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Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Jun 01, 2016 11:13 am

El canciller Von Brauchitsch agonizaba en el Hospital de la Charité. El mariscal fue a mostrarle sus respetos, algo lógico en un militar ante un superior, pero yo creo que realmente quería comprobar si se iba a morir de una vez. Viéndolo, no había ninguna duda. Un mes antes había sufrido una angina de pecho de la que se había recuperado en parte, e incluso había podido recibir al conde Ciano, el nuevo Duce. Pero al día siguiente había tenido un nuevo ataque que lo debilitó mucho, y tres días después una apoplejía. Desde año nuevo estaba inconsciente y lo poco que ingería era por una sonda de goma que le habían insertado. Aun así, su aspecto era horrible: macilento, con el aspecto de una momia, no lo hubiese reconocido de no saber quién era.

Tras la visita se reunió el gabinete. Von Papen felicitó al mariscal por su éxito en Portugal.

—Eric, no sé cómo agradecerte tu nueva victoria. No te imaginas el efecto que ha tenido por toda Europa. No hará dos meses todo el mundo daba por descontada nuestra derrota, y hasta nuestros mejores aliados buscaban la manera de abandonarnos. Ahora son todo alabanzas y parabienes. Tengo en mi despacho una bandeja llena de telegramas de los gobiernos europeos en los que te ensalzan y se ofrecen para lo que podamos querer.

—Gracias, Franz, pero no te voy a engañar: lo realmente meritorio hubiese sido conseguir ser derrotado en Portugal. Ni el general más incompetente hubiese sido capaz de evitar la victoria por mucho que se hubiese esforzado.

—Eso es lo que tú dices —repuso Von Papen—, pero yo todavía recuerdo esas ofensivas de la guerra anterior, en las que inútiles con grandes mostachos y monóculo nos prometían la victoria para acabar atrapados en la sangre y el barro. Además no ha sido solo lo de Portugal. En un par de semanas no quedará ni un inglés en el Mediterráneo, algo que está teniendo interesantes efectos no solo en nuestros aliados sino también en Turquía.

Schellenberg intervino, socarronamente—. Menos mal. No podemos vivir sin Turquía como aliado.

Von Papen iba a responder pero Speer se adelantó—. Walter, ya sabes que los minerales turcos son indispensables para nuestro esfuerzo de guerra. Necesitamos el hierro sueco, el níquel finés y el cromo turco.

—Gracias, Albert —agradeció Von Papen—. Además, y aunque no sea mi campo, Turquía tiene una envidiable posición estratégica, dominando los estrechos del Mar Negro y enclavada junto al Cáucaso soviético. Pero los turcos están atentos no solo a lo que ha pasado en Portugal y en el Mediterráneo sino a las operaciones en Mesopotamia. Las victorias de Rommel en Irak también son seguidas con gran interés por muchos pueblos asiáticos que anhelan su liberación.

Von Manstein respondió—. Rommel es un jefe excelente, pero os adelanto que no creo que pueda atrapar a los ingleses. Aunque haya bloqueado los accesos a Basora, Churchill ha presentado un ultimátum a Irán y sus tropas están ocupando la costa del golfo Pérsico. Por allí podrán evacuar a sus soldados sin excesivos problemas.

Von Papen sonrió—. Eric, cuando supe lo de Irán casi me pongo a saltar de alegría. Os aseguro que me dan ganas de condecorar a Churchill con la Cruz de Hierro por los servicios que nos presta. Está bien que quiera salvar a sus soldados, pero podría haber intentado hacerlo de manera menos ofensiva para los persas. Pero Inglaterra está acostumbrada a tratar a ese imperio milenario como si fuese otro de sus títeres y en lugar de actuar por la callada ha preferido imponerse ante el Sah. Sin pensar que así está mostrando su desprecio a las leyes internacionales. Los pocos países que mantienen su neutralidad están tomando buena nota de cómo interpretan los británicos las relaciones entre los pueblos.

Von Manstein discrepó—. Franz, tú has sido soldado. No podían dejar a sus hombres abandonados. Hubiese tenido tremendas repercusiones en la India.

—Desde luego —siguió Von Papen—, pero podría haberse hecho de otra manera. El Sah estaba en situación comprometida, pues a pesar de las simpatías que siente por nuestra causa está rodeado por el imperio inglés y el ogro ruso. Hubiesen podido hacer lo mismo simplemente ocupando la costa del Golfo Pérsico sin necesidad de ofender a los iraníes con ese ultimátum; yo ya había sugerido a un enviado que si el Sah se veía obligado a tolerar la ocupación parcial inglesa, nosotros íbamos a hacer la vista gorda pues comprendíamos la difícil situación del monarca, y que ya nos encargaríamos de expulsar a los británicos. Pero como he dicho Churchill ha preferido tratar al Sah como si fuese un lacayo. Todo eso para salvar a unos miles de soldados hindúes. Soldados que van a volver a su tierra derrotados y humillados y que se convertirán en germen de una revolución. Por si fuese poco, el conflicto que está creando con Irlanda…

—¿Qué ha pasado en Irlanda? No sabía nada —dijo Von Manstein.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Jun 01, 2016 11:19 am

—Es verdad. No recordaba que llevabas un mes fuera —repuso Von Papen.

El ministro relató lo que sabíamos. Poco antes de Navidad se había producido una gran explosión en un puerto escocés en la que había perecido un tal Mountbatten, que era primo del rey y amigo personal de Churchill. El estallido se había producido durante por un enfrentamiento entre los centinelas ingleses y supuestos militantes del IRA, una organización política y terrorista irlandesa con la que teníamos contactos.

Schellenberg intervino para decir que nosotros —por una vez— no teníamos nada que ver en el asunto, y que por lo que sabía, el sospechoso no estaba integrado en el IRA sino que solo era un simpatizante. Además no descartaba que la explosión fuese accidental, algo habitual en tiempos de guerra cuando no se pueden seguir los estrictos procedimientos de seguridad de épocas más tranquilas.

Von Papen siguió contando lo ocurrido. Los ingleses, seguramente por decisión de su Primer Ministro, habían actuado desmedidamente, enviando al Ulster una importante fuerza militar. Supuestamente era para evitar nuevos incidentes armados, pero los soldados ingleses se habían excedido y en unos choques que la prensa del Estado Libre de Irlanda había pregonado, habían asesinado a decenas de irlandeses católicos. El gobierno de Dublín había intentado mantenerse al margen, pero no había podido evitar que muchos antiguos miembros del IRA se desplazasen a la frontera para reiniciar la lucha de liberación contra el inglés. Se habían producido algunos atentados, a los que los británicos habían respondido brutalmente, hasta culminar en una nueva masacre de civiles. Lo realmente grave —grave para los ingleses, no para nosotros— era que la última matanza había sido en territorio irlandés, y además había sido filmado por unos cámaras. El escándalo estaba siendo de órdago. No solo había anulado el mal efecto que en Dublín había tenido la destrucción de Belfast la primavera anterior por nuestros bombardeos, sino que el gobierno presidido por De Valera había llamado a consultas a su embajador en Londres y amenazaba con romper las relaciones diplomáticas. También había soliviantado a la influyente comunidad irlandesa de Estados Unidos.

El enfado irlandés no había quedado solo en palabras. Un delegado que había viajado a Estados Unidos había entregado una nota a nuestro embajador en la que se indicaba que si Irlanda no había solicitado su entrada en la Unión Paneuropea era por temor a una invasión inglesa. En lo sucesivo De Valera iba a cesar cualquier colaboración con Londres, prohibiría que los ciudadanos irlandeses se alistasen en el ejército británico, y se reservaba la intervención en la guerra cuando la situación militar y sobre todo la naval lo permitiese. A cambio, solicitaba que la UP reconociese que el Ulster era parte de Irlanda.

—Es decir, que a Churchill no le ha bastado con Portugal y Turquía, y ahora ha tenido que insultar a Irlanda —dijo Von Papen—. Lo que os he dicho: cuando todo esto acabe, tendremos que premiarle con alguna medallita, o al menos ponerle una pensión.

Todos rieron la ocurrencia del ministro. Schellenberg intervino con una de sus sibilinas ocurrencias.

—Estoy pensando que lo que ha escrito De Valera no solo será interesante para nosotros. En Londres ese mensaje tendrá lectores muy atentos. Eric, ya sé cómo te estás esforzando en aumentar la seguridad de nuestras comunicaciones, pero pensé que nos convendría tener algún canal abierto para que los ingleses pudiesen fisgonearlo. Hará unos meses estuve hablando con el profesor Hackleber, ese protegido tuyo, y le pedí que idease un criptosistema que pareciese muy seguro, pero que tuviese algún error. Un pequeño fallo que permitiese a nuestros amigos del otro lado del Canal destripar los mensajes.

—Walter, los ingleses no son tontos y a estas alturas no se fiarán de tus juegos con la radio.

—Por eso le pedí al profesor que el criptosistema que idease fuese realmente difícil de superar, para que cuando lo consigan los ingleses se den palmaditas en la espalda felicitándose por lo listos que son. Luego pedí a los japoneses que hiciesen llegar una de las nuevas máquinas a mi agente residente en la embajada de Washington, y la estamos utilizando para los asuntos diarios. Cosas sustanciosas, que capten el interés inglés, aunque nada demasiado importante.

—Es decir, que dispones de un canal con el que colar a los ingleses y norteamericanos información envenenada —dijo Von Papen—. Me estoy temiendo lo que vas a sugerir, Walter.

—Ya te lo imaginas. Podría enviar al agente en Washington un mensaje con referencias a la nota irlandesa, y la orden de sondear a la colonia irlandesa de Estados Unidos. Simultáneamente podríamos enviar otro mensaje con la cifra militar, que por lo que sé sigue siendo segura, informando a nuestro agente de nuestras intenciones reales, para que no comprometa a su red.

Von Papen pensó un segundo y continuó el argumento de Schellenberg.

—Así los norteamericanos y los ingleses creerán que Irlanda va a traicionarles y considerarán la invasión de la isla.

El mariscal intervino—. Ya veo en lo que estáis pensando, pero os pediría que tengáis cuidado. No tenemos capacidad para operar en Irlanda, y si los ingleses se hacen con bases en su costa occidental nuestra campaña submarina será mucho más difícil. Creo que nos conviene más que Irlanda siga siendo neutral a que sea ocupada.

—No temas, Eric —dijo Schellenberg—. Dudo mucho que los ingleses sean tan incautos como para embarcarse en una nueva aventura militar por solo unas sospechas. Ni Churchill sería tan tonto. Lo que quiero es que se ponga firme con los irlandeses. Hasta ahora en Londres creen que los tienen cogidos del cuello porque el petróleo que recibe la República procede de Estados Unidos y llega en los convoyes ingleses, pero nosotros podríamos ofrecer paso libre a los barcos irlandeses hasta Haifa —Speer fue a protestar pero Schellenberg le interrumpió—. Sí, Albert, ya sé que petróleo no nos sobra, pero tampoco sería tanto el que tendríamos que ceder. A cambio ganaríamos un futuro aliado.

El gabinete siguió discutiendo un rato y finalmente autorizó la propuesta de Schellenberg. Luego Von Papen siguió describiendo la situación exterior.

—En resumen, nuestra causa viaja viento en popa en las cancillerías extranjeras. Nuestros amigos nos son cada día más fieles, y nuestros antiguos enemigos se están resignando a reconocer nuestra superioridad. El presidente Romier, especialmente, se está mostrando como un buen aliado, aunque está importunando a nuestro embajador para que cumplamos las promesas que les hicimos en Metz. Habrá que celebrar el plebiscito al que nos comprometimos. Pero creo que lo ideal sería que la convocatoria de ese referendo y la solución a las cuestiones de los Países Bajos no se decidiesen bilateralmente entre Alemania y Francia, sino que participen todos nuestros aliados. Pienso que es el momento de celebrar la conferencia de la Unión Paneuropea que la muerte de Goering dejó pendiente.

—¿Cuándo podría ser? —preguntó Schellenberg—. Habrá que preparar a la opinión alemana y necesito un poco de tiempo.

—¿Tal vez en marzo?

—¿En marzo? Desde luego que no —empezó a decir Schellenberg, que se calló y meditó un momento—. No, no he dicho nada. Marzo me parece una fecha excelente. Dos meses será justo el tiempo que necesito para ir aleccionando a la ciudadanía. Menos tiempo sería muy escaso para prepararlo todo, y más retraso hará que la gente olvide las victorias de Eric. Si a los demás os parece bien, que sea en marzo.

Von Manstein y Speer asintieron. Luego el mariscal preguntó a Schellenberg sobre cómo se estaba tomando la guerra el pueblo alemán.

—Por ahora, bastante bien —contestó el general—. Lógicamente las familias están preocupadas por sus hijos en el ejército, sobre todo si sirven en ultramar. Pero en las últimas campañas hemos tenido pocas bajas, y que el fin esté cerca ha tranquilizado a muchas madres. También ha sido bueno que los bombarderos ingleses apenas nos visiten. Además, que Albert haya suavizado el racionamiento ha sido una ocurrencia genial. No voy a decir que los alemanes estén disfrutando de la guerra, pero por lo general están satisfechos. Respecto a la política interna, salvo la enfermedad del canciller, ha estado todo tranquilo. Halder sigue a buen recaudo, y sus amigotes han descubierto las ventajas de la obediencia. El único que no ha aprendido a tener la boca cerrada es Von Reichenau, que sigue buscando nazis para que le ayuden. Eric, es tu campo ¿tienes algún inconveniente en que me encargue de él?

