Publicado: Lun Ago 22, 2016 6:12 pm
por dharmachk
El sobreviviente de Auschwitz

Henri Borlant acaba de cumplir 88 años y aún tiene en sus recuerdos al campo de concentración.

Junto a la entrada de cada colegio de París hay una placa que, en letras doradas sobre fondo negro, rinde homenaje a los 11.000 niños judíos que entre 1942 y 1944 fueron deportados “por el gobierno de Vichy” hacia los campos de concentración nazis.

La formulación hace referencia a la ciudad del centro de Francia a la que el gobierno francés se trasladó durante la ocupación alemana y, a pesar de ser históricamente exacta, parece querer ocultar que fue la administración francesa la que entregó a los nazis los archivos con la información de las familias judías, que los policías franceses realizaron la mayoría de las detenciones y que la sociedad ferroviaria nacional proporcionó y condujo los 74 trenes de carga en la que, además de los 11.000 niños, fueron despachados 64.000 adultos judíos. Menos del 3 % de los adultos y apenas 800 menores lograron sobrevivir hasta el final de la guerra.

Hasta comienzos de 1942, las autoridades francesas se habían contentado con expropiar los bienes de los judíos, expulsarlos de la administración estatal y “concentrar” a aquellos que no tenían la nacionalidad francesa. Fue el 20 de mayo de ese año que se hizo efectiva la obligación de todos los judíos de presentarse en la prefectura de policía local para reclamar la estrella amarilla que debían coser a su ropa.

En ese momento ya había sido enviada rumbo a Auschwitz una primera “caravana ferroviaria” de judíos detenidos en Francia. Un segundo tren partió el 5 de junio. Con algo más de 2.000 hombres entregados, los franceses habían cumplido la mitad de la “cuota” de 5.000 judíos que Berlín había solicitado. El 11 de junio, Théo Dannecker, el representante de Adolf Eichman en París, anunció que la cuota había sido aumentada a 100.000 personas y las autoridades francesas se pusieron a trabajar con diligencia para organizar redadas masivas. En una sola, entre el 16 y el 17 de julio de 1942, 7.000 policías franceses lograron detener a más de 17.000 judíos entre hombres, mujeres y niños, que mantuvieron retenidos durante cinco días en el Velódromo de Invierno, antes de que pudiera organizarse su deportación. Menos de cien de los detenidos de ese día sobrevivieron y entre ellos apenas cuatro menores que lograron evadirse en las etapas previas al embarque en los trenes que desde la estación de Bourget partían rumbo a Auschwitz.

Hoy se sabe que de los 6.000 niños embarcados por Francia hacia Auschwitz en 1942, solo uno sobrevivió. Fue detenido lejos de París, unas noches antes de la gran redada del Velódromo de Invierno. Su nombre es Henri Borlant. “Al principio me daba cierto pudor, pero ahora siempre recibo en mangas de camisa”, dice mientras señala su antebrazo que deja ver el número 51055 con el que lo marcaron.

“Henri es una persona muy respetada entre los que quedamos vivos”, me dice el también deportado Bertrand Hertz. “Los que pasaron por Auschwitz saben que ese es un número de veterano, de los primeros que llegaron”.

Borlant tenía quince años cuando la caravana No. 8, que había salido de Angers el 20 de julio 1942, se detuvo en la rampa de selección del campo de exterminación de Auschwitz. Ahora acaba de cumplir 88.

“Toca seguir hablando del tema mientras se pueda. Ya éramos muy pocos los que quedábamos para la conmemoración de los setenta años de la liberación de los campos. Para la de los ochenta no quedará ninguno”, dice.

Por la ventana de su apartamento puede verse, al otro lado de la avenida, el edificio en el que durante décadas tuvo su consultorio médico. “Allí conocí a mi mujer y nos fuimos enamorando. ¿Sabe? Yo en mi juventud tuve muchas aventuras, pero ya llegaba el momento de ajuiciarme y así le propuse matrimonio. Ahora que ella venga, va a ver cómo es de hermosa esa mujer”.

¿La conoció como paciente?

No, vino con un amigo común. Buscaba trabajo y le ofrecí un puesto como asistente. Era la típica estudiante un poco perdida en París y pues como ella era alemana y yo había aprendido alemán...

¿Dónde aprendió el idioma?

Tuve un período de inmersión en la lengua alemana de 1942 a 1944.

