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Historias, relatos... escritos por los usuarios del foro
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Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Abr 04, 2018 8:56 pm

Quedan algunos mensajes antes de los tiros. La política, esa política...

Bueno, va otro (aviso, tengo escrito para bastante tiempo, pero ahora voy a andar en una fase un tanto liada).

Saludos

La firma del tratado de Metz no era la única cuestión que nos preocupaba. Para un par de semanas después estaba programada esa asamblea de la Unión Paneuropea que debía haberse celebrado en Jerusalén y que el magnicidio del hotel rey David había dejado pendiente. La reunión debía tener muchas diferencias con la previa. Lo que se había programado en Jerusalén pretendía ser un coro de loas a la figura del gordo Statthalter, mientras que la próxima debía liquidar la Unión Paneuropea —construcción nacida bajo la bota germana— para formar la Unión Europea, una unión entre iguales que encabezarían Alemania y Francia. De ahí la importancia del tratado de Metz: con él, la Unión Europea podría llegar a ser un hecho. Sin él, estaba condenada al fracaso.

Hubiese sido propio del gordo que restregase el tratado con Francia por los morros de los delegados europeos, pero ahora no queríamos presumir de una victoria diplomática sino que deseábamos poner los cimientos de la paz. Paz que no necesitaba opresión sino amistad o, al menos, confianza, y eso significaba que los enviados de nuestros aliados tendrían que saber a qué y dónde venían, y que el acuerdo que iban a firmar ya se hubiese negociado entre todos. Aunque, lógicamente, las demandas de Bulgaria no tuviesen excesivo peso en los acuerdos.

Durante los preparativos no se estaban produciendo problemas con Francia, que no en vano era uno de los firmantes del tratado de Metz, ni con España y Portugal, que todavía sufrían la opresión británica en su territorio. Con los estados del este y de los Balcanes, tampoco, pues les tocaba bailar al son de la música militar alemana. Solo era necesario recordar a la pléyade de reyes y regentes que si se mantenían en el trono era gracias al ejército alemán; sin él era cuestión de tiempo que alguna facción de sus ejércitos los destituyese y, con un poco de mala suerte, los descabezase. Algo que ocurriría no en un futuro indefinido sino en semanas o a lo sumo meses. Así que tampoco fue necesario hacer muchas concesiones a los sátrapas de Bratislava, Budapest, Bucarest, Belgrado o Sofía. El principal conflicto a resolver fue el de Transilvania —proponiendo una solución similar a la de Alsacia, de soberanía compartida— y algún retoque más; además, con Grecia en el carro de los vencidos hubo con qué premiar fidelidades. Otro país que estaba ansioso por subirse a nuestro carro era Finlandia, temerosa del ogro ruso que parecía tener otra vez un apetito desmedido. Por el contrario, no esperábamos mucho de Suecia, que se empeñaba en mantener su neutralidad y recelaba del asunto noruego. Con Suiza, lógicamente, nadie contaba.

Los problemas los estaba planteando Italia. Se debían creer que estaban en los tiempos gloriosos de Roma, que su minirrey era Trajano redivivo, y que Ciano era Mario, César y Augusto en una pieza. Oyéndolos hablar parecía que para su ejército bastaba con toser para que Gran Bretaña se derrumbase —el regente se preguntó que por qué no estornudaban de una vez— y que eran sus bersaglieri los que habían sacado las castañas del fuego a los panzer. Debatir sobre tales figuraciones no valía la pena; lo que realmente importaba era que Italia fuese un socio firme en la nueva Unión.

En Roma tampoco querían romper las relaciones y la prueba era la invitación al regente. Ayudaba que se recordase la estancia de Von Manstein en tierras transalpinas; el mariscal, además de genio militar, derrochaba simpatía y buen hacer diplomático. Pero el buen regusto que pudo haber dejado el mariscal no influía sobre las negociaciones. Los italianos exigían nada menos que la paridad con Alemania y la preeminencia sobre Francia. Así no se iba a ninguna parte, y hubo que recordárselo a Ciano por canales extraoficiales. Al final se llegó a una solución que satisfizo a todos: en la nueva alianza Alemania, Francia e Italia tendrían el mismo número de delegados, es decir, el mismo poder, y los tres países dispondrían de asiento y derecho de veto en la comisión permanente. Lo que olvidamos decir a los vecinos de abajo era que todo eso sería para la galería, pero que las decisiones importantes se iban a cocinar entre Berlín y París. Roma solo estaría para dar lustre a los acuerdos. Se dejaría que se creyesen el fiel de la balanza, pero si pensaban que iban a dominar Europa, allá ellos, que de ilusión también se vive.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Abr 04, 2018 9:04 pm

Buenas, me registré solo para agradecer acá también a Domper por sus excelentes historias.

En lo personal te sigo desde la primera parte y entro minímo 2 veces por día al subforo (con la fecha del último aporte memorizada) para leer las novedades.
Además, como este lleva adelanto con respecto al otro foro y las historias difieren en detalles, está muy bueno releer en ambos.

En fin, ánimos y que no decaiga!!

Saludos.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Abr 04, 2018 9:05 pm

Y Franco... ¿qué piensa de esto? :lol: :lol: :lol:

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Abr 04, 2018 9:07 pm

Pregúntaselo a él. Porque por Berlín no es que caiga demasiado bien tras el desaire al mariscal.

Saludos

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Abr 04, 2018 10:42 pm

Ahora mismo se lo pregunto a un espiritista :twisted: :twisted: :twisted:

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Abr 04, 2018 11:33 pm

Sí, mejor ahora que igual lo desahucian y se tiene que buscar otro apartamento.

Saludos

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Jue Abr 05, 2018 10:57 am

Muchisimas gracias Domper!
Yo soy un asiduo desde hace mucho tiempo siguiendo tus magníficas historias "del Visitante".
Entro cada día a seguirlo. :wink:

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Dom Abr 08, 2018 8:45 pm

Mientras se negociaba estaba próximo el combate que debía determinar si las conversaciones llegarían o no a buen fin, ya que las flotas del Pacto estaban saliendo a los mares de medio mundo para buscar y destruir a las escuadras enemigas. En esa fase de la guerra si Gran Bretaña se sostenía era casi exclusivamente por la Royal Navy, pues su ejército había sufrido tantos desastres que se había quedado casi sin cuadros: según los informes que presentaba el general Schellenberg, en el Reino Unido apenas quedaban varones que reclutar. Para resucitar las unidades destruidas en Egipto, Palestina o Mesopotamia habían tenido que extender la recluta a los mineros y a los obreros especializados. Esa decisión, como todos sabíamos, era pan para hoy y hambre para mañana. Resultaba difícil saber el efecto económico pudieran tener, ya que eran muchos los factores que estaban acabando con la economía británica, pero todos los signos indicaban que la parálisis se extendía por el país.

