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Re: Crisis. El Visitante, parte III

Dom Dic 24, 2017 11:39 am

El oficio de la Armada son los imprevistos y para evitar que se conviertan en catástrofes hay que ensayar una y otra vez para que el cuerpo responda aunque la mente no. Al citar la palabra remolque todo el mundo supo lo que hacer. Los cruceros se habían dado la vuelta, pero el Churruca se nos acercaba a ver si necesitábamos ayuda o, en el peor de los casos, para rescatar a la dotación. Echándole un par de narices, que no se olvide que había un submarino cerca repleto de torpedos. Aunque el Galiano y el Lepanto le estaban dando caza, el britano podría volver para rematar la faena.

El capitán de corbeta Don León Astigarriaga, que con ese apellido era, obviamente, cañaílla hasta la médula, tomó la bocina y profiriendo unos alaridos que debieron escucharse en Londres indicó al comandante del Churruca nuestra situación. Desde el destructor lanzaron un cabo guía y un grupo de marineros empezó a tirar, pasando primero un cabo más grueso y luego otro aun más resistente que amarraron al combés. Con un marinero a su lado, equipado con un hacha por lo que pudiera pasar. Los cuarenta y pico mil caballos del destructor empezaron a tirar y poco a poco el Galicia empezó a moverse. A popa el segundo había conseguido hacer una reparación de fortuna y el timón respondía, permitiendo que, renqueando, el Galicia pudiese seguir al destructor. Una satisfacción fue notar las vibraciones que significaban que las bombas se habían puesto en marcha: aun teníamos alguna oportunidad. Yarda a yarda, cable a cable, nos acercamos a la isla de Mouro, ya con el arenal a babor. Yo lo miraba deseando que hubiese servido para resguardar al barco, pero estaba abierto a las galernas del norte. Teníamos que entrar en la bahía para conseguir la salvación. El calado aumentaba y, por lo que pudiera pasar, Don Pedro ordenó —con un mensajero— al timón que nos acercásemos a tierra, que no era cuestión de hundirnos en medio del canal. Sobrepasamos la punta y ya me imaginaba en el muelle cuando noté un estremecimiento que no me gustó ni un pelo. Para confirmar mi presentimiento, llegó corriendo el cabo que había dejado vigilando.

—Mi comandante, el mamparo está fallando.

—Don Víctor —ordenó— acérquese a ver qué pasa.

Salté más que bajé por la escala y entré en el compartimento. Como volvía a haber luz eléctrica no tuve que acercarme para ver como los puntales se estaban agrietando: al moverse el crucero el agua entraba a raudales por la brecha abierta por el torpedo, y la presión en aumento estaba hundiendo el ya debilitado mamparo. Salí pitando —cuando se rompiese el lugar se convertiría en ratonera— y estaba llegando a la cubierta cuando escuché como uno de los puntales se partía con un estallido como de petardo.

—Mi comandante —dije entre resuellos— el mamparo ha cedido.

Sabíamos lo que significaba. En el estado del crucero, un compartimento inundado más significaba el final. Ya solo quedaba escoger el mejor lugar para hundirse. Pero aun quedaba una opción.

—Señalero, indique al Churruca que nos lleve hacia Pedreña.

Pedreña, situado enfrente de Santander, era una aldea de pescadores. Tenía un nimio canal que serpenteaba dando paso a los barcos de pesca, pero quedaba claro que la intención del comandante era otra. El Churruca aumentó la potencia aun a riesgo de romper el remolque, y el Galicia fue virando, situándose por babor del destructor. Cuando el comandante juzgó que ya tenía suficiente arrancada dio un avisó al Churruca —para que estuviese al loro y no se estampase contra algún bajo— y ordenó cortar el remolque. La arrancada que tenía el crucero le permitió seguir virando hacia la costa, hasta que notamos como la quilla rozaba el fondo. Entonces se dio todo el timón a la banda para que la popa derivase y quedase el barco paralelo al puntal. Por fin el Galicia quedó apoyado en un lecho de arena y barro.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar Dic 26, 2017 4:27 pm

De Globalpedia, la Enciclopedia Total.

Patrulleros antisubmarinos clase Urgull

La clase de patrulleros Urgull fue construida para la Armada Española durante la primera fase de la Guerra de Supremacía para para la vigilancia costera y la lucha antisubmarina. Llevaron nombre de colinas y sierras próximas al mar.

Historia

El pobre papel que durante la Guerra de Supremacía estaban teniendo los bous, que eran pesqueros civiles militarizados, llevó al diseño de los cañoneros antisubmarinos (llamados posteriormente corbetas) de la clase Noya. Sin embargo, eran demasiado caros y no se podían construir al ritmo preciso para cumplir todas las necesidades, además que las misiones de vigilancia no requerían barcos de tanto porte. La Armada deseaba patrulleros rápidos, similares a los Guardacostas «Tipo 20» que se habían construido poco antes de la Guerra Civil para México en la factoría Euskalduna de Bilbao. Los «Tipo 20» eran naves de pequeñas dimensiones (apenas 180 toneladas) pero veloces y con pesado armamento. La Armada consideraba que precisaba unidades similares para protegerlas costas y solicitó cuarenta. Pero consideraciones tanto militares como económicas hicieron que el proyecto fuese abandonado. Por una parte, los barcos mexicanos eran guardacostas con armamento artillero y sin medios de lucha antisubmarina, que era dudoso que se pudiesen instalar en buques pequeños que ya estaban sobrecargados; más adelante supimos que México, siempre a remolque de Estados Unidos, acabó haciéndolo y logró un buen quebradero de cabeza al quedar afectada la estabilidad. Por otra, el Ministerio de Industria, Comercio y Armamentos, que cada vez tomaba mayor papel en las decisiones referentes al equipamiento militar, señaló que esas unidades precisaban astilleros especializados que ya estaban ocupados con los Noya, y recomendó que se escogiese un diseño menos ambicioso.

La solución más sencilla y rápida era que se construyesen patrulleros basados en los pesqueros de altura, pues al ser un tipo de barco muy conocido las demoras serían mínimas y no se correrían riesgos tecnológicos. Aunque serían barcos parecidos a los bous, al formar una serie homogénea su mantenimiento sería más sencillo; las desventuras padecidas por los bous se debían a su empleo en mar abierto, misión que no se pensaba encomendar a las nuevas construcciones. Tras estudiar varios proyectos, se escogió uno propuesto por los astilleros Santodomingo de Gijón. Se trataba de un pequeño barco de solo 219 toneladas de desplazamiento, con casco de madera y propulsado por un motor diésel. Hubo ciertas diferencias entre las diferentes unidades, debidas a los astilleros de procedencia —que empleaban plantillas con pequeños cambios— y sobre todo por la motorización, pues en lugar del diésel y según la disponibilidad acabaron llevaron todo tipo de máquinas. El armamento, inicialmente, procedía de los almacenes o era el desembarcado de los bous, y solía consistir en un varadero para cargas de profundidad, un cañón de 10,2 cm y varias ametralladoras. Con todo, el cañón, además de ser excesivamente pesado, se acabó considerando innecesario, siendo sustituido por un cañón automático ligero y ametralladoras antiaéreas adicionales. A partir de 1943 el varadero fue sustituido en muchas unidades por un lanzacohetes antisubmarino. Los Urgull disponían de hidrófono y de sonotelémetro de casco pero no llevaban radiotelémetro.

Su sencillez hizo que fuesen producidos en gran número, no solo en astilleros costeros, sino también en algunos interiores. Mayores dificultades se encontraron con los motores, y por ello algunas unidades los llevaron de gasolina o de automoción (cuatro motores de camión acoplados, como en el Volcán de Coronas) que no dieron buen resultado y tuvieron que ser sustituidos en cuanto fue posible. El principal problema fue la disponibilidad de madera curada. Para algunos se emplearon maderas de calidad deficiente que fueron atacadas por insectos y por la broma, obligando a darlos de baja en poco tiempo. Aunque se importó madera de Francia, las últimas unidades (la subclase Tibidabo) llevaron casco de acero.

Los patrulleros Urgull, que empleaban el casco de los pesqueros del tormentoso Cantábrico, eran bastante marineros, sobre todo cuando se disminuyó el armamento, aunque su velocidad y autonomía limitadas les impedía operar en mar abierto. Fueron tripulados por reservistas y rindieron un meritorio servicio complementando a los Noya en el Estrecho de Gibraltar y en la vigilancia de puertos y ensenadas. El Sierra de Aitana (perteneciente a la segunda serie, con casco de acero) se anotó un gran éxito al hundir al submarino norteamericano Finback en la bocana de la ría de Vigo. Mientras que las unidades con casco de acero resultaron más durables, las que lo tenían de madera se revelaron muy útiles en la lucha contra minas. A medida que entraban en servicio unidades de mayor porte, los Urgull y los Tibidabo fueron relegados a misiones secundarias, como la lucha contra minas, la vigilancia costera o la defensa de puertos.

Al finalizar la guerra la Armada solo conservó algunos barcos de la subclase Tibidabo, que operaron como patrulleros hasta los años sesenta. De los dados de baja, los que estaban en peor estado fueron desguazados, y se transformó en pesqueros al resto. El Monte del Toro, que fue utilizado como pesquero de arrastre con base en Málaga, fue restaurado a su estado original y se conserva como monumento en el Arsenal de Cartagena.

Características (Monte del Toro)

Longitud: 32 m (en la flotación).

Manga: 5,7 m.

Calado: 1,95 m.

Desplazamiento: 211 Tn (a plena carga).

Propulsión: 1 motor diésel MAN, 400 HP, una hélice.

Velocidad: 11,5 nudos.

Autonomía: 1.000 millas náuticas a 12 nudos.

Dotación: 29 hombres.

Armamento: 1 cañón de 10,2 cm, dos cañones de 2 cm. Un varadero de cargas de profundidad con 20 cargas (1941). Dos cañones de 2 cm, dos ametralladoras y un lanzacohetes antisubmarino (1944).

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Jue Dic 28, 2017 2:54 pm

La guerra había cambiado a Berlín. Las familias pudientes, las que tenían medios y propiedades, habían decidido que los aires campestres resultaban mucho mejores para la salud que los humos de la capital. Desde luego, como eran alemanes valientes no pesaba en su decisión el temor a las bombas británicas. Pero por cada familia que salía a visitar a sus allegados del campo, llegaban cincuenta trabajadores de todos los confines del Reich para trabajar en las industrias de guerra. Ni siquiera las medidas del ahora canciller Speer, que había prohibido el servicio doméstico y reclutado a las mujeres jóvenes como mano de obra, bastaba para cubrir las ingentes necesidades bélicas. Miles y miles de trabajadores acudían desde todos los rincones de Europa atraídos por las promesas de buenos sueldos en moneda fuerte. Esos miles luego buscaban aposento en unos barrios en los que ya no cabía ni un alfiler.

Sin embargo, la guerra también había dejado otros huecos. Los de tantos hombres que habían partido para tierras lejanas, muchos para no volver. Demasiadas esposas necesitadas, unas de dinero, otras de cariño, abrían sus puertas a los recién llegados. A Savely, ahora Fricis, le bastó con leer los carteles en los portales para hallar alojamiento en el apartamento de una viuda cuyo marido había perecido en Mesopotamia. Antes de admitirle, Annelie revisó la cédula de Fricis, su permiso de estancia, y su cartilla de racionamiento. Sobre todo, estudió minuciosamente el puñado de marcos que le dio el inquilino antes de abrirle la puerta.

El departamento era tan malo como Savely esperaba. Un piso minúsculo en una casa vieja de estructura de madera que retemblaba con los pasos. Solo tenía dos dependencias, una cocina astrosa y un rudimentario retrete. Las ventanas dejaban entrar corrientes de aire gélidas, y los desconchones de las paredes eran señal de desidia y de pobreza. A Savely le gustó: aunque había recibido dinero de sobra, no venía a buscar comodidad sino discreción, y un trabajador letón levantaría sospechas si se atrevía a vivir en algo mejor que un tugurio. Quedaron con las condiciones: cama, desayuno y algo para cenar, aunque Annelie necesitaría su cartilla de racionamiento. Savely aceptó y le entregó unos manoseados billetes. La mujer cogió los billetes rozando como por casualidad la mano del agente. Savely sonrió: su casera, aunque rolliza, tenía un buen ver, y se notaba que la desconsolada viuda tenía ganas de hombre.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Dom Dic 31, 2017 5:19 pm

Capítulo 21

A quién le dices tu secreto le vendes tu libertad.

James Howell



Gerard sentía en sus huesos que el juego estaba cambiando. Hasta el momento lo había dominado, pero ahora una pieza se movía sin control ¿Sería un peón o una reina?

Hasta el momento Johan y Joachim habían sido muy escrupulosos con sus contactos. Johan más que el imprudente de Joachim, pero parecía que los dos entendían las reglas del juego, entre las que estaban que el maestro de espías defiende a sus agentes hasta el final. Repentinamente Joachim había salido y tras intentar esquivar a sus seguidores con los intentos torpes de siempre —sin tener en cuenta que la mitad de los policías de Berlín ya conocían de memoria sus facciones— había dejado un mensaje en el buzón de Jenner en el que le indicaba que al día siguiente le entregaría un sobre. Hasta ahí, todo normal; un tanto arriesgado, pero el sistema de dejar los envíos en las cisternas de los baños de tugurios tenía sus limitaciones. Materiales delicados era mejor entregarlos si no en mano, sí de forma que sufriesen lo menos posible. Pero esta vez Joachim no se había limitado a pasarle algo a Jenner —que obedientemente lo hubiese llevado a la Central para su inspección— sino que le había ordenado entregar el envío a un hombre alto en la Hauptbahnhof, al que reconocería porque estaría en una cola ajustándose la gorra. Jenner solo tenía tiempo para llegar a la estación sin poder tomar precauciones, y hacerse el encontradizo con el hombre alto que allí le esperaría.

Joachim tenía que saber que estaba poniendo a Jenner en una situación muy peligrosa, pero había preferido correr el riesgo de perder a su agente con esa maniobra. Les había salido bien: no habían tenido tiempo de desplegar más efectivos, y la descripción que Jenner había hecho del hombre al que había entregado el paquete no podía ser más sucinta: un hombre alto y delgado de aspecto nórdico, como si hubiese pocos así en Berlín. Tampoco había podido acceder a los documentos, pero ya los imaginaba: cédulas de identidad, cartillas de racionamiento, pases, tan reales como si acabasen de salir de la oficina del Reich.

Apenas habían pasado un par de horas cuando le alertaron de otra salida de Joachim. Esta vez no había citado a nadie, sino que se dirigió casi directamente a una papelera junto a la que dejó un paquete, dejando caer también restos de una fruta al suelo. Gerard imaginaba las miradas de desaprobación que habría recibido el incívico. Al Director le importaba muy poco la educación del agente ruso, pero le inquietaban esas salidas a toda velocidad que no daban tiempo a montar operaciones. Había pasado lo mismo que en la estación: Al momento de irse Joachim llegó alguien, un hombre alto y delgado, que había manipulado la papelera mientras recogía el paquete, para luego perderse en el Metro con una maniobra que Gerard hubiese admirado. Por lo que había relatado el frustrado policía que había intentado seguirle, el hombre alto había hecho la pantomima de cambiar de vagón con un aplomo que hubiese levantado una tempestad de aplausos en un teatro, de natural que fue su gesto de indecisión.

A Gerard le había sorprendido que Joachim hubiese preparado dos citas tan cercanas en el tiempo ¿Qué contendría el paquete que no lo había podido entregar Jenner? Tal vez en el primer encuentro simplemente le había dado una nota con el lugar de la siguiente cita. Tampoco era demasiado importante; lo que alarmaba al Director era que un agente soviético se moviese libremente por las calles berlinesas. Un agente de gran importancia, a juzgar por la frialdad con la que Joachim había sacrificado a Jenner. Pero lo más preocupante era la posibilidad de que el Alto revelase el pastel. Que llegase a descubrir que el espionaje soviético en Alemania había sido infiltrado tan profundamente que casi nada se movía sin el conocimiento del Director. Ni del general Schellenberg.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Ene 03, 2018 11:53 pm

Mientras iba disponiendo la caza del Alto, Gerard también intentó saber de dónde venía. No se engañaba; no encontraría a una novia llorosa enviando cartas a la nueva dirección del espía. Pero conociendo su origen tal vez pudiera llegar a saber algo sobre sus habilidades y su peligrosidad.