¿Pensaba en eso cuando empezaron a salir juntos?

Su padre era soldado, aunque estuvo preso casi todo el tiempo, pero ella nació cuando la guerra ya había terminado y detestaba tanto a los nazis que por eso abandonó su país. Ahora siempre que voy a Alemania me doy cuenta de que la gente es muy consciente de lo que pasó. Me entiendo muy bien con los alemanes. A ratos me preocupa más lo que escucho aquí en Francia.

¿Le hace pensar en la situación antes de la guerra? ¿El antisemitismo se sentía en el ambiente?

Para nada, porque yo no me sentía “judío” antes de la guerra. O mejor dicho, no era una cosa en la que pensara. Nosotros no éramos practicantes, no comíamos kosher, trabajábamos los sábados y si acaso íbamos a la sinagoga era para alguna fiesta. No creo que nadie me viera como judío, sino como “ruso” porque mis padres venían de Ucrania y la actual Moldavia, y aunque a todos nos pusieron nombres franceses para facilitarnos las cosas, mis padres nunca lograron quitarse el acento extranjero. Entonces me hacían chistes, a veces pesados, pero yo vivía en un barrio popular y casi todos eran inmigrantes. También a los polacos y a los italianos les ponían apodos.

Sin embargo, su familia decidió abandonar París incluso antes de la declaración oficial de guerra...

No fue una decisión nuestra. Como la situación era tensa y a lo mejor porque se preveía un racionamiento de alimentos, se decidió evacuar de París a las familias numerosas. Nosotros éramos ocho hermanos y mi mamá estaba en su noveno mes de embarazo, así que nos mandaron a Saint-Lambert-du-Lattay, un pueblito cerca de Angers. Allí éramos la única familia desplazada, nos dieron una casa grande. Correcta. El mismo día se declaró la guerra. Nos veían como a “los parisinos”, pero la gente se portaba bien. Mi padre nos inscribió en la escuela católica.

¿Para protegerlos?

En realidad era la única escuela del pueblo y a mí me gustaba. Puede que quisiera protegernos, pero no puedo saberlo. Yo no lo sentía así porque era juicioso, hasta quería ser sacerdote. Fui muy feliz los dos años que duramos allá.

Si no eran judíos practicantes, ¿por qué los detuvieron?

No fue una persecución religiosa o cultural, sino racial. Hoy la comunidad científica y la sociedad son unánimes: solo hay una raza, la raza humana. Pero en esa época “ser judío” no tenía nada que ver con la práctica de la religión o de la cultura, sino que obedecía a unas normas sobre cuánta “sangre judía” uno tenía. Si uno de los padres o dos de los cuatro abuelos eran judíos, uno tenía que ir a declararse a la prefectura de policía. Si hoy me dijeran: “Tiene que ir a declarar su origen étnico”, yo me opondría, pero mi padre era un inmigrante acostumbrado a respetar la ley, así que se presentó y les dio nuestra dirección. Las autoridades francesas tenían la dirección de todos los judíos que habían cometido el error de declararse y fueron muy diligentes a la hora de entregarles esa información a los alemanes.

¿Nunca pensó que lo hubieran delatado?

No creo. Sé que en París hubo delaciones, pero en el pueblo la gente fue solidaria y varias personas ayudaron al resto de mi familia a esconderse luego de que nos llevaran a nosotros. Fue gracias a esa solidaridad que mi madre pudo vivir clandestinamente en Anjou y luego regresar a París.

¿Cómo vivieron el momento de la detención?

A nuestra casa vinieron el 15 de julio de 1942, un día antes de la redada del Velódromo de Invierno, y en ese momento se decía que a uno se lo llevaban a trabajar. Como mi padre era mayor de cincuenta años y mis otros hermanos eran muy pequeños, solo nos detuvieron a mi madre, a una hermana, a un hermano y a mí. Nos llevaron al seminario de Angers, pero al otro día vino mi padre a decir que mi madre estaba débil por tantos hijos que había tenido y que, si la dejaban ir, podían llevárselo a él que todavía aguantaba el trabajo. Extrañamente aceptaron.

El tren en el que los metieron a ustedes fue el octavo en partir de Francia y el único que salió de la ciudad de Angers...