No podíamos saber si los ingleses se resentían a consecuencia de la guerra submarina, que había disminuido drásticamente las importaciones, o por la campaña de bombardeos contra instalaciones petrolíferas, contra las comunicaciones terrestres o la industria, pero los signos eran inequívocos: aunque su supervivencia dependía de mantener el dominio de los mares, la construcción naval estaba casi detenida. Según los reconocimientos aéreos —confirmados por los informes de los irlandeses y por alguna incursión realizada por nadadores— las obras en los buques de guerra se habían parado y solo se trabajaba en corbetas y fragatas. También se estaban ralentizando tanto la construcción como la reparación de barcos mercantes, aunque se había puesto la quilla a buen número de embarcaciones de cierto porte con casco de madera o de hormigón.

El efecto de la asfixia al que estaba siendo sometida Inglaterra se manifestaba en todos los campos. La RAF prácticamente había desaparecido de los cielos, y ya solo mantenía su fuerza en las pocas partes de Gran Bretaña que estaban más allá del alcance de nuestros cazas; incluso allí los aviones que se veían eran casi todos de origen norteamericano. Apenas se veían bombarderos, y un análisis de los numerales de los aviones derribados señalaba que la construcción de polimotores había disminuido al mínimo, señal de que debían estar concentrándose en los cazas. De hecho, solo ocasionalmente volvían los cuatrimotores sobre Alemania; tan solo se los veía con cierta frecuencia sobre el mar. Los únicos aviones que de vez en cuando volaban sobre nuestras ciudades eran esos bombarderos rápidos que llamaban «Mosquito»; poco más que una molestia pues apenas llevaban un par de bombas, y la precisión de sus bombardeos dejaba mucho que desear. Además la Luftwaffe los perseguía con saña. Era muy difícil interceptarlos —aunque estaban casi listos aviones capaces de hacerlo— pero nuestros cazas nocturnos rondaban los campos de los que despegaban, que inmediatamente se convertían en objetivo de los bombarderos. Según rumores que corrían y que nos habían llegado mediante los irlandeses, la aparición de esos Mosquitos en cualquier campo era odiada por el personal de tierra pues implicaba que casi inmediatamente sería arrasado por un diluvio de bombas.

Sus fuerzas terrestres también estaban de capa caída. Las que tenían en Irán se retiraban a toda prisa hacia la India, donde se habían producido motines cuando algunas unidades de su ejército se negaron a embarcar hacia ultramar. De Somalia se habían retirado y solo mantenían una cortina de fuerzas en el sur de Sudán y en Kenia, donde cavaban a toda prisa obras defensivas; por suerte para ellos, estaban demasiado lejos y tardaríamos algún tiempo en organizar una ofensiva que, además, tampoco estaba entre nuestras prioridades. Muestra de debilidad era que tampoco estaban molestando a las colonias que permanecían fieles a Romier. Ni en el golfo de Guinea intentaban aventurarse en el interior a pesar de tener sus colonias de Nigeria, Costa del Oro o Camerún. Incluso habían evacuado Abiyán al aproximarse una columna francesa. En esos escenarios las unidades inglesas se estaban complementando con otras indígenas, pero parecía que los reclutas no estaban excesivamente entusiasmados por servir bajo la Union Jack y desertaban por miles. Tantos que habían tenido que hacer operaciones de limpieza persiguiendo a las bandas de huidos. En la India se habían producido motines entre unidades del ejército que no querían ser destinadas a ultramar. Respecto a los dominios blancos, y según relataban los prisioneros, en Canadá también había muchos problemas con el reclutamiento, sobre todo entre los francoparlantes, y el país se estaba sumiendo en una crisis política tan seria o peor que la de la anterior guerra. Australia y Nueva Zelanda miraban a Japón y se resistían a enviar más tropas, y en Sudáfrica el enfrentamiento crónico entre bóeres, ingleses e indígenas era tan serio que Smuts había decidido no enviar más formaciones militares. Casi el único punto al que aun enviaban refuerzos era a Gran Canaria pero en cantidades decrecientes.

Eso sí, que hubiesen dejado las operaciones periféricas no se debía solo a la falta de hombres y de equipos, sino a que la mayor parte de su ejército estaba siendo desplegado en las costas inglesas para detener una posible invasión. Miles y miles de hombres se apostaban en las trincheras y fortificaciones que, a pesar de nuestros bombardeos, seguían proliferando en sus costas.

Tan solo en el mar la Royal Navy seguía teniendo un poder aunque cada vez más amenazado, pues las flotas del Pacto estaban dispuestas para arrebatárselo. La mayoría de nuestros buques de guerra seguía agazapada en Gibraltar prestos a saltar sobre los convoyes británicos. Una agrupación francesa se preparaba para hacer lo mismo en el Índico. En Noruega se reparaban a toda prisa las averías del Lutzow y del novísimo Seydlitz; afortunadamente una inspección mostró que solo el Scheer tendría que volver a Kiel para reparar los daños sufridos en las Feroés. Antes de quince días esperábamos que los tres cruceros pesados volviesen al Atlántico norte.

Además de los barcos de guerra, una pléyade de corsarios de superficie alemanes y españoles —había que reconocer que nuestros aliados hispanos se estaban cubriendo de gloria en el mar— atacaban la navegación inglesa en los confines del mundo. Los cruceros auxiliares ya no podían operar en el Atlántico norte, en el que la vigilancia, en parte británica y sobre todo norteamericana, era más estrecha. Asimismo los corsarios tenían dificultades en el central, en el que dos españoles y un alemán habían sido hundidos tras ser detectados y seguidos por aviones. Pero más allá del paralelo de Río de Janeiro reinaban los cruceros auxiliares, hasta tal punto que los ingleses habían tenido que resignarse a emplear convoyes también en esas aguas. No eran tan nutridos como los que iban y venían a América, y solían componerse de media docena de mercantes escoltados por algún crucero auxiliar, es decir, un paquebote armado con cañones sobrantes del conflicto anterior. Los corsarios, que no podían correr el riesgo de ser averiados, solían rehuir a estos pequeños convoyes, aunque el alemán Orion había conseguido hundir al crucero auxiliar HMS Wolfe al sur de Madagascar para luego acabar con tres de los barcos que escoltaba.

En el Canal de la Mancha y en las costas inglesas también se combatía. No con cruceros y acorazados sino con toda clase de buques ligeros. Los tripulantes de las lanchas rápidas derrochaban valor en sus incursiones contra la navegación costera británica, enfrentándose a los destructores y a las lanchas rápidas con las que los británicos intentaban proteger su cabotaje. Estábamos orgullosos de esas unidades no solo por el valor de sus hombres sino por las cualidades de las embarcaciones, mucho mejores que las inglesas. No solo las torpederas peleaban, sino que las flotillas de dragaminas desempeñaban una meritoria labor limpiando la costa de minas y defendiendo los convoyes costeros de las acometidas británicas. En ese escenario los combates no solo eran navales: a pesar del pésimo tiempo las unidades especiales de Brandenburger seguían realizando incursiones a pequeña escala contra la costa enemiga. Algunas eran clandestinas, únicamente pare recoger información: nos interesaba conocer si las defensas costeras eran reales o tan solo artificios, pues los ingleses eran duchos en el arte del engaño. También hicieron algunas visitas —muy arriesgadas— a los astilleros británicos no para sabotearlos sino para investigar su actividad. Obviamente solo accedieron a alguno de los pocos cercanos al mar. Por desgracia, los más importantes estaban en estuarios muy vigilados. Aun así, los nadadores proporcionaron información de enorme valor. Por ejemplo, unos recortes de metal que trajeron indicaron que el acero era de mala calidad, seguramente por falta de determinados minerales. En estas misiones se distinguieron los buzos italianos, verdaderos maestros en estas operaciones, a los que se unió una unidad especial alemana —la Kleinkampfmittel-Verband— que de su mano estaba aprendiendo las técnicas de la lucha silenciosa en el mar.

