Publicado: Dom Jun 06, 2010 2:55 am
por calquin24
Una pequeña historia de uno de los cientos de Halifax que combatieron durante la SGM.

El Halifax F-Freddie

El 4 de noviembre de 1944, los integrantes de la 408." escuadrilla de las reales fuerzas aéreas canadienses se disponía a volar desde la población de Linton-on-Ouse (Yorkshire) para llevar a cabo una de las gloriosas incursiones nocturnas emprendidas por el Bomber Command contra las ciudades alemanas. En concreto, había de atacar Bochum con 384 Halifax, 336 Lancaster y 29 Mosquito. Tenía previsto despegar a las 16.00, pero, para frustración de sus tripulaciones, el mal tiempo obligó a posponer la salida en varias ocasiones. La dotación de David Sokoloff se encontraba especialmente tensa, dado que aquél iba a ser el decimotercer viaje de su período de servicio. «Tuvimos que quedarnos allí, al lado del Halifax F-Freddie, ociosos, haciendo comprobaciones y más comprobaciones por hacer algo, empalmando un pitillo con otro en la húmeda penumbra de las noches invernales de Inglaterra», escribió el bombardero de diecinueve años Alan Stables, procedente de Columbia Británica. Dave Hardy, ametrallador de cola de Saskatoon, se sentía nervioso y melancólico. Por su parte, Jon Sargent, el navegador, contable paisano de Stables, se preguntaba: «¿Por qué diablos no cancelan esos cabrones la operación con este tiempo?». Su moral, ya mermada, quedó por los suelos tras la amable visita del capellán católico de la base.

Los aviones pudieron, por fin, despegar a las 19.30, con catorce toneladas de combustible y bombas, para ponerse enseguida a seguir los pasos habituales: «Cerrar válvula reguladora... ajustar motor derecho externo... tren de aterrizaje retraído... sincronizar motores... ajustar aletas de compensación... abrir válvula reguladora...». Sokoloff, el piloto, era un londinense de veinticuatro años que estaba estudiando arquitectura en Yale cuando, en 1939, se dirigió a Montreal para alistarse, lo que explica que en aquellos momentos estuviese al frente de una dotación canadiense. Se sintió consternado al ver que el aparato no lograba alcanzar la elevación que necesitaba para funcionar con propiedad, un problema que no era infrecuente en el caso de los Halifax, cuya altura máxima se hallaba seiscientos metros por debajo de la de los Lancaster. En consecuencia, ordenó a Stables que se deshiciera de parte de las bombas que transportaban, una práctica que hacía montar en cólera a los altos mandos del Bomber Command, aunque no por ello era menos usual en algunas escuadrillas.

Imagen
Bombardero Handley Page Halifax.

El F-Freddie ganó así trescientos metros, si bien seguía a mil quinientos de la altitud designada y a noventa minutos del objetivo. Entonces, Hardy, gritó desde la torreta de cola: «¡Caza a la izquierda!», tras lo cual efectuaron una enérgica acción evasiva describiendo una espiral. Cuando reanudaron el viaje, el artillero dijo haber visto un Ju-88 que, según afirmó, había desaparecido. Alguién preguntó por el intercomunicador, con voz burlona y pretendidamente nerviosa: «¿Cuántos motores tenía?», y Sok terció con un escueto: «Basta de cháchara». Entonces avistaron cerca de ellos otro aeroplano que se incendió y cayó a tierra. Luego, subió hacia el F-Freddie un proyectil trazador que fue a estrellarse contra una ala. Stables, que se hallaba en el morro del aparato, cerró los ojos y se puso a rezar. El ingeniero anunció con un alarido: «¡Motor izquierdo en llamas! Olvídalo: vámonos de aquí echando leches». Sok respondió flemático: «Listo motor izquierdo interno. Abrid los extintores. Dick, prepáralo todo para que abandonemos el avión. Compuertas de descarga abiertas. Bombardero, lanza tus bombas». Los extintores rociaron de dióxido de carbono los motores, pero no acabaron con las llamas. Los miembros de la tripulación abandonaron sus puestos y se dirigieron a las escotillas. Sok hizo que el aparato bajase en picado, a fin de apagar el fuego. Se trataba de una maniobra arriesgada en extremo, que a veces funcionaba y otras hacía que se avivasen las llamas y que el ala se desprendiese de la aeronave. Los siete tripulantes del F-Freddie tuvieron mucha suerte: a mil doscientos metros de altitud, se encontraron con que el fuego se había extinguido.

