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Moritz

Sab Oct 06, 2007 2:49 am

Llegamos a las afueras de Sant Marie de la Riviere el 25 de Julio.

Hacía más de un mes que conocía la guerra de verdad, desde que nos habían soltado en Normandía, y ya estaba acostumbrado a la muerte; tan acostumbrado como para que un cadaver más o menos comenzara a importarme un bledo, fuera como fuera la manera en que hubiera muerto.

En aquel corto periodo de tiempo había pasado de tirarme al suelo al más mínimo ruido a poder calcular mentalmente la trayectoria de un proyectil de artillería, a saber cuando estaban pegando lejos o cuando los sartenazos se acercaban peligrosamente. Cualquiera diría que había aprendido a controlar mi miedo, pero no era así, miedo y control son términos diametralmente opuestos. Lo que había aprendido a controlar eran mis energías, y a no malgastarlas en situaciones de alerta que sólo existían en mi cabeza, ni a dejarme contagiar por el nerviosismo de los novatos. Y teníamos una buena cantidad de novatos en aquellos días; no dejaban de llegar reemplazos con los que sustituir a los que se habían quedado en Bloody Omaha.

Parejo a ello había desarrollado una insensibilidad que en otras circunstancias se habría calificado de preocupante. Había visto en un mes y medio tal cantidad de destrozos y muertes como para ni siquiera mirar de soslayo a un cadáver tendido en una cuneta, o pararme a fisgonear los restos humeantes de un blindado y sus tripulantes carbonizados. Formaban parte del paisaje de la guerra, estaban tan indivisiblemente unidos a él como los árboles destrozados, los cráteres de los obuses, el cielo siempre oscurecido por el humo, las pesadillas una vez por semana y la misma muerte. No había nada nuevo en todo ello.

Sin embargo Sant Marie de la Riviere fue algo distinto. Nuestra artillería y aviación se habían empleado a fondo en el pequeño pueblo, y no había sido porque la población fuera un objetivo estratégico importante. No dejaba de ser un pueblo más, como otras decenas de pueblos, pero le había tocado a él. Al llegar nos enteramos del motivo; por la pequeña carretera que atravesaba la población había intentado huir todo lo rápido que podía una columna acorazada alemana, una de las muchas que intentaban salir de Normandía hacia cualquier lado. El caso era salir, hacia donde era algo puramente improvisado. Cuando un frente entero se hace polvo como un azucarillo es cuando llega el momento de salir corriendo. Ya habrá tiempo de preguntar hacia donde se corre.

Primero fueron los chicos de la aviación los que se dedicaron a atacar a la columna. Durante casi tres horas oleada tras oleada de Thunderbolts y Tempest habían dejado caer todo lo que tenían encima de los Fritz. Después, cuando a los pobres desgraciados se les acabaron las ganas o el espacio para correr, fue nuestra artillería la que les atizó con todos los calibres útiles posibles. El resultado fue que Sant Marie de la Riviere y una columna de al menos treinta vehículos blindados se habían convertido en una única ruina humeante.

Cuando entramos en el pueblo, y según comenzamos a atravesar lo que antes habían sido calles, nos mirábamos con extrañeza. No había en todo la población una sola alma. O habían tenido suerte y habían huido en previsión de lo que se avecinaba o, sencillamente, habían sido volatilizados o enterrados junto con su pueblo. Sin embargo, tan pronto como nos acercamos a los restos de la columna alemana el olor a muerte se hizo insoportable.
No podías mirar a ninguna parte sin tropezarte con un cadáver o un resto de alguno. La mayoría de ellos aún humeaban, igual que los vehículos que unas horas antes les habían transportado. El hedor a gasolina, carne quemada y explosivos, todos ellos mezclados en una espectral neblina que se movía lentamente siguiendo al viento, era tan profundo que me bajé de mi vehículo y vomité hasta la primera papilla.