Aparentemente sería imposible. Tan solo se sabía que Joachim había organizado la cita de la Hauptbahnhof ¿Significaba que el Alto había llegado en tren? Tal vez. La cola en la que había esperado a Jenner hacía sido la de la taquilla del Metro; era razonable pensar que el Alto había pensado en enlazar ahí. Pero también era posible que hubiese llegado a cualquier otra estación y se hubiese trasladado tal vez en metro, tal vez por otros medios, hasta la estación. Incluso era posible que hubiese llegado a Berlín de otra manera. Por carretera era improbable: demasiados controles, aunque tal vez un ciclista pudiese eludirlos. Pero no era la única forma. Berlín se comunicaba con los grandes ríos de Alemania y con el Báltico mediante canales, por los que circulaban barcazas tripuladas por Dios sabe qué gentes. Hasta pudiera ser que el Alto fuese un soldado desertor del ejército alemán o de algún otro país. Lo que no creía es que resultase ser un agente durmiente. De serlo ¿a qué tantas prisas? Un agente durmiente hubiese tenido todo preparado, y tras ser activado Dios sabe de qué manera, puede que por alguno de esos mensajitos que emitía Radio Londres, hubiese pasado a la acción sin que absolutamente nadie hubiese notado nada. No, las prisas con las que había actuado Joachim no solo apuntaban a una orden perentoria de Moscú, sino a que el recién llegado era eso, un recién llegado al Reich. Además, que la cita se hubiese producido a una hora concreta hacía pensar en horarios, más concretamente en los de tren. Sería la primera posibilidad a descartar.

Tras advertir a Schellenberg, la Central inició un registro masivo de la estación. Policías uniformados la cerraron, interrogaron a todos los transeúntes y les exigieron su identificación; la redada atrapó a media docena de carteristas, a dos desertores y a algunos arrapiezos que huían de sus familias. Gerard tampoco esperaba demasiado, pero ese cierre de la estación era el pretexto para otros tipos de búsqueda. Por desgracia, no había registros de entradas y salidas, sino tan solo de movimientos de trenes, e incluso estos eran difíciles de interpretar pues en un apartado se indicaba no la hora real de llegada sino la prevista, y en otro el retraso. Además había suficientes discrepancias como para sospechar que los registros no eran completos, seguramente porque el jefe de la estación ocultaba las demoras para dar impresión de eficiencia. En definitiva, era un sistema tan confuso que no parecía alemán, y que no permitió sacar nada en claro. El Alto podría haber llegado desde cualquier rincón de Europa.

Sin embargo en una papelera se encontró una pista: un papel manchado de grasa y salsa en el que parecía adivinarse un sello oficial. El contenido de esa papelera y el de las cercanas fue rescatado y revisado minuciosamente. En varias se encontraron restos del mismo documento, un ausweiss que pudo ser reconstruido parcialmente. Correspondía a un trabajador inmigrante, pero por desgracia su nombre y parte de los datos habían sido cuidadosamente destruidos manchándolos con salsa y frotando. Pero pudo reconocerse el sello puesto en Lübeck el día anterior. A partir de ahí fue una labor de niños para las máquinas de la Central: ese puerto de Lübeck era uno de los más activos del Báltico, el que escogería un agente para infiltrarse en el Reich, y por tanto especialmente controlado. Durante la semana anterior habían llegado muchos vapores, pero ninguno llevaba trabajadores para Alemania, ni habían denunciado deserciones. Pero en tres casos el registro de salidas a tierra no concordaba con el de vueltas. En dos se trataba de barcos alemanes que se dedicaban al cabotaje. El otro era el Ada Gordon, un carguero sueco de los que llevaban el hierro tan necesario para la industria. Un hombre llamado Tuomas Riutta, finés, no se había presentado antes de que el buque zarpara. Según declaró el contramaestre, el tal Riutta iba diciendo que quería trabajar en Alemania.

La Central no pudo llegar más allá. Aun suponiendo que su existencia fuese conocida, no tenía poder para investigar en Suecia o en Finlandia. Simplemente se asignó al Ada Gordon la etiqueta de sospechoso, y en el futuro se revisaría con cuidado cualquier marinero que llegase con él. Respecto a ese Riutta, revisando el ausweiss encontrado en la Hauptbahnhof, las marcas podrían corresponder con su nombre. El agente —pues el Director estaba seguro de que era él— había debido cambiar de personalidad. No le extrañaba, pues le hubiese sorprendido que el soviético —no tenía dudas de que lo era— hubiese seguido empleando el mismo nombre.

Sabiendo el buque en el que había llegado, con todo, la Central pudo aventurar algunas hipótesis. Llegando en un mercante sueco, seguramente tendría rasgos nórdicos. Había empleado documentación finesa, pero era como no decir nada, pues el finés era una lengua extraña y los tripulantes suecos no podrían distinguir entre un finlandés nativo y alguien que lo chapurreaba. El Director aventuró que el infiltrado, yendo solo, hablaría bastante bien el alemán. También imaginó que el NKVD estaría intentando mantener en secreto la operación; eso significaba que en Rusia el agente podría hacerse pasar por cualquier otro ruso, y que por tanto dominaría bien esa lengua. Esa combinación descartaba casi con seguridad que proviniese de alguna república báltica, y apuntaba a la minoría alemana de Rusia, o tal vez a algún finés de la Carelia rusa. Menos probable sería que se tratase de un comunista exiliado al que sus amos mandaban de nuevo al Reich, pues los desterrados habían sido perseguidos por la policía estalinista, y los pocos que no estaban bajo tierra o en algún campo del Ártico, eran vigilados de cerca. Es decir, que el Alto hablaría un buen alemán aunque con bastante acento, y se haría pasar o por un emigrante que volvía —peligroso por ser demasiado sospechoso— o por un trabajador extranjero. Ya sabía lo suficiente para acotar la búsqueda.

Por desgracia para Jenner, había que rematar la operación. Joachim lo había quemado como agente con su peligrosa maniobra. Gerard había ordenado el registro público de la estación no tanto porque fuese necesario —tenía otros medios más discretos de revisar las papeleras— sino por darle el gusto a Joachim. De no haber respuesta de la policía germana hubiese podido sospechar. El escándalo que había montado en la Hauptbahnhof casi con seguridad llegaría a oídos de la embajada soviética, que al mismo tiempo que apreciasen la rapidez de la reacción germana se felicitarían pensando en que ellos habían sido más rápidos. Pero eso dejaba expuesto a Jenner. Esa misma noche la policía escenificó el asalto a su apartamento, y los vecinos, por las mirillas, pudieron ver las facciones preocupadas de su hasta entonces afable vecino. La preocupación no era fingida pues Jenner no sabía si la promesa que Gerard le había hecho de perdonarle la vida era cierta. Lo que sí sabía es que no iría a una cárcel normal en la que pudiese hablar con otros presos y delatar los tejemanejes de la Central.

Días después prisión de Landsberg recibió un nuevo inquilino. Tenía prohibida la comunicación con otros internos bajo pena de muerte.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Ene 08, 2018 12:46 am

Quedaba otro cabo suelto que preocupaba a Gerard. Por las manos de Joli estaba pasando todo tipo de paquetería, incluyendo varios carretes de fotos. Se habían atrevido a revelar uno, sustituyéndolo luego por otro oportunamente «quemado». Eran fotos de una ciudad provinciana y en una de las tomas se podía ver el cartel de una «boulangerie». Había marcas de humedad que apuntaban a algún lugar lluvioso: Bélgica o el norte de Francia. Pero el fotógrafo se había entretenido en retratar calles, esquinas, edificios grises, y no había captado monumentos que pudieran dar pistas. A lo sumo, se veía que una calle estaba en cuesta. Seguramente las fotos esclarecedoras estaban en alguno de los carretes que había dejado pasar.

Gerard estaba preocupado pues esas tomas mostraban que había algún tipo de actividad soviética que no estaba consiguiendo rastrear. Iba a tener que arriesgarse: el siguiente carrete que llegó a Joli también se «veló». En realidad fue sustituido por uno que reproducía exactamente las marcas del original, incluyendo las señales de arrastre de la cámara. Señales que, estudiadas, demostraron que había sido una máquina Leica 1937 la empleada por el anónimo autor. De nuevo, un callejón sin salida, porque era la cámara preferida de los fotoperiodistas y de muchos aficionados por tener una óptica excepcional. Su tamaño reducido, que hacía que se pudiese llevar incluso en el bolsillo de un abrigo, era ideal para usos clandestinos, aunque sin olvidar que en medio de una guerra no sobraba la película. Esa era una pista: una o varias personas estaban usando película fotográfica, un material escaso y caro que se encontraba con dificultad. Además los carretes tenían números de serie; hasta ahora la Central no se había preocupado por ellos pero ahora iba a darse una vuelta por Agfa, a ver si tenían registros y podían localizar quién los adquiría y a qué manos habían llegado.

Además este último carrete tenía detalles interesantes. Debía ser otra parte de la ciudad porque las calles eran amplias con edificios monumentales. El fotógrafo se había entretenido en captar una y otra vez una plaza de grandes dimensiones, en cuyo centro había un gran mástil en el que ondeaba una bandera alemana.

Gerard reconoció el lugar y sintió un sudor frío.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar Ene 09, 2018 4:01 pm

Esto está que arde.... la trama sovietica de espias está increible, qué ganas de ver como evoluciona :wink:

Gracias una vez más Domper.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar Ene 09, 2018 5:57 pm

Nicole, muero por volver a veros, por tener a Marcel en mis brazos, por lanzarlo al aire mientras el chiquillo da gritos de alegría y temor a la vez. Pero lo que realmente adoro es volver a tenerte entre mis brazos. Quiero besarte, quiero fundirme en ti.

Quiero estar contigo y cada vez te siento más próxima porque estoy logrando abrir las puertas que nos separan. Pero todavía queda una, la más fuerte, la más impenetrable: la del deber.

Nicole, algo se va a desencadenar. Los rusos, corriendo riesgos inauditos, están enviando más agentes a Alemania y todavía no he conseguido atraparlos. Son hombres ladinos que evitan el contacto con las redes que ya controlo y cuando lo hacen, toman las máximas precauciones. Hasta ahora mi herramienta había sido la paciencia. He estado preparando operaciones minuciosamente planificadas para que los enemigos caigan en mis redes sin que sus jefes lleguen a saberlo. Pero actuando tan deprisa, tan alocadamente, los soviéticos han conseguido burlarme. Quiero creer que es por un cambio de sus tácticas y no porque hayan descubierto mis manejos, pero resulta que el método que han empleado me resulta dificilísimo de impedir. Los agentes contactan entre ellos a toda prisa, arriesgando a los de menos valor para que no pueda seguir al principal. Voy a probar otros sistemas contra ellos, pero ¿recuerdas cuándo te hablaba del suplicio de Sísifo? Pues ahora estoy de nuevo al pie de la montaña, intentando subir una roca en un Berlín infestado de espías enemigos.

No solo en la capital hay espías. Me estaban preocupando los agentes enemigos que se mueven por el Reich y por Europa con total libertad. Fíjate que sigo diciendo «enemigos» pues estoy seguro de que desean la destrucción de nuestra Patria. Gracias a tremendos esfuerzos estoy consiguiendo destramar algunas redes, pero cada vez que descubro una surge otra. Acabo de descubrir indicios de la existencia de una que parece muy peligrosa, pues no está interesada ni en ejércitos ni en industrias, sino en una ciudad del norte de Francia ¿o debiera decir Alemania? Te sonará el nombre porque se celebró con alegría su reconquista. Me refiero a Metz.

¿Qué se les habrá perdido a los rusos en esa ciudad de Alsacia, pensarás? Tú no sabes la razón porque no se ha publicitado, ya que a nuestros cordiales enemigos ingleses nada les agradaría más que mandar sus bombarderos en el momento oportuno. Momento oportuno que se producirá enseguida. Te voy a contar un secreto: dentro de unos días se firmará en esa ciudad el tratado de paz y alianza entre Francia y Alemania.

Te habrás preocupado tanto como yo. Si los soviéticos están interesados en Metz justo cuando se va a celebrar una importantísima reunión, no será para enviar ramos de flores. No sé si se encargarán ellos o sus lacayos británicos, que han mostrado una desmedida afición por el magnicidio. Aunque no quiero que te alarmes en demasía: los asesinos no lo van a tener nada fácil. Tras los crímenes de Jerusalén y de Verdún, nuestros diligentes guardias duermen con la mano en la pistola, y cientos de cazas y de cañones antiaéreos protegerán los cielos de Metz. Sin embargo, las fotos que he capturado no auguran un ataque desde el aire. Un piloto no necesita conocer el trazado de las calles y la disposición de las tribunas. Un terrorista, sí.

Me he apresurado a informar al general Schellenberg, que se ha alarmado tanto como yo al inspeccionar las imágenes. Me ha felicitado por mi esfuerzo y me ha dicho que correrá a reforzar la vigilancia en la amenazada ciudad. Con los guardias alerta, el ladrón no lo tiene fácil, y he podido dormir tranquilo. Ahora volveré a mi interminable labor, a escudriñar los rincones del Reich buscando a esos espías y terroristas que Moscú nos envía.

Con todo mi amor, con toda mi pasión, te quiero, Nicole.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Ene 10, 2018 10:57 am

Gerard plegó la carta y la puso en la bandeja, preparada para la inspección por el general. Ya sabía que las misivas no estaban llegando a esa aldea alpina que ahora la Sección mantenía bajo vigilancia; pero no pensaba cambiar sus hábitos. Prefería que Schellenberg siguiese creyendo que le tenía atrapado.

Gerard —el Director— también sabía más cosas. Una, que aunque el general le había prometido actuar inmediatamente, nada había cambiado en Metz. La ciudad y su guarnición —sus guarniciones, porque había llegado una fuerza francesa— seguían sus hábitos. De todas maneras, se bastarían y se sobrarían para defender a las personalidades del ataque de cualquier escuadrón terrorista si no fuese por un detalle que le había aterrado cuando se enteró: no tenían munición. Aunque oficialmente los asesinos de Hitler, Goering y de Pétain habían sido británicos, el Director sabía que habían perecido a manos de sus guardias: un oficial renegado había hecho estallar las bombas que acabaron con Hitler y Goering, y el francés que había ametrallado a Laval y Pétain formaba parte de la Milicia. Ya Goering, en su día, había ordenado retirar las municiones a su guardia de honor en Jerusalén. Ahora ambas delegaciones habían tomado la misma decisión. Los cargadores estaban vacíos, y la munición la custodiaban unos pocos guardaespaldas de fidelidad a toda prueba. Sabiendo que era inminente un ataque soviético lo sensato sería escoger el menor de los peligros y armar a las tropas. Pero la Central, que tenía escuchas en todas partes, no había oído que se estuviesen distribuyendo las municiones.

Tal vez fuese porque se iban a repartir en el último minuto, pero las órdenes que debían autorizarlo, casi con seguridad, no habían llegado a Metz. Al menos por vía telegráfica: aunque la Sección no tenía medios para romper la cifra de los mensajes militares —modificada recientemente y considerada inviolable— podía analizar el flujo de comunicaciones. Este había aumentado, algo lógico cuando se preparaba una reunión de tal importancia, pero la guarnición no había recibido ninguno etiquetado como prioritarios. También era posible que en lugar de emplear el telégrafo hubiese sido algún mensajero quien las llevase. Tal vez. Pero Gerard cada día dudaba más de las intenciones de Schellenberg.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Vie Ene 12, 2018 1:09 am

Otra causa del resquemor del Director eran los resultados de la vigilancia del piso secreto del general. La Sección había informado a Gerard que Schellenberg lo había empleado muy pocas veces: tan solo para realizar algunas llamadas telefónicas y para un par de citas. Además el análisis de los documentos de la caja de seguridad había mostrado que el general era más cauto de lo que parecía: solo contenían listas de números y cantidades difíciles de interpretar. Las conversaciones telefónicas habían sido muy cortas y tan solo se referían a montos de dinero que ni siquiera eran importantes. Más relevante había sido el destinatario de las llamadas: Wilhelm Keppler, un antiguo consejero de Goering que había sido apartado tras los Juicios de Berlín. Keppler, a pesar de sus relaciones con Müller, el antiguo jefe de la Gestapo, se había librado de ser condenado por sus buenas relaciones con el capital.

Iba a ser necesario controlar a Keppler, pero previamente el Director decidió comenzar con una investigación más detenida del piso o, mejor dicho, de sus guardianes. El escondite de Schellenberg estaba demasiado bien vigilado y olía a profesionalidad: la señora que venía a la limpieza y que tan cuidadosamente dejaba un pelo en la puerta y depositaba un hilo no era un ama de llaves cualquiera. Los vigilantes del piso de enfrente podrían ser matones de los que abundaban en los cuarteles berlineses, pero Gerard conocía demasiado bien a su jefe como para pensar que iba a depositar su seguridad en matasietes. La primera investigación de la Sección no había encontrado indicios de la existencia de una organización paralela a la central, pero Gerard empezó a creer que si no había hallado nada no era porque no existiese sino porque estaba muy bien escondida. Algo mastodóntico como la Central era imposible de ocultar, pero él mismo había creado la Sección sin que quedase la más mínima referencia en los documentos.

De hecho, ahora le parecía que el asalto al piso de Schellenberg, aunque hubiese salido bien, había sido una maniobra demasiado arriesgada. Iba a tener que meditar cuidadosamente antes de dar otros pasos. Y como antes de actuar es mejor pensar, Gerard se encerró en su despacho con una cuartilla para poner en orden sus ideas.