Otras incursiones estaban destinadas a causar alarma en la costa enemiga. Los ingleses ya no cometían el error de dejar equipos electrónicos accesibles a los ataques anfibios o aerotransportados, pero seguían quedando infinidad de puntos mal defendidos en su costa: faros aislados en promontorios, pequeñas islas, etcétera. De vez en cuando alguno de estos enclaves sufría un ataque coordinado y bien planificado en el que cooperaban la Luftwaffe, la Kriegsmarine y las fuerzas especiales del ejército. Por lo general eran poco costosos y tenían un efecto desproporcionado porque los británicos se veían obligados a responder enviando unidades militares a rincones remotos donde no tenían nada más que hacer que observar las gaviotas, aguantar el mal tiempo y soportar algún que otro ataque aéreo, aprovechando que las defensas antiaéreas en esos rincones brillaban por su ausencia. Algunos prisioneros declararon que el servicio en esos enclaves era especialmente temido por los soldados ingleses, pues era un sin vivir, de día temiendo a los aviones y de noche a los comandos.

Obviamente los británicos también atacaban y en ocasiones con mucho éxito, como cuando asaltaron las islas Lofoten y destruyeron a la pequeña guarnición. Al canciller Speer el asalto le preocupó mucho y pidió a Von Manstein que reforzase esas guarniciones, a lo que el mariscal se negó: ya había demasiadas fuerzas protegiendo la larga costa europea. Era mejor aguantar algunos picotazos que hacerles el juego a los ingleses.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Abr 09, 2018 5:18 pm

En el Atlántico norte nuestros submarinos seguían diezmando a los barcos ingleses. La Royal Navy, a pesar de dedicar la mayor parte de sus recursos a la escolta, no conseguía responder a nuestras nuevas tácticas coordinadas entre submarinos y aviones. Además nuestros sumergibles habían cambiado sus objetivos. Mientras que antes intentaban hundir barcos mercantes —sin hacer ascos a cualquier destructor que se pusiese a tiro— ahora eran los buques de escolta los objetivos prioritarios. Ellos mismos se ponían en peligro navegando en la periferia de los convoyes. Aunque se trataba de objetivos poco agradecidos, pues al ser buques pequeños y ágiles demasiadas veces evitaban las salvas de torpedos, y era necesario gastar más peces mecánicos para hundirlos que para finiquitar a los lentos y torpes cargueros. Inicialmente el cambio de táctica trajo como resultado que el tonelaje hundido disminuyese, pero en poco tiempo los británicos sufrieron una grave crisis de la que supimos gracias al espionaje y al interrogatorio de los prisioneros. Aunque de los astilleros seguían saliendo barcos de escolta, aunque habían recibido un nuevo lote de destructores viejos norteamericanos, aunque estos fabricaban escoltas a los ingleses, sus dotaciones eran bisoñas pues los veteranos desaparecían en el mar. El servicio de escolta, que antes era extenuante en esos barquitos que se movían como corchos, ahora resultaba aterrador, pues en cualquier momento un torpedo partía el alma de los barquichuelos. Además, una vez los convoyes perdían parte de su protección se convertían en presa para los grupos de submarinos y aviones. Para intentar contrarrestar la nueva táctica los británicos estaban organizando convoyes cada vez mayores, de ochenta o más buques, ya que eran más económicos en escoltas. Al poder haber más para cada convoy operaban por parejas, apoyándose unos a otros. Pero ordenar esas inmensas masas de buques suponía un trastorno porque las esperas lo convertían en un sistema menos eficiente. Sin contar el desastre que se produciría si alguno de esas gigantescas masas de buques era atacada por nuestros acorazados.

Aparte que estábamos desarrollando armas específicas contra esos convoyes, que a fin de cuentas se trataba de blancos muy bien defendidos pero lentos, de gran tamaño e incapaces de cambiar de curso. La primera medida fue modificar algunos de los viejos torpedos G7a para que tuvieran carreras muy prolongadas a baja velocidad, llegando a los veinte kilómetros a veinticinco nudos. Así los submarinos podían atacar al convoy desde más allá de la cortina de escoltas, y dependiendo el ángulo de lanzamiento no resultaba demasiado difícil lograr algún blanco. Lo malo era que esos torpedos dejaban una visible estela de vapor y no eran muy difíciles de eludir, aunque, a cambio, desorganizasen las columnas de buques. Eran mucho más letales cuando se emplearon de noche, disparados bien mediante observación o más habitualmente con los datos del radiotelémetro. Además se había comenzado a emplear una variante llamada Federapparattorpedo o FaT, que tenían un sistema que hacía que tras cierta distancia el ingenio empezase a describir curvas; si había sido bien regulado lo haría dentro del convoy. Lógicamente, la mayor parte de esos torpedos se perdían, pero los pocos que lograban impactar no solo herían a los buques sino que aterraban a los marinos mercantes, que sabían que los convoyes podían ser atacados en cualquier momento del día o de la noche. También se había desarrollado una variante de esos torpedos para la Luftwaffe. Se trataba de torpedos problemáticos pues no solo eran grandes y pesados —de tal manera que solo los Do 217 o los Fw 200 podían llevarlos— sino que eran muy estrictos con los parámetros del lanzamiento. Si se lanzaban a velocidad o altura excesiva se dañaban. Pero los aviones torpederos, como atacaban desde fuera del anillo de escoltas, no corrían demasiados riesgos, y estos torpedos supusieron un terror más para los atribulados marinos ingleses, porque ahora la aviación de largo alcance podía atacar a los convoyes además de hundir los pocos barcos que se arriesgaban a navegar independientemente. Debo aclarar que la polémica sobre si los Fw 200 tenían que emplearse para el bombardeo o el reconocimiento se había solucionado ya que las fábricas estaban entregando cada vez más aviones, y era inminente la entrada en servicio del Junkers Ju 189. Asimismo, estaba a punto de iniciarse la producción del modernísimo Ju 288, el bombardero que debía sustituir a los tipos existentes salvo a los cuatrimotores, y que con su gran autonomía iba a poder atacar a los convoyes en medio del Atlántico.