Todos volvieron a sus puestos, excepto Harris, el artillero de cola, cuya torreta estaba vacía. Había saltado (sabia decisión, ya que, como todo sabían, era difícil que quien ocupaba tal posición lograse escapar de un avión abatido). Pusieron rumbo a la base, sin mapas ni diario de vuelo, pues éstos habían sido víctima de la violenta corriente de aire que había invadido el fuselaje al quedar las compuertas abiertas. El panel de fusibles principal había quedado destruido por causa del fuego alemán, y los indicadores de combustible y el radar habían volado. Aún tuvieron otro sobresalto cuando uno de los ametralladores informó de la presencia de dos cazas, y Sokoloff volvió a hacer otro tirabuzón.

Imagen
Una típica tripulación de Halifax compuesta por siete miembros.

A finales de 1944, las dotaciones de los bombarderos contaban con una circunstancia que ampliaba en gran medida sus posibilidades de sobrevivir: si su aeronave había sido víctima de serios destrozos, ya no tenía que atravesar el mar del Norte para llegar a su base aérea —un trayecto en el que muchos habían perdido la vida en períodos anteriores de la contienda—. Así, el F-Freddie pudo efectuar un aterrizaje forzoso en la pista iluminada con balizas de Bruselas, sin alerones ni frenos, saltando con tanta violencia que el tren de aterrizaje acabó por venirse abajo. En consecuencia, el aparato se arrastró sobre su vientre hasta más allá del final de la pista, y al arremeter contra una zanja, hizo saltar grandes cantidades de tierra al fuselaje a través del morro destrozado. Finalmente, se detuvo a poco más de sesenta metros de un grupo de casas. Los tripulantes salieron del interior como poseídos antes de que el aparato se incendiase, aunque, por fortuna, no llegó a estallar. Contaron un centenar de agujeros en el bombardero. Más tarde, la madre de Sokoloff quiso saber, preocupada, si correspondía al piloto pagar los daños.

Agotados y traumatizados, los de la tripulación fueron trasladados en camión al Hotel Imperial de Bruselas. Además de su aeroplano, el Bomber Command perdió otros veintinueve aparatos aquella noche. En Bochum murieron mil personas, y la fundición de acero de la ciudad quedó muy maltrecha. Después de tres semanas de permiso por haber sobrevivido a la catástrofe, David Sokoloff y los suyos regresaron a Linton-on-House, desde donde efectuaron otros veintitrés vuelos. En lo que duró la guerra, de cada 100 soldados del Bomber Command de la RAF, 51 murieron durante las operaciones, 9 fueron víctima de accidentes ocurridos en Inglaterra, 3 recibieron heridas de gravedad, 12 fueron apresados por el enemigo, 1 murió de un disparo sin ser capturado y sólo 24 llegaron completar un período de operaciones. Una noche, poco antes de que los hombres al mando de Sokoloff hubiesen de despegar para llevar a cabo otra misión, encontraron al nuevo artillero de cola bebiendo cerveza, y le advirtieron de que, si volvían a verlo hacer tal cosa, lo matarían. La supervivencia era, en gran medida, cuestión de suerte; pero también dependía de la capacidad de mantenerse alerta durante cada minuto de vuelo por el espacio aéreo de Alemania.



Crédito texto y fotos:

- “Armagedón. La derrota de Alemania 1944-1945” de Max Hastings
-www.wardetectives.info



Saludos amigos