La primera cuestión era, obviamente, la más grave ¿Para qué querría el general otra agencia? ¿Por qué no le bastaba con la central? Que necesitase una organización secreta no era motivo suficiente, pues la Central lo era. Luego el general deseaba tener otra herramienta para confiarle misiones que no se atrevía a encomendar a la Central. Gerard sabía el motivo: su lealtad, y por tanto la de la Central, no era para Schellenberg sino para la Patria, y por eso estaba investigando al general. La misma existencia de la Sección demostraba que la Central no era completamente de fiar, al menos desde el punto de vista de Schellenberg.

Inmediatamente se le planteó a Gerard —al Director— una segunda cuestión ¿Qué misión sería esa que Schellenberg no se atrevía a confiar a la Central? Si fuese algo bueno para la Patria, Gerard hubiese sido el primero en arrimar el hombro, incluso sacrificándose de ser preciso. Ni siquiera se atrevía a pensar en lo que haría si tenía que elegir entre el deber y Nicole. Pero él mismo entendía que no era un perro fiel del general, sino un sirviente de Alemania, con una inteligencia que era libre aunque estuviese subordinado a su jefe. Schellenberg le conocía, y si no se fiaba era porque sus intenciones no eran beneficiar a la Patria sino a él mismo. Gerard conocía a su jefe y no tenía que pensar mucho para saber qué era lo que pretendía. Conociendo el motivo podía valorar los medios que podría estar empleando. Gerard había concluido que el general no se fiaba de la Central, pero le estaba dando mucha libertad; implicaba que había otros medios de control, es decir, que la Central estaba infiltrada por hombres de esa desconocida agencia. En lo sucesivo iba a tener que emplear solo la Sección, aumentando su tamaño y tomando todas las precauciones posibles para aislarla.

Pensando en lo enrevesado de la trama Gerard empezó a pensar que tal vez todo fuesen imaginaciones suyas. Pero recordó la apuesta de Blaise Pascal sobre la existencia de Dios. Si no existía, un creyente solo perdía tiempo, pero si existía, el ateo penaría con la condenación eterna. Se daba el mismo caso: si la agencia secreta no existía, los recursos invertidos en ampliar la Sección serían un desperdicio, algo que poco importaba porque ella misma estaba creando el dinero necesario. Pero si existía y no le hacía caso, tal vez la suerte de Alemania —de la Alemania de Gerard, no de la de Schellenberg— pendería de un hilo.

Tomada la decisión, sería necesario saber dónde estaba esa organización secreta, dónde se asentaba, y quiénes figuraban en ella. Tenía un extremo de hilo del que tirar: el equipo que vigilaba el piso de Schellenberg. Aunque seguirlo sería demasiado arriesgado. El general conocía los métodos que había empleado Gerard para atrapar a los espías rusos, y antes o después detectarían la vigilancia por muy cuidadosa que fuese la Sección. Pero había otras maneras. El flujo de dinero, por ahora, no había dado ninguna pista. Sin embargo tanto la limpiadora como los vigilantes tenían nombres, que seguramente figurarían en algún archivo, y caras; tan solo era preciso conectarlas.

Pensaba emplear las fotografías tomadas por la agente que tenía en la tienda, pero no hizo falta, pues fue la misma limpiadora la que se delató. Demostrando falta de profesionalidad, aprovechó una de sus visitas al piso para, a la salida, pasarse por la tienda y adquirir unas pocas patatas. Mostró una cartilla pero el nombre no importaba, porque la agente de la Sección la reconoció: se trataba de Ilse Koch, la esposa de un prominente nazi condenado en los Juicios de Berlín y que ahora estaba encarcelado en Dachau. Semejante pista permitió descubrir a los vigilantes del piso: bastó con revisar los archivos buscando nazis de medio pelo que hubiesen sido cesados. No jefes ni directores sino personajillos de baja estofa que no habían atraído la atención de los jueces pero en los que el nuevo régimen no confiaba. La suposición fue acertada y pronto pudo identificar a dos. Sin embargo, lo importante no fue conocer sus nombres, sino donde trabajaban: eran carteros.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Dom Ene 14, 2018 12:18 pm

Gerard, el Director, como lo llamaban sus subordinados, sonrió y saludó levemente la inteligencia de Schellenberg. La oficina de correos alemana, el Reichspost, resultaba ideal para cubrir a una agencia de espionaje. Porque ¿hay algo menos sospechoso que un cartero o un furgón de correos? Los agentes, para comunicarse con Schellenberg, no precisaban de citas clandestinas; podían mandarse cartas. Además Correos tenía acceso a las direcciones de los ciudadanos del Reich. Problema añadido era que la Sección no podría introducir agentes con facilidad. Al ser una organización estatal su acceso estaba regulado, y aunque en tiempos de guerra las normas no serían tan estrictas, sería demasiado sospechoso plantar un agente de un día para otro. Aparte que cualquier nuevo candidato —incluso las candidatas— sería revisado a fondo y seguido de cerca. Es decir, que intentar introducir a alguien sería la mejor manera de avisar a la otra agencia de que estaba siendo vigilada. Pero había varias maneras de pescar un pez. Para controlar a cualquier organismo del Reich no se necesitaba introducir a nadie, pues ya tenían soplones en plantilla. Solo era necesario descubrirlos y reclutarlos.

El Director encomendó a la Sección que revisase las cuentas del Reichspost buscando una especie que no faltaba nunca en los procelosos ambientes creados por la maquinaria nazi: el aprovechado. Del flujo de dinero que pasaba por oficinas y ministerios se separaban arroyuelos de billetes que, por coincidencia, siempre terminaban en ciertos bolsillos. Esos ladrones, con su olfato por el vil metal, eran los mejores investigadores que nadie pudiera desear. Aparte que su corrupción los hacía vulnerables. Encontrarlos fue trivial para la Sección. Sin embargo, cuando se procedió a estudiar sus expedientes se encontró con una curiosa coincidencia: varios habían fallecido en los últimos meses. Caídas a las vías, atropellos, resbalones en escaleras, hacían que trabajar en Correos fuese una ocupación más peligrosa que bombardear Londres. Había gato encerrado, o mejor dicho, una agencia que intentaba cubrir sus huellas. En lo sucesivo, tanto Gerard como la Sección pasaron a llamarla «los carteros».

Como la epidemia accidental aun había dejado algún corrupto vivo, Herta recomendó comenzar con un jefe de la sección de correo extranjero. Se llamaba Heinz Schäfer y era un hombre con una singular capacidad económica. Con sus magros emolumentos conseguía alimentar y vestir a una familia alemana ideal, con esposa y cinco retoños, pero también mantenía otra oficiosa que añadía un par de criaturas más. Incluso debía sobrarle algo, porque constaban un par de visitas médicas que sugerían que Schäfer aun se paseos nocturnos en busca de trabajadoras del viejo oficio. Además era poco probable que parte de la conspiración, pues no tenía antecedentes nazis salvo la adhesión al Partido, rasgo obligado para cualquier aprovechado. Aunque fuese uno de los carteros de Schellenberg, podría presumir de ser el espía más tonto del mundo con esas actividades nocturnas que le ponían en solfa. Unas pocas noches después Schäfer, yendo a la caza de cualquieras, se encontró con un chulo que en lugar de exigirle el pago le encañonó con un pistolón capaz de matar a un elefante. A esas alturas la plantilla del Reichspost ya estaba un tanto mosqueada por tanta muerte inesperada y Schäfer no se atrevió ni a rechistar. Entró en el coche que estaba aparcado en un callejón y dócilmente se dejó llevar a un almacén. Ni siquiera protestó cuando le ataron a una silla y le pusieron una capucha. Solo empezó a gritar al recibir el primer puñetazo.

Un par de energúmenos —que también pertenecían a la Sección, pues el contraespionaje no era un oficio de guante blanco— le repasaron la tripa y las extremidades para predisponerle a mantener una conversación relajada. La cara no se la tocaron, pues la dejaban para luego. En un momento en el que alivió el temporal de mamporros Schäfer escuchó que la puerta se abría y alguien ordenaba a los matones que se parasen.

—¿Es usted Heinz Schäfer?

—Ayúdeme, por favor, me han secuestrado.

Gerard hizo un gesto y un par de golpes más cayeron sobre el desgraciado.

—Ha cometido un error, Herr Schäfer.

—Le daré lo que quiera, tengo dinero… —el Director movió la cabeza y otro puñetazo interrumpió la súplica.

—Sigue por mal camino, Herr Schäfer. No necesito dinero.

—¿Qué quiere? —otro golpe, aunque menos fuerte, le hizo callar.

—Tiene que aprender la primera lección, Herr Schäfer. Aquí soy yo el que pregunto y usted el que responde ¿lo entiende?

—Sí, señor, pero es que…

Un puñetazo más le hizo vomitar.

—Recuerde, nada de preguntas. Solo respuestas. Pero le aclararé algunas de sus dudas. Mire, formo parte de la oficina económica del Reich, y ha llegado a mis oídos que algunos funcionarios viven por encima de sus posibilidades ¿sabe usted algo?

—Lo siento, señor, pero creo que se equivoca —lloriqueó. Gerard ordenó que le volviesen a pegar.

—Lo siento, Herr Schäfer. Había olvidado decirle que usted y yo estamos practicando un juego que se llama verdad o mentira. Yo pregunto y usted responde. Lo malo es que yo ya conozco las respuestas, y si miente, usted paga. Le voy a citar algunos nombres y me dice si le suenan: Giselda, Roderick, Leopold…

—¡Son mis hijos!

—Acierta, Herr Schäfer. Probemos otros: Ilse, Imre.

—¡También son hijas mías!

—¿También? Resulta extraño ¿no le parece? Dos familias alemanas con un solo padre. Tal vez esos niños se sintiesen mejor en otros hogares. Hogares sanos para que no crezcan entre ladrones y adúlteros ¿Quiere volver a verlos? Dependerá si en lo sucesivo va a ser un fiel servidor de Alemania.

A esas alturas Schäfer solo pensaba en sobrevivir y cantó como un canario. Dijo que desde siempre había sisado pequeñas cantidades, o hacía favores por dinero. Un día uno de sus subordinados, que según dijo trabajaba para Kaltenbrunner, le propuso que estuviese al tanto de algunos envíos que llegarían desde Suiza. Debía entregárselos sin que llegasen a manos del censor. El asunto olía mal, y el hedor siempre significaba dinero. Schäfer inspeccionó uno de los sobres: no encontró mensajes secretos, sino fajos de marcos. Lo mismo que ya habían descubierto otros compañeros pero ellos, menos cautos, habían cometido el error letal de distraerlos. Schäfer no cometió ese fallo, aunque se atrevió a pedir que el soborno fuese mayor. Desde entonces no había vuelto a abrir ninguna carta, pero había anotado el origen y los destinatarios en una agenda que mantenía a buen recaudo: con el ambiente letal que se respiraba en Correos, Schäfer pensó que le serviría como seguro de vida. Era justo lo que buscaba Gerard. Le soltó una diatriba sobre la honestidad y le amenazó con enviarlo a un campo. Solo había una manera de que eludiese ese destino: tenía que convertirse en su hombre. Su labor sería muy sencilla: simplemente, seguiría controlando cuántos paquetes llegaban y de quién, pero ahora sería la Sección la que guardaría la agenda. Schäfer también tenía que informar si algún compañero hacía cosas raras, sobre todo si se trataba de esos recién llegados que procedían del Partido.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar Ene 16, 2018 12:25 pm

El pisito también estaba proporcionando información. Asaltarlo había sido arriesgado, pero su vigilancia estaba proporcionando dividendos. En primer lugar, conocer los contactos de Schellenberg con Keppler. Tras comprobar que ningún cartero le «protegía», la Sección controló sus idas y venidas. Era un negociante tan pagado de sí mismo que no creía estar bajo sospecha, y ni él ni sus interlocutores tomaban precauciones. Eran nada menos que el ínclito Alfred Krupp, que ya había estado implicado en la conspiración Halder, Günther Quandt de la BMW, Carl Krauch de IG Farben, y unos cuantos plutócratas más. Sería normal que Keppler, otro ricacho, tuviese relaciones con los de su calaña. Pero Gerard tenía otros indicios sospechosos: las grabaciones del micrófono. Schellenberg se había reunido en el apartamento con otros dos personajes, y en ambos casos el esquema de las conversaciones había sido el mismo: habían proferido una sarta de quejas sobre como las medidas de Speer y de su gabinete estaban destruyendo la primacía de Alemania y de su industria, mientras el general escuchaba y apenas hacía comentarios. Lo interesante fueron los interlocutores, fotografiados desde la tienda: uno era el que parecía el perejil de todas las salsas, es decir, Alfred Krupp. El otro costó más reconocerlo porque llegó de paisano. Se trataba de un antiguo protegido del general Beck y que había formado parte del Estado Mayor de Hitler y de Goering: el general Jodl.

Hasta ahí lo que el Director había encontrado era simplemente preocupante. A fin de cuentas sería extraño que Schellenberg, el alma condenada del régimen, no tuviese contacto con sus enemigos internos. Pero los paquetes de Suiza permitieron encontrar la conexión. Al principio no se consiguió encontrar el origen del dinero pues llegaba desde Suiza a través de varias sociedades ficticias; pero las anotaciones del cuaderno de la caja fuerte del pisito coincidían con las cantidades que pasaban por Correos. En el país helvético no se imprimían marcos, y tenían que llegar desde Alemania. Controlar el flujo de salida no fue tan problemático. El origen de los fondos, al final, fue otro industrial, de poca monta aunque nazi ferviente: Rudolf Dassler.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Ene 17, 2018 2:26 pm

Mierzejewski, Alfred C. Economía de Guerra durante la Restauración. Data Becker GmbH. Berlín, 1996.

Luces y sombras de la reordenación industrial: el caso del Fiat G.56

Un desarrollo surgido durante la guerra, el avión de caza Fiat G.56, ha sido tomado como modelo de los conflictos que supuso la política de cooperación industrial del canciller Speer.

En las dos décadas anteriores a la Guerra de Supremacía Italia había sido puntera en el desarrollo aeronáutico. El régimen fascista había utilizado la aviación como herramienta de propaganda, y se había incentivado a los constructores aeronáuticos para que produjesen aviones que superasen a los de las otras potencias. En el periodo de entreguerras aparatos italianos, unas veces experimentales, otras de serie, acapararon todo tipo de récords y se lucieron en viajes transcontinentales. En 1927 incluso se logó el prestigioso trofeo Schneider de 1927 de velocidad para hidroaviones. Estos logros tuvieron su contrapartida económica, y las factorías italianas proveyeron de aviones de combate y de pasajeros a medio mundo. Militarmente, durante la Guerra Civil Española la Aviazione Legionaria fue fundamental en la victoria de los nacionales, destacándose el caza Fiat CR.32 y el bombardero Savoia-Marchetti S.M.79.

Sin embargo ya durante ese conflicto pudieron apreciarse algunas deficiencias. Aunque el Fiat CR.32 se distinguió, no fue por las cualidades del aparato sino por la preparación de los pilotos y gracias a la superioridad numérica, ya que técnicamente el CR.32 no era mejor que el biplano soviético Polikarpov I-15, y era superado por el monoplano Polikarpov I-16. Para lograr la superioridad aérea tuvieron que ser los Messerschmitt alemanes los que batiesen a los I-16. Otros modelos italianos como los cazabombarderos Caproni AP.1 o Breda Ba.64 resultaron tan malos que no hubiesen debido llegar a la producción en serie, demostrando que habían sido elegidos no por sus bondades sino por motivos más turbios. Incluso los modelos más prometedores, como el nuevo caza monoplano Fiat G.50 o el bombardero Fiat BR.20, no superaban a sus equivalentes de origen soviético y eran peores que los Messerschmitt Bf 109 o Heinkel He 111. Como consecuencia el papel de la aviación italiana en la guerra civil se redujo a «hacer número» mientras que fueron los modernos aviones alemanes los que se encargaban de las misiones más comprometidas.

En los últimos años del decenio las principales potencias, viendo que la guerra era inminente, hicieron un gran esfuerzo para renovar sus fuerzas aéreas y equiparlas con modelos mejorados. Sin embargo Italia siguió con los tipos probados en España o con escasas mejoras, que al desencadenarse el conflicto se mostraron inferiores a los de británicos y franceses. Ni siquiera los fracasos de los AP.1 o Ba.64 sirvieron como aviso, y señal de que proseguían de los tejemanejes entre burócratas e industriales fue el bombardero ligero Breda Ba.66, un aparato que ni siquiera era capaz de mantener la cota de vuelo cuando llevaba armamento. Igualmente grave resultó que la industria aeronáutica no era capaz de incrementar su producción para cubrir las necesidades de la guerra moderna. Se han sugerido varias causas de esta situación:

– La carencia de motores de potencia suficiente. En 1940 la mayor parte de los aviones italianos eran propulsados por motores radiales de algo menos de 900 HP que carecían de un sistema de sobrealimentación eficiente, lo que limitaba sus prestaciones en altura. En esa época los aliados y los alemanes producían varios tipos de motores en línea o radiales que superaban los 1.000 HP y que contaban con sistemas de sobrealimentación de alto rendimiento que permitían operar a cotas superiores a los 7.000 m. Aunque en Italia se habían diseñado motores similares, su puesta en servicio se retrasó varios años (como el Piaggio P.XII) o no llegaron a ser producidos en serie (el Fiat A.75). Este fallo es llamativo porque Italia producía motores para coches deportivos, y hasta 1935 los motores de aviación italianos eran iguales o mejores que los ingleses.