Con los aviones que en número cada vez mayor recibía la Luftwaffe además de ampliar las escuadrillas de reconocimiento se pudo crear otras que atacaban a los convoyes británicos cuando se acercaban a la costa, en esas aguas en las que los submarinos ya no se arriesgaban a entrar pero que estaban demasiado lejos para que las cubriera la caza terrestre. De nuevo, los ingleses se vieron obligados a responder destinando sus preciosos Beaufighter y Mosquito —sus mejores aviones de largo alcance— para escoltar a los mercantes en las últimas millas de sus viajes.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar Abr 10, 2018 3:51 pm

Aun así el almirante Marshall insistía en que no era suficiente. Si queríamos ganar la guerra Gran Bretaña debíamos derrotarla en el mar. Los submarinos podrían llevar al país a la parálisis, incluso causar una hambruna, pero llevaría demasiado tiempo y no se podía descartar una intervención norteamericana. Sin embargo, una derrota naval les resultaría calamitosa. No solo porque los grandes convoyes quedarían expuestos a nuestra flota, sino por su efecto moral. A fin de cuentas Gran Bretaña seguía pensando en Trafalgar, en esa decisiva pero lejana batalla naval que había impedido que Napoleón asaltase sus costas y que a la postre llevó a Leipzig y Waterloo, las dos grandes victorias prusianas. En la guerra anterior la Royal Navy había intentado lograr otra de estas grandes victorias pero solo consiguió el fiasco de Skagerrak y dos años más de trincheras.

Ahora todo el mundo esperaba un nuevo duelo en alta mar. La flota británica seguía siendo más potente en número y en capacidad de sus unidades; solo el Bismarck y el Tirpitz superaban a sus acorazados uno a uno. Aparte de los tres acorazados modernos italianos, pero dos estaban siendo reparados y al tercero aun le faltaban los últimos retoques. Pero mientras que en 1939 hubiese sido impensable una batalla naval ahora, tras dos años y medio de guerra y de pérdidas, la Royal Navy ya no gozaba de superioridad abrumadora. Si conservaban la ventaja era gracias a esos portaaviones de los que nosotros carecíamos, aunque el almirante Marschall creía saber cómo combatirlos. Ahora la flota salía al mar, con las banderas en alto, para acabar de una vez por todas con la Union Jack.

Los resultados de ese enfrentamiento se esperaban en las cancillerías europeas. Todos recordábamos como un par de minúsculos reveses en Portugal y en Irak habían llevado a que Italia tratase de negociar una paz por separado. Ese peligro seguía estando presente, pues solo era Alemania la que se jugaba su existencia en el conflicto. Los demás países siempre podían alegar que habían sido políticos traidores y descarriados los que les habían llevado al disparadero. Si nosotros perdíamos la batalla Francia podría abominar de Romier y de los demás petainistas, y sustituirlos por el traidor De Gaulle para incorporarse al carro de los vencedores. Italia seguramente buscaría una manera de mantenerse al margen conservando sus ganancias. Es decir, de lo que pasase en el mar dependía si lo que se iba a firmar en Metz sería papel mojado o si tendría algún futuro. La futura asamblea de la Unión no pasaría de ser una representación teatral si Alemania no lograba derrotar a los ingleses; si no ganábamos los diplomáticos de nuestros queridos «aliados» aplaudirían a rabiar durante la asamblea, pero al acabar se lavarían las manos y se irían a sus casas pensando en la siguiente comedia.
Así que, mientras el Gabinete preparaba la ya muy cercana cita de Metz —a la que el regente iba a asistir también pero solo como invitado de honor— todos teníamos la mente en los mastodontes de acero que a esas horas surcaban el Atlántico.

Parecerá mentira pero en esos días tan aturullados fue cuando cambió mi vida.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Jue Abr 12, 2018 4:19 pm

Se llamaba Katrin Schultheiss y verla era como sentir el sol del verano en la piel.

La conocí gracias al regente: entre mi asistencia al gabinete y los preparativos del viaje a Metz estaba tan agobiado que me sentía a punto de estallar. Lo que quedaba de mi pie me mataba de dolor, y sentía como si me oprimiesen la cabeza con un cepo. Le comenté a Von Lettow-Vorbeck que iba a necesitar un par de aspirinas para dormir, pero el hombre, fino conocedor de la naturaleza humana, se rio y me dijo que lo que de verdad necesitaba era una noche de asueto. Le di las gracias y le dije que la aprovecharía para dormir bien, pero me lo prohibió. Lo que me recetaba no eran aspirinas sino cerveza y bailes, y no pensaba admitirme a su presencia si no llegaba con una buena resaca.

Órdenes son órdenes, y aproveché que mi viejo amigo Hans estaba también en Berlín. Hans convalecía tras haber sido herido en Mesopotamia, donde el pobre había perdido el uso de la mano izquierda a causa de un morterazo británico, apenas dos días antes de la victoria. Había sido intervenido por el doctor Sauerbruch pero los nervios estaban destruidos y nunca recuperaría la movilidad por completo. Ahora la llamaba el leño y la solía meter en el bolsillo. Pero las ganas de fiesta no le abandonaron y Hans conocía cada rincón de los tugurios berlineses. Quedé en recogerle con mi coche oficial —la cercanía a su Alteza conllevaba privilegios— y la verdad es que me relajé al ver la sonrisa con la que subió al vehículo.

—¡Pero si aquí está Don Importante! —me dijo riendo—. Ya sé de sus escarceos con las altas esferas, que cualquier día le vemos de príncipe coronado. Espero que no le espante el aspecto de este pobre plebeyo que…

Hans siempre me había hecho reír y esa vez no falló. Mi amigo dejó la pantomima pero me abroncó por mi aspecto.

—Roland, me alegra verte pero no con esa facha de cadáver reanimado. Seguro que no sales del despacho ni para mear. Pero no te preocupes, que soy monárquico hasta la médula, fiel seguidor de tu mega alteza ultra imperial y cumpliré sus órdenes a rajatabla. Tu general tiene razón: tienes un mal que solo se pasa con alcohol y amores. Vámonos ahora mismo.

Hans pidió al conductor que nos llevase al Atlantis, uno de los locales de moda. Me dijo que había quedado con su amiga del momento, una tal Lisa, que iba a llevar a una compañera. La verdad era que ansiaba la compañía femenina tras los años de milicia, pero sabía que mi pie ortopédico no iba a ser el mejor reclamo. Le dije a Hans que no iba a poder bailar y otra vez se rio.

—Vamos, Roland, no me vengas con milongas. Para bailar no se necesitan pies sino manos y un buen sitio para agarrarse. Incluso con este madero —levantó su extremidad tullida— puedo engancharme si hay donde, y te aseguro que Lisa tiene buenos asideros.

No mentía. Lisa era regordeta pero de formas exuberantes. Dentro de la cabeza tenía una especie de ciclón que le hacía moverse, hablar y reír sin perder un instante. No me cayó mal, ni mucho menos, porque tenía esa gracia natural con la que Dios bendice a algunas mujeres. Aunque la verdad es que no recuerdo ni una palabra de lo que dijo. Solo tenía ojos para Katrin.

