición del carro que podía explotar en cualquier momento que a otro ataque proveniente de las ruinas. Oyó la voz del sargento vociferando órdenes. Él y otros, los más próximos a la casa de donde parecía haberse iniciado el ataque, debían ir a despejarla. Saltó entre los cascotes hasta la casa vecina y se apoyó con la espalda en la pared mientras escudriñaba las ruinas del otro lado de la calle. Al momento llegó otro soldado y decidieron ir juntos.
- Podemos entrar por ese agujero -le indicó el compañero-. El disparo surgió de arriba. Si nos damos prisa podemos impedir que baje y se nos escape.
- De acuerdo, pero igual ya ha bajado, así que entraremos con precaución.
- Por supuesto, no tengo ganas de morir ahora que casi hemos terminado la guerra.
Se deslizaron pegados a la fachada y se aproximaron con mucha cautela al agujero de la casa de donde había emergido la granada. Asomó la cabeza lentamente hacia el interior de la casa y miró entre los cascotes, sintiendo preocupación por un tabique que dejaba un rincón en la oscuridad donde podía esconderse el enemigo. Le hizo una seña a su compañero para que pasara al otro lado del agujero, cosa que este hizo de un salto.
- ¿Ves algo?
- Nada, pero espera, tiraré una granada a ese rincón de ahí por si acaso.
Se separó un poco y descolgó una granada del cinturón. Con decisión le quitó el seguro y la lanzó por debajo de la cintura para ponerse a cubierto de inmediato. Cuando oyeron la explosión entraron a la carrera con las armas preparadas y forzando los ojos a descubrir cualquier movimiento entre el polvo levantado.
- No hay nadie. ¿Estará aún arriba?
- Habrá que comprobarlo. Yo subiré por la escalera y tú quédate aquí para cubrirme la espalda.
- Vale, pero toma mis granadas. No te arriesgues.
Tomó las dos granadas que le ofrecía el compañero y las ató a la que le restaba a él a través de las anillas para poder retirarlas todas al mismo tiempo. Luego observó la escalera. Afortunadamente el tabique que la separaba de la habitación de arriba estaba en pie y podría subir sin miedo a descubrir la cabeza.

Había oído la explosión y los gritos de los rusos, pero aún no sabía si había acertado al carro. Muy poco a poco fue levantando la cabeza para tratar de ver por entre los huecos de los cascotes que aserraban la piel del montón donde se escondía. Ahí estaba el carro exhalando furiosamente un denso humo negro. También vio un par de rusos agazapados y al que iba delante del carro tumbado en el suelo como un muñeco roto. Estaba muerto. Los que fueran dentro del carro también debían estar muertos. Durante unos segundos sintió que algo escapaba a su control, percibiendo cómo emanaba, liberándose de una sima olvidada, la voz de su madre cuando le reprendía por haber hecho algo malo, siempre dulce y al tiempo ineluctable, incluso ante el tono grave revestido de cierto dramatismo del instructor; la persistencia afable reforzada por la suavidad del rostro amado mutado por la indignación ante la varonil semblanza mal rasurada, pertrechada con una cicatriz emblemática del cumplimiento del deber contrapuesto a lo que siempre había sido pecado. Volvió a oír gritos y vio cómo dos rusos daban una carrera hasta la casa. Otros apuntaban con sus fusiles hacia donde él estaba. No le cabía la menor duda de que, si bien no lo habían visto, sabían de dónde había lanzado la granada. Ahora tenía que ser rápido en huir de allí, pero no podía levantarse para salir corriendo, pues le dispararían desde la calle, así que se fue dando la vuelta poco a poco, siempre tumbado y con cuidado de que su movimiento no precipitara algún ladrillo hacia la calle, delatando su posición. Cuando por fin podía asomar la cabeza por la escalera oyó una detonación en la planta baja y una nube de polvo pareció sellar la salida. Sintió otra vez a su estómago librar una batalla por huir de allí abandonando al resto del cuerpo. Presa del pánico, volvió a maniobrar para darse la vuelta y arrastrase hacia el rincón interior de la habitación. Allí pudo levantarse pues no podían verle desde abajo y trató de serenarse y pensar en una solución.