—¿Es imprescindible? —a Von Manstein le desagradaba la vena sanguinaria de la que había hecho gala Schellenberg durante los Juicios de Berlín, y además Reichenau había sido un compañero.

—No necesariamente. Podrías dejarlo en paz para que siga intrigando. O también podrías ordenar su detención y someterle a un consejo de guerra. Pero ¿de qué piensas acusarlo? ¿de tener charlas con sus antiguos amigos? ¿de querer llevarse bien con el Partido? Si sale absuelto o con una pena leve, estarás invitando a otros militares a la rebelión. Si consigues que un tribunal condene a Reichenau por alguna tontería, parecerás injusto y vengativo.

—Así que crees que es necesario.

—Eric, o es Reichenau ahora, o serán docenas dentro de unos meses. O caeríamos nosotros. Aunque no lo creas, a mí tampoco me gusta matar, y menos a un militar tan competente. Pero lo último que necesitamos es un mariscal nostálgico de Hitler y de Goering. Imagina que llega al poder alguno de su calaña ¿vuelta a asesinar judíos?

El mariscal recordó las matanzas de prisioneros hebreos en las arenas de Gaza, y los planes de Goering para Rusia. Miró a los ojos del general Schellenberg y dijo—. Hazlo.

—De acuerdo. No te preocupes más del tema.

Días después el periódico Das Reich publicó el elogio fúnebre del mariscal Von Reichenau, que había fallecido tras sufrir un desgraciado accidente en el metro.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Jue Jun 02, 2016 12:46 am

¿Te has inspirado en alguna serie para el "accidente"??? Es que me suena a cierto empujón en el metro en cierta serie de política norteamerica... :roll: :roll:

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Jue Jun 02, 2016 10:06 am

No, la verdad es que veo pocas series. Pero las caídas accidentales ante metros, autobuses, tranvías y demás han sido siempre un recurso muy socorrido.

Saludos

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Jue Jun 02, 2016 4:09 pm

Hola amigos:
Sobre todo cuando falla la cabeza de caballo 8) ;).
Hasta otra. ><>

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Dom Jun 05, 2016 11:17 pm

—¿Hay que asesinar a alguien más? —preguntó Von Manstein al general Schellenberg.

—Eric, te repito que no disfruto matando. Pero a veces es necesario ¿Qué podíamos hacer con los criminales que estaban manchando el nombre de Alemania? ¿Darles un par de cachetes, una pensión de jubilación, y pelillos a la mar?

—Tienes razón. Pero me disgusta tener que tomar estas medidas.

—Y a mí —siguió Schellenberg—. Pero no nos equivoquemos, todo esto es consecuencia de la situación alegal en la que vivimos. A Halder o a Reichenau jamás se les hubiese pasado por la cabeza rebelarse contra el káiser, contra la república de Weimar, contra el Führer o incluso contra el Statthalter. Pero ahora vivimos en una dictadura de facto, solo que en lugar de un dictador hay cuatro. En esta situación no me fío ni de mi sombra. No es que recele de vosotros, pero ¿os podéis fiar de mí? —dijo mirando sucesivamente al mariscal, a Von Papen y a Speer— ¿Estáis seguros de que la semana próxima no promoveré un golpe de estado que me dé el poder supremo? ¿Puedo estar yo seguro de que no lo hará alguno de vosotros? ¿O que algún pazguato lo haga en vuestro nombre? Entre tus victorias y el asunto de Halder y Reichenau vamos a tener unos meses de tranquilidad. Tienes el ejército en la palma de tu mano, y la mayor parte de los soldados preferirían disparar a su madre que rebelarse contra ti. Pero ya sabes que la memoria humana es frágil. Calculo que antes de un año tendremos que enfrentarnos a alguna nueva conspiración. Hasta estaba pensando en ir preparando alguna conjura dentro de unos meses. No me miréis así —dijo Schellenberg ante las miradas de sospecha del resto del gabinete—, es que si va a haber algún complot, prefiero controlarlo desde el primer momento para descabezar a los intrigantes en el momento oportuno.

El general sonrió de esa manera tan especial que tenía. Todos pensamos en que lo de “descabezar” sería literal y que cualquiera que se atreviese a oponerse a Schellenberg tendría una cita con la guillotina.

—Pero no podemos seguir así —siguió diciendo Schellenberg—. Los motivos que teníamos para elegir a Von Brauchitsch siguen existiendo. Pero me da miedo escoger a algún otro militar ¿te fiarías de Von Runstedt? —preguntó al mariscal.

—¿Gerd? Tiene más dobleces que una pajarita de papel. Es un buen soldado, pero no respondo de lo que pueda hacer en la cancillería. Hasta ahora siempre se ha apresurado a aceptar lo que diga el mandamás de turno, aunque vaya contra sus principios. Suponiendo que los tenga, que es mucho suponer. Runstedt no me da buena espina. Tampoco Von Leeb ni ningún otro.

—Pues ya me dirás que hacemos.

—Walter, no te imaginas lo que me alegra que hayas sacado el tema. Porque yo también quería plantearlo. Venía muy preocupado en el avión, dándole vueltas al asunto, cuando al capitán Von Hoesslin se le ocurrió una idea genial. Os pido que tengáis un poco de paciencia y escuchéis la propuesta hasta el final. Capitán, le ruego que la exponga.

Viendo que todo el gabinete de guerra me miraba, tragué saliva. Un momento como ese podía acabar con mi carrera subiendo como la espuma, o en otro accidente en el metro. Saqué las cuartillas que había preparado, en las que el mariscal había hecho algunas anotaciones, y empecé a describir el sistema que había pergeñado. Con una asamblea tripartita, que sirviese como vía representativa y que al mismo tiempo supliese la función de los sindicatos. Con otra cámara alta con lo mejor del Reich, y además un consejo de electores, designados por el gabinete, para dirimir entre ambas. Hasta allí la propuesta les pareció razonable. Pero casi se caen de la silla cuando expuse mi idea de una monarquía electiva. Con un emperador que solo tuviese papel ceremonial y ningún poder político, escogido entre las grandes personalidades germanas. No sé si estaban del todo conformes, pero cuando dije que el sistema estaba pensado para que el poder siguiese estando en mano del gobierno se quedaron más tranquilos. También indiqué la necesidad de escoger un canciller que debiera ser uno de los cuatro miembros del Gabinete de Guerra. Ese canciller sería el encargado de organizar la transición y designar al regente, pero por ahora debiera tener más poder que los demás miembros del gabinete; aunque ostentase el cargo, sería un “primus inter pares” y las decisiones se seguirían tomando por consenso.

Costó algún tiempo que llegasen a un acuerdo. A Von Papen la propuesta le gustó, seguramente porque se veía como canciller. Sin embargo, a Schellenberg la idea de la monarquía le repugnaba, hasta que el mariscal le indicó que sería la mejor forma de conferir legitimidad al nuevo régimen, sobre todo porque el nuevo káiser no sería un figurón hijo de algún príncipe de sangre azul, sino el hombre más respetado de Alemania. Al conocer el nombre del que yo sugería como futuro káiser, todos se mostraron de acuerdo. Aunque creo que lo que decidió al general no fue tanto el indudable prestigio del regente, sino que el sistema estuviese pensado para que ningún poder dominase a otro, y sería campo abonado para los intrigantes. Speer, consciente de su juventud y de ser el miembro con menos poder del gabinete, apenas discutió, y tan solo pidió que si se aceptaba la restauración del káiser, al desaparecido Hitler se le tenía que conceder alguna dignidad a título póstumo.

Tras aceptar la transformación de Alemania en un imperio, quedaba una cuestión práctica: había que elegir al nuevo canciller. En una conversación con el mariscal le había propuesto mi idea.

—Vamos a votar al nuevo canciller —dijo Von Manstein—. Pero si nos votamos a nosotros mismos, bastará con que uno solo escoja a otra persona para que fuerce la elección, y no quiero un canciller que tenga tan poco apoyo. Propongo que cada uno de nosotros escriba un nombre en un papel y que los enseñemos a la vez. Nadie podrá votarse a sí mismo. Bastarán entonces dos votos, pero cualquiera de nosotros, si lo desea, podrá vetar la elección. Espero que nadie se lo tome a mal, pero si se escoge un canciller que tenga un rival en el gabinete, estaremos sembrando las semillas de una crisis. Aprovecho para decir que las objeciones que os presenté hace unos meses siguen vigentes: habiendo mariscales más antiguos yo no puedo ser canciller. Además el futuro káiser no se sentirá cómodo con un subordinado con mayor graduación que él. Ahora votaremos. Escribid vuestro candidato y quien tenga más votos será designado, pero solo si nadie lo veta ¿Os parece bien? —todos asintieron—. Capitán, distribuya papel y plumas.

Los cuatro miembros del gabinete escribieron un nombre y pusieron el papel boca abajo. Luego los fueron levantando uno a uno.

—Voto por el general Schellenberg —dijo Speer.

—Yo he votado a Albert Speer —dijo el mariscal.

—Yo también —dijo Schellenberg— ¿Y tú, Franz?

—Coincidimos, pues mi voto es para Speer —dijo Von Papen—. Walter, lo siento si esperabas mi apoyo, pero no me parece buena idea que el jefe de los servicios de inteligencia sea canciller. Personalmente pienso que estás más que capacitado para ese puesto, pero causaría una impresión muy negativa en nuestros aliados, que siempre han temido el lado oscuro de nuestro régimen.

Schellenberg prefirió tomárselo a buenas y dijo —Franz, yo también había pensado en vetarte, pero pensé que entonces nadie tendría suficientes votos, y no quiero repetir el numerito la semana que viene. Canciller Speer, le felicito. Usted presidirá en lo sucesivo las reuniones. Pero antes tiene una tarea que no será fácil: va a tener que convencer a Von Lettow-Vorbeck que en lo sucesivo va a ser Paul Emil I.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Dom Jun 05, 2016 11:19 pm

Sebastian Haffner. El nacimiento de Europa. Op. cit.

El doce de enero falleció el mariscal Von Brauschitsch tras tres semanas de agonía. El deceso fue comunicado al pueblo alemán por un hombre hasta entonces muy poco conocido: el ministro de Armamentos, Albert Speer. Speer había sido un colaborador cercano de Hitler, que estaba junto a él cuando fue asesinado, sufriendo heridas que le dejaron una cojera permanente. Había sido apartado a un puesto secundario durante el mandato de Goering, pero tras un periodo en los servicios de inteligencia bajo la tutela de Schellenberg, se había integrado en el Gabinete de Guerra que sucedió al Statthalter, siendo considerado un técnico. Nadie esperaba el gran papel que le esperaba en el futuro.

El pueblo alemán tampoco sabía que la participación de Von Brauschitsch en el gobierno había sido mínima. La conspiración de Halder y sus contactos con Brauschitsch habían sido ocultados, por lo que los alemanes veían al canciller fallecido como el líder que estaba llevando a Alemania a la victoria. Las manifestaciones de dolor popular fueron mucho mayores que tras el asesinato de Goering y casi igualaron a las que se habían producido durante el funeral de Hitler.

Von Brauschitsch recibió un funeral de estado, y sus restos fueron enterrados en un mausoleo construido en el Dorotheenstädtischer Friedhof, que se convirtió en el lugar de descanso de los futuros cancilleres y emperadores de Alemania. Tras el armón que trasladaba sus restos mortales desfilaron a pie los miembros del gabinete de guerra, pero llamó poderosamente la atención que les acompañase un gran héroe alemán: el general Paul Emil von Lettow-Vorbeck, el general que había liderado la resistencia alemana en África durante la Primera Guerra Mundial, y que nunca había sido vencido en el campo de batalla.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Jun 08, 2016 12:54 pm

Capítulo 7

El espíritu que se ha dejado envolver en una intriga, nunca se siente tan vivamente tocado, como al conocer de pronto la verdad de un secreto que lo cambia todo, y a todo confiere una faz imprevista.

Nicolas Boileau


El policía que no había muerto se acomodó en su despacho de la Central.

Cuando al acabar la anterior guerra se unió a la policía criminal, la Kripo, había pensado que su futuro estaría destinado a defender a los ciudadanos alemanes de los criminales. Y de facto, así era, pero de una manera jamás hubiese esperado. Todo comenzó cuando se le encomendó investigar la existencia de una red de espías soviéticos. Tarea extraña para la Kripo, pero al parecer el general Schellenberg, jefe de los servicios de inteligencia, desconfiaba de la Gestapo. Con razón, a la vista de la implicación en un intento de golpe de estado de Müller, que la mandaba. A raíz de esa investigación el policía había estrechado su relación con el general Schellenberg, que la había llevado a la muerte.