Era esa amiga que me había dicho Hans. Cuando pasó ante mis ojos no pude saber cómo era que no atraía las miradas, los labios y los corazones de todos los que estaban en el Atlantis. No solo por su belleza; no voy a negarlo, era muy guapa. No era una morena exuberante como Lisa, a la que no podías acercarte sin riesgo de chocar con sus defensas delanteras, sino más esbelta aunque tampoco demasiado delgada. Llevaba una chaqueta de corte entre masculino y militar —era la moda de la época— y una falda plisada oscura, más larga que la de Lisa. La chaqueta no realzaba sus curvas, pero dejaba un rincón entre las solapas que atraía la vista para, desengaño de los desengaños, solo encontrar el alto escote de una púdica camiseta. Llevaba recogida la cabellera entre rubia y castaña, y casi no vestía joyas: un collar de pequeñas perlas, que supuse artificiales, una pulsera de cadenilla, y una sortija con un diminuto zafiro. Pero no necesitaba más porque tenía sus ojos. Unos ojos del color de la miel en los que yo quería zambullirme.

No sé qué le dije pues las ideas no llegaban a mis labios. Ella se rio de mi torpeza y me invitó a bailar. Le señalé mi pie mutilado pero ni lo miró, sino que tomó mis manos y las puso en mi cintura.

—No te preocupes, Roland. Solo muévete a mi ritmo.

Esa noche volé.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Abr 16, 2018 12:03 pm

Janusz Piekałkiewicz: Seekrieg 1939–1945. Bechtermünz Verlag. Ausburg, 1988.

Un programa particularmente exitoso nació de manera inesperada. El mayor Petersen, que estaba al mando del grupo de reconocimiento y ataque naval KG 40 basado en Lavacolla (cerca de Santiago de Compostela), preguntó si se podía desarrollar algún tipo de torpedo de largo alcance para sus Fw 200 y D 217. Petersen argumentaba que los buques británicos raramente se arriesgaban a navegar con independencia en los accesos occidentales, sino que lo hacían en convoyes de dimensiones cada vez mayores. Esas agrupaciones de buques podrían ser excelentes objetivos para los aerotorpederos, pero los aviones disponibles (especialmente el Focke Wulf 200, derivado de un avión de pasaje civil) eran excesivamente vulnerables a las armas antiaéreas que cada vez en mayor número equipaban tanto a los escoltas como a los mercantes. El mayor solicitaba que se desarrollase algún tipo de torpedo que se pudiese lanzar desde fuera del anillo de escoltas, es decir, que tuviera un alcance de al menos diez mil metros. La propuesta fue rechazada como imposible dado el pobre desempeño de los torpedos aéreos de la Luftwaffe. Pero poco después Petersen fue ascendido a coronel y trasladado al departamento de desarrollo de armas del Reichsluftfahrtministerium (RLM), donde se propuso desarrollar el arma que poco antes había solicitado.

Los torpedos que tenía la Luftwaffe, por desgracia, estaban muy lejos de tal capacidad. Eran poco fiables, frágiles, relativamente lentos, y con alcance reducido; Alemania era de las potencias en conflicto la que contaba con los peores torpedos de lanzamiento aéreo. Según los técnicos, para conseguir el rendimiento necesario se requeriría el empleo de nuevas tecnologías y la demora sería de al menos tres años. Petersen cuestionó tales plazos, aduciendo que la marina ya tenía torpedos de muy largo alcance. Aun así le respondieron que sería imposible meter tales ingenios en un avión: el G7a pesaba tonelada y media (el doble que los F5 de la Luftwaffe) y medía siete metros.

Pero Petersen no estaba solicitando un arma para monomotores sino para aviones de gran tamaño, en el que el problema no era tanto el peso del torpedo sino sus dimensiones. También indicó que era insensato desarrollar un arma nueva, con el consiguiente retraso amén del riesgo tecnológico, cuando los torpedos de la Kriegsmarine ya cumplían las especificaciones solicitadas. El coronel encargó que se estudiase una versión acortada del torpedo G7a propulsado por vapor, que era más barato y tenía mayor alcance que el eléctrico G7e. La manera más sencilla de lograrlo fue aumentar el diámetro, aprovechando que al ser de lanzamiento aéreo no había limitaciones en tal sentido. El torpedo H3a (o LT 10) tenía 60 cm de diámetro, 5,5 m de longitud y pesaba 1.200 kg. Se podía acomodar encastrado en la panza de bombarderos Do 217 modificados (Do 217 E-7) o en la bodega de los Junkers Ju 189 o de los Ju 288. También podía ser transportado en un anclaje bajo el fuselaje en los Fw 200, junto a la bodega de bombas, aunque requería reforzar la estructura. Por desgracia, los modelos iniciales apenas lograban un alcance de 12.000 m a 20 nudos, en el límite de lo que Petersen buscaba. Para lograr mayor alcance se desarrolló una versión que empleaba oxígeno en lugar de aire comprimido. En su día tal posibilidad había sido desechada por la Kriegsmarine por considerar muy peligroso el manejo de oxígeno líquido en sus buques, pero se juzgó que podría hacerse con seguridad en las bases terrestres. La colaboración japonesa fue muy útil pues habían desarrollado un torpedo de este tipo en los años treinta; por ejemplo, sugirieron que el empleo de un tanque secundario con aire comprimido, que se empleaba para arrancar el motor, disminuía el riesgo de explosión. Con estos cambios el torpedo H3d lograba un alcance de 20.000 m a 25 nudos, y tenía la ventaja adicional de dejar menos estela que los de aire comprimido.

En enero de 1942 se emplearon los primeros ejemplares contra convoyes británicos en los accesos occidentales. Los primeros H3a eran frágiles y tenían que dejarse caer a baja velocidad y pocos metros de altura, pero como los lanzamientos se realizaban desde grandes distancias los aviones no se exponían a las defensas antiaéreas. Inicialmente se lograron pocos éxitos pues los torpedos eran lentos y relativamente fáciles de evitar. Los H3d sin estela resultaron más efectivos, y la letalidad aumentó cuando poco tiempo después se empleó una variante más efectiva, el H3d-Fa (o LT-10/FaT). Este torpedo tenía un dispositivo electromecánico que permitía establecer patrones preprogramados de búsqueda. Se hacía mediante un carrete con una cinta metálica en la que se practicaban perforaciones con un punzón. Luego el carrete se insertaba en el torpedo; en las versiones terrestres se hacía en las bases, pero un sistema similar incorporado a los G7a permitió hacerlo en los submarinos poco antes del lanzamiento. Un mecanismo de relojería hacía avanzar la cinta, y una célula fotoeléctrica leía las perforaciones. Así se lograba que tras determinada distancia el torpedo describiese zigzags o patrones circulares; al no ser un patrón constante los ingleses no podían predecirlo. Aun así la tasa de impactos siguió siendo pequeña y no superaba el 20%, ya que la maniobra de lanzamiento era característica y se podía alertar a los barcos amenazados. Con frecuencia se emplearon en coordinación con bombarderos de alta cota Ju 189 y Ju 288; la efectividad de tales ataques combinados era pequeña (con una media de 2,3 barcos alcanzados por operación, entre bombardeados y torpedeados) consiguieron que varios convoyes se desorganizasen, haciéndolos vulnerables a ataques posteriores; también fueron frecuentes las colisiones entre mercantes.