– Los graves retrasos en la entrada en servicio de los aviones. Caso paradigmático fue el del CANT Z.1018 Leone. Hubiese debido sustituir a los trimotores de bombardeo que en España ya habían mostrado su obsolescencia, pero hasta 1938 no fue encargado. Los continuos cambios en las especificaciones retrasaron el desarrollo, produciéndose además demoras injustificables: por ejemplo, se tardó año y medio en decidir si la deriva debía ser única o doble. Cuando el aparato entró en servicio no era mejor que los bombarderos ligeros que otras potencias tenían en servicio desde varios años antes, por lo que solo se fabricó una corta serie.

– La gran cantidad de tipos en desarrollo y en producción. Parte de los problemas del Leone se debieron a que al mismo tiempo CANT estaba desarrollando hidroaviones, bombarderos y aviones de transporte a pesar de ser proyectos de dudosa viabilidad. Algo similar ocurría con los motores, pues Italia tenía más tipos de motor en desarrollo que Alemania o Inglaterra. En lugar de centrarse en un único motor, se producían varios de características y rendimiento similares (como los radiales Fiat, Alfa Romeo y Piaggio), pero en series cortas y con defectos que por sobrecarga de los diseñadores no llegaban a ser subsanados. Algo similar ocurría con las células: cuando comenzó la guerra se estaban fabricando cinco modelos diferentes de cazas monomotores que, además, estaban anticuados. Fue habitual que cuando se hacía un concurso ministerial, en lugar de declarar un vencedor, se seleccionasen para su producción casi todos los tipos presentados.

– La producción de modelos claramente deficientes. El caso del Ba.66 fue el más sonoro pero no el único: el avión presentaba defectos de tal gravedad que hubiesen debido detectarse en la fase de prototipo o en la preserie, llevando a su corrección o a la anulación del modelo. Sin embargo, fue producido en serie y entregado a las unidades operativas, para tener que ser retirado tras su primera misión de combate. Otro ejemplo fue el hidroavión CANT Z.501, que tenía un fallo estructural que hacía que en caso de amerizajes en mar abierto cediesen los montantes, cayendo el motor sobre la cabina y amputando la hélice las piernas del piloto. En otros países se produjeron casos similares pero no fueron tan graves y tan frecuentes como en Italia, que demasiadas veces entregó a sus aviadores aeronaves con defectos tan graves que no solo los hacía más peligrosos para sus dotaciones que para el enemigo.

– El empleo de técnicas constructivas anticuadas. Cuando Italia se incorporó a la guerra sus bombarderos eran de construcción mixta, con estructura de acero aluminio o madera, y recubrimiento de contrachapado o textil. Como consecuencia toleraban mal los daños en combate o la exposición a climas extremos, resultando curioso que a pesar de la experiencia en el desierto los motores careciesen de filtros de polvo adecuados. El empleo de estos materiales se ha justificado por la escasez de aluminio, pero Alemania, en situación similar, fabricaba sus modelos de combate íntegramente en metal. Aparte que esos aviones se habían diseñado en los años treinta, cuando los mercados estaban abiertos y la guerra no era inminente.

– La ineficiencia de los procesos fabriles. Los diseños italianos empleaban gran número de piezas con formas complejas o que tenían que ser torneadas manualmente, precisando muchas horas de trabajo de técnicos especializados e impidiendo acelerar la construcción. Sus aviones, aun siendo de fórmula constructiva anticuada, requerían más materiales y muchas más horas de trabajo. Por ejemplo, la célula del caza Fiat G.56 requería quince mil horas de trabajo, mientras que la del Bf 109 solo precisaba nueve mil.

Con todo, una revisión más cercana de los procesos empresariales y productivos italianos apuntaba a una causa subyacente: el sistema económico fascista. Aunque los partidos de la izquierda tradicional y especialmente la Internacional comunista acusaban al partido fascista de ser un movimiento de extrema derecha, ideológicamente el Partido Fascista se consideraba socialista y contrapuesto al liberalismo. Según su concepción el Estado debía monitorizar la economía para beneficiar a los ciudadanos, redistribuyendo la riqueza e impidiendo los abusos. Pero la consecuencia fue que las industrias no competían en el mercado libre sino que obtenían sus pedidos gracias a concursos ministeriales. La economía dirigida nunca llegó a funcionar bien, ni siquiera en Alemania, pues permite los intereses personales acababan primando sobre la eficiencia. Teóricamente como los organismos centrales establecían los precios, debieran haber sido justos, pero en la práctica se abonaban cantidades muy superiores por todo tipo de conceptos. Más importante, tanto el precio como los sobrecostes de los que dependían los beneficios empresariales se establecían por decisiones ministeriales. Si a un industrial le parecía que sus beneficios eran limitados, le resultaba más fácil lograr que una rectificación de los precios que mejorar sus procesos productivos. Lógicamente, un sistema así no estimulaba la mejora. Hasta las pocas veces que se tomaban decisiones imparciales los resultados podían ser contraproducentes: los burócratas eran escogidos por su adhesión al régimen y no por sus conocimientos técnicos, y era el valor monetario el único que entendían. En esos casos se primaba lo más barato aunque requiriese mucho mantenimiento y su vida útil fuese limitada.

Este sistema que ya era ineficiente en Inglaterra o en Alemania resultó funesto en la Europa mediterránea y sobre todo en Italia, donde eran más importantes las relaciones con las familias ampliadas o con los amigos que la fidelidad a un estado impersonal o lejano. La economía dirigida acabó siendo caldo para la corrupción y para los enfrentamientos entre camarillas. Las industrias no tenían estímulo para mejorar sus procesos o para que sus productos fuesen de mejor calidad, ya que los pedidos se lograban mediante sobornos o por acuerdos entre grupos de presión. Las camarillas, para no crearse enemistades irreconciliables (mucho peores en Italia que en Alemania), intentaban llegar a acuerdos beneficiosos para todas: un ejemplo fue el de los cazas monoplanos, cuando se aceptaron prácticamente todos los modelos presentados. Si una empresa no tenía apoyos difícilmente conseguía pedidos: en el caso anterior el Reggiane Re.2000, aun siendo el mejor de los cazas que concursaban, fue el fabricado en menor cantidad. Como resultado se tomaron decisiones estratégicas como mínimo dudosas. Por ejemplo, en 1940 se fabricaban ocho modelos diferentes de bombarderos, más que en Alemania e Inglaterra juntas.

Un problema concreto, también consecuencia de la ideología fascista, fue el de la autarquía. Uno de los principios del fascismo era que la economía italiana, incluyendo a su industria, debía ser autosuficiente, por lo que se empleaban siempre que era posible materiales o componentes de origen nacional aunque fuesen peores o más caros que los de otros orígenes. Probablemente fue una de las causas de mantener la construcción en acero, madera y tela. Los productores internos gozaban en la práctica de un monopolio y al no tener que competir podían entregar partidas de pobre calidad, a sabiendas de tener asegurados los pedidos. Problemas similares, en mayor o menor medida, se produjeron en casi todas las potencias europeas de la época, pero fue en Italia donde alcanzaron su culmen, primándose el origen nacional sobre la eficiencia.

Estos problemas no afectaban a todo el mundo y resulta ilustrativa la comparación con la industria aeronáutica norteamericana, que se había desarrollado en un ambiente completamente diferente. Tras la Gran Guerra Estados Unidos había vuelto a su política aislacionista y había desmovilizado sus fuerzas armadas, que con la excepción de la flota ni siquiera superaban a las de países de segundo orden como Rumania. Con la Gran Depresión los pedidos militares se redujeron al mínimo. Tampoco existían compañías aéreas «de bandera» como Lufthansa, Ala Littoria o BOAC, sino empresas privadas que debían competir en el mercado civil, reducido y muy exigente especialmente durante la Depresión. Se escogían modelos que fuesen rentables, precisando que fuesen económicos de adquirir y de mantener. Además el público era muy selectivo al escoger los aviones en los que volaban, lo que como consecuencia llevó al abandono de los modelos inseguros: así ocurrió que el accidente mortal de un Fokker F-10 debido al deterioro del adhesivo que unía las piezas del ala, fabricada en madera, hizo que las compañías se vieron obligadas a sustituir sus aviones completamente metálicos. Los fabricantes se vieron obligados a desarrollar nuevos modelos de aviones de transporte, que eran polimotores (los monomotores se abandonaron tras algunos incidentes) completamente metálicos y de diseño avanzado. Tales aviones eran algo más caros que sus equivalentes europeos, pero no solo eran más seguros y duraderos sino que su mantenimiento era sencillo y económico. Además los aparatos norteamericanos solo eran caros si no se tenía en cuenta la calidad. Si se comparaban aparatos de características similares, los caros eran los europeos, pues se producían en pequeñas series por compañías que al no tener competencia no se habían visto obligadas a adoptar procesos de fabricación eficientes. De no haberse iniciado el conflicto bélico, parece probable que los constructores norteamericanos hubiesen acabado desplazando a los demás del mercado civil.

Una excepción en el panorama europeo fue la holandesa Fokker, uno de los principales fabricantes de aviones de línea de los años veinte y treinta. Siendo el mercado holandés muy reducido, tanto el civil como el militar, tuvo que basar su negocio en la exportación, compitiendo con los norteamericanos. En 1935 su modelo más avanzado, el F.XXII, resultó inferior al Douglas DC-2. Entonces la factoría prefirió renunciar a sus propios diseños y adquirir la licencia del Douglas. Aunque Fokker no llegó a construir ningún DC-2 (solo ensambló aviones fabricados en Estados Unidos), posteriormente construyó el Fokker F.25, equivalente al DC-3 norteamericano, gracias a la asistencia de la compañía japonesa Nakajima, que los fabricaba bajo licencia.

Un factor que agravó todavía más la ineficiencia italiana fue la política económica germana de finales de los treinta y de los dos primeros años de la guerra: para financiarse, Alemania emitía moneda (Reichsmark) que no estaba respalda por valores sólidos, pero cuyo cambio mantenía ficticiamente elevado mediante presiones políticas y la amenaza militar. Como consecuencia los precios se elevaron en toda Europa y las naciones que seguían una política monetaria más conservadora (incluyendo a los aliados de Alemania) sufrían una grave carestía ya que los compradores alemanes, con sus carteras rebosantes de sobrevalorados marcos, conseguían la prioridad para adquirir materias primas, petróleo o alimentos. Se llegó a tal extremo que Rumania tuvo que racionar el petróleo y el cereal aun siendo uno de los principales productores del mundo, ya que la mayor parte era adquirida por Alemania. La carestía de las materias primas fue otro factor que hizo que Italia siguiese con su sistema autártico aun a sabiendas de su ineficiencia: simplemente, no se podía adquirir suficiente aluminio o metales estratégicos.

Tras la muerte del canciller Hitler su sucesor Goering pretendió ampliar la cooperación, pero sin modificar las medidas monetarias que beneficiaban al Reich. Solo cuando Albert Speer se hizo cargo de la economía germana se produjo un cambio sustancial de las relaciones económicas entre los miembros de la Unión Paneuropea (luego Unión Europea). El gabinete alemán era consciente de la debilidad de los ejércitos de sus aliados. Se debía en parte a una estructura productiva anticuada, ya descrita, pero también a que se producían armas obsoletas que además no eran más baratas que las más modernas de Alemania. Las medidas de reorganización emprendidas por Speer hicieron que la producción militar germana se duplicase en menos de un año, pero apenas bastaba para las necesidades de las fuerzas armadas alemanas en expansión. Aunque algunos de los miembros de la Unión Europea, como Rumania o España, no tenían una base industrial capaz de proveer sus propias necesidades, los dos principales aliados, Francia e Italia, eran naciones industriales que debían ser capaces de autoabastecerse e incluso de equipar a otros miembros menores. Pero ambas potencias, además de estar ancladas a un sistema económico ineficiente, fabricaban equipos anticuados. Se consideró ceder la licencia de determinados sistemas como se hizo con el caza Focke Wulf Fw 190, que fue fabricado en varias naciones del Pacto, pero para Francia e Italia sería más rápido escoger diseños autóctonos que pudiesen ser mejorados. Comisiones alemanas viajaron a los países aliados para estudiar los proyectos existentes y recomendar mejoras.

Fiat, enfrentada al fracaso de su motor lineal A.75, había adquirido la licencia del motor Daimler Benz DB 601, con el que pensaba remotorizar los cazas ya en producción o en desarrollo avanzado: los Fiat CR.42 y G.50, Macchi MC-200, Reggiane 2000 y Caproni Vizzola F.6. Como ya se había recibido una partida del más potente DB 605 (desarrollo del DB 601), varios de los aparatos fueron reconstruidos para emplear el más potente motor. Los miembros de la comisión alemana probaron los prototipos de los Fiat G.55, Macchi MC.205 y Reggiane 2005, comparándolos con el Messerschmitt Bf 109 F-7, el modelo alemán más moderno, y quedaron sorprendidos: no solo eran equivalentes al caza alemán a baja cota, sino que eran más ágiles, más nobles y fáciles de pilotar, y sin defectos a bajas velocidades o en la toma de tierra, que era un serio problema del Bf 109. El mejor con diferencia fue el G.55, que llevando un motor un 10% menos potente que el Bf 109 lo superaba ampliamente tanto a baja como a alta cota. Tan entusiasta fue la descripción del coronel Petersen, jefe de la comisión, que el general Von Richthofen comprendió que el caza italiano podría convertirse en un avión de transición que permitiese mantener la superioridad aérea hasta que entrasen en servicio los reactores.

Con todo, la planta motriz elegida, el DB 605, no era del agrado de la Luftwaffe, que la consideraba un motor «enfermo», con problemas de difícil solución. En su lugar prefería el DB 603, que era un DB 601 a mayor escala que prometía mantener la fiabilidad de su predecesor pero con el doble de potencia. El DB 603 no podía montarse en la reducida célula del Bf 109 (una de las causas de que finalizase su producción) pero sí en el caza de Fiat. El prototipo Fiat G.56 superó las expectativas, resultando el mejor caza de alta cota del Pacto de Aquisgrán y siendo capaz de llegar a los 12.000 de altura, la cota a la que se pensaba que operaría el superbombardero norteamericano B-29. Rápidamente se firmó un acuerdo para fabricar el motor DB 603 en Italia como Fiat RC.63I. Pero la ineficaz organización italiana amenazaba con mantener la producción del Fiat G.56 en niveles exiguos.

Las exigencias de la guerra ya habían obligado a la adopción por la industria alemana de sistemas más eficientes, y bajo la presión de Speer y con la anuencia del conde Ciano (sucesor del Duce Mussolini) técnicos germanos se trasladaron a Italia para apoyar la reconversión industrial. Concretamente, se estudió el diseño del caza para abaratar su construcción: unos pocos cambios hicieron que las quince mil horas de trabajo necesarias se redujesen a once mil, empleando más eficientemente los materiales, con menor desperdicio de aleaciones de aluminio. Se inició la producción no solo en la factoría de Fiat sino también en las de Macchi, Reggiane y Caproni, que se vieron obligadas a renunciar a sus propios proyectos. Asimismo se recibió la licencia de producción de diferentes equipos necesarios para el caza, como cañones automáticos, radios, giróscopos, etcétera. Medidas similares se tomaron en otras industrias italianas, y se cancelaron multitud de programas en favor de otros muy necesarios como los transportes S.M. 82 y Piaggio P.108T.

Sin embargo, la transferencia tecnológica causó una crisis en Alemania al ver los industriales amenazados sus negocios. Hasta la aplicación de las políticas de Speer habían vivido un ambiente similar al italiano, con contratos estatales a precio fijado que les dejaban amplio margen de beneficios, y disfrutando de las ventajas de un Reichsmark fuerte que les permitía comprar materias primas a precios irrisorios. Pero Speer había cambiado la política de precios para estimular la producción, estableciendo incentivos y sancionando a los fabricantes menos eficientes. La finalización de las medidas monetarias, además, había encarecido las materias primas y abaratado los productos germanos, disminuido aun más los beneficios. Cuando Speer les obligó a ceder licencias de producción los empresarios germanos temieron que desapareciese su ventaja tecnológica y que tuviesen que competir en igualdad de condiciones con otros fabricantes de la Unión Europea. Hay que señalar que en el sistema de economía dirigida que había seguido Alemania hasta entonces los desarrollos tecnológicos raramente habían sido emprendidos por las empresas con sus propios recursos, sino que habían sido financiados por el Estado, a pesar de lo cual los industriales los consideraban de su propiedad. Ni siquiera tuvieron en cuenta que la cesión tecnológica les estaba beneficiando, pues no solo recibían sustanciosas compensaciones sino también la participación en las industrias aliadas. Pero los empresarios germanos lo que temían era un despertar de la atrasada economía de los países aliados que en un futuro podría llegar a rivalizar con ellos. Como consecuencia…

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Mié Ene 17, 2018 2:30 pm

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Re: Crisis. El Visitante, parte III

Jue Ene 18, 2018 11:02 am

Fricis Smite, antes Savely Serguéyevich Tretyakov, estableció su ru-tina como trabajador inmigrante. Se acercó a la factoría de BMW de Pankow y mostró unos papeles según los cuales se le había ofrecido trabajo como tornero. En la fábrica necesitaban mano de obra tan desesperadamente que apenas miraron los documentos; poco hubiese importado pues eran tan buenos como los originales. El mejor certificado que podía aportar era su técnica, y para comprobarla le pidieron a Savely que reprodujese una pieza en el torno; el agente lo hizo a la perfección, pues no en vano había trabajado en la fábrica número 183 de Járkov antes de unirse a las fuerzas especiales. Satisfechos, lo presentaron al encargado del taller que le asignó una máquina.