Despacio, dándose tiempo a controlar su miedo, iba subiendo la escalera con el arma apuntando hacia el umbral. Apenas había subido unos peldaños cuando oyó el inconfundible sonido de un cuerpo arrastrándose. Tragó saliva y maldijo su suerte. Hubiese sido preferible que el alemán escapara y no tener que arriesgarse para cazarlo, cosa que ahora debía hacer para no dejarlo a sus espaldas. Sintió que cada peldaño, cada crujir bajo sus pies delataba la escalera como un camino hacia la muerte. Cuando llegó junto al umbral se oyeron disparos de fusiles y los resortes conocidos de su cuerpo lo pusieron a cubierto.
- ¡Dile a esos estúpidos de abajo que no disparen, que me van a matar!
- ¡Tú tira las granadas y ya está! ¡No te arriesgues!
- ¡No puedo lanzarlas si no dejan de disparar porque tengo que asomarme para tener ángulo hacia dentro!
- Está bien, ahora voy.
Esperó un poco a que su compañero diera las instrucciones al resto de la calle y se silenciaran los disparos. Mientras se aseguró de que el paquete de granadas estuviera bien arreglado y apoyó su arma en la pared. Lo cierto es que los disparos desde la calle debían haber puesto al alemán en guardia, lo cual le ponía en peligro pues lo imaginaba apuntando directamente hacia el umbral para dispararle en cuanto asomara. Con el mentón pegado al marco de la puerta se asomó lo justo para reconocer la habitación tan sólo un segundo. No vio a nadie, pero supuso que el alemán estaría en el rincón que le quedaba al fondo a la izquierda. Agradeció la presencia de un montón de escombros donde podía ponerse a cubierto si las granadas no hacían su trabajo. Su compañero ya había regresado y subía también las escaleras quedándose tras él.
- Vamos, tíralas y yo te cubro por si se asoma mientras lo haces.
- Está bien, ahora voy.
Retiró las tres anillas con un tirón del cordón con el que las había atado y, cogiendo impulso con el brazo, se asomó por el umbral y las lanzó al tiempo que saltaba hacia delante, cayendo tras el montón de escombros.

No tenía salida y su única arma, el lanzagranadas, la había dejado junto al montón. En cualquier caso no le hubiera servido de nada. Se sabía perdido y supuso que su mejor opción era quedarse quieto, no atreviéndose a salir por si le disparaban, a la espera de que le hicieran prisionero. Allí de pie, apenas percibiendo el aire frío que entraba en su pecho para luego abandonarlo, como si no hubiese encontrado lo que buscara, podía advertir la falta de consonancia entre su cuerpo y el uniforme cuyas holguras de pronto le molestaban al mostrar lo lejos que estaba del calor materno. Trató de acaparar el aire que huía indignado de su pecho, lo suficiente para gritar su rendición, pero se sentía impotente ante el bloqueo ofrecido por el miedo, de pronto reafirmado por unos disparos procedentes de la calle y las voces de un ruso que debía estar al otro lado de la pared. Luego el silencio que lo miraba implacable con sus miles de ojos en las paredes, en el montón de escombros, en cada borbotón de luz descubierta en las sinuosidades del polvo que levitaba extraordinario en la opresiva atmósfera de aquella habitación despojada de calor humano. Y la sombra humana, espectro emergente de ese silencio, cual sentencia dictada por tan duro juez, y los tres pequeños relieves navegando la densidad del aire hacia él. Sintió la detonación, más como puño invisible contra su estómago que como sonido, si acaso de inmediato ahogado por un ingobernable zumbido en los oídos. El aire se atormentaba y apenas podía ver otra cosa que polvo azuzado por una marea de violencia súbita. Durante un par de segundos trató de dominarse, esforzándose en penetrar con su mirada aquella cortina que se ennegrecía, buscando los rayos de luz en las zonas grises, como si la calma de aquella agresividad adquirida por la ruina dependiera de su voluntad de no acudir donde le reclamaba.