En junio de 1942 surgió una variante aun más letal, que combinaba el mecanismo Fa con una espoleta magnética que hacía que los torpedos estallasen bajo las quillas causando daños mayores. La principal modificación fue la instalación de un dispositivo acústico que hacía que el torpedo fuese atraído por la cavitación de las hélices. Con ellos la tasa de impactos aumentó al 40%, y no bajó del 30% ni cuando los aliados pasaron a usar dispositivos generadores de ruido, ya que si el torpedo perdía su blanco volvía a actuar el mecanismo Fa para buscar un nuevo objetivo. Cuando el Pacto desplegó bombarderos equipados con radiotelémetro que atacaban de noche, la proporción de torpedos que alcanzaban sus blancos se incrementó hasta el 40%. El despliegue de cazas de largo alcance primero y luego de portaaviones de escolta consiguió disminuir el riesgo durante las horas de luz, pero no pudo impedir los ataques nocturnos, e hizo muy peligrosa la navegación por aguas dentro del alcance de la aviación del Pacto.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar Abr 17, 2018 5:41 pm

El mísero salario que recibía Fricis apenas le daba para comer y no podía desperdiciarlo en lujos como los periódicos, pero había llegado a un acuerdo con un compañero que a cambio de unas perras le dejaba ojearlo en el rato de la comida. Los demás se reían de que alguien que apenas chapurreaba el alemán mostrase tal inquietud, pero Fricis respondía que así aprendía además del alemán hablado el escrito.

Fricis, es decir, Savely, aparentaba interesarse por las noticias que hablaban casi exclusivamente de las victorias en la guerra, de las excelentes relaciones con los aliados, sobre todo con Francia, y de las glorias militares de un tal Von Lettow-Vorbeck que según la prensa había sido el protagonista de la mayor epopeya africana de todos los tiempos. Pero lo que realmente le interesaban eran los anuncios por palabras. Un día encontró uno que decía que una viuda de guerra vendía muebles. Savely se fijó en la dirección y memorizó las palabras que salían en quinta y décima posición; como la quinta era un artículo tuvo en cuenta la sexta.

Una vez en casa buscó el librito que faltaba en pocas casas alemanas.

—Fricis ¿qué haces mirando esa colección de paparruchas? —le dijo Annelie al ver que tenía el Mein Kampf en la mano.

—Mujer yo quiera saber pensáis que los alemanes.

—Pues no te equivoques que pocos berlineses se creen esa basura —no en vano la ciudad tenía fama de roja.

Savely calló; se había descontado y tenía que volver a empezar. Volvió a sumar mentalmente la longitud de las palabras con una serie de números que recordaba, y fue contando las palabras del tercer capítulo hasta encontrar la que buscaba. Repitió la operación dos veces para asegurarse. Luego acudió a sus recuerdos: «nicht» era la clave que indicaba que se iba a producir una entrega en dos días. Repitió la operación con la otra palabra, esta vez en el capítulo séptimo, encontrando «bei»; indicaba uno de los lugares que había memorizado. A la mañana siguiente madrugó y en el lugar marcó la pared con una tiza. Al día siguiente volvió y fue a buscar el rincón. A esas tempranas horas la calle estaba llena de gente que iba y venía al trabajo; Savely procuró parecer uno de ellos. Andaba cansinamente y cojeando pues la piedra que había introducido en la bota le impedía apoyar el pie sin sentir dolor. Así consiguió que un par de policías con los que se cruzó no le dirigiesen ni una segunda mirada: debía tratarse de un inválido más de los muchos que producía la guerra.

Pasó por el margen de un parque y de reojo comprobó que tras un banco situado a cierta distancia parecía haber un paquete. Ni se detuvo y no se le pasó por la cabeza aproximarse. Siguió su paseo, pero cuando estuvo a unas manzanas de distancia buscó un arrapiezo y le enseñó una moneda.

—¿Que es lo que desea, señoría?— le dijo el crío con gran ceremonia. Savely no se engañó por la fingida educación, ya que si el niño estaba en la calle y no en la escuela no sería por su buen comportamiento.

—Chaval, me he dejado un paquete en el banco y la pierna me duele horrores. Te doy diez pfenning si me lo traes.

—Veinte.

—Quince. Cinco ahora y otros diez cuando me lo des.

—En un momento estaré aquí, señoría —dijo el crío tras aceptar la moneda.

En cuanto el muchacho salió corriendo Savely se apartó y se mantuvo a distancia, empleando el reflejo de un escaparate para vigilar al chaval. No pudo ver como el arrapiezo recogía el bulto, pero sí que volvía con el atado sin que nadie le molestase, y cómo miraba extrañado al ver que Savely se había ido. Lo buscó con la vista un par de veces y al no encontrarlo se decidió a abrir el envoltorio, encontrando una botella. Se fue más contento que unas pascuas, mientras Savely comprobaba que nadie lo siguiese.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Jue Abr 19, 2018 5:44 pm

Capítulo25

Los buenos guerreros buscan la efectividad en la batalla a partir de la fuerza del ímpetu (percepción) y no dependen sólo de la fuerza de sus soldados. Son capaces de escoger a la mejor gente, desplegarlos adecuadamente y dejar que la fuerza del ímpetu logre sus objetivos.

Sun Tzu. El arte de la guerra.



Me dice el Lori que no me entretenga y que vaya al grano, pero va a tener que aguantarse, que veo a la parroquia con ganas de conocer las andanzas del Gajuchi. Estaba diciendo que nos habían sumado al segundo grupo antisubmarino con el capitán Freire al frente. Sobrará que le diga que Freire parecía un sabueso olfateando submarinos, y les organizaba unas emboscadas que ni Aníbal en un buen día. Pero como las excelencias de Freire tenían que contagiarse a la plebe, hicimos un par de prácticas frente a Melilla para ensayar sus tácticas. Aprovechando una recalada trajeron unas radios muy parecidas a las de los aviones: eran equipos pequeñitos que en vez de tener esas válvulas de vacío que parecían bombillas llevaban unas nuevas que eran como grajeas. Las había inventado un teutón, el profesor Lilapon, Lalialgo o como se diga. Ahora las llaman Lilivén, y ya veo que le suenan. Con esos cacharritos se hablaba como por teléfono, y por lo visto no era nada fácil detectarlos. Solo tenían unas pocas millas de alcance, pero sobraban para lo que necesitábamos.

