Moderador: Ramcke
Se ha escrito mucho sobre la captura del fuerte belga de Eben Emael por los paracaidistas alemanes, el 10 de mayo de 1940. Esta operación supuso el empleo por vez primera de planeadores y cargas huecas, al mismo tiempo que demostró que era posible lanzar paracaidistas tras las líneas enemigas. El entrenamiento, secreto, precisión y velocidad, amén del factor sorpresa, convirtieron a estos hombres en letales, sembrando el caos entre los soldados belgas. Sin embargo, hay que subrayar que estos paracaidistas eran parte de un grupo mayor: El Sturmablteilung Koch (Grupo de Asalto Koch), la élite de la Luftwaffe en 1940, cuya misión no fue sólo tomar Eben Emael, sino también los tres puentes sobre el cercano canal Alberto: Veldwezelt, Vroenhoven y Kanne. El éxito del ataque a Bélgica y Francia dependería de la rápida conquista de esos puentes. El objetivo del presente libro es mostrar cómo fue planeado y ejecutado el asalto a los puentes del canal Alberto. Y todo ello no solo a través de un texto apoyado en documentos, archivos y testimonios, sino también mediante muchas fotos jamás publicadas hasta hoy. Cada detalle, desde la creación del Grupo de Asalto Koch, hasta el ataque final, ha sido minuciosamente analizado, tomando como referencia las mejores fuentes, así como testimonios de soldados belgas y alemanes.
En el año 1954 se publicó en Alemania Letzte Briefe aus Stalingrad (Las últimas cartas de Stalingrado), un libro que recogía los fragmentos de 39 cartas escritas y remitidas por militares alemanes en los últimos días de la batalla por la ciudad de Stalin, que costaría la derrota aplastante del VI Ejército alemán. Según el editor del libro, las autoridades nazis, por orden directa del Cuartel General del Führer, confiscaron las últimas siete sacas que pudieron ser transportadas desde el cerco; los contenidos fueron estudiados y censurados y las cartas nunca llegaron a sus destinatarios.
Años después, los documentos reaparecieron en los archivos militares de Potsdam, de donde fueron recuperados para su publicación. Era un material histórico y literario impactante, vinculado a una de las batallas más sangrientas y trascendentales de la guerra en el teatro europeo; incluso se la podía considerar como la más importante, la que marcó el cambio de rumbo, aunque hasta agosto de 1943—tras la batalla de tanques de Kurks—no se tuvo una primera idea de la auténtica dimensión del desastre alemán de unos meses antes. Tenía todos los ingredientes para conmover a los lectores alemanes: un cerco infernal, un aislamiento absoluto en medio del frío, del hambre, de la guerra; la suerte ineludible ante el avance del enemigo; las horas contadas a la espera de una muerte segura.
La historia que rodeaba a los documentos era casi increíble; las imágenes evocadas producían escalofríos; el recuerdo de Stalingrado, aunque silenciado en muchos lugares y ocasiones, continuaba lacerando a la sociedad alemana de posguerra. ¿Quién no tenía un amigo, un familiar, un conocido, que quedó allí, en la estepa rusa, ante la ciudad en ruinas? Sin embargo, no eran las últimas cartas de Stalingrado; era algo diferente: eran las cartas que quizá habrían podido escribir los soldados encerrados en la bolsa de Stalingrado, pero que no lo hicieron. No era exactamente una falsificación, pero tampoco eran documentos auténticos.
¿Qué había ocurrido? Al parecer, los fragmentos de cartas habían sido escritos por un corresponsal de guerra alemán, Heinz Schroeter (o Schröter), destacado en la zona, que conocía bien las actitudes, pensamientos y sentimientos de las tropas de su país.1 Partiendo de la observación y de las notas tomadas sobre el terreno—y, quizá, conociendo materiales documentales originales, es decir, cartas auténticas de los soldados—, habría confeccionado el libro, que circuló durante un tiempo con el sello de autenticidad y certeza. Fue traducido a diferentes idiomas y gozó de una recepción notable, e incluso se hizo una versión teatral, a cargo de Matthew Mills, y una cantata compuesta por Elias Tanenbaum.