Gerard pensó en lo absurdo de la situación: un muerto dirigía una agencia que no existía. Entendía los motivos del general Schellenberg: temía que los servicios de inteligencia estuviesen infiltrados tanto por espías soviéticos como por conspiradores nazis, y no podía fiarse de los canales habituales. Pero también suponía que la afición del general por el juego doble le había llevado a crear una organización paralela, que cuando nació apenas incluía a Gerard y a un par de ayudantes, pero que había crecido hasta incluir a cientos de personas. Que un simple teniente coronel dirigiese semejante organización no era habitual en el Reich; pero tampoco lo era la forma con la que había llegado a su posición.

Aun recordaba aquel día en el que el general Schellenberg le había citado a él y a su superior, el coronel Nebe. Minutos antes de salir recibió una llamada telefónica en la que se le sugería que buscase algún pretexto pero que no acompañase al coronel, sino que se dirigiese directamente al hospital de Neukölln; como no era la primera vez que el general Schellenberg utilizaba esos métodos, pretextó una enfermedad de su hijo, y luego tomó un tranvía hacia el destino. Justo tras bajar le detuvo un hombre que le ordenó que le acompañase a un patio. Allí, sin previo aviso, otros dos hombres lo sujetaron y Gerard empezó a recibir golpes, hasta que alguien dijo que ya bastaba. Lo subieron a una ambulancia que lo trasladó hasta la clínica. Vio que al mismo tiempo llegaba otro vehículo, y pudo reconocer al paciente: el coronel Nebe, cuyo coche había sido embestido por un camión.

Los dos murieron. Nebe, de sus heridas. Gerard, solo en los papeles. Porque salió por detrás convertido en otra persona, con el encargo de seguir investigando, clandestinamente, las redes soviéticas en Berlín.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar Jun 14, 2016 9:24 pm

Había conseguido un éxito mayor de lo que esperaba. Con mucha paciencia había podido desentrañar la complicada trama que los rusos llevaban sembrando en Alemania desde hacía años. Para ello había necesitado cada vez más hombres, más dinero y más espacio; finalmente había acabado por trasladarse a las afueras, a un bloque en cuya puerta un cartel decía “Oficina Central Demográfica del Reich”; por ello todos los que trabajaban allí apodaban “la Central” a la agencia. El letrero era tan anodino como feo el edificio. Pero un vigilante en la puerta pedía la documentación de todos los visitantes y los hacía pasar a una sala mientras se comprobaban sus credenciales; más de una visita de credibilidad dudosa acabó en los calabozos de los sótanos.

La misión oficial de la “Central” le daba acceso a los enormes archivos del Reich, que recogían una enorme cantidad de datos de casi todos por no decir todos los alemanes; lo difícil era encontrar la aguja en medio de tanta paja. Por eso Gerard había destinado cada vez más agentes a hurgar en los legajos, para que rellenasen fichas perforadas con las que luego se alimentaban las máquinas calculadoras que traqueteaban en el sótano, al lado de los calabozos. Más de una vez habían encontrado coincidencias que habían llevado a descubrir a los peligrosos agentes durmientes, alemanes aparentemente leales que esperaban la orden de Moscú para pasar a la acción.

Detectar a los espías era solo parte del trabajo. Desde un primer momento Gerard sabía que su misión no era apresarlos: para eso ya estaba la policía. Que esos agentes consiguiesen accesos a los secretos del Reich tampoco era demasiado importante: más valor que las respuestas eran las preguntas, que informaban de lo que preocupaba a Moscú. Si Gerard desmantelaba una red solo serviría para poner sobre aviso a sus enemigos. Gerard, al pensar en los rusos, los veía como enemigos aunque aparentemente estuviesen en paz e incluso mantuviesen una débil alianza, pues el policía sabía que se estaba librando una guerra en las sombras. Destruir una red enemiga solo serviría para que Moscú crease otra sobre la que Gerard no tendría ningún control.

Pero una cosa era desmantelar, otra utilizar. Gerard había detenido a varios de los agentes soviéticos, y los había convencido para que trabajasen para él; los pocos que intentaron ser fieles a sus ideales acabaron teniendo una cita con el verdugo. Para el resto bastaron una combinación de amenazas, halagos, y alguna paliza, y la Central acabó controlando a la mayor parte de los espías enemigos en Alemania. O eso creía hasta ahora.

Porque en las últimas semanas los espías habían cambiado su comportamiento. Habían dejado de interesarse por los secretos técnicos del Reich para preocuparse por el despliegue del ejército alemán. Más amenazadoramente, se había detectado la activación de varias células durmientes, que se habían equipado con armas entradas mediante contrabando. Una de esas células tenía la orden de asesinar a Schellenberg.

Gerard sabía que si los rusos pasaban a la acción no sería por inquina personal contra su jefe. Schellenberg podía ser brillante o ingenioso, pero carecía del genio maléfico de Hitler o de la inteligencia y doblez de Goering. Igual que destruir una red de espías solo servía para que naciese otra, la muerte del general solo serviría para que fuese sustituido por alguien tal vez más capaz. El desconcierto que causase el asesinato solo duraría unas semanas, hasta que el sucesor tomase el control. Los rusos eran desalmados, pero no tontos. Si querían matar a Schellenberg era porque algo iba a pasar durante esas semanas.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Jue Jun 23, 2016 9:49 am

Se oyen aullidos y quejidos lastimeros por toda la geografía nacional ¿Son hinchas del Real Zaragoza que vagan sin rumbo? ¿Atléticos que caminan desorientados? ¿Votantes diversos? No, somos los seguidores de esta historia que sufrimos de mono. Domper, no nos sigas martirizando.....

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Jue Jun 23, 2016 9:51 pm

No te preocupes, Ulises II, que algo estará preparando el autor para tenernos entretenidos. Y me imagino que, con la pinta que va teniendo la trama, aquí va a haber "hondonadas de hxxxias" (Manquiña dixit). :mrgreen:

Saludos.

P.D.
Los atléticos no vagamos desorientados. Muy al contrario, seguimos fielmente a nuestro Amado Líder. Aunque de momento vamos de victoria en victoria hasta la derrota final. :wink:

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Dom Jun 26, 2016 2:27 pm

El general se había tomado el aviso de Gerard con ligereza, haciendo gala de esa frivolidad que el policía sabía que, en realidad, era solo fachada. Schellenberg le había respondido que ya sabía que tenía muchos enemigos y que uno más no iba a quitarle el sueño; tan solo le pidió que le mantuviese informado de los movimientos de los conspiradores. Aun así, Gerard insistió en que debía aumentar las medidas de protección. El general le agradeció el empeño, pero le contestó que si no cambiaba sus costumbres sería más fácil atrapar a los traidores. Por ahora prefería actuar como el pescador que deja que el pez mordisquee el cebo, antes de dar el tirón que atrape a su presa.

Gerard persistió, aunque infructuosamente. La analogía del pescador no era la mejor elección: cuando se pesca un pez el cebo suele quedar bastante mal. Siendo el cebo uno de los pilares del Reich al policía le parecía que era jugar con fuego. Además dudaba sobre los motivos reales del general. Que la víctima no cambiase sus hábitos era mejor para la Central, pues los conspiradores no tendrían motivos para alarmarse. No era detalle sin importancia, pues el jefe de la célula soviética era un policía vendido a los bolcheviques, un zorro viejo que se sabía todos los trucos y que era muy difícil de vigilar. Pero el motivo real por el que Schellenberg se exponía, según pensaba Gerard, era por su afición por las salidas nocturnas. Estadista de día y crápula nocturno, a Schellenberg le resultaba imposible vivir sin sus hábitos de casanova.

A Gerard, en realidad, poco le importaba que viviese Schellenberg: él era el que lo mantenía en esa vida clandestina, alejado de su esposa y su hijo. Si el general prefería jugarse la vida con tal de disfrutar de los neones de los cabarets, allá él. Aunque luces solo vería en los interiores porque el oscurecimiento había apagado las alegres luces berlinesas; seguramente le interesaban más las cabareteras. Pero si la oposición quería la muerte de Schellenberg, él lucharía por defenderlo, porque los planes rusos no eran contra el general sino que sería Alemania quien pagase las consecuencias. Por tanto, no solo intensificó la vigilancia sobre Jansen y sus secuaces, sino que ordenó a varios de sus hombres que escoltasen discretamente a Schellenberg. Le gustase o no.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Jun 27, 2016 10:38 am

Tras planificar la vigilancia, Gerard volvió a la carta que estaba escribiendo.

Todo se precipita, Nicole. Jansen no está solo. No ha sido fácil vigilarlo: es un profesional que ha practicado muchas vigilancias y sabe cómo descubrir a los que le siguen. He tenido que ser aun más precavido que con Johan. El traidor nunca es seguido, sino que solo es observado desde lejos, y los agentes se turnan cada pocos minutos. Si Jansen entra en un local o en el metro se deja el seguimiento, pero se alerta a otros agentes apostados en otras estaciones que esperan la llegada del traidor. Esa ímproba labor solo ha sido posible gracias a muchas mujeres valientes como tú, que saben pasar inadvertidas mucho mejor que los bobalicones uniformados. Ni Jansen ha sospechado de ellas: es un agente muy inteligente, pero también uno de esos tontos que no sabe reconocer el valor y la inteligencia de las mujeres. Aun así, hemos perdido a Jansen tres de cada cuatro veces que sale; pero prefiero darle libertad a que sepa que lo seguimos. Porque sé que si detengo a Jansen no conseguiré romperlo como he hecho con otros traidores: he revisado su historial y he visto que no nos ha traicionado ni por dinero ni por esas debilidades que tan bien saben explotar los espías. Al contrario, Jansen se cree un patriota, aunque desviado, y lo supongo capaz de morir antes que doblegarse.

Con mucho esfuerzo he conseguido saber que Jansen a veces visita una nave de las afueras de la ciudad. No me he atrevido a revisar el local, que con seguridad está lleno de trampas que delaten a los investigadores. La nave estaba en desuso, y como no había consumo de electricidad ni recibía otras visitas, he supuesto que Jansen la empleaba para dar esquinazo a cualquier curioso que pudiese seguirle. Supuse que el traidor tenía que estar usando algún pasaje subterráneo, pues los espías rusos, por listos que sean, aun no tienen el don de la invisibilidad. Pero, por desgracia, los planos de las conducciones subterráneas berlinesas no son completos. Pude descartar las alcantarillas: envié unos poceros que no encontraron huellas de paseos nocturnos. Para asegurarme, hice que una de mis colaboradoras para que se cruzase con Jansen cuando volvía, sin que notase olor a cloaca. No temas, Nicole, porque utilice mujeres como agentes: la mayoría son viejas matronas que no atraen una segunda mirada, aunque igual daría que fuesen hijas de Afrodita porque solo puedo pensar en ti.

Si Jansen no utilizaba las cloacas tendrían que ser los conductos de la electricidad o del gas. Aprovechando la tapadera de la Agencia he tenido acceso a los archivos de las compañías, comprobando que había un antiguo pasadizo que comunicaba la nave con un taller situado a unos cientos de metros. Tampoco he entrado ahí, sino que he establecido una discreta vigilancia a distancia. Puse a otras de mis agentes en la estación del U-Bahn más cercana, y coloqué equipos de observación en un par de apartamentos un poco alejados, que no quitaban ojo de las calles. Nicole, no te imaginas lo útil que puede llegar a ser un buen anteojo. La gente tiene instintos animales y cree que solo pueden verle si ellos pueden hacerlo a su vez; pero con los telescopios se pueden fotografiar caras desde un kilómetro de distancia. Si la gente lo supiese, sería más cuidadosa con las cortinas. Luego ya solo fue cuestión de buscar en los archivos. Ha resultado que ese taller es un nido de ratas en el que se reúnen varios antiguos militantes del Partido Comunista. Tienen hasta una radio de la que he detectado sus emisiones, y también armas. Pues a un almacén cercano que ha alquilado un traidor al que llamaré Juho, al que tampoco he tocado por ser demasiado cercano a Jansen, han llegado muebles enviados por Jens.

Si los traidores se reúnen y ya tienen las armas, es que queda poco tiempo. Pensarás que tal vez sea una falsa alarma y que la célula de Jansen va a seguir durmiendo pero ¿Por qué han dado a Jutta la orden de activarla? ¿Por qué han corrido el riesgo de acercarse a Jens y sus envíos? Demasiado peligroso. Cuando un espía contacta con otros sale a la luz y resulta más fácil atraparlo. Si Johan, que no es tonto, ha ordenado a Jansen que se exponga y se acerque a alijos peligrosos, es porque pretende que entre en acción, y pronto. Algo grave se acerca.

Nicole, temo que nuestro mundo se acabe.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Jun 27, 2016 12:08 pm

Te vas a quedar sin nombres que empiecen por J :mrgreen: ¡Excelente como siempre!

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Jun 27, 2016 12:10 pm

Ya me costó encontrar, ya. Pocos nombres alemanes con 'J' me quedan.

