Milicias
2 de Julio de 1941
Toda Palestina estaba en ebullición, con los árabes atacando los escasos asentamientos judíos, que resistían con la fuerza que da la desesperación. Pero en los poblados árabes también había estallado la violencia, con los clanes familiares rivales peleando por conseguir más poder.
Uno de los clanes con mayor influencia era el de los Husseini. Tradicionalmente uno de sus miembros había sido Gran Muftí de Jerusalén, cargo religioso y judicial que proporcionaba gran ascendiente sobre la comunidad musulmana. El actual líder del clan, Amin al-Husseini, había accedido al puesto de Muftí con el apoyo inglés: aunque obtuvo el menor número de votos en la elección el comisionado inglés deseaba que el clan Husseini equilibrase el poder del clan Nashashibi y apoyó la designación de Amín. Sin embargo el recién nombrado Muftí estaba influido por el panarabismo y era ferozmente antisionista, y se distanció de sus amos ingleses cuando no expulsaron a los inmigrantes judíos de Palestina. El Muftí agitó la rivalidad religiosa entre judíos y árabes en el Muro de las Lamentaciones. La tensión llevó a la violencia y finalmente desembocó en el motín de 1929, durante el cual perdieron la vida centenares de árabes y judíos. Aunque los ingleses sospechaban del papel de Amin, el Muftí no fue acusado y prosiguió con sus actividades.
Sin embargo los avatares de la política en Palestina hicieron que el clan de los Husseini perdiese poder en los primeros años treinta. Como respuesta Amin usó los fondos religiosos que controlaba para financiar organizaciones secretas vinculadas a su clan, que organizaron en 1936 una huelga general que degeneró en una sublevación armada. La revuelta no fue sofocada hasta tres años después y costó miles de vidas. Amin al-Husseini tuvo que escapar al Líbano y luego a Siria mientras su sobrino Abdelkader al-Husseini atacaba a los británicos y a los judíos pero, sobre todo, a otros árabes: casi un millar, pertenecientes a clanes rivales, fueron asesinados durante la revuelta. Mientras estaba exiliado en el Líbano Amin al-Husseini mantuvo contactos con fascistas italianos y con representantes nazis, hasta que los franceses animaron a su incómodo huésped a cambiar de aires. Al-Husseini escapó a Irak, donde se reunió con su sobrino Abdelkader, que había tenido que huir de la policía inglesa.
El triunfo alemán en Suez y la ocupación de Palestina podía ser la ocasión para que el clan Husseini consiguiese la primacía, pero solo si actuaban deprisa. Tenían que encabezar el movimiento árabe palestino antes que algún otro clan rival lo liderase. Si eso ocurría serían los Husseini los que tendrían que escapar de la venganza de sus rivales. Amin y Abdelkader se reunieron con sus seguidores, exiliados en Irak como ellos, y contrataron a unos cientos de bandoleros, a los que llamaron Ejército de la Guerra Santa. Abdelkader se autotituló general del Ejército Santo.
El Ejército Santo inició su viaje a Palestina saqueando a los cristianos de Nínive, consiguiendo un botín que permitió pagar las primeras soldadas de los mercenarios y hacerse con una pléyade de vehículos de todo tipo. La abigarrada caravana siguió la carretera del oleoducto Mosul – Haifa, dejando atrás los restos de los refugiados que intentaban reunirse con el ejército británico de Mesopotamia y que tuvieron la mala fortuna de toparse con la columna. Los mercenarios se regodeaban especialmente cuando los prisioneros eran europeos, seleccionando a las mujeres rubias para divertir a los bandoleros antes de matarlas.
Cuatro días y cientos de violaciones después el Ejército Santo llegó al río Jordán y entró en Palestina. Para los Husseini era crucial llegar cuanto antes a Jerusalén, pero también urgía conseguir alguna victoria contra los odiados judíos como las que ya habían conseguido otros clanes árabes. Aunque lo más fácil parecía ser atacar alguna colonia cercana a Jerusalén, donde la familia Husseini tenía más fuerza, el Muftí había oído que los alemanes estaban desarmando a las milicias árabes y prefirió no arriesgar a su pequeño ejército. Finalmente resolvió dirigirse a Jerusalén con algunos de sus seguidores, y que su sobrino Abdelkader conquistase una colonia judía en Galilea.