Sí, por eso era difícil saber para dónde íbamos. Con los años se ha establecido que éramos 827 en ese tren, entre ellos 118 niños, pero en ese momento uno solo veía gente amontonada. Separaron los hombres de las mujeres y en todo el trayecto no nos dieron de comer ni de beber. Algunos llevaban maletas con ropa y joyas porque pensaban que algo se podría negociar en el sitio donde íbamos a “trabajar”. Yo vi que la gente escribía mensajes que tiraba a la gente que veía pasar el tren a lo largo del camino y escribí una nota para mi madre donde decía: “Parece que nos llevan a Ucrania a trabajar en el campo”. Puse la dirección y la tiré por la ventana. Alguien la recogió y la puso en el correo para mi madre. Fue la única noticia que tuvo de mí hasta 1945.

¿Cómo recuerda su llegada a Auschwitz?

El viaje duró tres días. No había manera de sentarse y solo había un balde para hacer las necesidades. La gente aguantó todo lo que pudo. Por pena. Pero al cabo de un día no se podía aguantar más. Así pasábamos ciudad tras ciudad. Podíamos identificar las de Francia y luego las de Alemania. Ya en los últimos kilómetros, algunas personas nos veían pasar y se señalaban el cuello con el dedo. A lo mejor ya circulaban rumores o ya sabían que no había trenes de regreso. El tren se detuvo en medio del campo y había como una puesta en escena organizada para asustarnos. Tenían perros, gritaban, nos decían que tiráramos todo lo que llevábamos, que de por sí era poco. Yo no vi la selección o no fui consciente de que nos seleccionaran, aunque después sí caí en la cuenta de que a los viejos y a las mujeres los subían a camiones aparte. Solo le puedo decir que no había ninguna opción, que uno no podía alegar ni cambiarse de fila. Yo dudo un poco de los relatos que hablan de cosas así. El Auschwitz de ese momento no era el gigantesco campo de concentración que sería después, apenas había algunos edificios de ladrillo, pero todavía no existía el complejo de hornos crematorios: ese nos tocó construirlo a nosotros. Desde donde nos dejaba el tren hasta las barracas teníamos que andar más o menos un kilómetro.

¿Pudo quedarse cerca de su familia?

De mi hermana no. Nunca más volví a saber de ella. A mi padre, a mi hermano y a mí empezaron a gritarnos que corriéramos hasta un hangar donde nos tocó desvestirnos. Yo era muy pudoroso y sentía cómo para mi padre era humillante estar desnudo. Allí nos rasuraron todo el cuerpo para evitar los piojos. Eso no lo hacían los nazis, sino otros prisioneros, y lo mismo pasaba con el tatuaje, hay gente que dice que pasó por Auschwitz y no tiene el tatuaje porque los tatuadores estaban cansados y se compadecieron, pero lo que yo vi es que los que tatuaban tampoco tenían opción de no hacerlo. Mi hermano, mi padre y yo fuimos tatuados con números consecutivos. Aunque Auschwitz aún estaba en construcción, ya era notoria esa organización industrial. El triángulo que me tatuaron sobre el número es posterior, me lo hicieron otro día, sin decirme por qué.

¿Los otros prisioneros mostraban remordimientos por lo que les hacían?

Le explico, los SS vigilaban la periferia del campo y se encargaban de los conteos, pero los que más estaban en contacto con nosotros eran los “kapos”, muchos de los cuales eran alemanes enviados a los campos por delitos comunes. A ellos los nazis les ordenaban que nos controlaran y nos hicieran trabajar. No tenían otra opción que hacerlo, pero algunos parecían disfrutarlo. Otros “kapos” eran polacos y muchos de ellos eran antisemitas y antifranceses. No sé si ellos tenían tiempo de reflexionar sobre lo que estaba pasando, nosotros no. En los campos es imposible pensar, usted solo escucha gritos y órdenes y trata de hacer bien lo que le ordenan porque si lo hace mal van a golpearlo, quién sabe si hasta la muerte. Algunos “kapos” nos decían: “Ustedes vinieron aquí para morir”, y desde el primer día uno sabe que ese uniforme que lleva perteneció a alguien que no dio más, pero uno no está pensando en eso, sino en si aguantará hasta que le den comida, y cuando la comida llega uno piensa si tendrá la fuerza de comer y cuando come no sabe si el cuerpo tendrá la fuerza de digerir.

Un momento particularmente dramático era el conteo de los prisioneros...

Sí, porque siempre faltaba alguien.

¿Algún evadido?