Saludos

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Jue Jul 07, 2016 6:47 pm

Gerard no sabía si al general le habían molestado sus nuevos ángeles de la guarda. Schellenberg no era tonto, y pronto había visto que sus aventuras noctámbulas ya no eran solitarias. Burlón como siempre, incluso había saludado a alguno de sus escoltas y lo había citado para la noche siguiente; hasta le había encargado que le transmitiese recuerdos.

Mientras Gerard proseguía sus investigaciones. Parecía que las ramificaciones de la red de Johan estaban controladas, pero por las actividades de Jens sabía que no eran los únicos espías rusos en el Reich. Ya tenía algunas hebras del tejido: un ferroviario en Hungría, unos polacos indiscretos en Prusia. No sería fácil desvelar el tapiz completo, pero al menor intentaría vislumbrar el conjunto.

Seguir a Johan seguramente no proporcionaría nuevas pistas. Gerard iba a sugerir a Schellenberg que mantuviese la vigilancia del resto del personal de la embajada. No serviría para nada, pero era lo que los soviéticos esperaban; si nadie les seguía se temerían que había gato encerrado. Mejor dedicar a algunos incompetentes a que siguiesen a los diplomáticos para que estos no echasen en falta la compañía.

Sin embargo, seguía quedando pendiente la cuestión más grave: detectar las redes soviéticas de las que aun no tenía noticias. Probablemente las habría durmientes, muy difíciles de descubrir, y el resto haría de la discreción virtud para no ser localizadas. Aun así, podría tener algún golpe de suerte, como el que permitió descubrir la red de polacos que estaban fisgoneando en las instalaciones del Gobierno General. Pero a Gerard no le gustaba depender de la esquiva fortuna.

Reflexionando, pensó que el principal problema de esas redes era comunicarse con Moscú. Podrían hacerlo mediante los agentes “oficiales”, es decir, el personal de la embajada en Berlín, pero le parecía improbable que los soviets, siempre tan cautelosos, hiciesen depender todo su espionaje de unos pocos agentes que en cualquier momento podían ser expulsados. Anteriormente a la guerra la manera más sencilla era utilizar supuestos turistas, viajeros que visitaban Alemania por motivos aparentemente inocentes. Pero la emergencia nacional significaba que no había turistas extranjeros, y que pocos comerciantes cruzaban las fronteras. Quedaban las embajadas que la URSS mantenía en Alemania y sus aliados, y aunque Gerard no podía contar con la colaboración de los gobiernos aliados —si la Central no existía para los alemanes, menos para otros países— el general Schellenberg había avisado a las policías amigas, y la húngara había descubierto a unos espías que vigilaban el tráfico ferroviario. Pero había sido un fruto aislado: Gerard recordaba lo difícil que había sido desvelar las actividades de Johan, a pesar de operar en el centro del Reich; sería imposible establecer una vigilancia similar en una capital extranjera.

Pero había otros métodos. Recordando los paquetes de Jens, Gerard investigó las agencias de importación y exportación, aunque no parecía probable que los rusos repitiesen el sistema. También pensó que había otras maneras de cruzar las fronteras. Gerard ordenó que se le enviasen copias de los registros de entradas y salidas por las fronteras hacia Suiza y Suecia, los únicos países neutrales. No se molestó en revisarlos: ya se había hecho y aparentemente no habría movimientos sospechosos. Pero ordenó que se creasen fichas de los viajeros que salían por motivos legales —eran miles, la mayoría industriales, comerciantes o ingenieros—, y tras seleccionar solo los que cruzaban las fronteras con frecuencia, comparó los horarios de sus entradas y salidas con los de los trenes. Un trabajador honrado cruzaría la frontera e iría directamente al tren. Si se entretenía a saber en qué, había diferencias importantes entre los horarios de cruce y los de los trenes. También pidió los registros de las estaciones ferroviarias. Estaban incompletos —obviamente, pues hubiese sido imposible que cada apeadero y cada revisor los cumplimentase— pero al menos con los de las grandes ciudades, en cuyas principales estaciones había controles, se podría trabajar. Gerard buscaba discrepancias: viajeros que hacían paradas prolongadas en los trasbordos, o que nunca aparecían en los registros, señal que empleaban estaciones secundarias o apeaderos. Como era de esperar, aparecieron centenares de discrepancias: muchos de esos honrados ciudadanos aprovechaban las salidas para echar una canita al aire. Pero pronto se vio que había unos cuantos viajeros que siempre se perdían durante sus viajes, a tenor de los rodeos que daban, y que casi siempre lo hacían en tal o cual ciudad. En la mayor parte de los casos resultó que tenían amantes. Quedó solo una docena de casos que investigó a fondo; pero resultó un callejón sin salida: eran empresarios con negocios muy complejos que podían justificar sus movimientos.

Gerard creía que había sido tiempo perdido, hasta que se puso a pensar en su lejana Nicole y en los momentos felices pasados en el Schlachtensee. Imaginaba a su esposa enfundada en un escueto bañador cuando se le ocurrió una idea ¿qué mejor pretexto para un espía que visitar a una amante? No eran demasiados los viajeros que tenían queridas, pero Gerard no quería interrogarlos para no espantar a la liebre. En lugar de ello, ordenó que sus domicilios y sus puestos de trabajo fuesen inspeccionados con el máximo cuidado para no dejar rastros. Los agentes de Gerard ni siquiera intentaron entrar: solo buscaron trampas del tipo de pelos en las puertas, objetos mal colocados… los trucos que emplearía un espía que quisiese descubrir si su domicilio era registrado.

La mala costumbre de dejar señales en la alfombrilla de su casa delató a Jarmann. Era un representante de una fábrica de instrumentos ópticos de Jena, que viajaba por toda Europa para adquirir los productos necesarios para fabricar sus famosos cristales. Aprovechaba sus desplazamientos para visitar a Joli, una amiguita que tenía en Leipzig. Joli era una chiquita muy atractiva que trabajaba en un populoso local cerca de la estación, que era visitado por viajeros procedentes de toda Europa. Joli también tenía una de esas debilidades que a Gerard tan poco le gustaba explotar pero que cada vez con más frecuencia se veía obligado a emplear: una preciosa niñita de tres años. Un día, cuando Joli fue al colegio a buscar a Elsa —así se llamaba la criatura—, se encontró con Gerard, que llevaba a la niña de la mano. Joli entendió el mensaje y se aprestó a colaborar. La chica trabajaba como buzón, recibiendo sobres que luego entregaba a Jarmann, el correo. Fue como quitar una piedra y descubrir un hormiguero: Joli conocía a media docena de traidores que delataron a otras tantas redes. Gerard tampoco las tocó: era mejor tener vigilados sus mensajes y, de vez en cuando, introducir algunos cambios.

En uno de los paquetes que guardaba Joli había un carrete fotográfico. Gerard decidió arriesgarse. Tomó el rollo y en un laboratorio de la Central extrajeron la película y la sustituyeron por otra velada. Luego Gerard devolvió el carrete: aunque los espías hubiesen anotado el número de serie no encontrarían nada extraño. Al revelar la película original se encontró con fotografías de una ciudad francesa ¿Qué interés podrían tener allí los moscovitas? Decidió encomendar a uno de sus subordinados que localizase el lugar.

Luego dio cuenta a Schellenberg, citándose con él, como habituaba, en un tugurio del centro. Este le reprendió por haberle puesto vigilancia contra su voluntad, pero no le exigió que la retirase. Accedió a las demandas de ampliar aun más la Central, que se estaba convirtiendo en un sumidero de policías experimentados. Pero le dijo a Gerard que una agencia tan importante no podía ser seguir siendo dirigida por un teniente coronel. Le dio un sobre, y le pidió que no lo abriese hasta llegar a su despacho. Gerard lo abrió en cuanto pudo: contenía una copia de la orden secreta por la que se le ascendía a coronel.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Jue Jul 07, 2016 7:21 pm

Como agua de mayo esperamos, Domper :D :D

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Vie Jul 08, 2016 11:49 am

La historia sigue adelante pero un poco más despacio: me estoy dando unas "vacaciones" de Schellenberg y sus amigotes.

Saludos

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Jul 11, 2016 3:12 pm

De Globalpedia, la Enciclopedia Total.

Unión europea

El autodenominado “Unión Europea” fue un grupo de conspiradores y espías comunistas que operó en Alemania durante la Guerra de Supremacía, dirigido por Georg y Anneliese Groscurth. Otros miembros importantes fueron Herbert Richter y Paul Rentsch.

Origen y actividades

El grupo de espías fue organizado en Berlín en 1939 como un grupo de “resistencia antifascista”. Los fundadores, el químico Robert Havemann y el médico Georg Groscurth, eran amigos desde 1930. En 1934 conocieron al dentista Rentsch y a su vecino, el arquitecto Richter. Al parecer los cuatro hombres inicialmente no se relacionaron por causas políticas sino por tener aficiones comunes, aunque posteriormente descubrieron que todos ellos tenían simpatías filocomunistas.

El pequeño grupo aprovechó sus relaciones con altas esferas del Tercer Reich para evitar ser llamados a filas. Havemann y Groscurth participaron en proyecto del Heereswaffenamt, el departamento que investigaba el empleo de armas químicas, pero descuidando sus obligaciones y obstaculizando el desarrollo de los proyectos. Además Groscurth tenía a Rudolph Hess y Wilhelm Keppler entre sus pacientes. Por su parte, el arquitecto Richter recibió contratos de la Reichshandwerkskammer (Cámara de Oficios) y llegó a conocer y ganarse la confianza del Reichsmarschall Hermann Goering. Por entonces Richter ya simpatizaba con el Partido Comunista, y tras conocer a través del futuro Statthalter las desviadas actividades del ala desviada del Partido liderada por Himmler, decidió organizar un grupo de resistencia.

Los cuatro conspiradores, a los que se unió Anneliese, la esposa de Groscurth, organizaron un grupo que llamaron “Unión Europea” cuyo objetivo declarado no era derribar el régimen nazi, pues creían que colapsaría por sí mismo, sino crear una estructura política que debía hacerse con el poder cuando el régimen se desmoronase. Diseñaron su grupo como una organización formada por pequeñas células, que debían entrar en contacto con las células de resistencia de trabajadores extranjeros voluntarios.

Inicialmente sus actividades se limitaron a la confección de panfletos y a ocultar judíos durante la época de la persecución de Himmler y Kaltenbrunner. Sin embargo, entre los trabajadores extranjeros voluntarios con los que contactaron había miembros de redes de espionaje comunistas, como el bohemio Paul Hatschek. La organización, que llegó a incluir varias decenas de miembros, pasó de ser inicialmente un grupo de disidencia política a integrarse en el espionaje soviético en el Reich.

Final

En enero de 1943 el grupo fue desarticulado por la Sección Especial del RHSA. La única fuente disponible sobre los sucesos es el libro autobiográfico que Anneliese Goscurth publicó en 1972.

Según Anneliese, el bohemio Hatschek estaba siendo vigilado por los servicios de inteligencia alemanes debido a su pasada vinculación con redes marxistas. En diciembre de 1942 fue sorprendido cuando se reunía con dos agentes lanzados en paracaídas, y tras ser interrogado delató al resto de los miembros de la célula. Dos días después la Sección Especial detuvo a todos los delatados por Hatschek, que en las semanas siguientes fueron juzgados por un tribunal secreto. Georg Goscurth pereció en prisión en circunstancias sin aclarar. Hatschek, Havemann, Rotcher y Rentsch fueron condenados a muerte y ejecutados en abril de 1943. Otros doce miembros de la trama fueron condenados a muerte. Anneliese fue condenada a cadena perpetua, pero fue liberada poco después de finalizar la guerra.

Miron Broser, uno de los implicados que solo cumplió una pena de cinco años de prisión y que tras ser liberado se exilió en Cuba, acusó a Anneliese tras la publicación de sus memorias de haber actuado como una agente doble que facilitó la captura del resto de los conspiradores. La cuestión sigue en el aire, porque los documentos policiales sobre la investigación permanecerán en secreto hasta 2043, según la Ley de Documentos Secretos.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Jul 11, 2016 4:57 pm

Descubierto un nido de cucarachas, me temo que quedan muchos más ocultos (interesante artículo, como siempre)

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Vie Jul 15, 2016 11:05 am

Capítulo 8

El modo de dar una vez en el clavo es dar cien veces en la herradura.