Abdelkader se dirigió a Safed, pero cuando llegó los árabes locales habían expulsado al millar de judíos ortodoxos que la habitaban, y solo pudo robar y matar a algunos de los rezagados. Cerca estaba Tiberiades, pero la ciudad albergaba a varios miles de judíos y era un hueso demasiado duro que roer. Finalmente se resolvió por atacar Degania. Era una pequeña aldea situada a orillas del lago Tiberiades que no ofrecería demasiadas dificultades para sus rudos mercenarios. Además Degania tenía valor simbólico: había sido el primer kibbutz fundado en Palestina y su destrucción simbolizaría el fin de la colonización judía en tierra árabe. El coronel se puso en contacto con Hassan Salameh, uno de sus compañeros de las luchas de 1937, que reclutó a varios cientos de árabes ansiosos por hacerse con botín, y se dirigieron hacia Degania.
Degania estaba formada por tres asentamientos y había crecido hasta los tres mil habitantes al refugiarse en ella los habitantes de las pequeñas colonias cercanas. Estaban dirigidas por un capitán que había sido el primer niño nacido en Degania llamado Moshe Dayán. Moshe era un veterano de la Haganá, la organización militar judía, lo que le había llevado a una prisión británica, de la que había salido para engrosar las filas de la Primera División Judía. Había vivido el desastre de Beersheba, cuando la 7ª División Panzer había roto las filas británicas, pero al contrario que muchos de sus compañeros la unidad de Dayán había escapado del cerco y se había retirado hacia Galilea con las tropas de Auchinleck. Durante la huída Dayán descubrió el rastro de horror que había dejado el fracasado intento de intento de evacuación británica. Por eso cuando Auchinleck rindió su ejército Dayán reunió unos camiones y los cargó de municiones, juntó a sus soldados y se dirigió hacia su aldea natal. El capitán Moshe Dayán no huiría más.
Sin embargo la desesperación no había restado ni un gramo a la experiencia del joven capitán que, en lugar de encerrarse a esperar la muerte, prefirió combatir a sus enemigos en el terreno que eligiese. Como Degania no tenía obstáculos naturales que la protegieran, dejó en la aldea unos pocos milicianos para guardarla. Con los camiones que tenía organizó una columna para luchar el mismo tipo de guerra móvil que habían practicado los alemanes. La población drusa actuaría como la red de vigilancia que le avisaría de los movimientos árabes.
Dos noches antes un druso había llegado diciendo que el coronel Abdelkader al-Husseini había reunido un ejército en Nazaret para destruir Degania. Casi al mismo tiempo varios árabes de localidades vecinas que preferían la amistad a la guerra confirmaron la alerta. Dayán organizó su pequeña columna y se dirigió hacia el Oeste.
El Ejército de la Guerra Santa había llegado a Nazaret tres días antes, pero los indisciplinados iraquíes se negaron a moverse más hasta que no recibiesen su soldada. Abdelkader despreciaba a los cristianos casi tanto como a los hebreos, y no le molestó secuestrar a los cristianos más ricos de la ciudad, obligándoles a cederle sus riquezas a cambio de la vida. Una vez obtenidos los fondos el coronel pensó que las promesas hechas a los politeístas no tenían valor, y ordenó matar a los cristianos y saquear sus casas. Sus tropas se dedicaron a perseguir a las mujeres cristianas hasta que al final la ciudad de Nazaret sobornó al coronel con veinte mil libras esterlinas para que se marchase.
La columna se puso en marcha casi a media mañana. Varias decenas de camiones tan sobrecargados que sus cajas casi tocaban las ruedas, y eran seguidos por una turba armada con escopetas de caza, pistolas y cuchillos.
El Ejército Santo rodeó el Monte Tabor por el Norte y se acercó a las ruinas humeantes de Kfar Tavor. Abdelkader envió una patrulla para inspeccionar la aldea, en la que solo había ruinas y cadáveres en descomposición. La columna siguió y atravesó el poblado circasiano de Kama, cuyos mientras sus habitantes se encerraron en sus casas. Luego sería su turno, pensó Abdelkader, pero primero tenía que aplastar a los judíos. La carretera ascendió las suaves lomas que les separaban del valle del Jordán, y empezó a descender por el fondo de un barranco. Abdelkader pensó que era el lugar ideal para una emboscada y envió patrullas para reconocer la carretera. Una hora después volvieron.
—Coronel, la carretera está libre.
—¿Y la aldea hebrea? —preguntó Abdelkader.
—No hemos visto a nadie. Hay una barricada en la entrada pero hay banderas blancas.
El coronel puso gesto de frustración: había pensado que Yavne’el sería un buen aperitivo para sus hombres, que podrían tomarla, solazarse durante la noche, y seguir hacia Degania la mañana siguiente. De todas formas valdría la pena pasar la noche ahí y saquear las casas: seguro que habría cosas de valor con las que contentar a sus hombres. Con suerte quedarían algunas mujeres.
La columna se puso en marcha y empezó a descender por la carretera, que tras una lazada atravesó un puentecito y pasó al otro lado del barranco. Siguió bajando por la ladera y finalmente llegó a un zigzag tras el cual estaba la colonia judía. El coronel miró con sus prismáticos y vio unos pocos maderos que obstruían la carretera, y varias banderas blancas en las casas, pero no observó movimiento.