Por su parte, Antony Beevor, especialista en la batalla de Stalingrado, identificaba a Heinz Schröter como «un oficial joven antes adscrito a la compañía de propaganda del VI ejército para escribir un relato épico de la batalla»,2 que habría copiado fragmentos de la correspondencia que el capitán conde Von Zedwitz retenía para censurarla. Sin embargo, Beevor reconocía que, en la actualidad, los documentos eran considerados «falsificaciones». Sin embargo, son falsificaciones a las que se les reconoce un fondo de autenticidad, y buena prueba de ello es que Beevor no las descartó radicalmente para elaborar su obra sobre Stalingrado. En otros términos, el documento en sí era un engaño, pero no el contenido. Éste reflejaría con fidelidad lo que pensaban y escribían los soldados alemanes en sus cartas auténticas, muchas de las cuales se pudieron recuperar de archivos públicos y privados.
Más recientemente, otro caso parecido suscitaba las mismas dudas y preguntas. En 2003 se publicaba en Alemania Eine Frau in Berlin,3 el diario de una mujer sin nombre, en el que reflejaba la caída de la ciudad y la ocupación soviética, sin ahorrar detalles sobre los bombardeos, las violaciones, el hambre, la violencia de las tropas ocupantes, etc. Después de unas semanas de estar en lo más alto de las listas de libros de mayor éxito, la crítica historiográfica alemana desveló la impostura y le negó el valor «como documento de la memoria».4 Para llegar a este punto de no retorno en relación al libro, señalaba Peiró, «el historiador ha sabido transformar el proceso sobre el pasado rememorado en un proceso de la historia del relato, situándolo en el abrumador contexto dela asimilación del pasado nazi por la conciencia pública alemana».
¿Ocurrió lo mismo con la edición de 1954 de Las últimas cartas de Stalingrado? Podría hacerse una lectura paralela, en la que Schröter, de forma anónima, reescribió una parte de la historia de Stalingrado, la más directamente vinculada a la memoria personal, en un proceso que Peiró llama «la reutilización de una memoria desplazada de su pasado». Caminando por el filo de la navaja, Schröter podría alegar que no inventó, sino que re-escribió a partir de unos materiales originales auténticos que, en su mayoría, se habrían perdido tras la derrota en la batalla, pero que él conoció como oficial de prensa destacado en el escenario bélico.
De hecho, estamos ante algo no auténtico pero creíble. Las explicaciones acerca del destino de las sacas, el uso que hizo el Estado Mayor de sus contenidos para conocer el estado de ánimo y opinión de las tropas encerradas en Stalingrado, etc., le dan una verosimilitud que permite leer los textos desde una nueva perspectiva: quizá no son auténticos, pero reflejan con gran exactitud lo que ocurrió. Quedan impugnados como fuente documental para el historiador; sin embargo, tienen un valor de «recreación» de testimonios ciertos. Y si los contextualizamos correctamente, podemos llegar a leer Las últimas cartas de Stalingrado como si de un texto auténtico se tratase.
No olvidemos que Schröter no era historiador, sino un escritor y periodista con un pie en la realidad histórica y otro en la ficción. Podía permitirse la licencia, por decirlo de alguna manera, pero ¿podía hacer lo mismo un historiador como Antony Beevor, quien destacaba de su propia obra, justamente, la aportación documental novedosa proveniente de fondos y archivos poco o nada conocidos, pero perfectamente auténticos? Lo hizo con la honestidad de reconocer el origen dudoso del material y contextualizándolo para mostrar la coherencia entre lo que escribió —a posteriori— Schröter y la dura realidad del cerco y caída del VI Ejército alemán en Stalingrado.
Las últimas cartas de Stalingrado no son verdaderas, pero pudieron ser bien ciertas. Desde la extraña condición de «narración creíble»,7 el libro de Schröter nos acerca a una parte de la «verdad» de Stalingrado, la que padecieron miles de soldados en el kessel antes de desaparecer en la derrota definitiva.