-¿Está usted bien, Sargento?-

Apenas puede mover la cabeza afirmativamente y con un gesto de la mano tranquilizar al soldado que se preocupaba por mi estado de salud. La verdad es que ambos gestos eran un eufemismo. Estaba tan lejos de estar bien que ni siquiera podía recordar lo que significaba estar bien. Sólo me había sentido tan mal por la tarde del 6 de Junio, cuando definitivamente conseguimos salir de nuestro sector de Omaha. Recuerdo que me senté sobre un pedazo de cemento armado que antes había formado parte de un bunker y me puse a temblar, después vomité. Y lo más extraño del caso es que ni siquiera había desayunado aquella mañana, pero vomité el mundo entero.

No sin esfuerzo conseguí recomponerme y asentar el cuerpo. Busqué en mis bolsillos un pañuelo, que de sucio y arrugado podríá haber sido cualquier cosa menos un pañuelo, volví a nuestro semioruga, abrí un depósito de gasolina y lo empapé en ella; después me lo puse tapándome la nariz y la boca. Prefería el pestazo a gasolina a aquel olor.

Cuando el resto del pelotón se bajó del vehículo comenzamos a inspeccionar el pueblo. Nada, nada y un silencio sólo roto por el crepitar de los fuegos aislados. Absolutamente nada que no fueran restos de chatarra que meses antes habían sido el orgullo del arma acorazada alemana. Y muertos, decenas y decenas de muertos. No pude evitar una sonrisa al ver un Panther. Había sido levantado del suelo por la fuerza expansiva de una explosión y estaba tendido de costado. Lo cómico del asunto era que había ido a caer encima de un pobre Fritz, aplastándolo como a una patata cocida. Lo único que se podía ver del tipo eran las botas, que sobresalían de debajo del casco del tanque.

-Hay que joderse-, pensé, -salir corriendo para que te caiga un tanque encima. Valiente manera gilipollas de morir.-

-Mala suerte, amigo.-, oi decir al cabo Di Luca al pasar junto a la escena. Di Luca era un fatalista y siempre lo fue. No había parado de decir -mala suerte, amigo- desde que nos embarcaron. Le tocaba ser cabeza del pelotón y era -mala suerte, amigo-, si por el contrario formaba en la cola también era -mala suerte, amigo-, se encasquillaba el Garand y seguía siendo mala suerte. Cuando salió su número, en un huerto de un pueblecito alemán que tenía de sorpresa del pastel a un francotirador en lo alto de un granero, lo último que dijo fue eso, -mala suerte, amigo-. Pobre Di Luca, desde luego tuvo mala suerte, a la guerra no le quedaban más de quince días cuando faltó a formación definitivamente.

Allí estábamos, deambulando de acá para allá sin una idea clara cuando algo me detuvo en seco. En lo que parecía haber sido la plaza de Saint Marie de la Riviere (en el centro había algo que días antes podría haber sido una fuente), había un semioruga alemán, un Sdkfz, hecho papilla de sémola. Desde la distancia se podían ver los agujeros, estaba hecho un colador, pero de verdad. Le había caido encima una rafaga de buen calibre, tal vez de cañón de un Tempest. Pero no era eso lo que me llamó la atención y me hizo detenerme, a mí y al resto del pelotón.

Junto al semioruga destrozado estaba sentado un precioso pastor alemán; aún lleno de polvo y desgreñado tenía una planta magnífica. El animal estaba gimiendo muy bajo, tanto que ni siquiera le oímos antes de verle. Cuando se percató de nuestra presencia se incorporó y con un gesto de miedo se quedó mirándonos. Mi primera reacción fue levantar el fúsil y apuntarle, ni de los perros podía uno fiarse a aquellas alturas de la función, pero después de unos segundos de duda, y al comprobar que el animal no parecía violento bajé el arma y, muy despacio, me acerqué.