Miguel de Unamuno


De Globalpedia, la Enciclopedia Total

La Batalla del Atlántico

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El invierno negro

La retirada de Portugal resultó desastrosa para la Royal Navy. Las operaciones del otoño habían resultado cada vez más costosas, especialmente desde que los aviones y submarinos del Pacto iniciaron sus ataques contra los buques de escolta. Estos operaban en solitario en la periferia del convoy y quedaban expuestos a ser atacados sin que los submarinos tuviesen que superar la barrera defensiva; solo tras hundir uno o varios escoltas los U-Bootes pasaban a atacar a los barcos mercantes, que habían quedado casi indefensos. Inicialmente el cambio de tácticas hizo que el número de mercantes hundidos disminuyese, pues con cierta frecuencia los convoyes atacados fueron reforzados o se dispersaron, salvándose de ulteriores ataques. Pero las pérdidas acumuladas de escoltas acabaron trastocando todo el sistema de convoyes: por una parte, el número de escoltas, que hasta entonces había ascendido, empezó a disminuir, especialmente los de los tipos más valiosos que los submarinos solían atacar con preferencia, como los destructores y los “sloop” (cañoneros). Por otra, en tres meses se perdieron la cuarta parte de las dotaciones veteranas, abortando el desarrollo de las tácticas de cooperación que se empezaban a emplear. Fue habitual que uno de los primeros escoltas hundidos fuese el del jefe del grupo de escoltas, descoordinando la protección del convoy. Cada vez fue más frecuente tener que recurrir a la dispersión de los convoyes, aunque luego la aviación de largo alcance se cebase contra los barcos que navegaban en solitario.
Estas nuevas tácticas alemanas fueron extendidas al Atlántico Norte donde fueron muy efectivas, y cada vez más convoyes tenían que dispersarse o navegar sin casi protección. Aunque la Royal Navy alistó varias decenas de buques de pesca como escoltas, los mejores ya habían sido armados el año anterior, y los nuevos “trawlers” (pesqueros de arrastre) antisubmarinos resultaron tener capacidad muy limitada, tanto por su escaso armamento como por su velocidad, que no les permitía alcanzar a submarinos en superficie. Además la incorporación de un número cada vez mayor de aviones de reconocimiento de largo alcance Fw 200, la mayoría provistos de radiotelémetros, permitió detectar y atacar a los convoyes en medio del Atlántico sin tener que recurrir a las engorrosas líneas de vigilancia de submarinos.

A finales de enero la Royal Navy sufrió una seria derrota cuando el convoy HX 169 fue atacado por el grupo de submarinos Umbau al sur de Islandia. En una batalla que duró cinco días, fueron hundidos dos destructores, un “sloop” (cañonero antisubmarino) y tres corbetas, más diecinueve mercantes, a cambio de un sumergible. Cuatro días después el SC 67 sufrió un desastre similar, perdiendo cuatro escoltas y quince mercantes a costa de tres U-Boot. En el mes de enero se hundieron catorce buques de escolta, más otros veintidós en aguas portuguesas. El Almirantazgo informó al gobierno que solo podría mantener semejante ritmo de pérdidas durante tres o cuatro meses más. Además, los barcos mercantes que navegaban con independencia eran detectados y atacados con regularidad, hasta tal punto que en enero y febrero fue hundida la cuarta parte de los buques que lo intentaron.

A las pérdidas había que añadir la disrupción del sistema de convoyes que supusieron la incursión del Tirpitz y del Bismarck en el Atlántico, la de los cruceros pesados Hipper, Scheer y Lutzow, que atacaron al convoy ON 62 el 29 de enero, la retirada de Portugal, y los ataques aéreos a los puertos de Gran Bretaña. Asimismo la Luftwaffe reinició la campaña de minado de los puertos ingleses, utilizando nuevos tipos de minas de fondo (acústicas, de inducción o mixtas) que obligaron al cierre temporal del Canal de Bristol.

Como consecuencia Gran Bretaña sufrió un desabastecimiento cada vez mayor. Las prospecciones petrolíferas habían paliado en parte el déficit de fuel, pero Inglaterra era deficitaria en casi todos los productos básicos para la producción industrial; la falta de mineral de hierro y de aluminio obligó a disminuir la producción de carros de combate y de aviones. En los astilleros británicos se acumulaban millones de toneladas de barcos mercantes pendientes de reparación, que no podían emprenderse por carecerse de espacio, mano de obra y de acero. El desastre de Freetown agravó aun más la situación de la marina mercante.

No solo estaban disminuyendo las importaciones, sino que Inglaterra se enfrentó a serios problemas con la distribución. El minado de las aguas costeras había hecho que la navegación de cabotaje se redujese al mínimo, sobrecargando la red ferroviaria, que estaba sufriendo ataques continuos de la Luftwaffe: los ataques iniciales contra puentes y túneles se habían relevado poco eficaces, pero ahora las estaciones y los patios de carga eran atacados repetidamente. Cada vez con mayor frecuencia los aviones de caza alemanes, tras finalizar sus misiones de escolta, sobrevolaban las líneas férreas a la búsqueda de trenes que atacar. El ligero armamento de los cazas, habitualmente, solo conseguía causar averías más o menos serias a las locomotoras; pero los talleres de reparación se vieron sobrecargados, y el número de máquinas disponibles disminuyó apreciablemente. La escasez, unida a las dificultades de distribución, hizo que las condiciones de vida de la población se deteriorasen sensiblemente. Por ejemplo, aunque la producción de carbón en Gran Bretaña sobraba para cumplir las necesidades tanto de la industria como de la población, durante ese invierno las ciudades se vieron sin medios para calentar los hogares.

La carencia más grave fue la de alimentos. A pesar de las medidas tomadas para incrementar la producción local, en Inglaterra solo se producían dos tercios de los alimentos necesarios. En la preguerra Argentina había sido el principal exportador de carne y alimentos al Reino Unido, pero en el invierno de 1941 a 1942 la amenaza de la flota del Pacto basada en España y las actividades de los corsarios hicieron que desde Sudamérica solo llegasen alimentos intermitentemente. Aunque Estados Unidos intentó incrementar los envíos de carne y cereales, en febrero fue preciso establecer un racionamiento mucho más estricto, que suponía apenas 2.200 calorías diarias para obreros y soldados, y 1.500 para el resto. El hambre y el frío debido a la carencia de carbón para calefacción incrementaron la mortalidad de las enfermedades respiratorias en niños y sobre todo en ancianos. Tanto por las graves pérdidas como por el hambre el invierno de 1942 fue recordado como “el invierno negro”.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Ago 01, 2016 10:53 am

El Mendel batía las agitadas aguas que rodeaban la isla de Monteagudo con su sonoscopio. Esas aguas estaban acostumbradas a las patrullas de los bous que, alistados de nuevo por la Armada, vigilaban esas importantes aguas. Pero el Mendel no llevaba la rojigualda, sino que en su popa ondeaba orgullosamente la bandera de la Kriegsmarine. Pues el abrigado puerto de Vigo se había convertido en la principal base de submarinos del sur de Europa. Aunque la ría gallega estaba peor comunicada que los puertos franceses, ya que los ferrocarriles españoles no parecían propios de una potencia europea, tenía la doble ventaja de estar en el punto más occidental de Europa, y de estar lejos de Gran Bretaña y sus aeródromos. Más importante, para Alemania era políticamente comprometido mantener bases navales en Francia, país ahora aliado pero solo tras haberlo sometido, mientras que España era un aliado fiel del Reich que se alegraba de acoger bases alemanas.

Desde hacía varias semanas habían cesado las inoportunas visitas de los bombarderos ingleses. La entrada de España en la guerra trajo incursiones ocasionales, pero tras la invasión de Portugal los bombardeos se habían hecho casi diarios. Aunque los escuadrones de caza hispanos y alemanes habían conseguido expulsar a los ingleses de los cielos diurnos, los bombarderos nocturnos habían convertido las noches viguesas en pesadillas. Pocas bombas caían en los muelles, pero buena parte de los edificios de la ciudad mostraban las cicatrices de la metralla. Pero la contraofensiva hispanoalemana en Portugal que había puesto a los británicos contra las cuerdas, también había arrasado los aeródromos desde el que sus bombarderos partían. Ahora los cielos gallegos estaban limpios y los vigueses dormían tranquilos.

Aunque el Mendel llevase bandera alemana, sus líneas era las mismas que las de los cada vez más numerosos cañoneros antisubmarinos de la clase Noya española: a pesar de que fuesen la Armada y el Ejército del Aire españoles quienes garantizasen la seguridad de los submarinos, la Kriegsmarine deseaba tener unidades propias en sus bases, y finalmente se había llegado a un acuerdo según el cual España cedió a Alemania varios de sus “bous” de los tipos Noya y Urgull, a cambio de más submarinos tipo VII. A popa del Mendel navegaba la pesada mole del Sperrbrecher 47, un mercante provisto de un equipo de inducción que producía un intenso campo magnético, con el que se pretendía hacer detonar las minas de influencia. Otro pequeño patrullero, el Buciero, que llevaba bandera española, se había unido a la comitiva para guiarla entre los campos de minas defensivos. Pero el motivo de tal movimiento estaba a popa: apenas asomando sobre las olas se veía la baja y esbelta silueta del U-217. El sumergible, que iba a efectuar su segunda patrulla y la primera de combate, era uno de los primeros submarinos del novísimo tipo VIIE que entraba en servicio. El tipo derivaba del VIID, un submarino minador que no había dado el resultado apetecible, a su vez basado en el exitoso tipo VII.

Durante 1941 la Kriegsmarine había desarrollado nuevos equipos electrónicos que prometían transformar la guerra submarina: el radiotelémetro FuG 310 Schwertwal permitía detectar buques a veinte millas y aviones a cuarenta, y que también podía funcionar, con alcance reducido, operando en inmersión. Un segundo radiotelémetro FuG 413 Tümmler, de onda milimétrica, podía ser empleado para realizar ataques sin visibilidad. El radiodetector FuMB 9 Java alertaba de los impulsos de los radiotelémetros enemigos, y el equipo de interferencia FuMS/T 9 Elbing permitía cegarlos si el sumergible era detectado. Aunque los nuevos equipos, que empleaban las novedosas válvulas de Lilienfeld, eran tamaño reducido, requerían bastante espacio y necesitaban personal para su manejo, que apenas cabían en el atestado interior de los submarinos de tipo VIIC. En los VIIE se había empleado el espacio que en los VIID se destinaba para estibar las minas para ampliar la cámara de combate.

El U-217 también llevaba otro equipo que prometía ser revolucionario: el “snchorchel”, copiado del submarino holandés O-25, que había sido capturado en 1940 cuando estaba casi finalizado. Se trataba de un tubo que se elevaba como un periscopio y que permitía utilizar los motores diésel a cota periscópica. Sin embargo, a la dotación del U-217 el instrumento no le terminaba de agradar: cuando funcionaba eran habituales los cambios bruscos de presión que torturaban los oídos de los submarinistas. Esperaban que el kapitanleutnant Reichenbach-Klinke lo usase solo en emergencias.

No acababan ahí diferencias con los anteriores tipo VIIC. El casco era algo más resistente permitiendo sumergirse a cotas mayores de lo que creían los británicos, cuyas cargas de profundidad estallasen inofensivamente sobre el submarino. Además tampoco llevaba cañón de cubierta: la experiencia de los últimos meses de guerra demostraba su utilidad era mínima, no solo los ingleses estaban usando cada vez más sus propios radiotelémetros, sino porque la inmensa mayoría de los mercantes habían sido armados, y en un duelo al cañón el submarino tenía todas las de perder. A cambio uno de los cañones antiaéreos de 2 cm había sido sustituido por otro automático de 3,7 cm que no solo era más eficaz contra aviones, sino que permitía combatir a las embarcaciones ligeras enemigas.

En conjunto, el U-217, que iba a efectuar su segunda patrulla de combate, era un formidable instrumento bélico que permitiría derrotar de una vez a la debilitada pero aun desafiante Inglaterra. Pero solo si conseguía salir del puerto: durante lo que iba de guerra casi la mitad de las pérdidas de submarinos se había producido en las proximidades de las bases, plagadas de minas y acechadas por los sumergibles ingleses.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Ago 01, 2016 2:23 pm

Hola amigos:
Una adecuada retribución al invierno de los nabos de 1916. A ver que nuevos episodios nos reservas maestro.
Hasta otra. ><>

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Ago 03, 2016 2:25 pm

En la torre del U-217 el Oberfähnrich zur See (alférez) Dieter Oster escudriñaba las aguas con sus prismáticos. Aunque varios serviolas vigilaban el horizonte, y los radiotelémetros del patrullero y del submarino mantenían su imperturbable vela, se temía que el fino periscopio de un submarino enemigo pasase desapercibido, y el capitán había enviado a la torre a todo el personal disponible. Al lado del capitán estaba Dieter, que se forzaba la vista con sus propios prismáticos. Bajo cubierta el segundo de a bordo permanecía en la cámara de combate atento a las indicaciones de los equipos electrónicos. Afortunadamente, en esta ocasión la salida al mar solo se vio perturbada por las grandes olas y no por la acción enemiga. Unas millas al oeste de las islas Cíes el Mendel envió un mensaje con su lámpara de señales: “buena suerte y buena caza”. Luego se volvió hacia la ría, mientras el U-217 se perdía en el tormentoso Atlántico.

El U-boot siguió en superficie, cabalgando las enormes olas mientras seguía moviéndose hacia el oeste. El capitán, más tranquilo desde que la costa ya no estaba a la vista, dejó la torre, siendo sustituido por el segundo, al que Dieter relevó al frente del radiotelémetro. La fina proa del sumergible macheteaba las grandes olas, de tales dimensiones que casi cubrían la torre. Pero a pesar del peligro de entrar en una ola y no salir, el capitán Reichenbach-Klinke prefirió mantenerse en superficie, porque el mal tiempo, que impedía la vigilancia de los aviones británicos, permitía que el U-217 devorase millas hacia su destino: las aguas cercanas a Islandia por las que se movían los convoyes. Pues ahora que la campaña de Portugal estaba finalizando, los submarinos estaban siendo enviados de nuevo contra los mercantes que intentaban mantener la resistencia de Inglaterra. Los submarinos de largo alcance, por lo general, no operaban desde Vigo sino desde Cádiz, para poder alcanzar las aguas más alejadas del Atlántico Sur. Pero para los más pequeños como el U-217 era preferible la adelantada posición de Vigo.