Por desgracia el coronel Abdelkader sabía mucho de insurrección, pero su experiencia militar era limitada. No había ordenado que los camiones estuviesen separados y por ello cuando el vehículo de cabeza se detuvo los siguientes se fueron apelotonando tras él. Pocos metros por encima un joven, casi un niño, temblaba aferrando la bomba de mano. Estaba en un pozo de tirador cavado en una terraza de cultivo sobre la carretera. Una malla de cañas cubierta de ramas ocultaba la posición.
—Espera un poco más —le dijo un hombre que vestía uniforme británico adornado con la estrella de Israel.
Dayán pensaba que su pequeña fuerza no podría resistir indefinidamente a la muy superior fuerza árabe, por lo que había pensado propinar un golpe tan duro que a los supervivientes no les quedasen ni ganas ni fuerza para volver a intentarlo. Cuantos más árabes entrasen en la trampa, mejor.
Los camiones siguieron cruzando el puentecito y adentrándose en el barranco, mientras la cabeza de la columna seguía detenida. Finalmente el coche de cabeza empezó a moverse. Dayán pensó que había llegado el momento. Tomó una bomba de mano y la lanzó al camión que tenía debajo. Quedó corta y rodó bajo el camión.
La explosión de la bomba retumbó en todo el valle. El chasis del camión protegió a sus ocupantes de parte de la metralla, pero poco importó: el depósito de combustible estalló y cubrió la caja de gasolina ardiendo. Los árabes empezaron a saltar con la ropa en llamas mientras otras bombas de mano estallaban entre ellos.
A lo largo de toda la ladera los judíos levantaban la cubierta de sus pozos y tiraban granadas y bombas de gasolina a la carretera. Por detrás una carga explosiva destruía el pequeño puente. El coche de cabeza aceleró para tratar de escapar, pero pisó una mina antitanque que lo deshizo. A retaguardia de la columna dos ametralladoras Vickers empezaron a disparar. Emplazadas en lo alto del barranco, una disparaba contra la carretera y los camiones. Otra de ellas cubría el talud sobre el cual estaban las posiciones hebreas, barriendo a los pocos árabes que trataban de contraatacar. Las Vickers, refrigeradas por agua, eran armas pesadas y de aspecto obsoleto, pero podían lanzar una lluvia continua de proyectiles, y es lo que estaban haciendo.
Uno tras otro los camiones se incendiaban atrapando a los árabes que trataban de refugiarse en ellos. Los que saltaban eran víctimas de las granadas y de las ametralladoras. Finalmente los combatientes el Ejército de la Guerra Santa comprendieron que quien se quedase en la carretera era hombre muerto, e intentaron escapar por la ladera contraria. Saltaron de la carretera hacia el barranco… que era un laberinto de alambre de espino y estaba sembrado de minas. Los pocos árabes que conseguían cruzar eran blancos sencillos para los fusileros hebreos.
Durante veinte minutos las armas siguieron disparando hasta que los judíos, hartos de matar, fueron deteniendo el fuego. Los árabes supervivientes tiraran las armas y levantaran las manos. Los hombres de Dayán bajaron a la carretera con expresión torva: habían visto lo ocurrido en Jaffa, y demasiados amigos y familiares habían perecido en Safed y Tavor.
Los prisioneros eran registrados y los que estaban desarmados eran liberados, advirtiéndoles que si volvían les matarían. Pero a los que se resistían, a los que no parecían palestinos, a los que escondían armas o a los que se les encontraban objetos producto de saqueos se les llevaba al barranco y se les ultimaba de un disparo.
El coronel Abdelkader yacía en los restos de su coche, sangrando por una herida en el abdomen, se levantó a duras penas. A lado suyo estaba el cadáver decapitado de Salameh. Un judío lo apuntó con su fusil, le obligó a arrastrarse fuera y a apoyarse en los restos de su coche.
El coronel dijo en inglés—. Soy el coronel al-Husseini.
El soldado judío le golpeó con el cañón del fusil—. ¡Calla, basura! —El judío le seguía apuntando mientras otro le registraba. Primero encontró un ejemplar del Corán manoseado y luego una bolsa que cayó al suelo, abriéndose y dejando escapar un fajo de billetes.
—¡Capitán, mira lo que lleva este tipo!
Dayán se acercó al herido y vio que el herido llevaba un uniforme extraño hecho jirones, con estrellas en las hombreras—. Así que tú eres el asesino de Nazaret. Aquí sabemos tratar a los de tu calaña —dijo. Uno de los milicianos lo arrastró hacia el barranco.