Las granadas explotaron y se incorporó a sabiendas de que su compañero entraba también de un salto y le entregaba su arma. Ambos apuntaron hacia el otro lado de la muralla de polvo levantada, atentos a cualquier movimiento. Allí de pie, reconociendo que la ausencia de sonido implicaba que el alemán había sido abatido, lograba contener la cadencia de sus bufidos. Conforme la catarata desatada cedía ante la presión de la luz procedente del exterior, se dibujaba la figura encorvada, se entendían sus brazos sujetando el abdomen, arribaban los gemidos y se descubrían los rasgos inesperados, la dulzura de un rostro de niño apisonada por la sangre naciente de cada balbuceo, la fragilidad del cuerpo enmarcada por aquel uniforme de hombre que no podía angular la redondez de sus hombros ni suplir la falta de relleno cual brutal inconsistencia. Bajó su arma y se acercó con lentitud, temeroso de la obligatoriedad de asumir lo que redescubría a cada paso que daba.
- Es un niño.
- Sí, esos perros fascistas nos envían a sus hijos para combatir.
- Es un niño -repitió.
- Están locos. No aceptan la derrota. Enhorabuena, tengo entendido que deseabas vengar a tu familia. Ellos mataron a tu hijo y ahora tú has matado a uno de sus hijos.
Ahora estaba frente a él, tan cerca que podía oler su sudor y su sangre mezclarse. Su cuerpo le transmitía el temblor a través de ese breve espacio de aire caliente y vibrante que le reverberaba con cada pulsación un sentimiento casi perdido, un reducto de añoranza acomodado lejos de la necesidad de olvidar cuanto le hacía vulnerable al día a día, cuanto le hacía humano. Una vez más, trataría de luchar contra la esencia de su ser, e intentó plasmar en aquel rostro de niño el de su hijo, trasladando la mueca del sufrimiento de uno a la del otro. Pero cuanto más buscaba el recuerdo endurecido con el afán de una motivación excepcional, cuanto más suplantaban unos rasgos a otros, no lograba hallar en su interior más que el crecimiento de aquello que creyó vacío, el impulso paterno reasentado en la lógica vital. No podía, pues, hallar la sal de la venganza, sino, otra vez, la compasión, la pena, el fracaso del adulto en su misión de proteger al niño.

No podía moverse, no podía verse, pero podía percibir sus ojos desorbitados y la imposibilidad de mover sus brazos del vientre, el miedo a que se desbordara todo aquello que contenía ahora como amalgama que ya no parecía pertenecerle más que como agónica inundación, como caldo caliente que antes o después escaparía de su cuerpo, abandonándolo a una soledad desconocida, a la frialdad que ya recorría su superficie, ávida de un hueco donde penetrar para siempre. Pero todavía pudo sentir miedo hacia la silueta del ruso que se aproximaba y le observaba desde tan cerca. Deseaba apartarlo de sí con la rabia ofrecida por la humillación del vencido, esa búsqueda de orgullo confundido con la ansiedad de encontrar un refugio en la propia desdicha. Pero cuando sus piernas ya no pudieron sostener el envite del drama en que se había tornado, él le sujetó e impidió que se derrumbase, acomodándolo en el suelo que debía acogerlo para siempre. Y mientras las paredes convergían, mientras el techo se hundía como si un ser poderoso lo pisara para darle sepultura, mientras todas esas partículas que debían flotar en el aire se precipitaban hacia él cual estrellas que retornaban a la caja donde debían guardarse, como un juguete tras su uso, agradecía la caricia del ruso, el tacto duro que dejaba filtrar la dulzura por cada grieta entre cada bulbo encallecido, y cada caricia le transportaba a otro lugar, a otro momento donde podía hallar la paz propiciada por la sensata conjugación de su ser con el entorno, donde podía ser un niño amado por sus padres. Imposibilitado para ver los rasgos de aquel hombre que le daba consuelo, los sustituyó por los del tiempo añorado, perdido, pero recuperado en el instante preciso cuando se sintió preparado, encontrando una fuerza inesperada para apartar los brazos sin miedo a vaciarse, pues todo aquello cuanto en verdad le había dado forma y sentido, regresaba y le llenaba de felicidad.