Publicado: Mié Ago 06, 2008 7:04 pm
por Bitxo
Hasta el día 13 de julio Hitler no se molestó en dar una explicación a la nación. Cuando lo hizo, mediante un discurso en la Ópera Kroll, fue aclamado por la inmensa mayoría de diputados, bien porque eran nazis o bien porque estaban muertos de miedo:
A petición del Gobierno, vuestro Presidente Hermann Göring os ha convocado hoy para ofrecerme la posibilidad de dar al pueblo, ante este foro, que es el más calificado de la nación, las aclaraciones necesarias sobre los acontecimientos que, sin duda, y así lo espero, serán eternamente en nuestra historia un recuerdo tan pletórico de lecciones como de tristeza.
Como consecuencia de una serie de circunstancias y faltas personales, de la insuficiencia de algunos hombres y las inclinaciones de otros, se provocó una crisis en el seno de nuestro joven Reich. Crisis que hubiera podido tener con facilidad y en un futuro bastante próximo, consecuencias verdaderamente destructivas. (...) Mi informe va a ser franco y sin rodeos, pero serán necesarias algunas reservas, las únicas; las reservas dictadas por la preocupación de no rebasar los límites que trazan los intereses del Reich y el sentido del pudor.
Cuando el 30 de enero de 1933, el Mariscal-Presidente del Reich, von Hindenburg, me confió el mando del nuevo Gobierno alemán que acababa de constituirse, el partido nacionalsocialista asumió la carga de un Estado en plena decadencia, tanto desde el punto de vista político como del económico. Todas las formaciones políticas de la época anterior habían contribuido a esta decadencia, y tenían, por tanto, su parte de responsabilidad. A partir del derrocamiento del Emperador y los Príncipes alemanes, el pueblo alemán quedó entregado a hombres que habían provocado, en su calidad de representantes del mundo de los partidos, la decadencia citada, o la habían aceptado por debilidad. Desde los revolucionarios marxistas a los nacionalistas burgueses, pasando por el centro católico, todos los partidos y sus jefes demostraron su incapacidad para gobernar Alemania.
El 30 de enero de 1933 no marcó, por tanto, la simple transmisión de poderes de un Gobierno a otro, sino la liquidación definitiva de un estado de cosas insoportable; una liquidación a la que toda la nación aspiraba.
Es necesario precisar estos hechos porque, como se han encargado de probar los acontecimientos, algunas mentes parecen haber olvidado que tuvieron en su momento todas las posibilidades de manifestar su capacidad política. Nadie puede reprochar al movimiento nacionalsocialista haber cerrado el camino a fuerzas políticas en las que todavía resultaba posible poner esperanza
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Hitler prosiguió con su filigrana justificatoria de la dictadura nazi frente al caos republicano, legitimizándola siempre en la figura de Hindenburg, alabando sus pretendidos éxitos en materia económica, para concluir: Después de seis meses de régimen nacionalsocialista, nuestras pugnas de partidos estaban olvidadas. A cada mes que transcurría, el pueblo alemán se sentía más alejado de aquella época que se nos ha hecho incomprensible. No es necesario que insista: todo alemán se da hoy cuenta. La simple idea de una vuelta al régimen de partidos es en la actualidad tan inconcebible como absurda
Después se dedicó a recordar el caos que generaba el comunismo en el mundo, para advertir que también en Alemania algunos locos o criminales aislados tratan de desarrollar todavía su nefasta actividad, presentando al nacionalsocialismo, por supuesto, como el paladín contra el desafío comunista.