—¿Fricis Smite? ¿Me enseñas tu permiso?

—No tenero, herr encargado. Deber que salir Letonia. Rusos matar.

—Pero es que sin papeles no te puedo contratar.

—¿Conseguir papeles? ¿Usted podrás hacer?

—Tal vez, pero hasta entonces solo te podré pagar la mitad.

—Parecer bien, herr.

El encargado le dio un puñado de marcos y algunos cupones para poder subsistir. Los dos sabían que el resto del salario se lo quedaría. Savely supo imitarla expresión de un pobre refugiado humillado y resignado, aunque en su interior sonreía: ese rufián no lo daría de alta y la policía no llegaría a saber de su existencia. Con la cartilla y los marcos en el bolsillo buscó un figón donde ingerir un comistrajo que pretendía ser gulasch pero que parecía hecho con serrín. Con malos modos el mesero le pidió un cupón de la cartilla; Savely se encogió de hombros y se lo entregó. No le importaba porque entre los documentos que había recibido se incluían vales suficientes para calmar el hambre de un regimiento.

Ya era noche cerrada cuando volvió al piso. Annelie le esperaba para cenar: una clara sopa de col y un embutido hecho con cartílagos y pellejo a partes iguales. Savely le entregó la cartilla reservándose solo unos pocos cupones para comer, y se retiró, sin dejar de notar como la mujer lo miraba de reojo.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Vie Ene 19, 2018 4:35 pm

Capítulo 22

Salve, estrella de los mares,
de los mares iris de eterna ventura
salve fénix de hermosura
madre del Divino Amor.


Salve marinera. Oración de la Armada Española

Relato del vicealmirante Don Víctor Loreto Leñanza


El Galicia descansaba en el arenal del Puntal de Somo, pero con la varada no acabaron las tribulaciones del pobre crucero. Supongo que conocerán la preciosa bahía cántabra, y viéndola la juzgarán al abrigo de vientos y tempestades, pero eso solo es cierto en parte. Efectivamente, la península de la Magdalena y el arenal del Puntal cierran el paso a las grandes olas que levantan los temporales del norte. Sin embargo, ya he dicho que la bahía está muy expuesta a un fenómeno meteorológico infrecuente pero peligroso y tan típico del lugar como los sobaos pasiegos: las suradas. Son unos temporales del sur que se levantan cuando las borrascas atlánticas llegan a la costa. Las montañas cantábricas actúan como una barrera que separa la meseta, con altas presiones, de la costa, en la que el barómetro se derrumba. Las bajas presiones aspiran el aire del centro de España, que al descender por los valles se encañona y pierde su humedad, soplando en la costa con fuerza increíble un viento cálido y seco. Se cumplía el año desde que un temporal de enorme magnitud había provocado rachas que tal vez superaron los ciento ochenta kilómetros por hora; nadie lo sabe, porque se llevó los anemómetros. Por desgracia, también hizo que un pequeño fuego se extendiese por toda Santander y la arrasase. Los esqueletos negros de las fachadas recordaban ese funesto día.

Las suradas habían llenado la bahía de Santander de pecios, restos de barcos lanzados por el vendaval contra la ciudad o contra la Magdalena; no lejos de las aguas que rodeaban al Galicia yacían los restos de la fragata Lealtad, perdida en 1834 durante un temporal del sur. Incluso en una bahía tan pequeña vientos tan fuertes eran capaces de levantar olas de cierto porte. Parecerá que un barco de acero de ocho mil toneladas podría reírse de unas pocas olitas, pero sumadas a la marea ciclónica y a la pleamar bastarían para levantar al crucero de su inestable asiento y, como poco, dejarlo en seco donde no pudiese ser recuperado, eso si no se partía la debilitada quilla, lo que significaría su fin. Era más que urgente rescatar al crucero del arenal; hasta entonces habría que intentar que el casco asentase bien sobre la arena.

Como la varada se había producido durante la pleamar de una marea viva, con la bajamar quedó el barco casi en seco, con la proa completamente al aire. El segundo pudo bajar por una escala de gato y a pie seco reconocer los daños que había causado el torpedo. Por lo que le contó al capitán, lo sorprendente era que no nos hubiésemos ido a pique. A la altura de la primera chimenea había una brecha de cinco metros de anchura, y en la popa un segundo boquete bajo el montaje Y, cuyos cañones estaban caídos sobre la cubierta como inclinados ante lo inevitable. Era de solo tres metros pero debilitaba peligrosamente la mitad posterior, que no estaba apoyada sino que flotaba en precario. Eran esas cargas asimétricas las que podían dar al traste con el crucero.

Para entonces había llegado una pléyade de lanchas: un par del Churruca, que había enviado un trozo de reparaciones, otra de la comandancia del puerto, la del práctico, y varias de pescadores que se acercaban a ver si podían echar una mano; aunque en el Galicia no faltasen, la ayuda sería bienvenida. Don Pedro Nieto —el comandante—, que seguía en el puente en una especie de silla alta que le habían apañado los carpinteros, conferenció con el segundo, Don Eduardo, sobre la mejor manera de salvar al crucero. Luego enviaron a tierra al tercero, Don León, para organizar el rescate: el hombre aprovechó esa vocecilla capaz despertar muertos que le había dado Dios para llamar a una lancha del Churruca. Con ella se acercó a la capital a buscar al comandante del puerto. Mientras la marea ya estaba subiendo y las aguas volvían a lamer el casco del Galicia, permitiendo que las lanchas se abarloasen y empezase el barqueo de los heridos más graves que fueron llevados hasta el hospital de la ciudad. Por desgracia, una decena de abrasados perecieron en los días siguientes; los médicos solo pudieron aliviar sus sufrimientos.

Mientras se habían iniciado las obras. El buzo del crucero ya estaba en el fondo, revisando la popa y el timón, pues Don Pedro temía los efectos del torpedo de popa sobre la estructura del barco. Había signos ominosos: en cubierta se escuchaban los crujidos del metal torturado que indicaban que la popa se flexionaba y se podía partir en cualquier momento; incluso saltaron algunos remaches, indicio de pésimo pronóstico. A toda prisa se retiraron pesos de la popa, vaciando los pañoles accesibles y trasbordando la munición a las barcas —nada más peligroso que un barco amarrado repleto de proyectiles— mientras que los mecánicos desmontaban o cortaban todo lo que encontraban y sin más ceremonia lo tiraban por la borda; menos mal que un marinero vigilaba la posición del buzo o le hubiesen caído unas cuantas toneladas de acero. Al mismo tiempo se abrían los grifos del fondo para inundar compartimentos con la cantidad justa de agua para que la proa no se flexionase. Solo entonces el metal dejó de chillar.

También llegaron un par de gasolineras para retirar el fuel de los tanques. Corría prisa, pues estaba escapando por las brechas y empezaba a rodear al barco, envenenando a los hombres y corriendo el peligro de inflamarse. Al subir la marea, además, volvió a entrar agua en las salas de máquinas. Dándolas por perdidas, hubo que proteger calderas y turbinas de la corrosión llenándolas de fuel.

Tras una tarde y una noche de agobios ya parecía que el crucero se había estabilizado y pude ir a la enfermería, que por suerte aun seguía por encima del agua, a que me curasen la mano. El médico, que ya había apañado a los demás heridos, me hizo un remiendo y me la vendó, me puso la vacuna del tétanos y me mandó fuera con viento fresco. Al volver a la cubierta ya apuntaban las primeras luces. Entonces unos estampidos me alarmaron: el cañón antiaéreo del Churruca, que estaba fondeado en medio de la bahía, había empezado a disparar.

No lo habíamos visto —habíamos tenido una tarde como para mirar al cielo y el retemé sin potencia eléctrica muy bien no es que funcionase— pero un avión de reconocimiento britón había observado nuestros apuros. Ya se sabe que la guerra nunca ha sido un asunto de caballeros, y a los heridos no se les cuida sino que se les remata; con esa intención salieron varias escuadrillas, que despegaron de madrugada para sorprendernos a la amanecida. Cuando se acercaron pude reconocerlos, pues no en vano como oficial de los antiaéreos había estudiado las tarjetas de identificación: eran de lo más moderno que tenían, unos bichos cuatrimotores llamados Halifax que podían lanzar una porrada de bombas. Estaban demasiado altos para los cañones de 2 cm del Galicia, y tan solo los cañones de la capital y el del Churruca —un cañoncito del siete sesenta y dos— podían alcanzarlos. Como era de esperar no les hicieron ni cosquillas, y no pudieron impedir que un rosario de bombas cayese hacia nosotros. Don Pedro ordenó a todo el mundo que se refugiase y solo el permaneció a pie firme o, mejor dicho, a muletas firmes, que el carpintero le había perfilado un par. Hubo suerte y ninguna bomba nos acertó de lleno, aunque una que cayó a pocos metros de la proa la ametralló y causó un par de bajas. Por desgracia, dos barcas de pescadores quedaron volatilizadas. Lo malo era que aunque el crucero no había sufrido daños, las explosiones habían creado grandes socavones en la arena que amenazaban el apoyo del barco.

Con todo el día por delante mala papeleta teníamos. Ya no teníamos el apoyo del resto de la escuadra, que había hecho mutis y a esas alturas, como supe luego, ya estaba entrando en el Ferrol. Mejor para ellos pero no para nosotros pues no gozábamos de la protección de sus cañones. Tampoco teníamos fumígenos que nos ocultasen, y siendo un blanco inmóvil era cuestión de tiempo que alguna bomba nos acertase. Aun así ni nos llegamos a preocupar porque no nos daba tiempo: ahora era la proa la que quería flotar por su cuenta, cortesía de los bombazos, y hubo que hacer lo mismo que con la proa, descargarla a toda prisa mientras la inundábamos lo justo. A las diez y pico llegó a la orden de detener los trabajos y refugiarnos: venían más bombarderos. Afortunadamente, cuando los britanos estaban a la vista —esta vez eran bimotores— llegó la caballería en forma de una escuadrilla de cazas que derribó cinco y ahuyentó al resto. Esa misma mañana se emplazaron en el Puntal cañones antiaéreos recién llegados desde Bilbao. Por la tarde se pudieron instalar generadores de humo que nos ocultarían —y nos atufarían con ese olor sulfuroso que se pegaba a la ropa—; apestaríamos pero ya no estábamos indefensos.

También tuvimos otro tipo de auxilio: en cuanto subió lo suficiente la marea la draga del puerto depositó toneladas y más toneladas de tierra y arena, primero en la popa, luego en la proa, para reforzar el lecho en el que descansaba el crucero. Hubo otra ayuda que no esperábamos, y que había sido idea de Don Félix Sánchez, el capitán de navío retirado que estaba a cargo de la comandancia del puerto. Aprovechando que en Santander había un cargadero de mineral, el de Orconea, Don Félix ordenó que llenasen de rocas y tierra un par de cascarones tan viejos que incluso en esa época de penurias esperaban el desguace; baste decir que uno, el Mina Bedabo, tenía más de setenta años sobre sus cuadernas. Los cargaron escombros hasta que casi quedaron sin francobordo, y luego un remolcador los acercó al Puntal hasta que tocaron el fondo, a unas decenas de metros del Galicia. Para más seguridad abrieron los Kingston y así los dos viejos barcos se convirtieron en un rompeolas artificial. La draga, que ya había acabado con la popa del Galicia, llevó unas cuantas cargas más para afirmar los cascajos. Ahora el Galicia estaba protegido hasta de los temporales del sur y con más calma podía afrontar el rescate.

Otra barcaza provista de grúa se acercó para retirar los elementos más pesados: la artillería y los mástiles se desmontaron, y lo que no que pudo aflojar se cortó: los sopletes chispeaban por toda la superestructura arrancando trozos de metal que se llevaban a tierra. Los buzos terminaron de vaciar de proyectiles los pañoles e incluso empezaron a tapar agujeros colocando grandes tableros de madera que atornillaron a los costados. No es que se pretendiese tapar así los boquetes de los torpedos, sino que servirían como encofrados: otra barcaza empezó a verter toneladas de cemento en las entrañas del Galicia para obturar las brechas. Los agujeros más pequeños se cerraban con cuñas de madera —los socorridos tapabalazos— y se apuntalaban con más maderos. Al mismo tiempo se soldaban vigas a la cubierta para aumentar su resistencia. Las agotadoras tareas, además, se hicieron bajo ataques aéreos continuos: durante el día las estelas de los cazas y de los bombarderos se cruzaban, y de noche ladraban los antiaéreos. Incluso volvió a tocarnos una bomba que cayó en la toldilla. Por fortuna, la espoleta debía ser defectuosa y estalló con el contacto, lanzando un viento de metralla que hirió a pocos pues en esas ocasiones nos refugiábamos bajo cubierta. El peor susto fue a los cuatro días: me acababa de levantar con el zafarrancho de la amanecida y deambulaba como un sonámbulo por cubierta cuando el rugir de motores y unos tremendos estampidos me despejaron: un bimotor inglés —cuando mis neuronas se despertaron lo reconocí como un Wellington— había llegado volando a pocos metros sobre el agua, y había lanzado un rosario de bombas con la intención de que rebotasen como las piedras con las que jugábamos en los ríos. Querían que chocasen con el costado del Galicia y lo deshiciesen. Pero los ingleses, en la media luz del amanecer, no habían advertido los dos vapores herrumbrosos que actuaban como rompeolas. Las bombas reventaron las tripas del Bedabo pero el Galicia quedó incólume.

Solo después de tres semanas de extenuantes trabajos se juzgó que el buque era suficientemente estanco. Con la marea baja empezaron a trabajar las bombas, y al llegar la pleamar el crucero volvió a flotar. La draga había cavado un canal en la arena, y un remolcador empezó a tirar del Galicia hasta que se liberó, entre los vítores de los presentes. Entonces el crucero fue remolcado hasta el Real Astillero de Guarnizo. El dique seco no tenía suficiente capacidad pero se estaba obrando a toda prisa para ampliarlo; unos días después se cerraron las portas tras el buque y se empezó a trabajar en serio para hacer que el Galicia resistiese en traslado hasta el Ferrol, donde dieciocho meses llevaron las obras de reconstrucción. Pero para entonces yo ya no estaba en el barco.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Ene 22, 2018 8:59 pm

Por obra y gracia de los comités, en el treinta y seis el escalafón de la Armada había sido objeto de una limpieza forzosa que la había dejado casi sin mandos. No estaba el panorama como para tener en Santander oficiales veteranos vacacionando, y en cuanto el Galicia quedó amarrado en Astillero, incluso antes de poder bajar a tierra —que llevaba un mes sin pisar— llegó un mensajero con una orden del Estado Mayor y un pasaporte para Cádiz. Apenas tuve tiempo para acercarme a la Virgen del Mar a agradecerle el haber salido con la piel intacta. Casi intacta, mejor dicho, pues el zurcido que el matasanos me había hecho en la mano no solo me había dolido horrores sino que me dejó buen recuerdo. Apenas me detuve en Santander, que herida por el gran incendio tampoco estaba para fiestas, y tomé un cochambroso tren que en un viaje de tres días me dejó en la Isla de San Fernando. Ahí me esperaba mi nuevo barco del que me enamoré nada más verlo: el Gajuchi digo el Motril. Le veo la extrañeza en la cara, pero ya tendría que saber cómo es la Armada para los motes. La historia es, como siempre, traída por los pelos, y bastante era que se supiera de donde salía. Se dice que en San Fernando aterrizó un gitano granaíno que hablaba más caló que cristiano, que iba pidiendo «gajuchi» para el café hasta que alguien cayó en que significaba azúcar en su parla. La juerga que se corrieron mis paisanos, que otra cosa no pero guasa tienen una jartá, como dicen, se la pueden imaginar. En estas va y llega al Arsenal de la Carraca el Motril. Resulta que el pueblo granaíno del que viene su nombre les había dado por la caña de azúcar, y no hará falta contar más.