El temporal fue amainando aunque quedó una mar de fondo que levantaba grandes olas. Con los cielos claros el peligro inglés era mayor, y en una ocasión el equipo Java detectó las emisiones de un radiotelémetro enemigo a corta distancia. El capitán ordenó la inmersión, permaneciendo bajo las aguas durante tres horas. Luego asomó la antena del radiotelémetro y, tras un barrido que mostró que el cielo estaba despejado, el U-217 pudo emerger y seguir tragando millas. Fue el único encuentro, y una vez se adentró en el Atlántico Central, el U-217 pudo seguir su curso sin más interrupciones.

Tras dar un amplio resguardo a Irlanda el U-217 se dirigió hacia el norte. La ruta de los convoyes transatlánticos era variable: normalmente no seguían la ortodrómica entre Halifax y Bristol: no solo pasaba demasiado cerca de las bases de submarinos gallegas, sino que cuando llegaba al mar Céltico (el que quedaba entre la costa sur de Irlanda y Cornualles) estaba dentro del alcance de los aviones basados en Bretaña, que ya habían atacado a algún convoy. En verano los convoyes británicos daban un gran rodeo, siguiendo la costa canadiense hasta el cabo Spear de Terranova, para luego seguir hacia el Farewell, el extremo sur de Groenlandia. Luego seguían hacia Islandia para luego acercarse a las islas Feroes y entrar en el mar de Irlanda por el canal del Norte. La ruta era más larga, pero durante buena parte de su recorrido se mantenía cerca de las bases para aviones antisubmarinos que los ingleses tenían en todos esos lugares; solo Groenlandia, donde los norteamericanos aun estaban construyendo pistas de aterrizaje, estaba sin protección. Sin embargo, en invierno era frecuente encontrar hielos, y el peligro de ataques por los buques de superficie del Pacto basados en Noruega había obligado a que los convoyes modificasen su derrota más al sur. Hacia esas aguas se dirigía el U-217, y al llegar al paralelo de los 55° el U-217 recibió un mensaje desde el Ferrol del Caudillo.

La campaña de Portugal, que tan pródiga estaba siendo en prisioneros, también lo era en información, y ahora la Kriegsmarine sabía que los ingleses no solo habían roto las claves de la máquina Enigma, sino que usaban unos goniómetros de gran precisión que permitían descubrir la situación de los submarinos alemanes. Los submarinos habían tenido que modificar sus tácticas, hasta entonces muy eficaces pero que implicaban ser dirigidos desde tierra y un empleo intenso de la radio.

Dado que la cada vez mayor eficiencia de los aviones de reconocimiento alemanes en el Atlántico hacían innecesarias las largas líneas de vigilancia, Doenitz ya no formaba “manadas de lobos” estables, sino que dirigía grupos de submarinos contra unos u otros convoyes, indicándoles tan solo la ruta del convoy y el día en el que se debía producir el ataque coordinado. El contacto con los convoyes tampoco lo mantenían los submarinos, sino los Condor. Labor muy peligrosa porque los ingleses habían comprendido que eran esos aparatos los responsables de sus recientes reveses. Por el momento, solo disponían de un portaaviones de escolta, que había tenido que ser asignado a la Fuerza H; pero habían equipado varios mercantes con catapultas, desde las que se lanzaban viejos aviones de caza que tenían como misión derribar los peligrosos pero también vulnerables cuatrimotores alemanes. Ya se habían apuntado seis derribos y ocho aviones más se habían salvado por poco. Más ominosamente, las fotografías aéreas mostraban que los ingleses estaban instalando cortas cubiertas de vuelo en varios mercantes durante sus obras de reparación.

El riesgo que corrían los Condor les había obligado a ser mucho más prudentes. Ya no realizaban ataques a baja altura salvo contra buques que navegasen independientemente. Cuando encontraban un convoy, y tras emitir un informe de contacto, el avión se arriesgaba a inspeccionarlo visualmente, para conocer el número aproximado de buques que lo componían y, sobre todo, el de escoltas; pero luego se alejaba. A partir de entonces los Condor se mantenían alejados y volando a gran altura; cada varias horas volvían a establecer contacto pero solo mediante el radiotelémetro. Más alejados de los convoyes, corrían menos peligro, y la tasa de pérdidas disminuyó, a pesar de lo cual se consiguió mantener la vigilancia del océano. Pues los peligros que corrían los pilotos de la Luftwaffe habían facilitado la misión de los submarinos, que ya no tenían que mantener largas líneas de vigilancia, ni mantenerse en las proximidades del convoy para mantener el contacto: se había visto que esos sumergibles, que tenían que usar la radio continuamente, era blancos frecuentes de ataques. Ahora los submarinos se dirigían hacia la zona de intercepción guiados directamente por los Fw 200, que habían sido equipados con radios de corto alcance capaces de comunicarse con las navales.

También había sido necesario modificar la seguridad radiofónica. La inseguridad de Enigma había supuesto un serio problema para el ejército y la fuerza aérea, que tenían miles de máquinas de cifrado, pero no para la marina, que habitualmente solo tenía unas decenas de barcos en el mar. Aunque los patrulleros y las embarcaciones auxiliares seguían usando sus máquinas Enigma, sustituyendo frecuentemente los rotores, los submarinos y los buques habían sido equipados con un dispositivo ideado por el profesor Hackleber que, aunque era de empleo engorroso, resultaba completamente seguro. En Berlín se había construido una máquina que usando una serie de bombos que contenían veintiséis letras, creaba largas secuencias aleatorias de letras que perforaba en cintas de teletipo, usando el código Baudot. De cada cinta se hacían dos copias: una se enviaba al centro de mando de los submarinos, en el Ferrol del Caudillo, y otra estaba destinada a los barcos de la flota. Cada buque salía al mar con un gran paquete de cintas, con al menos una por cada día que debían permanecer en la mar.

Para crear un mensaje el operador del Ferrol el operador escribía el mensaje, que era precedido y seguido con frases sin sentido: así se evitaba que ciertas combinaciones de letras (como el grado naval del destinatario) apareciesen en posiciones fijas. Luego lo transcribía con una máquina que perforaba una cinta de teletipo. Después seleccionaba un carrete de cinta de los asignados al barco destinatario del radiotelegrama, e introducía las dos cintas en otra máquina, que a su vez perforaba otra cinta que contenía la suma de las letras del mensaje y las de la clave. También se añadía un grupo de cuatro letras que identificaba al buque destinatario, y otro que señalaba el carrete que se había empleado. Ambos grupos eran codificados con un libro de códigos, y se emitían repetidamente, para alertar al submarino destinatario. Luego otra máquina enviaba el mensaje cifrado, a velocidad mucho mayor que cualquier operador humano.

En el buque receptor el equipo de radio iba unido a un panel de conexiones que se modificaba diariamente según el libro. Cuando recibía un mensaje con su código, se conectaba automáticamente a una máquina de teletipo, que recibía el mensaje y perforaba una cinta. El radiotelegrafista del buque enviaba un mensaje (también codificado) confirmando la recepción. Luego seleccionaba el carrete con la clave, lo metía en otra máquina junto con la cinta del teletipo, y se realizaba la operación inversa para descifrar el texto. Finalmente el operador del buque destruía la cinta de clave ya usada y la del mensaje cifrado, quedándose solo con el texto claro. En caso necesario, la operación podía hacerse manualmente.

Los equipos eran propensos a los fallos, y no era raro que un mensaje tuviese que enviarse varias veces. Además cuando se daba una orden a varios barcos, había que repetirlo para cada destinatario, aunque siempre con la precaución de modificar las frases de relleno. Pero al ser un sistema de libro único era indescifrable, y aunque los ingleses capturasen una máquina y las cintas con las claves, solo podrían leer las destinadas a ese barco.

El profesor Hackleber seguía trabajando en una “Súper Enigma” que tenía doce rotores en dos bancadas: una efectuaba la sustitución del texto y ora controlaba los movimientos de las ruedas. Esa máquina prometía ser tan segura como el método de clave única, y mucho más sencilla de usar; pero el engorroso sistema actual al menos garantizaba que las comunicaciones fuesen seguras.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Dom Ago 07, 2016 5:25 pm

Hola amigos:
Maestro, creo recordar que había algún tipo de cooperación con la Armada Imperial japonesa en relacion a los portas ¿Es posible que ese tipo de cooperación se extendiese a los submarinos? De hecho estoy pensando en los submarinos de la clase I-201 que eran incluso más rápidos que los Tipo XXI y que empezaron a diseñarse en 1943 en base a experiencias del año 38. Se podría considerar en la ucronía que los alemanes y japoneses intercambiaran algún tipo de información sobre el tema.
Un saludo. ><>

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Ago 08, 2016 11:14 am

En un submarino conseguir más velocidad es sencillo: basta con poner más potencia... pero el problema está en el silencio, en la capacidad y el rendimiento de las baterías. Puedes correr mucho unos minutos, pero luego ¿qué?

De hecho la IJN no empleó los submarinos donados por los alemanes pues le parecieron demasiado complejos.

Saludos

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar Ago 09, 2016 10:34 am

Hola amigos:
Desde el móvil.
Bueno, es evidente que incluso hoy dia, las altas velocidades en inmersión sólo son utilizadas para realizar maniobras evasivas. Al sugerir este tipo de colaboración en submarinos, pensaba más bien en una posible entrada anticipada en servicio de submarinos tipo XXI o similares. Desde luego tal y como narras la supresión del cañón de cubierta, mejoraría la velocidad en inmersión y la discreción. Otro tipo de mejoras, modificación de las líneas de la torre como en los guppy, quizá ya serían excesivas en esta ucronía.
Un saludo><>

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar Ago 09, 2016 2:17 pm

Reichenbach-Klinke ordenó confirmar la recepción del mensaje; luego permaneció en silencio radiofónico, que solo rompería tras efectuar el ataque. A partir de entonces permaneció a la escucha de las indicaciones de los Condor que lo guiaron hacia una posición en la ruta del convoy. Este efectuó varios cambios de rumbo, siendo el U-217 advertido. Cerca ya de la posición de ataque el Java detectó las emisiones de otros radiotelémetros alemanes; entonces empleó un radioteléfono de corto alcance para ponerse en contacto con sus vecinos, que resultaron ser los U-155, U-158, U-162 y U-558. Los submarinos se distribuyeron los flancos por los que iban a atacar y esperaron la llegada del convoy.

Finalmente el Java del U-217 detectó emisiones de un radiotelémetro inglés: debía ser el de alguno de los escoltas del convoy. El capitán ordenó apagar el propio, para evitar que le delatase, y se mantuvo unas millas ante su objetivo. Cuando oscureció el capitán llevó al U-217 hacia el convoy, encendiendo el radiotelémetro a intervalos irregulares: si se emitían unos pocos pulsos era improbable que fuese detectado, y en cualquier caso precisaba conocer la situación y disposición del convoy. La pantalla del radiotelémetro mostró una gran masa de buques que se confundían entre sí, pero también un eco más cercano y más pequeño: un escolta que iba a convertirse en objetivo. El sumergible disminuyó su andar a doce nudos para no dejar estela, mientras seguía acercándose.

El capitán estaba en la torre, intentando ver algo en la negra noche, mientras el segundo estaba en la cámara de combate, controlando el sumergible. Dieter, encargado de los instrumentos electrónicos, informaba al capitán por el intercomunicador.

—El objetivo se mantiene en rumbo 240 a catorce nudos. Distancia siete quinientos. El Java no detecta emisiones.

La distancia fue cayendo hasta que el capitán consiguió ver el objetivo. Fue informando a la dotación con el intercomunicador, para que conociese sus intenciones.

—El blanco es un destructor pequeño o un cañonero. No parece habernos visto. Dieter, dame una distancia.

—Dos mil ochocientos metros, señor —dijo el teniente tras emitir un pulso con el radiotelémetro Tümmler.

El capitán dejó que la distancia disminuyese, pero cuando era solo de mil ochocientos metros veía tan claramente a su presa que decidió disparar. Apuntó el binocular de la dirección de tiro hacia el barco inglés.

—Preparen tubos uno y tres. Tiro de velocidad. —Apuntó a la proa del enemigo—. Marcación. —Luego hizo lo mismo con la popa. En la cámara de combate el segundo introdujo la velocidad estimada del blanco en la dirección de tiro principal, que ya había recibido las marcaciones de la del puente. Según las indicaciones del computador de tiro se regularon los sistemas de dirección de los torpedos.

—Fuego el uno, fuego el tres.