Luego pasó a criticar a los jefes políticos cuyas perspectivas se extinguieron el 30 de enero, los cuales creen que cumplen con su deber al entregarse a una crítica tan pérfida como falsa.
Después el turno le tocaba a los revolucionarios que perdieron en 1918 su posición y no encontraron otra más que ser revolucionarios. Parapetados en su revolución, quisieran hacer de la misma un estado permanente. Estos eran incapaces de colaborar, decididos a adoptar posición contra todo orden establecido, experimentando odio contra las autoridades, fueran cuales fueran. Estos elementos, explicaría Hitler, se habían alojado en el seno de las SA, lo que había provocado un distanciamiento entre estas y el partido.
Poco a poco se formaron tres grupos en el seno de la jefatura de las SA. Un primer grupo estuvo compuesto, según su explicación, por Röhm y su Estado Mayor, unidos por sus tendencias o sus vicios y que estaban dispuestos a todo. Un segundo grupo de jefes que no pertenecían, en realidad, a aquella secta, pero que se consideraban obligados a obedecer a Röhm por sentimiento de disciplina. Y un tercer grupo, opuesto a los dos primeros, en el que se hallaba Lutze, el actual jefe de Estado Mayor y el jefe de las SS Himmler.
Schleicher entró en contacto con Röhm a través de Alvensleben y dio una forma concreta a las intenciones de Röhm. Siguiendo un plan preconcebido, los servicios de propaganda de las SA expandirían por las secciones el rumor de que la Reichswehr deseaba su disolución y que yo me había unido a tal proyecto (...). Para impedir tal ataque, las SA tenían que llevar a cabo una segunda revolución.

Hitler continuó explicando que Schleicher actuaba a través de Bredow y había logrado convencer a Strasser para participar en la conjura. Luego narró su versión de la entrevista de junio con Röhm, según la cual advirtió al jefe de las SA que se opondría a cualquier desorden en Alemania. Ya sólo le quedaba justificar la purga: Para evitar una desgracia había que actuar con la rapidez de un relámpago. Sólo una represión feroz y sangrienta podía hacer abortar la rebelión. (...) Si alguien me pregunta por qué no recurrimos a los tribunales regulares le responderé esto: yo era el responsable de la nación alemana en aquellos momentos, y durante aquellas 24 horas, sólo yo era el Tribunal Supremo de Justicia del pueblo alemán. (...) No quise exponer al joven Reich a idéntico destino que el antiguo. (...) La nación tenía que saber que su existencia no podía ser amenazada impunemente por nadie y que quien levanta la mano contra el Estado, muere. (...) Un diplomático extranjero ha declarado que sus contactos con Schleicher y Röhm fueron de naturaleza completamente inofensiva. (...) Pero cuando tres hombres culpables de alta traición organizan un contacto en Alemania con un estadista extranjero, (...) y dan órdenes rigurosas para que yo no llegue a enterarme del encuentro, hago fusilar a esos hombres, incluso si es cierto que en sus conversaciones tan secretas hablaron del tiempo, de monedas coleccionables y otras cosas semejantes. (...) Tenía la esperanza de que no sería preciso defender una vez más al Estado con las armas en la mano. No ha sido así y tenemos que felicitarnos todos de haber sido tan fanáticos como para haber conservado con sangre cuanto se había conseguido con la sangre de nuestros mejores camaradas.

Según Hitler, la purga costó la vida de 63 personas. No se puede precisar el número exacto de víctimas mortales, pero se estima que entre 200 y 300 alemanes fueron asesinados durante la Noche de los Cuchillos Largos. En su discurso, Hitler había justificado el asesinato político en aras del mantenimiento del Estado, un Estado dictatorial que no tenía intención de ceder a nadie. Y de ello no debía ya dudar nadie pues había dejado bien claro que la oposición a su dictadura no tenía otro camino que el del pelotón de fusilamiento. ¿Quién podía dudar de ello cuando se había atrevido a asesinar a un ex Canciller, a uno de sus más prominentes miembros de su movimiento y a su más importante organizador de masas? Con su postura de fuerza, Hitler no sólo aterró a los alemanes, sino que los sedujo al presentarse como su máximo protector ante los elementos que podían arrastrarles de nuevo al caos multifaccional, a la ruptura social, a la amenaza de una guerra civil.

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