La guerra no se detenía por nadie y en seguida nos reclamó. Esta vez teníamos que abrir paso al almirante Ciliax, que salía con la combinada rumbo hacia no se sabía dónde pero luego que se supo que a Freetown para montar un zipizape. El alemán, con mejor criterio que el italiano Iachino, prefirió seguir el seguro corredor andaluz hasta Cádiz antes de adentrarse en alta mar. Los antisubmarinos nos adelantamos por si las moscas, esas que durante la guerra tienen la manía de picar. Mientras los dragaminas repasaban por enésima vez la ruta costera, tres grupos de escolta (los del Júpiter, el Vulcano y el Tritón) barrimos las aguas más profundas entre Tarifa y la tacita de plata. Fue ante su preciosa bahía, que tantos recuerdos me traía, donde tuvimos el primer contacto con un submarino britano.

Caía ya la noche mientras miraba esa costa baja que tanto conocía. El oscurecimiento hacía los pueblos invisibles, y hasta las farolas estaban apagadas, aunque estaba previsto que se iluminasen mientras pasaba la flota. Motivo más que suficiente para ahuyentar mirones con torpedos y malas ideas. A esas horas los aviones de reconocimiento ingleses ya estarían de vuelta hacia su nidito, pero era el momento de sus sumergibles. Aunque Condor y Dornier habían explorado esas aguas sin encontrar nada, ya se sabe que los submarinos son como las cucarachas, que salen de noche para cometer sus fechorías. Aprovechando para cargar las baterías y ventilar un poco el barco, que con tanta gente metida en un tubo estrecho acaba hediendo a humanidad.

El Gajuchi digo Motril, a ver si me quito la mala costumbre, navegaba por la aleta de estribor del Vulcano, a unas dos mil yardas, aunque sin mantener un rumbo fijo para no ser blanco fácil. En estas el tercero, que estaba a cargo de la radio y del retemé, se llegó con un aviso.

—Mi comandante, el Vulcano comunica que tiene un contacto en el retemé, a siete mil metros, una cuarta a babor. Ordena que formemos una línea de barrido. Nuestro retemé aun no ha detectado nada.

El amigo estaba justo en el lado contrario al nuestro. Por eso no lo habíamos captado aun. Igual daba, pues ya estaba prevista la maniobra para estos casos. Ordené zafarrancho de combate y pedí más revoluciones para ponerme a la par del Vulcano. El Noya, que estaba en el extremo de estribor, hizo lo mismo, mientras que a babor el Mahón y el Somorrostro reducían su andar. Así la formación quedó orientada hacia el contacto, que podía ser cualquier cosa, desde un bote de pesca hasta un sumergible propio. Ambas posibilidades eran improbables porque la navegación en esas aguas estaba muy restringida y siempre siguiendo rutas y horarios muy estrictos; pero quien no haya cometido un error de navegación que tire la primera piedra —el Lori es muy creativo con el sextante, se lo digo por si todavía no lo sabe— y los pescadores van a lo suyo. Igual algún sanluqueño pensaba que por donde no pasan pescadores hay más peces, y si en vez de pescados encuentra minas, pues que de algo hay que morir y que lo que no mata engorda.

La formación varió su rumbo y una vez aproada al contacto aumentó su andar, aunque sin pasar de los catorce nudos para no levantar una onda de cabeza visible. Al mismo tiempo se cubrieron las piezas de artillería para intentar darle un tiento al bicho —suponiendo que fuese bicho o bicha— antes de que se sumergiese. Nada más variar el rumbo apareció un punto en la pantalla de retemé, y ordené que se informase al Vulcano para confirmar el contacto. La distancia fue cayendo mientras con los artilleros esperando tensos junto a sus piezas, pero cuando estábamos a cuatro mil metros algún tipo del submarino debió vernos, no sé si a ojo —vaya vista, que Santa Lucia se la conserve— o porque también tenían un aparatejo electrónico de esos. Los britanos, siempre tan raros, en lugar de radiotelémetro o de retemé como la gente civilizada, lo llamaban radar. El contacto aumentó su andar y viró, e inmediatamente el Vulcano abrió fuego con su cañón de proa; no un proyectil normal, sino un iluminante que reveló entre las aguas negras una forma aun más oscura con la torre característica de los submarinos ingleses. Era de grandes dimensiones, parecido a los grandes sumergibles italianos. El enemigo nos dio la popa e intentó escapar en superficie. Ya le veo otra vez con cara rara ¿qué piensa, que los submarinos se sumergen como quien no quiere la cosa? Pues no, porque cuando van bajo la superficie dependen de las baterías y a esas alturas, habiendo pasado todo el día entre dos aguas, no andarían demasiado boyantes. Los sumergibles ingleses no es que fuesen galgos, pero de nuestro grupo tampoco se podía decir lo mismo y aunque mi Gajuchi daba dieciocho nudos el Somorrostro, que tenía una cafetera de triple expansión, apenas llegaba a los dieciséis y gracias.

El Vulcano viró a babor y con su proyector iluminó al intruso. Táctica peligrosa que revelaba su posición —como saben los espectros del almirante Vierna y los camaradas del Baleares— pero que abría campo de fuego para el cañón de popa y los antiaéreos. Los cañoneros también viramos —a saber si el britano nos había tirado algún torpedo— antes de unirnos al concierto, y el agua alrededor del submarino se llenó de piques. Malo para la puntería, porque no había manera de corregir el tiro, pero impresionante para los submarinistas, que no podían responder al fuego pues su cañón estaba a proa, igual que la mayoría de sus tubos lanzatorpedos. Aunque el submarino era veloz y la distancia empezaba a aumentar, debimos tocar al submarino o al menos algún pepino le pasó rozando, porque el comandante inglés ordenó la inmersión. Debió pensar que no podría evitar un impacto fatal antes de aumentar la distancia, pero sumergido era como lo queríamos.

El capitán Freire ordenó cambiar el dispositivo en cuanto vio que el casco del submarino inglés se deslizaba bajo las olas. El Somorrostro y el Mahón se lanzarían contra el intruso, aunque con cuidado de no comerse un torpedo. El Noya y mi Motril se tuvieron que situar por la popa del Vulcano, el Noya a estribor y nosotros a babor tras cruzar su popa —nunca cruces por la proa de un buque, aunque parezca parado, salvo que quieras ir a visitar al de los seis dedos; esas cosas dejémoslas para el Lori—. El capitán Freire dirigió el Vulcano hacia el sur: su idea era que si el enemigo se libraba de la primera pasada trataría de escapar hacia aguas abiertas y no hacia el norte, donde había bajos fondos y minas. Si lo intentaba, el Vulcano le finiquitaría y, si fallaba, pues alguno de nosotros.

Ni el Quesito ni el Chapela —ya sabe, el Mahón y el Somorrostro— consiguieron un contacto con su sonotelémetro y pasaron de largo sin malgastar explosivos; pero para Freire, que sabía hasta quién era aquel legionario, leer las ideas del britano era pan comido y había situado al Primeraco, digo al Noya, en el mejor lugar. Lo mandaba el teniente López, un tío con tanta suerte que le encargaremos que compre la lotería para las próximas navidades. El tío detectó al inglés, avisó al Vulcano y empezó a lanzar cargas. Pocos minutos después el Mahón y el Somorrostro batieron la zona, pero no encontraron nada.