El Gajuchi, perdón, el Motril, era un cañonero antisubmarino. No ponga cara rara, que yo ya sé que hundir un submarino a cañonazos tiene cierta dificultad, pero todo tiene explicación. En la Armada y durante todo el siglo XIX a las unidades de menor porte, encargadas de enseñar la bandera, vigilar las aguas y apoyar al ejército en sus trifulcas —fuese con mambises, moros filipinos o rifeños— se las llamaba cañoneros. Ahora ya no, que como los britanos resucitaron durante la guerra la palabra corbeta se ha puesto de moda. Que conste que lo de corbeta no le hubiese sentado mal al Gajuchi, pues en su día llamaban así a una especie fragatas pequeñas porque daban saltos en las olas como las corvetas de los caballos, y el Motril pegaba unos brincos cuando había mala mar que hacían justicia al nombre. Pero me estoy adelantando y será mejor que le describa como era el barquito.

Ya sabrá de la esforzada labor que durante el Alzamiento habían hecho los bous, pero la guerra contra el britano les quedaba un poco grande y cayeron como moscas. Lo mejor sería tener destructores y a eso se puso la Armada, pero montarlos no era trabajo de cuatro días y mientras se necesitaba algún barquito más o menos apañado que diese el pego. El almirante Moreno preguntó a Echevarrieta, el de los astilleros, si podría construir alguna especie de bou militar para proteger nuestras costas, y el vasco presentó el proyecto de un barco más que aparente. No sabíamos que había pirateado un diseño inglés, el de las corbetas de la clase floripondio, que no sé a quién se le ocurre bautizar a barcos de guerra como florecillas. Digo que pirateó pero a medias, porque los planos —sustraídos de un arsenal francés— no le terminaron de gustar y metió la mano en ellos y menos mal, pues las Flor, o Flower, que queda más digno, eran barcos abominables que cabeceaban en una piscina, mientras que los Noya, que así los llamamos aquí, eran buques marineros y todo lo cómodos que pueden ser los cascarones de mil toneladas con mala mar.

El Motril era bonito de verdad, con un casco con proa alta y lanzada de aspecto moderno, y con una superestructura bastante más bonita que lo que se estilaba. Recuerde que los ingenieros navales españoles, que Satanás tenga en su gloria, habían decidido que la mejor manera de reconocer a los barcos españoles era que pareciesen adefesios y de ahí el espanto digo superestructura que le habían clavado al pobre Canarias, a los minadores o al «sigamos a la flota», es decir, al crucero Navarra. Otra vez no me entiende: el Navarra tenía problemas de máquinas y siempre se quedaba atrás; por esas fechas los americanos habían estrenado la película «Sigamos a la flota» y si tengo que seguir explicándole más mejor que le enseñe primero como hacer la «O» con un canuto. Volviendo al Motril, las formas que tenía eran más de yate que de barco de guerra, siempre que se obviase el pedazo de cañón que calzaba. Por encima del puente estaba erizado de hierros y antenas, signo del toque de la modernidad, incluyendo una especie de somier que le habían endosado y que era la antena del radiotelémetro. Detrás, una chimenea pequeñita que denotaba su propulsión por diésel, una bendición para los sufridos «maquis». Mejor que mejor, porque la penuria, la maldita penuria, había hecho que muchos de los hermanos del Gajuchi llevasen todo tipo de engendros, y algunos padecían plantas de vapor que debían proceder de cascajos como el Mina Bedabo. La popa era redonda y lanzada, con un vistoso lanzacargas y un trasto nuevo que aun no había visto, y que era otro sistema de tirar bombas de profundidad con una especie de mortero. Por todas partes, cañones y cañones: uno del diez y medio alemán a proa que era una pocholada, y ametralladoras del dos en la popa. Ya sabía que semejante panoplia tampoco era como para echar cohetes, que los cañones del dos podían derribar cualquier avión inglés siempre que tuviese la cortesía de volar bajito, despacio, y no muy lejos. Pero con las armas apuntando a todos los puntos cardinales, al Gajuchi digo al Motril daba gusto verlo. En esos días de miseria era una fortuna caer en un barco aparejado en dulce. No escapó a mi ojo experimentado que el casco necesitaba una mano de pintura, y que la que cubría los tubos de los cañones estaba llena de ampollas: el Motril había peleado y mucho, en la que fue llamada la segunda mayor ocasión que vieron los siglos, que me había perdido con mis desventuras en el Galicia.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar Ene 23, 2018 2:44 pm

No tuve el honor de participar en la batalla pero al menos pude enterarme de segundas lo que había ocurrido, pues me habían llamado para relevar al que resultó ser un compañero y amigo. Tenía que sustituir al alférez de navío Juan Bautista Malagamba Herrera, un compañero de la Escuela Naval dos promociones mayor que yo pero al que conocía de antes. No es que fuese cañaílla, que tenía la desgracia de haber nacido cartagenero, pero su padre había sido destinado a la escuela y el Bautí —como le llamábamos los amigos— y yo habíamos dado muchos tumbos por la bahía. Su carrera había sido bastante menos accidentada que la mía: cuando se produjo el Alzamiento —aquí, entre nosotros, no voy a llamarlo Glorioso, pues amén de ser chapucero trajo muchas desgracias a nuestra pobre patria—, Bautí estaba en el en el cañonero Canalejas, esos días en Canarias. No creo que le importase saltarse las sangrías de Cartagena y de Mahón, para beneficio de su carrera y de su piel. Luego pasó al Ciudad de Mahón cuando aparejó hacia Fernando Poo, y como segundo del Mahón —el Quesito para los amigos, ya sabe lo de los motes— sirvió durante toda la guerra en las fuerzas de bloqueo. Llegó a la paz con el empleo de teniente de navío habilitado y permanente de alférez de navío. Cuando lo del Bellver embarcó en el Canarias participando en las incursiones en el Atlántico, hasta que logró las vueltas de teniente, ya definitivas. Entonces fue destinado al Motril, que acababa de ser entregado por la Unión Naval.

Recibir un barco nuevecito es un mando que cualquiera envidiaría a pesar del papelón que supone alistarlo y entrenar a su dotación, y más con la prisa que había. Mal que bien, el Gajuchi se incorporó en octubre a las fuerzas del Estrecho para perseguir submarinos britanos, teniendo la fortuna de participar en los combates de San Vicente y de Mogador. Lo acababan de ascender a capitán de corbeta habilitado para fragata, e iba a ser destinado, otra vez de segundo, al novísimo destructor Álava. Era la última unidad de la serie Churruca, que acababa de ser entregado con un diseño modificado para actuar como escolta antiaéreo. Otra vez destinado a un barco recién acabado con la misión de prepararlo para la guerra. Los hay con suerte.

Se me olvida decir que yo iba a sustituir a Bautí al mando del Motril. Demasiado para un alférez aunque fuese de navío, pero es que en la Isla me esperaba un notición. Mis peripecias en el Nadir, el Park y el Mowinckel no habían pasado desapercibidas, y en el Arsenal me esperaba una orden ministerial por la que se me concedía la Orden del Mérito Naval con distintivo rojo y, sobre todo ¡se me habilitaba para teniente de navío! Así que no iba a ir como segundo al Motril sino de comandante. Luego supe que no había sido yo el designado, que todavía había quién recordaba mi periplo por la flota republicana, pero el candidato tuvo la fortuna —para mí, no para él— de pillarse una apendicitis de caballo de la que salió por los pelos. Por los pelos y por las manos del cirujano, a cada uno lo suyo. Ya he dicho que oficiales no sobraban y menos con experiencia, así que de una puñetera vez dieron carpetazo a la parte menos lucida de mi expediente y me recompensaron con un mando que me merecía, o al menos eso pensaba yo.

Así que hicimos la ceremonia de transferencia del mando y Bautí desembarcó del Motril. Me hice cargo del mando y tuve el gozo de encontrar como segundo a otro conocido, el alférez de navío Don Ramiro Guillén Sánchez, que aun estaba en la Escuela Naval cuando la sublevación. Había navegado primero en el destructor Ceuta —suponiendo que flotar en esa antigualla sea navegar— y luego en los bous. Ver al del tercer oficial me complació todavía más, pues se trataba del alférez de fragata Don Salvador Atienza, al que conocía del Nadir y sabía de su competencia. Con Atienza se cubría además un puesto imprescindible en cualquier navío que se precie: ya se sabe lo imprudente que es hacerse a la mar sin tener un alférez de fragata al que cargarle el mochuelo. De los suboficiales, el contramaestre Gracia, veterano de la pesca de altura, también tenía buena pinta. López, el jefe de máquinas, parecía saber lo que se hacía. El resto de la dotación, sin embargo, tenía sus luces y sus sombras. La expansión de la marina hacía que nada más tocar puerto el Gajuchi hubiesen desembarcado a media dotación. Los novatos habían llegado a rebullón, y tenía demasiados pazguatos de tierra adentro que se mareaban con mirar al horizonte y a los que habría que meter la sal en las venas.

Recorrí luego el cañonero con la satisfacción de observar que estaba todo brillante como una patena, signo del buen hacer del Bautí y de Guillén, que ya se sabe que en un barco el comandante está en el Olimpo y es el segundo al que le toca apretar las tuercas a la canalla de proa. A lo sumo necesitaba una mano de pintura y tomé nota mental de encomendársela al segundo. Luego me puse a trabajar con la porrada de documentos que me esperaba, pues desde siempre la Armada Española flotaba más en tinta que en agua salada. Cuando acabé me acerque a la comandancia y luego al minador Vulcano, para rendir mis respetos al mando de la flotilla. Al final tuve un rato para una charla con el Bautí, que tenía que contarme los intríngulis del Motril y, más que nada, relatarme lo del cabo Mogador. Yo no había podido estar pero al menos me enteraría por boca de un amigo.
Última edición por Domper el Mié Ene 24, 2018 5:33 pm, editado 1 vez en total

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Ene 24, 2018 1:30 pm

Hola amigos:
Esto... Maestro, creo que el empleo Teniente de fragata hace como un siglo que no se usa en la Armada española. Sería Teniente de Navío y el siguiente Capitán de Corbeta.
Y creo que a todos nos tienes en ascuas ¿Sufrirá el amigo Walter un accidente? ¿Podrá Gerard cazar al alto o el alto cazará a Walter? ¿Y en Metz? Y a ver lo de Mogador y si al fin recuperamos las Canarias del todo.
Hasta otra><>

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Ene 24, 2018 5:26 pm

Gracias, ahora lo corrijo. Eso me pasa por no revisar. Agradezco en el alma estas ayudas.

De la Central, la Sección y los Carteros, habrá que esperar.

Saludos

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Ene 24, 2018 7:17 pm

Relato del comandante de navío Don Juan Bautista Malagamba Herrera.

La verdad es que había sido una alegría ver al gafe más gafe de la Escuela. Hablo del Lori, como no ¿Quién es el Lori? Pues quién iba a ser, el Víctor Loreto Leñanza aquí presente, que no sé qué se le pasaba por la cabeza a su padre cuando le clavó ese nombre tan lleno de aristas que solo pasa con un buen chato de manzanilla. Aunque el Lori no fuese de mi promoción sabía de su bien ganada fama de ser capaz de hundir un acorazado con solo plantar sus cenizos pies en cubierta. No vaya a creer que exagero, que lo conocía de niño y salí alguna vez a navegar con él a la bahía, hasta que se impuso mi afecto por la vida y preferí entretener mis ocios en el futbolín. Aquí el amigo tenía una querencia por el agua que parecía un salmonete, y en cuanto podía se iba al fondo a ser posible con barquito incorporado, que bastaba que a un bote le pusiesen una vela para que le diese la voltereta. Para mí que la única forma de que no volcase sería subirlo a un tentetieso, y tengo mis dudas. Toda la bahía conocía su habilidad menos los de la Escuela Naval, que cometieron la imprudencia de admitirlo. Ahí intentó comportarse pero ya se sabe que la cabra tira al monte y la sardina al fondo, y para el fondo que se fue aquella gabarra cuando… Veo que me pone mala cara y me lo callaré, pero que sepan que es verdad y de la buena, palabrita del niño Jesús. Con un guardiamarina al que tanto le gustaba hundirse el mando tenían una de dos, o no sacarlo del agua la siguiente vez, o mandarlo a los submarinos, donde lo de hundirse está bien visto y si luego se vuelve a flote, miel sobre hojuelas.

El Lori debió disfrutar con el B-4, todo el día para arriba y para abajo, pero al final debió saberle a poco y con eso de no hay uno sin dos decidió que además de hundir su submarino y ya que le venía de paso, podría desfondar a un mercante noruego. Pero el carguero le salió muy grande y se resistió, y el perjudicado fue el pobre sumergible. El B-4 fue la primera unidad agraciada con un periplo al desguace por obra y gracia del Lori, pero le adelanto que no fue la última. Por aquí se dijo que aquí el compadre se había jugado la vida para dejar a la República sin uno de sus sumergibles, pero los que lo conocíamos sabíamos que ni patriotismo ni leches, le había podido su afición a llenar de chatarra el fondo de los mares. El Lori se pasó de bando porque los rojos lo buscaban con malas intenciones, se ve que lo del B-4 no les terminó de gustar. Lo lógico hubiese sido devolverlo para que siguiese agraciando a los barcos de la flota de los rogelios con paseos subacuáticos, pero a algún iluminado se le ocurrí que el Lori haría mejor papel en el Abuelo, es decir, en el España. Sería que les hacía duelo verlo con tantos años y a flote. No falló y lo finiquitó, y después desapareció del mapa algún tiempo. Se dice pero no diga que lo he dicho yo que lo mandaron de tapadillo a Cartagena a ver qué podía hacer por el Jaime I, pero ya me estoy yendo de la lengua otra vez. Dejémoslo en que dio más trabajo al desguace.

No se piense que aquí el Lori dejó la costumbre y en cuanto los pérfidos vinieron a molestar debió pensar que era ocasión ideal para darse otro baño y se embarcó en el Eolo justo a tiempo para que lo torpedeasen. Sigo sin entender por qué lo sacaron del agua, pero por lo que he escuchado el susto de la penúltima debió dejarlo con la pata cambiá y de alguna manera el Nadir logró seguir a flote aunque mi amigo rondase por sus cubiertas. Como el Nadir se empeñaba en seguir flotando, el mando debió creer que se le había pasado el gafe y lo trasladó al Galicia, que se podrá imaginar cómo acabó. Me imagino al Lori tan contento, añadiendo el crucero que descansaba en el fondo de la bahía de Santander a su palmarés en el que ya figuraban dos acorazados. Lo tendrían que haber traspasado a la Royal Navy para que se la merendase en un santiamén. Pero ya se sabe que en plena guerra los traslados de un bando al otro no terminan de estar bien vistos, y ahí lo tenían sin saber qué hacer con él. Lo tendrían que haber mandado al arsenal, que siempre es más difícil hundir un edificio que un barco, aunque conociéndolo seguro que pondría empeño. Pero ya se sabe que los almirantes son los únicos animales que tropiezan tres o cuatro veces en la misma piedra y lo mandaron para el pobre Gajuchi. Dejaré que sea luego el Lori quién lo cuente, porque me está diciendo que relate lo del cabo Mogador, y como en ese berenjenal tuve mucho que decir, pues allá que voy.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Ene 24, 2018 7:39 pm

Menudo amigo....

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Jue Ene 25, 2018 7:24 pm

Como ya les habrá contado mi paso por el Canarias así que se la aliviaré y diré solo lo del Gaju... del Motril. Era un cañonero antisubmarino, un tipo de barco que se inventó Don Horacio Echevarrieta… ¿También se lo ha largado ya? Pues poco me deja a mí. Al menos, le diré que el Motril era de los buenos, de los que llevaban motor diésel que eso era ventaja y de las gordas, que esos motores eran pequeños, resistentes hasta decir basta y se pueden meter en cualquier alacena. No como los pobres que tuvieron que cargar con caldera y planta de triple expansión, que no dejaban sitio dentro del barco ni para estornudar a gusto. El Ga…, el Motril también fue de los primeros en llevar el retemé alemán. Si lo viera ahora le parecería una chapuza, con esa antena que parecía un somier encaramado en la guinda de un mástil y que amenazaba en independizarse cada vez que el barco daba un bandazo más fuerte de la cuenta. No se ría que es verdad, que el eje en el que estaba ensartado se desajustaba a poco que se sacudiese el barco y había que mandar un propio con una mandarria para convencer a la antena de lo bueno que es seguir girando.

De armamento bien, gracias. Hasta llevaba un cañón del diez y medio, que otros cañoneros calzaban lo que podían, lo mismo uno del doce de algún corsario desarmado que del diez con dos rescatado del Jaime I, y más de uno llevó cañón de alguna presa, que aquí se aprovecha todo. Desde luego que el del diez y medio era bastante mejor que toda esa chatarra, aunque como antiaéreo, y ahora que no me oyen, le diré que era un churro, pero qué se le va a hacer. También llevaba unas cuantas ametralladoras del dos para desgraciar a los aviones britanos imprudentes. De los submarinos también nos acordábamos y entre el sonotelémetro —vaya palabreja— y las latas llenas de trilita que cargaba a popa, como pillase uno quedaba aviao.