Me encontraba a unos pasos de él, me puse en cuclillas y extendí mi mano izquierda invitándole a olerme y el perro recuperó su valor y avanzó hacia mí. Aún desconfiado me olisqueó de arriba a abajo y por mi parte me atreví a acariciarle y rascarle detrás de las orejas. El pobre animal levantó la cabeza y me miró de esa manera en que a veces miran los perros, de ese modo que transmite todo un sentimiento desde sus negras pupilas redondas. Sonreí.

-Sargento, eso es confraternizar con el enemigo, ese bicho es un alsaciano, alemán auténtico, mi tía Dotty tenía uno igual. Se lo había regalado el señor Kurtzmann y...-

-Bishop, me importa una mierda la historia de su tía Dotty. Cállese.- Ordené sin volver la vista al soldado Bishop, Bishop el Bocas, como le llamaba todo el pelotón. Si había algo que quisieras que acabara sabiendo el mismísimo Adolf en Berlín sólo tenías que contárselo a Bishop y decirle que era alto secreto. Y siempre estaba hablando de su tia Dotty. Tanto hablaba de su tía Dotty que todo el mundo sospechaba que entre Bishop y su tía Dotty había habido algo más que una relación tía-sobrino. Bishop se cabreaba como un mono cuando alguien sugería la cuestión, y como decía Di Luca, el que se pica...

Me olvidé de Bishop y seguí acariciando al perro. Entonces, con mucho cuidado, como si temiera mi reacción, me mordió la manga de la guerrera y tiró de mí. Al principio con delicadeza y, ante mi sorpresa y resistencia, luego más insistente y nervioso. Me estaba pidiendo que le siguiera.

Entramos en el semioruga y me llevó hasta su parte delantera. En el asiento al lado del conductor había un soldado alemán muerto. El animal me soltó, se sentó en el suelo del vehículo y se quedó allí, mirándonos alternativamente al cadáver y a mi. Moví el cuerpo lo poco que pude y agarré las chapas de identificación. El Fritz era un veterano sargento de infantería, aparentemente tendríamos la misma edad, píntábamos las mismas canas en las sienes. No dejaba de ser curioso como la guerra igualaba las edades a todo el mundo. Podías tener veinte, treinta, cuarenta... se le terminaba quedando a todo el mundo la misma cara. La cara, el uniforme, las armas, las heridas, el dolor... en la jodida guerra todo iguala a todo el mundo. Aquel sargento y yo podríamos habernos cambiado el sitio y todo habría seguido pareciendo igual. Un día de estos tendré que dejar de pensar tanto y en tantas cosas. Al quitar las chapas al muerto el perro gimió de nuevo. Acercó el hocico al sargento muerto y le empujó, como invitándole a moverse.

Puse mi mano en la cabeza del animal en un gesto de consuelo.
-Está muerto, chico, no te molestes.-

Me miró y gimió de nuevo. Reparé en que llevaba un collar al cuello, colgaba de él una medalla en la que aparecía grabado un nombre, -Moritz-.

-Así que te llamas Moritz, ¿verdad?-

Ladró muy bajo, casi un gruñido, como respondiendo afirmativamente.

-Ven, Moritz, salgamos de aquí.-, le dije, y me siguió.

-Un chiste sobre el perro y el chistoso va a estar presentándose voluntario para patrullas de reconocimiento hasta que lleguemos al jodido Berlín.-, mascullé al pasar junto al pelotón mientras me dirigía hacía nuestro vehículo con el animal a mi lado. Ya en él rebusqué en mi mochila; seguro que tendría algo para Moritz. Encontré una lata de carne en conserva y se la mostré. La respuesta fue un relamido y un golpe con una de sus patas en mi mano.

Sonriendo abrí la lata mientras Moritz, cada vez más nervioso, daba vueltas a mi alrededor. Con un tenedor machaqué el contenido y le di de comer de mi mano. El pobre perro estaba hambriento, a saber cuando había sido la última vez que había podido comer algo decente, decente incluso para un perro.