No, alguien que se había muerto en un rincón o que no había tenido la fuerza de levantarse del camarote de cemento donde dormíamos. Entonces había que empezar a contar de nuevo. Cuatro o cinco veces. Uno tenía que estar de pie, quieto, varias horas. En el trabajo usted no pensaba, allí sí, sentía el cansancio, tenía miedo de desmayarse, tenía que aguantarse las ganas de ir a las letrinas, y por supuesto había muchos que tenían disentería y no aguantaban y tenían que quedarse quietos una hora o dos con sus excrementos escurriéndoles por el pantalón.

¿En qué consistía su trabajo en Auschwitz?

Cada prisionero era enviado a un kommando, un equipo de trabajo. Al mío lo llamaban Mauerschule, “La escuela de albañilería”. Dijeron que iban a darnos lecciones de construcción, pero básicamente lo que hacíamos era cargar todo el día ladrillos y costales de cemento. También trabajé aplanando el terreno por el que iba a pasar una carretera. Años después se supo que lo hacíamos para una empresa privada llamada Riedel y que ellos les pagaban una comisión a los oficiales SS por nuestro trabajo.

¿Su hermano y su padre estaban en la misma unidad?

Mi hermano sí, al principio. Nos tenían en las barracas de Auschwitz-Birkenau. Él me llevaba dos años, era acuerpado, peleón. Yo era un muchacho ojiazul, tímido que no habría sobrevivido si no hubiese sido por él. Luego nos separaron y a mí me enviaron al bloque 7 de Auschwitz I, a unos tres kilómetros de allí. Al mes y medio me llegó la noticia de que mi hermano había muerto. No supe cómo. Nunca supe.

¿Cómo pudo sobrevivir sin ese apoyo?

No sé. Uno no piensa. A lo mejor como yo era el menor de la unidad inspiraba lástima y por eso cuando veían que ya no daba más, me mandaban a lavar platos o a hacer aseo. Supongo que me ayudó que hablaba ruso y aprendí a comunicarme en polaco, en húngaro y en yiddish. A veces hasta los “kapos” necesitaban hablar, así fuera para contar chistes verdes y yo podía escucharlos porque entendía su idioma. No sé si eso jugó en mi favor. También que yo fui de los primeros en llegar a Auschwitz y eso hacía de mí un “veterano”, cuando los que acababan de llegar sabían que había aguantado un año y luego año y medio sin morirme, me miraban con respeto.

En abril de 1944 lo trasladaron de Auschwitz al campo de Buchenwald. ¿Le explicaron por qué?

A uno no le explicaban nada, pero yo tengo la impresión de que querían desocupar el campo por los rumores del avance de los soviéticos. Así que nos subieron a un tren de carga, pasamos cerca de Berlín y luego de una semana nos dejaron en el campo de Orianenburg donde había una fábrica de aviones. Allí estuvimos unos diez días. Siempre sonaba la alarma de bombardeo. El destino final fue Ohrdruf, un campo satélite de Buchenwald. Allí volví a ser “un nuevo”. Se trabajaba 14 horas por día, sobre todo en la construcción de túneles y carreteras. Algunos podían esconderse para no trabajar, pero entonces no les daban comida, que de por sí era muy escasa. No había camas, se dormía sobre paja y estábamos llenos de piojos. Éramos tal vez 20.000 prisioneros y cada día morían decenas por la fatiga y por el tifo.

Finalmente logró escapar...

En Auschwitz y en Ohrdruf los “kapos” escogían a ciertos prisioneros y les decían: “Hoy le toca ir por la carne”. Era una manera de decir ir con la careta a recoger los cuerpos de los que se habían muerto en el trabajo y llevarlos a las fosas comunes o a los hornos y luego, con el tiempo, a las hogueras a cielo abierto. Un día me lo dijeron a mí y resultó que en realidad sí había que ir a recoger la carne, la que comían los alemanes, donde un comerciante del pueblo cercano. Éramos dos, yo y Henri Ehrenberg, un compañero. No podíamos escaparnos porque el camino estaba vigilado y el pueblo también, pero un prisionero francés que trabajaba para el carnicero nos dijo que el tipo era un anti-nazi y que podría ayudarnos. No había manera de saber si la información era cierta. En los últimos días de la guerra la vigilancia era menor porque los alemanes comenzaban a retirarse y una noche pudimos quedarnos con él. Los americanos llegaron al día siguiente.