Tuve la fortuna de recibir el barquito recién salido del escaparate como quien dice. Un poco cochino lo habían dejado los del astillero, pero fue cosa de poner a los reclutas con el lampazo, que así adquirían dotes marineras. También hubo que ajustarlo, que el motor no había manera de que tirase. Los del Arsenal se hacían los longuis: llegaban, apretaban dos tuercas y vuelta a fallar. Menos mal que aterrizó en el Motril como jefe de máquinas Don Santiago Peñalba, que llevaba toda la vida en los bacaladeros, y de tanto trastear con esas cafeteras asmáticas que llevaban, le bastó con echar un vistazo al MAN para ver que habían colocado una válvula al revés. No sé quién se le ocurre diseñar una válvula que pueda montarse mal, pero fue cambiarla y tirar como los ángeles. El diésel subía a las dos mil revoluciones como si nada, aunque al principio procuré no pasarme mientras se rodaba. Cuando estuvo fino el motor el Motril casi llegaba a los dieciocho nudos, uno y pico más que de diseño. Bien no, mejor. Además gastaba como un mechero y así a ojo llevaba fuel suficiente para para cruzar el charco. Solo para el viaje de ida, no se crea, que para la vuelta habría que encontrar algún cayo con gasolinera. Con todo, de sobra para lo que necesitábamos, que con suerte nos llegaríamos hasta Villa Cisneros y ya sería mucho.

Como urgía sustituir a los bous me mandaron para el Estrecho con el Gajuchi a medio entrenar, para aprender las mañas sobre la marcha. A esas alturas se batía el cobre ahí y con ganas, y los aviones britanos rondaban más de lo que nos gustaba. Atacaban hasta a los pobres pescadores; luego protestaban porque a los suyos corrían peligro por las minas, pero ya se sabe que los pérfidos siempre han tenido dos varas de medir. No les salía gratis, que los cazas de Jerez daban un buen repaso a los que se acercaban y los cielos entre Sanlúcar y el Estrecho estaban razonablemente limpios. Una vez ahí me tocó hacer de todo. Lo misión principal era proteger la navegación costera hasta Sevilla. Para eso se organizaban pequeños convoyes con algún cañonero y dos o tres bous o, cuando estábamos nosotros, nosotros. También nos acompañaban patrulleros más pequeños como los torpederos que quedaban, las lanchas tabacaleras o los Urgull, esos pesqueritos con tanto cañón que apenas flotaban, pero que hacían su servicio. Además se nos juntaba algún barco desminador. La flotilla de dragaminas repasaba el corredor costero todas las semanas, pero los britanos lanzaban día sí y día también unas minas magnéticas de fondo con más peligro que la paella de mi suegra.

Los convoyes se pegaban a la costa todo lo que podían, aprovechando esas aguas someras malas tan malas para los submarinos. Además la Armada estaba tendiendo campos de minas para dejar un corredor seguro, y no era raro que los cazas de Jerez nos diesen protección. El convoy, realmente, funcionaba como un cercanías, parando en cada puerto, y los barcos se sumaban al convoy o lo abandonaban según les conviniese. En la farola de Chipiona hacíamos el cambio con los barcos que venían de Sevilla. La escolta en el río ya no era cosa nuestra, que en el Guadalquivir no se metían los sumergibles —aunque alguna mina sí podía haber y los desminadores también recorrían el canal y los caños— sino de unas gabarras antiaéreas que nos habían prestado los teutones. Luego lo mismo de lo mismo pero de vuelta hacia Gibraltar. Ese servicio de escolta sería importante pero aburría hasta decir basta. Ni siquiera sufrimos ataques aéreos, aunque vimos más de una vez a los aparatos de reconocimiento enemigos. El de tarifa no era el único corredor protegido, que la Armada había organizado otro servicio similar por la costa africana pero solo llegaba hasta Larache. Más allá eran palabras mayores, y los convoyes que partían llevaban mucha escolta, habitualmente italiana y francesa. He de decir que los submarinos ingleses los pusieron tibios. Nuestros queridos aliados nos veían como unos pedigüeños bajitos y morenos, sin recordar que nosotros llevábamos mucha mili encima y nos sabíamos los trucos, que la guerra no es solo tener armas bonitas. Así les iba, que nuestros barcos solían pasar con pocas pérdidas pero a los otros los diezmaban.

Además de escoltar hasta Chipiona, teníamos que patrullar las aguas del Estrecho aunque estaban más miradas que una corista en un cuartel. Aviones Cóndor y Dornier las sobrevolaban, los patrulleros las reconocían, y los pescadores no quitaban el ojo de cada cabrilla. Lo malo que cada vez que una tonina asomaba el morro pensaban que había periscopio escondido y nos llamaban a nosotros para que tranquilizásemos conciencias. Ni una vez vimos un inglés, pero eso no hacía el servicio menos peligroso porque eso de meterse en aguas profundas era jugársela. Yo zigzagueaba todo lo que podía y reforzaba los serviolas, pues no me fiaba del todo del retemé. En esas singladuras en solitario más de uno aprovechaba para hacer las paces con Dios y así poderle rezar para no tener un mal encuentro. Tenga en cuenta que cazar un submarino con un Noya tenía su intríngulis, pues los britanos además de torpedos calzaban un cañón como el nuestro pero con dirección de tiro y todo el monario. Eso sin mentar a los aviones que cualquier día nos daban un disgusto.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Vie Ene 26, 2018 3:47 pm

Si los ingleses se acercaban al Estrecho como moscas atraídas por la miel no era por esos convoyes pobretones, sino por la flota del Pacto que se estaba reuniendo en Gibraltar. La antigua base inglesa había quedado para el arrastre pero todo fue ponerse a trabajar. El hormigón es muy resistente y a los britanos no les dio tiempo para demolerlo, aparte que nuestra artillería solo empleó proyectiles pequeños contra las instalaciones. Fue cosa de quitar los escombros más visibles y resultó que el puerto estaba medio bien. Lo peor había sido el dique seco pero la parte de cemento era dura como las piedras, qué cosas, y aquí también sabíamos algo de puertas estancas y de bombas de achique. Baste con decir que cuando un submarino legionario torpedeó al crucero Cervantes en plena guerra civil, los rojos de Cartagena se las apañaron para alargar el dique de destructores hasta que cupo el crucero. Adecentar la base de Gibraltar tampoco fue para tanto, y al poco empezaron a llegar allí barquitos de todas las banderas. No necesitará que le diga lo bueno que es Gibraltar, entre las baterías de la montaña —ahí pusieron los cañones del Galicia mientras lo remozaban—, el puerto militar a resguardo de todo, la bahía de Algeciras en la que cabían todas las flotas del mundo, y el Mar de Alborán, ya por entonces limpio de polvo, paja y submarinos ingleses, ideal para hacer maniobras a gusto.

Así que las fuerzas de vigilancia del Estrecho, además de escoltar los convoyes e ir a la caza de avistamientos, teníamos que echar una mano a la flota si se terciaba. Que se terció y me tocó en medio. Cuando la malhadada salida de Iachino yo estaba haciendo un servicio de vigilancia, pues desde un avión habían visto una estela que podía ser un pez de acero con muchos torpedos y peores intenciones. Me imaginaba que sería algún marrajo despistado, pero había que hacer el paripé porque la flota iba a hacer una operación. Salí a toda prisa pero cuando al anochecer llegué al área —a diez millas al sur de Punta Camarinal— no encontré nada. Lógico, en superficie me iba a esperar y con una tacita de té por si me apetecía. Así que hice un par de pasadas y luego hice como si desistiese: puse rumbo a Cádiz con el motor bien revolucionado, para que hiciese ruido, y a medida que oscurecía fui bajando las vueltas para que sonase menos, como si me alejase. Ya con noche cerrada me di la vuelta y con la velocidad mínima para que el barco obedeciese al timón me puse a esperar. Es de noche cuando los submarinos salen a cargar baterías, y si había visita en cuanto asomase el hocico le daría las del pulpo. Era una táctica peligrosa, porque si nos avistaban seríamos como un pato sentado, y de noche es más fácil ver a un cañonero que la silueta baja y oscura de un sumergible. Claro que tenía el retemé para que vigilase por nosotros, y eso daba confianza.

Esa noche la dotación tuvo que acabar harta de mí porque tuve a todo el mundo en sus puestos de combate. No les gustaría, pero si se liaba no habría tiempo ni de suspirar. Yo también me la pegué en el puente, aguantando gracias al café negro que subía el cocinero, ese que llegaba de Turquía y que ayudó a soportar tantas vigilias. Pero la campana desgranó las horas sin que pasase nada. La única novedad fue cuando el retemé detectó el paso de un par de destructores muy al sur de mi posición, porque el tonto del almirante italiano, en vez de hacernos caso e ir por el corredor costero de Cádiz, había preferido barajar la costa africana. Les deseé buena suerte y los encomendé a la Virgen del Rosario, pero no debí hacerlo con suficiente devoción ya que aun no había amanecido cuando subió el radio corriendo.

—A sus órdenes, mi comandante. Un aviso urgente desde Cádiz.

Me ordenaban abandonar la búsqueda y partir a toda máquina hacia Larache, donde tenía que escoltar a un buque de guerra averiado. No decía nada más, pero si echaban mano hasta de mí me temí lo peor. Llamé al segundo —al que había dejado echar una cabezada— y al tercero, les informé de la situación, y pose proa al sur: serían apenas seis horas de navegación. Esta vez, ni zigzags ni leches, que los minutos contaban y un crucero —no quisiera Dios que fuese un acorazado el tocado— valía más que el Ga… perdón, el Motril. También ordené que la dotación descasase unas horas por guardias, y yo mismo me retiré a descansar un poco, dejando a Atienza en el puente. Que llevábamos toda la noche de juerga y el día se preparaba intenso. Ya sé lo que dijo Escaño, que en la cama del comandante solo descansan los instrumentos de navegación, pero según la experiencia, que es la madre de la ciencia, si te pegas muchas horas sin dormir luego metes la pata en el momento más inoportuno.

Poco me duró la tranquilidad. No llevaba ni un par de horas meditando cuando Atienza me reclamó al puente. Sí, ya sé que cuando pienso suelto unos ronquidos que tiemblan los mamparos, pero solo estaba reflexionando ¿vale? Un ordenanza llamó y me dijo que el señor tercero me reclamaba en el puente.

—Don Juan, siento molestarle pero es que el retemé detecta actividad aérea.

Actividad aérea decía ¡si parecía un circo de tres pistas y con jaula de fieras! No sé cómo era que no chocaban los aviones, pues iban y venían a manta. Algunos solo los captábamos con el retemé, a otros podíamos verlas. Salvo un par de hidros ingleses de reconocimiento, todo eran aviones del Pacto, alemanes, españoles y hasta italianos. Avisé a Cádiz de los hidros enemigos —no tenía órdenes de guardar el silencio radiofónico, y echar un berrido al éter serviría para despistar a los escuchas britanos— mientras mantenía el rumbo. A las diez de la mañana el retemé detectó varios contactos de superficie que no podía ver, ya que se estaba nublando y descargaban algunos chubascos; pero viendo que detectábamos cada vez más, y que los ecos eran muy grandes, supuse que se trataba de la flota. Cuando me crucé con ellos, desde un destructor me ordenaron con la lámpara de señales que siguiese hacia el sur, pues había dos barcos que precisaban protección. Mientras pasaba fui contando, y con el corazón en un puño noté que faltaban un acorazado y varios cruceros pesados. Además uno de los blindados tenía la proa dañada y dejaba escapar un rastro de fuel.

En ese momento Atienza, que estaba en el retemé, se acercó con cara de preocupación.

—Don Juan, se acercan aviones a baja altura. Al menos una docena.

Supuse que iban a por la flota y que a nosotros no nos harían caso, pero vaya usted a saber. Ordené zafarrancho de combate y que se intentase avisar a los escoltas con las lámparas de señales; aunque seguramente habrían detectado a los intrusos antes que nosotros, no pasaba nada por quedar bien.

—Mi comandante, aviones por la aleta de estribor —me dijo un serviola.

Con los prismáticos pude verlos: por lo menos una docena de biplanos, y algunos monoplanos, seguramente cazas, por encima.

—Caiga dos cuartas a babor. Que el cañón de proa dispare en cuanto esté listo.

El barco viró hasta dejar campo de tiro al cañón, que al momento bramó. Las probabilidades de acertar eran nulas, pero era el sistema de aviso más eficiente que se me ocurría para avisar a la escuadra. Claro que así también nos hacíamos ver, pero ya le he dicho que un cañonero era más barato que un acorazado aunque fuese italiano. Con los prismáticos pude ver como se separaban cuatro biplanos —torpederos Swordfish— y un par de monoplanos —cazas Fulmar—, pero siguieron sin hacernos caso porque lo que pretendían era atacar a los acorazados por las dos bandas. Yo tenía mis órdenes y, con sentimiento, puse otra vez la proa al sur sureste, dejando atrás a la flota mientras el cielo se cubría con las nubecillas negras de los antiaéreos.

Una hora después encontré mi objetivo: cuatro grandes barcos muy cerca de la costa. Al acercarme vi que dos de ellos estaban dañados: un acorazado alemán que estaba hundido de proa y al garete, y un crucero italiano bastante escorado. Los otros dos eran cruceros pesados que intentaban tomarlos a remolque. Cuatro destructores cubrían a la agrupación. Me aparté del camino de los rápidos destructores y me acerqué a los pesados, intentando darles protección cercana. Apenas había tomado posición cuando el retemé volvió a detectar la llegada de aviones. Eran otra vez torpederos, que volaban tan bajo que parecía que con sus ruedas iban a tocar las aguas. En ese momento yo había sobrepasado a los cruceros y ordené virar en redondo, para interponerme en el curso de los atacantes. Los biplanos seguían acercándose, demostrando que los pérfidos serían hijos de lo que se quisiera, pero redaños tenían. El cañón de proa volvió a disparar, más por hacer ruido que otra cosa, y cuando estuvieron al alcance, las ametralladoras del dos. Pero los aviones contrarios, que iban a por los cruceros, ni se inmutaron, y tampoco se acercaron lo suficiente. El Fiume tuvo que largar el remolque para maniobrar, y pude ver como del costado del Bolzano —el crucero dañado— se elevaba una columna de agua.

—Don Juan, también han alcanzado al acorazado —me dijo el segundo.

—Vaya desastre, Don Ramiro.

Me quedé junto a los dos lisiados. El Bolzano pudo volver a ser tomado a remolque, pero el acorazado —luego supe que era el Scharnhorst— estaba condenado. Para intentar salvarlo su comandante lo embarrancó, y luego pidió ayuda para rescatar a la tripulación, con la idea de dejar a bordo solo a los servidores de los antiaéreos ligeros. Como el calado del Motril era el más bajo de los presentes tuve que acercarme y abarloarme ¿Vio cómo las planchas de babor estaban abolladas? Eran honrosas cicatrices de esa mañana. No sé cuántos hombres subieron, al menos cuatrocientos. Cuando me pareció que corríamos riesgo de dar la voltereta me separé y me acerque a la muy cercana Larache. Sin ceremonias entré en la rada, amarré en un malecón y solté mi carga humana. Aun tuve tiempo de volver a rescatar a más hombres, esta vez los servidores de la antiaérea pues se había decidido que el acorazado estaba perdido.

No había acabado la funesta jornada. Mientras yo rescataba los náufragos del Scharnhorst, los acorazados Littorio y Vittorio Veneto fueron torpedeados, aunque afortunadamente pudieron ser salvados y siguieron sobre las aguas. También se libró el Bolzano, que renqueaba hacia Gibraltar. Para reforzar su escolta salí de Larache aunque la marea estaba tan baja que la quilla rozó la arena en la barra. Luego me incorporé a la pantalla del crucero durante el día y pico que costó llegar a Gibraltar, por fortuna sin que esta vez apareciesen más ingleses. Solo cuando el Bolzano entró en el dique seco pude dar por finalizada mi misión. He de decir que la comandancia me trasladó dos oficios procedentes de la regia Marina y de la Kriegsmarine, en el que los capitanes Catalano —del Bolzano— y Hoffman —del Scharnhorst— me agradecían mis esfuerzos en el salvamento del crucero y en el rescate de los náufragos del acorazado. Las recomendaciones de los aliados siempre ayudan en la carrera ¿Ves, Lori, como se pueden sacar galones hasta de los acorazados hundidos? Aunque ahora que lo pienso a ti no tendré que enseñarte nada sobre naufragios.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Vie Ene 26, 2018 6:35 pm

Sigue siendo igual de buen amigo... me alegro que quedará de Capitán de Navío y Loreto llegara a Vicealmirante.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Dom Ene 28, 2018 12:27 am

Tras el combate del Cabo San Vicente todo empezó a cambiar en las aguas del Estrecho. Por una parte, los britanos estaban a punto de salir de Lisboa con el rabo entre las piernas y sus aviones ya no amanecían por estas aguas salvo, muy de vez en cuando, algún cuatrimotor de reconocimiento que llegaba Madeira. Mirar miraban pero no se metían con nadie. Como se estaban recibiendo minas a porrillo procedentes de los almacenes italianos —ya no las precisaban en sus costas— se pudo establecer dos corredores costeros seguros, uno el que ya conoce de la costa andaluza, pero que ahora llegaba hasta Huelva y se estaba extendiendo más allá. El otro en la africana hasta la laguna de Merja Zerja, en la frontera con el Marruecos francés; más allá era tarea de nuestros vecinos.