Sobre el origen de las «Últimas cartas de Stalingrado» se podría escribir una historia novelesca, la historia de la superorganizada burocracia del partido y de la guerra, con sus censores, sus esbirros y sus espías. Porque las cartas, desde su salida del infierno de Stalingrado, pasaron por todas las oficinas de dicha burocracia. Mediante aquéllas se pretendía conocer «el estado de ánimo de la fortaleza de Stalingrado» y, con este fin, del Cuartel General del Führer partió la orden de confiscar la correspondencia.
Dicha orden fue transmitida a la Oficina de Revisión de la Correspondencia de Campaña del Ejército, como disposición del Mando Supremo de éste. Cuando despegó el último avión de aquel infierno, en NovoTcherkask, se confiscaron siete sacas de correo. Ocurría ello en enero de 1943. Las cartas fueron abiertas, se borró en cada una de ellas el nombre del remitente y el del destinatario, se clasificaron de acuerdo con su contenido y se remitieron al Mando Supremo del Ejército en legajos cuidadosamente atados.
La Sección de Información del Ejército cuidó de la interpretación estadística del «estado de ánimo» clasificando las cartas en seis grupos. El resultado obtenido fue el siguiente:
A. Favorables a la dirección de la guerra 2,1%
B. Dudosos 4,4%
C. Escépticos 57,1%
D. Opuestos 3,4%
E. Sin actitud determinada, indiferentes 33%
Después de la interpretación estadística y conocimiento de sus resultados, las cartas, con la correspondiente documentación sobre Stalingrado, instrucciones del Führer, decisiones e informes,fueron puestas bajo la custodia de un comisario del partido con el encargo de escribir un libro documentado sobre la batalla del Volga. El Mando Supremo de Guerra Alemán habría dado con gusto su visto bueno, pero el lenguaje de los documentos era inequívoco. Por esta razón el libro fue prohibido. «¡Intolerable para el pueblo alemán!», falló el ministro de Propaganda.
Después, las cartas auténticas se trasladaron al Archivo Militar de Postdam, donde fueron puestas en seguridad pocos días antes de la toma de Berlín y de donde habían de ser definitivamente recuperadas en nuestros días.
23. Waffen-Gebirgs-Division der SS "Kama" (kroatische Nr.2)
Segunda formación de voluntarios bosnio musulmanes cuya puesta en pie comenzó en junio de 1944 y que debía lista para el servicio activo antes de concluir el año. La 13. Waffen-Gebirgs-Division der SS “Handschar” tendrá que entregar una buena cantidad de oficiales, suboficiales y equipo para instruir adecuadamente a estos nuevos reclutas. Su zona de instrucción se trasladará del noreste de Bosnia a la Vojvodina, al sur de Hungría. La falta de material y de armamento dificultaba la instrucción de estos hombres. Además, el avance de las tropas partisanas de Tito reducirá drásticamente el número de voluntarios temerosos de dejar a sus familiares solos ante el avance enemigo.
La firma de la paz de Rumanía y Bulgaria con la Unión Soviética cambió drásticamente el equilibrio de fuerzas. Con los rusos acercándose con rapidez al Danubio, se decidió disolver a la Kama y enviar a bosnia a todos los soldados musulmanes, mientras que el personal germano se usará para forman una división de Volksdeutsche húngaros, la 31. SS-Freiwilligen-Grenadier-Division. No obstante, un grupo de musulmanes quedará enrolado para octubre en una entidad de compromiso para frenar el avance ruso sobre territorio magiar, el Kampfgruppe ”Syr”, bajo el mando del segundo regimiento de cazadores de montaña de la Kama. Con ello finalizarán las aspiraciones de Himmler de constituir un ejército con dos divisiones bosnias, dos albano-kosovares, reforzadas con la 7. SS-Freiwilligen-Gebirgs-Division “Prinz Eugen”.
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