¿Es decir que si no se hubiera fugado, de todas maneras habría sobrevivido?

No creo. Uno todos los días se dormía sin saber si al otro día amanecía. Pero además los nazis ejecutaron a mucha gente antes de abandonar el campo y se llevaron con ellos todos los que pudieron. Es lo que llaman “Las marchas de la muerte”: enfermos casi todos de tifo, deshidratados en pleno verano y obligados a caminar por diez horas o más bajo la amenaza de ser fusilados si paraban, la gente seguía muriendo durante la retirada. Cuando los americanos llegaron, pararon en el pueblo, salimos de la carnicería y nos subieron en un jeep. De ahí los guiamos hasta el campo. No podían creer lo que veían, la cantidad de cuerpos y el estado en el que estaban los que los nazis no pudieron llevarse. Eran como esqueletos, como fantasmas que no daban ni para hablar. Yo no era consciente de que yo también debía verme así. Ohrdruf fue el primer campo de concentración al que entraron las tropas americanas.

¿Durante su camino de regreso usted siguió hablando de lo que había vivido?

Las estaciones de tren y las carreteras estaban llenas de gente herida y mutilada, además de los primeros liberados de los campos. Nadie quería hablar y yo tenía tifo y tuberculosis. Yo quería avanzar y eso era todo, pero cuando en una estación de tren me pidieron “los papeles”, les mostré mi tatuaje y mi cabeza rapada y les grité si con eso tenían o necesitaban alguna otra identificación. Así de tren en tren llegué a París.

Antes de la guerra usted no era judío practicante, ¿cómo lo afectó la vida en los campos en ese sentido?

Los campos no tenían nada que ver con Dios. Allí descubrí la solidaridad entre los seres humanos y eso me basta. Nunca seguí la religión judía, pero como antes de la guerra estaba en la escuela católica, el hecho de que hubiera sobrevivido hacía que me viera a mí mismo como un mártir, casi un santo, y por un tiempo quise ingresar al seminario... El problema es que también era un adolescente, más bien guapo y lleno de hormonas y los pensamientos que me inspiraban las chicas no eran coherentes con esa santidad que esperaba de mí mismo. Después me metí a estudiar medicina, que es una disciplina científica. Yo sé que una dosis de un medicamento produce un cierto efecto. Eso es demostrable, pero vaya usted a probarme la existencia de Dios. Yo dejo creer al que lo necesite. Si eso lo ayuda, pues mejor, pero de ahí a que alguien llegue a matar en nombre de Dios hay una enorme distancia. Por eso cuando me preguntan sobre Israel y Palestina yo contesto: “Hagamos el amor y no la guerra”. Al menos así es como he hecho las cosas.

Algunas veces usted ha intervenido frente a públicos difíciles, gente que ha sido condenada por actos de racismo o antisemitismo...

Sí, pero muchas personas admiten su error y a veces se atreven a hacer preguntas que otra gente no hace y que me obligan a reflexionar. Lo mismo pasa en los colegios. Una vez una estudiante me preguntó: “¿Alguna vez sintió vergüenza de ser judío?”. Y yo le contesté: “No, claro que no”. Pero luego me quedé pensando y recordé que después de la guerra en los testimonios sobre los campos aparecían los números y no los nombres propios porque ninguno de los sobrevivientes decía que era judío. Teníamos miedo, porque sabíamos que los antisemitas aún estaban por ahí y nada nos probaba que algo así no volvería a ocurrir. Por eso también durante mucho tiempo no mostré mi tatuaje.

¿Y hoy en día usted qué cree? ¿Podría volver a ocurrir algo así?

Nada vuelve a ocurrir de la misma manera. Mi mujer tiene miedo y en una época pensamos en comprar un terrenito en América del Sur, por si acaso la cosa se ponía fea. Yo en cambio soy optimista: siempre he sido de izquierda, pero creo que las personas de derecha serán lo suficientemente conscientes para bloquear la llegada al poder de Marine Le Pen. Ahora le voy a contar un chiste: ¿Sabe cómo diferenciar cuáles judíos eran pesimistas y cuáles optimistas en los años treinta? Es muy fácil: los pesimistas se largaron de Europa y terminaron dirigiendo Hollywood. Los optimistas creían que la cosa se iba a arreglar. Ellos terminaron en Auschwitz.

RICARDO ABDAHLLAH


Tomado de el periodico El Tiempo de Bogotá, Colombia.