Cuando hubo terminado nos quedamos los dos allí, él sentado a mi lado y yo acariciándole y dándole golpecitos amistosos en el lomo. En aquel preciso instante podría haber terminado la guerra y yo no me habría enterado. Recordé que siempre había querido tener un perro. Mi vecino, Steve Dugan, que había muerto cuando a su Dakota le habían acertado de pleno con un pepino del 88 sobrevolando las cercanías de Saint Mere Eglise, tenía un precioso Setter Irlandés, se llamaba Puck. Yo era un poco mayor que Steve, tres años más, se suponía que yo ya no era un niño, pero siempre le envidié por aquel perro. Steve tenía a su perro, y a sus padres, y también me tenía a mi y al resto de la pandilla de la Avenida Jefferson, pero yo estaba solo al volver a casa, y él no. Mi viejo se fue un día de 1931 a buscar trabajo y nunca volvió, y mi madre se mataba por unos pocos dólares a la semana durante 16 horas al día de lunes a sábado. Así que poco tiempo había en casa para -¿Qué tal la escuela Tommy?-, -¿Estás bien, Tommy?-, o, sencillamente, -Tommy.- No es que un perro sea capaz de sustituir a una madre, nada es capaz de sustituir a una madre. Había visto a tipos grandes como torres agarrarse las tripas y llamar llorando a su madre, otros sencillamente se morían diciendo -mama... mama...-, ninguno llamaba a su perro. Pero, que cojones, Steve al menos había podido hablar con su perro en la soledad oscura de su habitación. Yo me dormía imaginando una conversación con mi madre. Pobre mama.

-Sargento, reuna a su pelotón, nos vamos de aquí.- Sonó afuera la orden del capitán que me devolvía al mundo real.

Miré a Moritz, -tenemos que irnos, chico.-, le dije al notarle inquieto ante la voz desconocida, y bajé del vehículo para reunir a mis hombres. Él saltó y me siguió sin dejar de separarse de mi lado.

Pasado un rato ya estábamos todos arriba y Moritz no había subido. Se había quedado sentado al lado, pero no se decidía.
-Vamos Moritz, vamos chico, ven.-, le dije.

Moritz me miraba, y nervioso se volvía en dirección al semioruga donde se encontraba su dueño muerto.

-Moritz, vamos, aquí no hay nada. Vamos, ven, vamos... Moritz...-

Por última vez me miró. Era él quien me estaba diciendo ahora que me quedara, que a donde iba no había nada, que no merecía la pena. Moritz sí sabía cual era su lugar. No donde le ordenaran ir, aunque le engatusaran con una lata de carne, sino donde debía estar. Había más voluntad y certeza en él de la que podía haber en todos nosotros juntos.

-Ven, Moritz.-, insistí una vez más.

Lanzó un ladrido firme, se levantó, y después de darme un lametazo en mi mano extendida se dio la vuelta y echó a andar hacia los restos de su dueño. Llegó a allí y se sentó en el mismo lugar en que le había encontrado. Mientras nuestro vehículo arrancaba giró la cabeza y me miró por última vez mientras nos alejábamos.

-¿Qué pasa, sargento?-, preguntó alguién a mi espalda.

-Nada.-, respondí sin dejar de mirar a Moritz que ya casi desparecía entre una nube de polvo.

Me di la vuelta, me quité el casco, saqué un cigarrillo y lo encendí. Me quedé mirando el ascua humeante y sonreí.

-Estaba contemplando un rasgo de humanidad.-, comenté para después quedarme con mi cigarrillo y mis pensamientos.

Sab Oct 06, 2007 3:13 am

Un relato bien planteado. Un cuento de guerra en el cual se llega a oler el combate. ¿Hay una continuación?.

Dom Oct 07, 2007 2:32 am

Gracias por la crítica, Raoul. :)

No, realmente nunca me planteé una continuación pero... quién sabe.

Saludos.
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