Los dos torpedos salieron de los tubos de proa. El submarino no apuntaba a su blanco, pero eso no era problema para las armas alemanas: cada torpedo tenía un sistema giroscópico, y tras salir del tubo describió una curva hasta quedar encaminado hacia el objetivo. El U-217 había disparado dos modernos G7e/T3, con espoleta magnética, que no necesitaban impactar para estallar sino que lo hacían bajo la quilla de los barcos enemigos. Los dos torpedos siguieron con rumbos ligeramente divergentes, sin dejar estela al tener propulsión eléctrica.

Un fogonazo mostró que el barco enemigo les había visto y estaba disparando, pero el cañonazo se perdió.

—Timonel, caiga 40° a babor —ordenó el capitán—. Deiter, enciende el radiotelémetro —el sigilo era la inútil—. El blanco está virando pero ya es tarde.

Segundos después una columna de agua se elevó en la proa del barco enemigo, que quedó muerto sobre el agua. El U-217 permaneció en las proximidades, pero el barco enemigo parecía negarse a hundirse. Reichenbach-Klinke decidió rematarlo.

—Preparen tubo tres para tiro de velocidad. Marcación. Fuego el tres.

El torpedo desapareció en las aguas. El submarino esperó, pero tras esperar unos minutos no ocurrió nada.

—Maldición. Preparen tubo cuatro. Tiro de velocidad. Marcación ¡fuego el cuatro!

Esta vez el torpedo funcionó correctamente, y segundos después el barco enemigo se partía en dos al estallar la cabeza de combate de 280 kilos de Hexanita bajo la quilla.

—Capitán, buque enemigo a 90° y a 3.700 metros en rumbo de colisión. Alta velocidad, la estimo en más de veinticinco nudos —dijo Dieter: el radiotelémetro había localizado a un buque que se lanzaba contra el submarino y que aun no era visible: otro escolta, que intentaba auxiliar a su compañero ya condenado, se dirigía hacia el U-217.

—Timonel, 30° a estribor. A toda máquina.

El submarino intentaba alejarse del escolta que se hundía, para que el otro barco inglés no les descubriese. Vana esperanza, porque el radiotelémetro mostró que el recién llegado modificaba su curso.

—Capitán, el nuevo contacto está emitiendo con su radiotelémetro.

—¡Inmersión de emergencia! —ordenó el capitán. Si el enemigo tenía radiotelémetro de nada servía intentar escapar en superficie, ya que eran superados en velocidad y armamento, y los tubos de proa estaban vacíos. El segundo ordenó abrir los lastres, pasar a motores eléctricos, y poner los hidroplanos en máxima depresión, para que la velocidad del submarino lo impulsase bajo las aguas. El U-217 ya había sumergido la proa cuando el capitán, el último en dejar la torre, se dejó caer por la escotilla y la aseguró. Con los motores eléctricos a máxima potencia el submarino se sumergió rápidamente.

Ya en la cámara el capitán se hizo cargo del buque. Siguió vigilando el indicador de profundidad, y cuando pasó de 40 metros ordenó navegación silenciosa y virar hasta ofrecer la proa al barco atacante. El enemigo, que con esa velocidad solo podía ser un destructor, estaba tan cerca que la dotación del U-217 podía escuchar el batir de sus hélices. Pero la maniobra ordenada por el capitán resultó efectiva: estando de proa el ASDIC del barco inglés no consiguió un retorno suficientemente potente. El comandante del destructor, al perder el contacto con el U-217, debió creer que era porque el sumergible estaba bajo la capa de inversión térmica. Aun así desde el submarino se apreció como el destructor pasaba a corta distancia, y poco después se vieron sacudidos por las explosiones de doce cargas de profundidad, que estallaron no tan cerca como para causar daños pero sí para sacudir al sumergible..

—Sigan descendiendo hasta los 120 metros. Rumbo 180°.

El submarino viró hasta apuntar de nuevo con la proa en la dirección en la que estaba el destructor enemigo. Este se acercó, utilizando su ASDIC para buscar al submarino. En algún momento debió notar algo porque lanzó otro rosario de cargas, que estallaron inofensivamente a varios cientos de metros del U-217.

—Capitán, dos explosiones lejanas —el operador de los hidrófonos había detectado algo: probablemente otros submarinos alemanes se habían sumado al ataque. Aun así el destructor se mantuvo sobre el U-217 durante media hora: probablemente no trataba de hundirlo, pues resultaba improbable que retomase el contacto, sino para obligarlo a que siguiese en inmersión y no pudiese dar caza al convoy. Poco después los hidrófonos detectaron el cambio de régimen de las hélices: el enemigo se alejaba.

El capitán esperó aun media hora antes de ordenar subir a cota periscópica: era posible que hubiese algún otro barco que los buscase y que estuviese vigilando con sus hidrófonos. Una vez cerca de la superficie elevó el periscopio de observación, pero no consiguió ver nada.

—Dieter, eleva la antena del Java y haz un barrido.

La antena afloró sobre las aguas y empezó a emitir pulsos. Inmediatamente apareció en la pantalla el eco de un barco enemigo.

—Capitán, contacto a tres mil metros.

—Abajo el Java. Periscopio de ataque arriba.

El capitán miró en la dirección indicada por el radiotelémetro y por fin consiguió ver algo: la pobre luz del amanecer empezó a dibujar un objeto triangular con dos surtidores de espuma a cada lado: un barco que, navegando a toda máquina, trataba de pasar por ojo al sumergible.

—Viene a por nosotros, pero no le va a ser sencillo. Tubos uno a cuatro, tiro de velocidad. Timonel, rumbo 230°.

El submarino apuntó a su nuevo enemigo. La distancia disminuyó rápidamente: dos mil, mil quinientos, mil metros. Cuando estaba a solo ochocientos metros ordenó disparar.

—Fuego tubos uno a cuatro. Periscopio abajo. A toda máquina y todo a babor. Inmersión profunda.

El submarino estaba empezando a descender cuando los hidrófonos recogieron dos explosiones, seguidas de una tercera tan potente que el U-217 se agitó.

—Ruidos de hundimiento, capitán.

El sumergible volvió de nuevo a cota periscópica, a tiempo de ver los últimos momentos del “cuatro chimeneas”, uno de los destructores viejos que Estados había cedido a Inglaterra al principio de la guerra. Hizo un nuevo barrido con el radiotelémetro que no detectó más visitantes inesperados. Entonces el U-217 salió a la superficie. Lamentablemente, no iba a poder auxiliar a las balsas en las que parte de los tripulantes del infortunado destructor intentaban sobrevivir: tan cerca del convoy era más probable que algún otro buque de escolta ya estuviese en camino. El submarino puso rumbo sur y luego este, para alejarse del lugar del combate y luego intentar alcanzar de nuevo al convoy, aunque ya solo le quedase la mitad de sus torpedos. Sin embargo los informes de otro Condor señalaron que el convoy se había alejado más de cien millas en las horas durante las que el U-217 había sido atacado. Navegando a toda máquina necesitaría un día entero para volver a quedar en posición de ataque, a costa de un gran gasto de combustible. El capitán redactó un breve informe y esperó la respuesta de Doenitz, que era la que esperaba: el U-217 tenía que renunciar a dar caza al convoy. Permanecería en esas aguas a la espera de nuevas órdenes.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Sep 05, 2016 3:26 pm

El U-217 estuvo cuatro días en la zona sin encontrar ninguna presa más, hasta que del Ferrol llegó la orden de atacar otro convoy situado al suroeste. Tras dos días de navegación llegó un segundo mensaje que indicaba que el convoy se había dispersado. Los buques, navegando con independencia, hubiesen debido ser fácil presa de los aviones de largo alcance, pero los Condor solo podían operar en el Atlántico Central si sustituían la carga de bombas por un depósito de combustible adicional, dejando el ataque a los buques para los submarinos. Uno de los aviones indicó al U-217 que un petrolero grande estaba cerca de su posición, y horas después el sumergible avistaba a un barco de al menos diez mil toneladas, que luego resultó ser el petrolero noruego Egda. Sin embargo, cuando el submarino se aproximó, el barco respondió con su cañón de cubierta. A pesar de carecer de sistemas de puntería, consiguió que uno de sus proyectiles cayese a apenas doscientos metros del U-217.

El capitán Reichenbach-Klinke se encontró con un dilema. Si disparaba un torpedo desde lejos el petrolero casi con seguridad lo evitaría; pero acercarse implicaba arriesgarse a que un tiro de suerte dañase su buque. La alternativa era sumergirse, pero incluso con el schnorchel la velocidad no superaría los seis nudos y el tanquero no tendría dificultad en escapar. Al capitán no le agradaba dejar que un barco de diez mil toneladas se saliese con la suya, pero ninguna de las dos alternativas que se le ofrecían era buena… de día. Pero la noche era para los submarinos. El U-217 se mantuvo a la vista del petrolero, que emitía desesperadas llamadas de socorro; pero el radiotelémetro mostraba que el océano seguía vacío. Al final los del barco debieron darse por vencidos y al ver que caía la noche, que traería un ataque con torpedos, pararon máquinas, lanzaron las lanchas y abandonaron el petrolero. El U-217, sin embargo, no se acercó demasiado: fresca estaba la memoria de las tropelías cometidas por los buques Q en la guerra anterior, que también habían intentado —sin ningún éxito— en la presente. Desde dos mil metros disparó un torpedo que inexplicablemente falló. Lo mismo pasó con el segundo; pero el tercero estalló bajo la quilla del petrolero, que debía ir cargado de gasolina de aviación, y estalló con una enorme llamarada. Ahora se entendían las prisas de los tripulantes en dejar su buque.

Luego el submarino se acercó a los botes. Reichenbach-Klinke ordenó al capitán noruego y a su primer oficial que pasasen al submarino como prisioneros. Luego suministró a los náufragos agua potable y una brújula, y emitió mensajes en claro indicando la posición de los náufragos. Poco más podía hacer: con poco combustible y quedando solo un torpedo, no podía mantenerse en esas aguas ni prestar más auxilio a los noruegos. El U-217 puso rumbo hacia la costa gallega, entrando en El Ferrol del Caudillo cinco días después.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Sep 14, 2016 3:47 pm

O’Connell, J. Submarine operational efectiveness in the 20th century. Part two (1939 – 1945). iUniverse. Bloomington, 2011.

La escuela de panzer de Blomberg, además de revolucionar las tácticas del ejército alemán, fue el germen de una emuladora: la Seetaktikschule (escuela de tácticas navales) de Kladow, un barrio cercano a Berlín. La Kriegsmarine, a la vista del éxito de Guderian, decidió crear un centro similar aunque, al contrario que la escuela de Blomberg, en el Seetaktikschule no se pretendía adiestrar a los oficiales navales: para ello ya se tenía la recién creada Gemeinsame Marineoperationen Schule de Lubeck. El objetivo del nuevo centro era analizar el impacto que los desarrollos tecnológicos pudieran tener en las operaciones.

La Seetaktikschule no disponía de unidades navales asignadas, a excepción de algunas embarcaciones ligeras en el río Havel: la escuela realizaba maniobras sobre el papel. Grupos de oficiales navales con experiencia de combate simulaban combates en las que participaban (figuradamente) buques de la flota junto con otros ficticios que se suponía incorporaban los nuevos desarrollos. Dependiendo del resultado de dichas maniobras se emitían informes en las que se recomendaba modificar las tácticas existentes, o desarrollar nuevos tipos de unidades navales.

En estas maniobras se apreció el enorme potencial que tendría la aviación naval, tanto la embarcada como la que operaba desde bases terrestres, y el impacto que podría tener la proliferación de aviones de patrulla de largo alcance equipados con radiotelémetros. Se concluyó que la flota que operase con ellos contaría con una gran ventaja. Asimismo se comprendió que la única forma de impedir las actividades de aviones enemigos de patrulla era disponiendo de aviación embarcada. Por tanto la escuela recomendó no solo que se acelerase el programa de construcción de portaaviones, sino que se convirtiesen buques civiles para que se uniesen en el menor plazo posible a la flota. Asimismo aconsejó que se creasen grupos adicionales de la Luftwaffe especializados en el reconocimiento marítimo, en el ataque naval, y en la intercepción de los aviones de patrulla enemigos.

Estos estudios también tuvieron un gran impacto sobre el arma submarina. Los británicos ya estaban empleando unos pocos aviones de largo alcance equipados con radiotelémetros, y las maniobras demostraron que cuando este tipo de aviones se hiciese más numeroso las operaciones con submarinos resultarían mucho más difíciles e incluso podría ser necesario interrumpirlas. Se debía a que los sumergibles alemanes operaban casi continuamente en superficie. Habían sido concebidos para desplazarse en emersión, y en los dos últimos años los ataques más exitosos se conseguían por la noche, cuando actuaban como torpederos en superficie. Pero si el enemigo desplegaba escoltas y aviones equipados con radiotelémetros resultaría casi imposible permanecer en la superficie.