También cambió el sistema de patrullas. Hasta ahora cada barco tenía asignado un sector, disposición poco efectiva porque podías tener a casi toda la fuerza de vacaciones mientras en algún rincón uno o dos barcos no daban abasto. Al haberse establecido los pasillos seguros para los convoyes costeros, y habiendo desaparecido la amenaza aérea, su escolta pasó a los patrulleros, que los había de todo tipo y color: torpederos, las tabacaleras, bous, algún Uad y cada vez más Urgull. Al resto de los escoltas no nos dieron vacaciones, sino que nos organizaron en flotillas destinadas a la caza de los submarinos británicos. Seis eran españolas; estaban encabezadas por cañoneros y nutridas con los Noya que se estaban recibiendo, más algunos bous y los sufridos torpederos que no reclamaban los convoyes. También llegaron barcos italianos y franceses, aunque su responsabilidad no fue el Estrecho sino la costa portuguesa liberada y sobre todo la africana, por la que cada vez más convoyes llevaban refuerzos al Sáhara.

Al Gajuchi digo Motril lo asignaron a la segunda flotilla que estaba encabezada por el cañonero minador Vulcano, comandado por el capitán de navío Don Jacinto Freire, que también ostentaba el mando de la agrupación. Al Motril lo acompañaban otros tres cañoneros de la misma serie: el Noya —el Primeraco por ser el cabeza de la clase—, el Mahón —también heredó el apodo y pasó a ser el Quesito— y el Somorrostro, alias el Chapela. Es decir, una flotilla como Dios manda con cuatro barcos modernos, no muy rápidos pero que tenían mucho que decir. Además el Vulcano era el mejor de los escoltas de la Armada: ya de origen había salido muy bueno y solo desmerecía por su limitada velocidad. Había tenido la no sé si mala o buena fortuna de resultar averiado por una mina, y durante las reparaciones fue transformado en buque antisubmarino, sustituyendo sus armas por otras alemanas con más capacidad antiaérea, cargando una porrada de bombas antisubmarinas —como buen minador tenía espacio de sobra— y montando un retemé aun mejor que el del Motril. Empezaba otra fase de la guerra.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Ene 31, 2018 10:04 pm

De Globalpedia, la Enciclopedia Total.

Cañoneros antisubmarinos clase Noya

Los cañoneros de la clase Noya fueron construidos por encargo de la Armada Española durante la Guerra de Supremacía, al apreciarse la necesidad de una numerosa fuerza de buques de escolta que protegiese la navegación costera. Llevaron el nombre de pequeñas poblaciones portuarias españolas.

Historia

Durante la Guerra Civil Española los nacionales habían utilizado con buenos resultados gran número de «bous», es decir, barcos de pesca de altura, muchos de ellos bacaladeros diseñados para navegar por el duro Atlántico Norte. Al finalizar la guerra fueron devueltos a sus armadores, pero fueron de nuevo militarizados cuando España entró en la Guerra de Supremacía. Fueron destinados a proteger las costas españolas y especialmente la navegación costera en el Cantábrico, de gran importancia para el transporte del carbón asturiano que necesitaba la industria siderúrgica vizcaína.

Aun siendo unidades de circunstancias, se esperaba que diesen tan buen servicio como en la guerra civil, pero en el nuevo conflicto su rendimiento fue malo. Por una parte, se trataba de un grupo de barcos muy heterogéneo, conllevando dificultades de mantenimiento. Aunque los mayores contaban con un armamento de superficie poderoso, eran malas plataformas de tiro. Además carecían casi por completo de armamento antiaéreo, siendo presa fácil de los bombarderos británicos. Su velocidad limitada (que no superaba los 11 nudos) y la carencia de sistemas de detección modernos les impedían dar caza a los submarinos enemigos, y su armamento no podía compararse al de los destructores. En pocos meses se perdieron varios sin que consiguiesen causar daños al enemigo. Sin embargo la Armada Española solo disponía de unos pocos cañoneros que tampoco eran adecuados para la lucha antisubmarina, como demostró la pérdida del Eolo en el Golfo de Cádiz. Fue preciso mantener las flotillas de bous en el Cantábrico hasta que pudiesen ser sustituidos por buques especializados.

La Armada, conocedora de las deficiencias de los citados buques auxiliares, solicitó a la industria nacional la construcción de unidades especializadas en la lucha antisubmarina y en la protección del tráfico mercante. Por exigencia del Ministerio de Industria, Comercio y Armamentos los nuevos escoltas no debían ser construidos en astilleros militares, que se reservarían para barcos de mayor porte, sino por la industria civil, que ya tenía alguna experiencia en ese campo tras la construcción de cañoneros y guardacostas para México. Los nuevos buques debían basarse en los bacaladeros, no solo por su proverbial buen comportamiento con mala mar, sino por su facilidad de construcción, en ser unidades conocidas, y pensando en transformación en pesqueros tras la guerra. La Armada exigió una velocidad superior a 16 nudos, la mínima para poder luchar contra los submarinos enemigos.

Los astilleros Echevarrieta y Larrinaga presentaron el proyecto de un buque de escolta de sesenta metros de eslora y mil toneladas de propulsión diésel aunque podía admitir otras plantas motrices. Aunque inicialmente se dijo que se basaba en un bacaladero, posteriormente se supo que estaba inspirado en las corbetas antisubmarinas inglesas de la clase Flower, algunas de las cuales estaban siendo construidas en Francia y a cuyos planos había tenido acceso Horacio Echevarrieta, que buscaba congraciarse con el nuevo régimen tras sus relaciones con partidos de izquierdas. Incluso el armamento era similar a las Flower. Las principales diferencias estaban en el tamaño, algo mayor (mejorando ostensiblemente su comportamiento), en la superestructura y en la propulsión, ya que debían estar movidas por motores diésel más compactos, en lugar de llevar las plantas de vapor de las corbetas Flower. Sin embargo, las dificultades en el suministro de los motores hicieron que parte de los cañoneros construidos fuesen movidos por máquinas de vapor de triple expansión. Dependiendo del tipo de propulsión y del estado de los motores la velocidad variaba entre 15 y 17 nudos. También sufrió modificaciones el armamento según la disponibilidad, y algunas unidades llevaron cañones de 10,2 cm recuperados de otras unidades de la flota, incluyendo el acorazado Jaime I. Los nuevos buques fueron construidos en un plazo muy breve, y el Noya fue entregado a la Armada el 11 de agosto de 1941, siendo destinado a las fuerzas de vigilancia del Estrecho de Gibraltar.

Los Noya, al contrario que las corbetas Flower, resultaron ser barcos cómodos y marineros, apreciados por sus dotaciones. Su llegada al Estrecho de Gibraltar se acompañó de repetidos éxitos: el 17 de noviembre de 1941 los cañoneros Noya y Villajoyosa hundieron al submarino inglés P32 frente a Tarifa. En el Cantábrico, su pesado armamento les permitió combatir a las lanchas cañoneras británicas o a los aviones del Mando Costero. A medida que entraban en servicio nuevas unidades, fueron empleados en otras misiones, como lucha contra minas (hasta que fueron sustituidos por los dragaminas de las clases Guadiaro y Muga) o la vigilancia costera. A partir de 1943 se sustituyó el armamento en las unidades nuevas y en algunas de las antiguas para aumentar la capacidad antiaérea y antisubmarina. Se reemplazó el cañón de 10,5 cm por un montaje doble de 3,7 cm y se instalaron lanzacohetes antisubmarinos del tipo «Alicante». También fueron equipadas con radiotelémetros y con equipos mejorados de detección submarina.

Aunque las características de estas unidades fuesen modestas su construcción acabó siendo el programa más ambicioso al que se había enfrentado la industria nacional y requirió un gran esfuerzo organizativo, similar al que en otro campo llevó a la creación de la Industria Nacional Santa Bárbara. Se creó la Empresa Nacional de Astilleros Españoles, de capital mixto, en la que se agruparon empresas como astilleros González-Llanos, Echevarrieta, Armada, Euskalduna, Vulcano y otros. Se procedió a la construcción de nuevas gradas y a la ampliación de las existentes, así como a la formación de personal técnico. La dirección de la nueva compañía fue encomendada a Don José Luis Aznar y Zavala, miembro de una familia de navieros y constructores navales. Las medidas de reorganización permitieron aumentar el ritmo de construcción que paso de seis unidades en 1941 a treinta y cuatro en 1944, además de los torpederos de la segunda serie de la clase García de los Reyes. Tal actividad constructiva excedió las capacidades de la industria siderúrgica española siendo preciso importar grandes cantidades de acero y metales no férricos de Francia y Alemania.

El buen resultado de los cañoneros de la clase Noya llevó a que la Kriegsmarine solicitase un lote de veinticuatro unidades, que fueron entregadas a lo largo de 1943 y 1944 a cambio de ocho submarinos oceánicos. Las unidades alemanas llevaban motores diésel y fueron empleadas en la costa atlántica y en el Mar del Norte. La Kriegsmarine quedó más satisfecha de los Kanonenboot 42 (como fueron conocidos los Noya en Alemania) que de los PA-1, las corbetas francesas de la clase Flower (constituyeron inicialmente la clase Arquebuse) que habían sido intercambiadas por submarinos del tipo VII. En 1944 la Kriegsmarine adquirió doce unidades adicionales directamente a la Armada Española, canjeándolas por el crucero antiaéreo Emden, que fue bautizado Blas de Lezo. Tras la guerra los barcos alemanes que quedaban fueron empleados como guardacostas hasta mediados de los años cincuenta. Ocho fueron transferidos a la marina finesa.

Al finalizar la guerra sobrevivían cuarenta y cuatro unidades. La Armada conservó las dieciocho en mejor estado, usándolas como patrulleros. El resto fueron vendidas a armadores civiles, que las utilizaron como buques de recreo, pequeños cargueros o incluso para el contrabando. Muy pocas fueron convertidas en pesqueros, a pesar de lo inicialmente planeado, porque su potente maquinaria las hacía antieconómicas en este papel.

Características

Longitud: 60 m (en la flotación).

Manga: 9,4 m.

Calado: 2,7 m.

Desplazamiento: 1.025 Tn a plena carga.

Propulsión: 1 motor diésel MAN, 2.500 HP, una hélice.

Velocidad: 16 nudos.

Autonomía: 4.000 millas náuticas a 12 nudos.

Dotación: 57 hombres.

Armamento: Original: Un cañón de 10,5 cm, 6 de 2 cm. Dos varaderos de cargas de profundidad con 20 cargas. Modificado: Dos cañones de 3,7 cm, cuatro cañones de 2 cm. Un lanzacohetes antisubmarino. Dos varaderos de cargas de profundidad con 24 cargas.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Ene 31, 2018 10:06 pm

Imagen

El Cañonero antisubmarino Noya en DeviantArt

Saludos

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Vie Feb 02, 2018 2:32 pm

Savely se separó jadeando. Se arrebujó bajo las mantas con cuidado pero no el suficiente: unas manos ansiosas recorrieron su abdomen hasta encontrar su sexo, y lo acariciaron hasta que respondió. Media hora después una sudorosa Annelie abrazaba a su inquilino.

—Fricis, mi Fricis ¿Qué te trajo a Berlín?

—¿Podrás guardarme un secreto? —respondió en un alemán vacilante.

—¿Secreto? ¿Qué ocultas? ¿Huyes de algo?

—Sí, Annelie. Huyo de una mujer. Una arpía que me acusó de ladrón porque un día la rechacé.

—Aquí en Berlín no podrá hacerte nada.

—Sí, Annelie, hasta aquí llega su mano. Era una rusa que llegó con los comunistas. Tu país y Rusia son amigos. Si la policía se entera de que me buscaban en Letonia me deportarán y allí me matarán.

—Mi pobre Fricis ¿Qué necesitas que haga?

Savely la besó con pasión fingida y luego dijo —Annelie, no quiero meterte en problemas. Jamás.

Annelie rio—. Savely, no serás el primero que se esconda en Moabit ¿Bastará con que no diga a la policía que te he alojado? Ya sabes que el chivato del cuartel no dirá nada.

Savely rio para sus adentros; sabía que Annelie sobornaba al informante con algunas tardes tórridas, y si no había declarado su huésped no era pro amos sino para evitar pagar impuestos. Aun así, mientras le besaba el cuello, le preguntó —¿Harías eso por mí, mi amor?

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Feb 05, 2018 10:12 pm

Capítulo 23

El espíritu agresivo, la ofensiva, es el factor que prima en cualquier aspecto de la guerra y el aire no es la excepción.

Barón Manfred von Richthofen


Relato de Franz Kinau

Aun siendo invierno el frío día era luminoso, y los catorce Bf 109 F-7/B2 aceleraron sus motores en la pista de Sint-Denijs. Los seis primeros se elevaron rápidamente, pero los de las otras dos «rotte», la mía y la del alférez Kléin, necesitamos una carrera mucho más larga, pues los aparatos estaban pesadamente cargados.

Durante el mes de febrero la guerra aérea sobre Gran Bretaña seguía con la misma o mayor intensidad. Solo el mal tiempo daba algún respiro a los ingleses, pero cuando las condiciones meteorológicas lo permitían, el cielo se llenaba con miles de aviones. En esa fase la guerra alineábamos contra los británicos casi cinco mil aparatos: dos mil cazas, mil quinientos bombarderos, un millar de cazabombarderos y de bombarderos en picado, y varios centenares de aviones de reconocimiento, de guerra de radio, transporte o rescate. No estábamos solos porque otro millar de aviones italianos y franceses cooperaban en poner a los ingleses de rodillas.

Sometida a presión abrumadora, la RAF había desaparecido del cielo. Los aeródromos del sur de Inglaterra eran impracticables, no solo por los bombarderos sino porque los mismos británicos, dándolos por perdidos, habían inutilizado las pistas con grandes zanjas: debían temer que en cualquier momento se produjese un asalto con paracaidistas y habían preferido destruirlas. Más al norte, Londres era sobrevolada día y noche. Las restricciones que nos habíamos autoimpuesto la libraban de bombardeos indiscriminados, pero las zonas señaladas como objetivos de valor militar recibían miles de bombas, y también eran machacadas las posiciones de la artillería antiaérea. No eran ataques terroristas porque se advertía a la población del riesgo que corría, tanto mediante retransmisiones radiofónicas como lanzando panfletos sobre las zonas amenazadas. Avisar antes de atacar nunca es buen consejo, y aparentemente permitía que los ingleses trasladasen ahí sus antiaéreos móviles. Pero una cosa es ser considerado y otra insensato. Los folletos advertían de ataques que podían producirse a lo largo de los siguientes quince días, pero sin avisar del momento concreto, ni si serían por un avión o por mil. Los servicios de espionaje decían que esas advertencias causaban grandes desbandadas de civiles aterrados ante un enemigo tan superior que podía permitirse anunciar sus intenciones. Esas evacuaciones espontáneas causaban tal disrupción en las industrias —pues muchas estaban situadas en barrios populares— que el criminal primer ministro Churchill estaba exhortando a los londinenses a que permaneciesen en sus viviendas como manera de demostrar la voluntad británica de resistencia. En realidad, el objetivo del primer ministro, que hacía gala del desdén que por sus inferiores sentía la aristocracia, era mantenerlos cerca de sus oficios y que no se perdiesen horas de trabajo.

Por desgracia para los inconscientes que escucharon sus palabras, la aviación del Pacto lanzó tres terribles bombardeos contra zonas industriales del este y del sur de la ciudad. Ataques similares sufrieron algunas de las principales ciudades costeras inglesas, especialmente la ciudad de Newcastle, que padeció un bombardeo incendiario como el que meses antes había arrasado Sheffield; la única diferencia fue que en esta ocasión se advirtió con antelación a sus habitantes. También fueron aplastadas por las bombas Plymouth, Southampton y Chatham; las cuatro desgraciadas ciudades fueron escogidas por sus grandes astilleros. En esos momentos, ya sabíamos que si Inglaterra aun resistía era por el mar. Tenían tal necesidad de buques mercantes y de escolta que habían paralizado las obras en buques de guerra enormemente necesarios, fuesen acorazados, portaaviones o cruceros. Algunas instalaciones se estaban dedicando casi exclusivamente a los buques averiados; aun así calculábamos que dos millones de toneladas esperaban a ser reparadas.

En el centro de las desafortunadas ciudades no había astilleros, pero sí oficinas de administración, almacenes y centenares de pequeños talleres en los que se producían componentes. Afortunadamente para los locos que se quedaron en las malhadadas localidades, el estilo de construcción inglés con extensos barrios de casitas bajas era menos susceptible al fuego que los centros medievales de las viejas ciudades continentales. Aun así, en Southampton y en Newcastle se declararon furiosos incendios que arrasaron gran parte de sus cascos históricos.
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