La marina holandesa, que había sido concebida para actuar contra armadas muy superiores en aguas confinadas, había desarrollado poco antes de iniciarse la guerra un equipo, el esnórquel, que permitía cargar las baterías a cota periscópica. La Kriegsmarine pudo estudiarlo en los submarinos neerlandeses capturados en 1940, pero inicialmente no se había mostrado interesada ya que sus tácticas habían hincapié en el combate de superficie. Pero tras el relevo de Raeder el almirante Marschall ordenó que se estudiasen medios técnicos que pudiesen compensar la inferioridad numérica de la flota alemana, y el esnórquel fue adoptado para que los submarinos pudiesen volver a operar en la cercanía de la costa británica a pesar de la vigilancia aérea. Pero los primeros equipos eran muy engorrosos y los sumergibles que los llevaban los empleaban en escasas ocasiones.

En esos primeros esnórqueles el tubo de admisión no comunicaba directamente con los motores, pues cualquier interrupción los ahogaría, sino con la sala de máquinas. Pero el tubo no era telescópico sino que se replegaba en cubierta, y su escasa altura hacía que la admisión quedase frecuentemente cubierta por las olas. Una válvula, primero manual y luego automática, impedía el paso del agua. Durante ese tiempo (hasta que se apagaban los motores si la admisión seguía bajo la superficie, o los segundos que tardaban los motores en apagarse) se aspiraba el aire de dentro del submarino, disminuyendo la presión. Cuando la admisión del esnórquel volvía a aflorar y la válvula se abría, la presión subía bruscamente. Esas bruscas variaciones causaban intensos dolores óticos, de senos y de muelas a los tripulantes.

Además los motores diésel, muy ruidosos, impedían el empleo de los hidrófonos, y los humos velaban el periscopio, quedando el submarino ciego y sordo y siendo por tanto (paradójicamente) blanco sencillo para las fuerzas antisubmarinas enemigas, que podrían atacar al submarino por sorpresa si detectaban la estela del esnórquel. Aunque posteriormente se diseñó un esnórquel telescópico que solventaba parte de los inconvenientes (siendo preciso retirar el periscopio auxiliar en los submarinos en los que se instaló), las vibraciones de los motores impedían utilizar los periscopios a velocidades superiores a cinco nudos. Además los submarinos tenían en cubierta elementos pensados para el combate de superficie (cañones, antenas, barandillas) que aumentaban la resistencia al avance en inmersión e impedían superar los siete u ocho nudos. Incluso navegar a cinco nudos precisaba gran consumo de electricidad: la limitada capacidad de las baterías significaba que en inmersión, con los motores eléctricos y a toda máquina, el submarino no pudiese navegar más de una hora. Además, a toda máquina los motores y las hélices producían mucho ruido que facilitaba la localización. Por ello la velocidad en inmersión, en la práctica, no superaba los dos o tres nudos.

Los estudios de la Seetaktikschule confirmaban la experiencia de los submarinistas: una velocidad elevada en inmersión, aunque fuese durante cortos periodos, resultaba muy deseable. En la fase de ataque permitía tomar posiciones favorables. Como defensa, si un submarino podía escapar a ocho nudos en lugar de a cuatro, el círculo de búsqueda que tenía que batir el enemigo se cuadruplicaba.

Otro inconveniente de los submarinos convencionales era que cuando operaban sumergidos su horizonte disminuía, siendo muy difícil localizar a las presas. Incluso los más modernos submarinos del tipo VIID, que contaban con nuevos equipos electrónicos (que la escuela había recomendado instalar en todos los buques) estaban muy limitados en este aspecto. La cooperación con la aviación de reconocimiento paliaba en parte el problema, pero solo era posible en alta mar y no junto a la costa enemiga.

La escuela recomendó que se estudiase un nuevo sumergible que tuviese las siguientes características:

– Diseñado para operar exclusivamente en inmersión, no siendo preciso armamento de cubierta.

– Velocidad en inmersión mínima (con motores eléctricos y baterías) de quince nudos.

– Baterías de mayor capacidad para poder mantener una velocidad de cinco nudos durante veinticuatro horas.

– Esnórquel mejorado.

– Armamento torpedero mejorado con torpedos buscadores.

– Hidrófonos perfeccionados.

– Equipos electrónicos (radiotelémetros y detectores de emisiones enemigas) que pudiesen ser empleados desde cota periscópica.

El profesor Walter presentó una propuesta revolucionaria basada en la turbina que había diseñado. Utilizaba gasóleo como combustible, y como oxidante peróxido de hidrógeno, que se almacenaba en el submarino. Los submarinos Walter podían utilizar su turbina para moverse velozmente y un prototipo, el V-80, había alcanzado una velocidad de 23 nudos en inmersión, tres veces mayor que la del más rápido submarino existente. Además del revolucionario sistema de propulsión, el submarino Walter, diseñado para operar exclusivamente en inmersión, tenía un casco hidrodinámico sin elementos que ofreciesen resistencia al avance; no solo permitía alcanzar mayor velocidad con menor consumo, sino que era mucho más sigiloso.

La propuesta del profesor Walter parecía tan prometedora que se diseñó un submarino costero basado en el V-80, el tipo XVII, del que se inició la construcción de una serie de cuatro unidades. También se encargó un submarino oceánico, el tipo XVIII. Sin embargo, ya en las pruebas la turbina Walter que propulsaba al V-80 resultó muy compleja, poco fiable e incluso peligrosa, pues el peróxido de hidrógeno era corrosivo, tóxico, y en determinadas situaciones explosivo. Era de prever un tiempo prolongado de desarrollo, y de hecho ninguno de los submarinos tipo XVII llegó a efectuar patrullas de combate. Solo fueron finalizadas dos unidades del tipo XVII que fueron empleadas para pruebas; las otras dos fueron desmanteladas en la grada, así como los dos tipo XVIII iniciados.

Como alternativa se estudiaron dos proyectos que combinaban el casco hidrodinámico de los tipos XVII y XVIII con un sistema convencional de motores diésel y eléctricos, equipados con esnórquel y baterías de mayor capacidad: los tipos XXI (oceánicos) y XXIII (costeros), que en el futuro servirían de modelo para los submarinos de las flotas del Pacto de Aquisgrán. Los “elektroboat”, como fueron llamados, tenían prestaciones similares a las de los submarinos Walter, aunque solo podían mantener su velocidad en inmersión durante un tiempo limitado. A cambio, los equipos que llevaban eran convencionales (aunque de mayor capacidad), y no parecía que fuesen a plantear los problemas de las turbinas Walter. El almirante Doenitz quedó tan interesado por los elektroboat que decidió suspender el desarrollo de otros tipos de submarinos.

Pero la Kriegsmarine, tras el mal resultado dado por otros tipos de buques avanzados, como los destructores con calderas de muy alta presión, recelaba de los proyectos revolucionarios. El almirante Marschall recomendó a Doenitz que probase los nuevos equipos en un casco convencional. Para ello se utilizó el U-118, un submarino minador del tipo X, de gran tamaño, que estaba a punto de ser finalizado. Se retiró todo el equipo destinado al manejo de minas y se instalaron motores eléctricos de mayor potencia con baterías adicionales. Los motores diésel disponían de amortiguadores (neumáticos y de caucho) que disminuyeron las vibraciones en un 90%, haciendo al submarino muy silencioso; la instalación en la cubierta de capas del mismo material disminuyó aun más el nivel de ruido y dificultó su localización con sonotelémetros. Exteriormente el U-118 también sufrió importantes cambios. Se modificó la forma de la proa y la cubierta quedó despejada. La vela pasó a ser de mayor tamaño para poder llevar un esnórquel telescópico y los periscopios de ataque: ya que no se pretendía que actuase como torpedero en superficie, no era precisa una silueta baja.

Las pruebas del U-118 dieron resultados espectaculares. Los otros submarinos del tipo X alcanzaban 17 nudos en superficie y 7 en inmersión, mientras que el U-118, que conservaba una velocidad de 16 nudos en superficie, alcanzó 18 en inmersión: prestaciones casi iguales a las de los futuros elektroboat, con la ventaja de partir de un casco ya existente. El único inconveniente fue la escasa velocidad de inmersión, cuestión que como el tamaño de la vela se consideró de escasa importancia en un buque que habitualmente operaría sumergido. Sin embargo, no parecía recomendable convertir más submarinos del tipo X: al ser de grandes dimensiones eran poco maniobreros y bastante caros, y además solo tenían dos tubos lanzatorpedos.

Aun antes de finalizar la conversión del U-118 se decidió emplear la experiencia adquirida para convertir unidades de otros tipos que también estuviesen en construcción. Del tipo VII se escogió el último modelo, el VIIE (una mejora del tipo VIID con un casco de mayor resistencia) por ser de dimensiones mayores que los VIIC. Se hizo una conversión en la línea del U-118, retirando los equipos y el armamento de la cubierta y de la torre. Los tipo VIIF consiguieron prestaciones razonables, aunque la limitada capacidad de las baterías hacía que la autonomía en inmersión fuese limitada, y el esnórquel, que seguía siendo el original, era poco efectivo. Además la habitabilidad de estos buques resultó muy afectada, por lo que estos submarinos solo fueron empleados para instrucción o para operaciones costeras. El tipo VIIF/42 disponía de un esnórquel telescópico en una torre de mayores dimensiones, y se había retirado la cámara de torpedos de popa para disponer de espacio adicional. Con esos cambios los VIIF/42 efectuaron sus primeras patrullas en el mar de Noruega a partir del verano de 1942. Sin embargo, tras el éxito en las pruebas del U-182 (del que luego se hablará) se ordenó abandonar la producción del tipo VIIF, y solo las unidades en avanzado estado de construcción fueron finalizadas; las restantes fueron desguazadas en grada.

Por desgracia esta modificación no podía aplicarse a la numerosa flota de submarinos del tipo VII más antiguos (subclases C, D y E, ya que los B habían sido relegados a la instrucción). En ellos se hizo una modificación aun más limitada, que implicó tan solo la retirada de las instalaciones de cubierta y la instalación de un esnórquel telescópico en lugar del periscopio auxiliar. A pesar de sus modestas prestaciones en inmersión, los tipos VIIC/43, VIID/43 y VIIE/43 operaron hasta el final de la guerra, aunque a partir de 1944 solo lo hicieron en escenarios en el que la cobertura antisubmarina era menor, como el Índico. Varias unidades fueron transferidas a otras marinas del Pacto de Aquisgrán.

La conversión más exitosa fue la de los tipos IXD. El mayor espacio interior permitió instalar más baterías sin afectar a la habitabilidad, y también se pudo aislar los motores, medida que no había podido ser adoptada en el tipo VIIF. El primer submarino finalizado, el U-182, resultó tener prestaciones similares al U-118 y próximas al proyectado tipo XXI, resultando además más maniobrero y mucho más económico. Los submarinos del tipo IX convertidos fueron llamados tipo XI: denominación ya empleada para un submarino cañonero que no fue aceptado, y que fue escogida para confundir a los servicios de inteligencia aliados. Los tipo XI iniciaron sus operaciones con gran éxito en el Atlántico central y en el Índico a partir de octubre de 1942. En 1944 el tipo XI fue sustituido en los astilleros por el tipo XXI. Tras finalizar la guerra, la mayor parte de los buques supervivientes pasaron a la reserva o fueron cedidos a marinas de países aliados.

Igual que con el tipo VII, las unidades supervivientes de la clase IX fueron modernizadas en la misma línea que los VII/43. Siendo mayores dieron mejores resultados, y fueron empleadas en el Atlántico Central y Sur. En esas operaciones fueron apoyados por los submarinos de aprovisionamiento del tipo XIVB, modificación con esnórquel de los tipo XIV existentes.

A principios de 1944 fueron entregadas las primeras unidades del tipo XXIII, que a partir de agosto de 1944 complementaron y luego sustituyeron a los VIIF/42 en las misiones costeras. En septiembre de 1944 también entró en servicio el U-2511, el primero del tipo XXI. En 1945 fue entregado el U-3101, el primero del tipo XXII, que era un buque de tamaño intermedio destinado a sustituir a los tipo VII aun en servicio, pues los XXIII eran demasiado pequeños.

En 1943 el U-118 protagonizó otra revolución de la guerra submarina: fue convertido para lanzar misiles LFX-5 Ludwig XX, versión de menor tamaño pero mayor alcance del Ludwig X, de guiado por haz de radio. Para ello fue equipado con un hangar estanco, con capacidad para cuatro misiles, y una rampa de lanzamiento a popa. También se instalaron radiotelémetros de mayor potencia para dirigir el vuelo de los misiles. La conversión no fue del todo afortunada: el voluminoso hangar y los mástiles adicionales afectaron a la estabilidad del barco, que en algunas fases (durante la maniobra de emersión) pasó a ser negativa, siendo preciso emerger a una determinada velocidad (diez nudos) y aproando a las olas. Por ello el U-118 no llegó a ser empleado en combate, y solo se usó para instrucción en el tranquilo Báltico. Además el Ludwig XX seguía siendo un arma muy primitiva, que requería una larga preparación en superficie (unos noventa minutos) antes del lanzamiento. A cambio, proporcionaba a la flota submarina un arma de largo alcance con la que atacar tanto a buques de escolta como a unidades mayores. Como resultado de las pruebas doce unidades del tipo XXI que estaban en construcción fueron terminadas con un diseño similar al del U-118 (aunque corrigiendo los problemas de estabilidad), siendo entregadas en 1945.
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