Posibilidades había muchas. Una, que el Noya lo hubiese hundido a la primera; pudiera ser pero éramos mayorcitos y ya no creíamos en los Reyes Magos. Otra, que el britano estuviese escapando en inmersión. Tampoco podía descartarse que se hubiese quedado apoyado en el fondo esperando que nos aburriésemos. Todo estaba previsto y llevábamos preparada la receta: el Mahón paró sus máquinas —aunque manteniendo la presión en las calderas— y se puso a la escucha. El resto de la flotilla siguió batiendo las aguas con sus sonotelémetros: primero hacia el sur, pero al no encontrar nada, fue el Somorrostro el que se quedó a la espera. Luego fuimos al este, y fue mi turno el de hacer de boya espía. El Vulcano y el Noya volvieron al este. Nadie detectó nada, pero eso quería decir, casi con seguridad, que nuestro enemigo seguía bajo las aguas.

Faltaban dos horas para el amanecer cuando la flota combinada, oportunamente advertida, pasó muy al oeste de donde estábamos. Mi retemé los detectó y avisé al Vulcano. Luego, otra vez a esperar.

—Mi comandante, el Quesito digo el Mahón avisa de un posible contacto dirigiéndose hacia el este.

Parecía que el comandante enemigo había querido engañarnos yendo hacia Gibraltar, la ruta más improbable. Pero era lo que esperaba Freire con su sexto sentido. El Vulcano y el Noya se pusieron en marcha y encendieron los sonotelémetros. El inglés debió darse un susto de aúpa y las cargas debieron sacudirlo a base de bien. Pero de nuevo se perdió el contacto. Otra vez a esperar. Hasta el amanecer, cuando se nos unió un Dornier alemán de reconocimiento.

—Mensaje del Dornier. Ve una mancha de aceite a dos mil metros al oeste de nuestra posición.

Tal vez habíamos tenido suerte y uno de los ataques había dañado al enemigo, que estaría dejando escapar una delatora estela de fuel. Con todo, Freire me ordenó mantener mi posición mientras enviaba a investigar la mancha al Somorrostro y al Mahón, que estaban más alejados. Magnífico, nos íbamos a quedar parados con una bicha cerca, que no es bueno para la salud del alma y menos para la del cuerpo. Reforcé los vigías con los artilleros y ordené más revoluciones del motor aunque desembragué la hélice. No era bueno para la máquina, pero más sufriría si nos torpedeaban. Me preparaba para otra espera cuando primero el hidrofonista y luego un serviola me gritaron.

—Mi comandante, hélices rápidas —dijo uno. El otro, con menos ceremonia, pegó un berrido— ¡Muchos torpedos por babor!

—¡Todo avante! ¡Caña a babor!

En Motril se comportó y casi dio un salto en el agua, mientras se movía apartándose de la trayectoria de los torpedos, que fallaron por más de cien metros. Me preparaba para cargar pero el Vulcano me negó el permiso, pues navegaría de vuelta encontrada con ellos. Se encargarían el minador y el Noya, que ya se tiraban sobre el inglés como un tren expreso. Debieron detectarlo porque lanzaron una decena de cargas cada uno. Apenas se habían derrumbado los piques y los dos barcos se volvían, cuando el mismo serviola que había visto los torpedos —al que no pensaba castigar, pues prefiero buena vista a educación— dio otro grito.

—¡Está saliendo a la superficie!

El submarino emergió a apenas a quinientos metros del Noya. En el Primeraco tenían buenos reflejos y apenas asomaba la torre cuando los del Noya ya estaban barriéndola con cañón y ametralladoras. Los ingleses trataron de cubrir su propio cañón, pues valor no les faltaba, pero un proyectil del diez y medio los vaporizó junto con la pieza y parte de la torre. Luego el Vulcano se sumó con su potente artillería y los ingleses empezaron a saltar al agua. Solo entonces cesó el fuego. El Noya se acercó a recuperar a los náufragos del sumergible, del que apenas asomaba la popa: solo treinta de los sesenta y un tripulantes del que resultó ser el Pandora pudieron ser rescatados.

Volvíamos hacia Cádiz para reponer nuestras municiones cuando el Noya se anotó otro éxito: estábamos acercándonos al canal de entrada cuando uno de sus serviolas creyó ver una estela. No necesitaron más indicios ni el teniente Don José López —el tío tenía una pinta de almirantable que se caía— ni el capitán Freire. El Noya se lanzó a investigar el contacto, y al momento empezó a tirar cargas. Entonces se produjo una gran explosión submarina y todo tipo de restos salieron a la superficie: se trataba del gran submarino minador HMS Clyde. Con dos victorias y más chulos que un ocho amarramos en la Carraca.
Última edición por Domper el Vie Abr 20, 2018 10:07 am, editado 1 vez en total

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Jue Abr 19, 2018 7:52 pm

hola Domper
excelente como siempre
por fin empezaron los tiros y dejamos un poco la politica
esperamos con impaciencia los nuevos capitulos
saludos

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Vie Abr 20, 2018 10:15 am

Pues seguimos con los tiros... aunque ahora pocos.

El ahora mayor Parpagnoli todavía se extrañaba de las vueltas que daba la vida. Había hecho su carrera en los alpini, las tropas de montaña italianas, pero el destino le había llevado al agua salada. La tercera división Julia había sido creada como unidad de alpini, los soldados italianos especializados en la guerra de montaña. Pero su equipo ligero, que podía ser llevado a brazo o mediante vehículos pequeños —o con mulas, pero no era el caso— resultaba ideal para las operaciones anfibias. Parpagnoli no había pegado ni un tiro en los Alpes, pero ya era un veterano de Como, Malta y Creta. Había acabado por resignarse a pasar el resto de la guerra arrastrándose por la arena mojada de las playas.

Habían llegado a Creta en lancha pero se irían en barcos de lujo. En la bahía de Suda, el gran puerto natural del norte de Creta, se habían reunido varios de los buques de pasaje que en tiempos más felices cubrían las rutas transatlánticas. Los mastodontes de los mares, con nombres tan evocadores como Duilio, Saturnia o Victoria, habían sido convertidos en transportes de tropas. Destacaban dos gigantes: el Rex y el Comte de Savoia. Tan grandes y valiosos que habían sido salvaguardados en Trieste y en Venecia, y solo ahora que el Mediterráneo se había convertido en un lago del Pacto se habían incorporado a la milicia. Habían entrado en puerto para que se les retirase la ornamentación que los había hecho célebres, y sus antes lujosos camarotes estaban ahora abarrotados con literas metálicas: donde antes disfrutaba una pareja rica ahora se amontonaba un pelotón. Los botes habían sido sustituidos por pequeñas lanchas de motor, y decenas de balsas de corcho atestaban las cubiertas, para intentar dar alguna esperanza si el barco sufría las iras del enemigo. Ni con ellas sería fácil escapar en caso de desastre, porque cada buque podía llevar en cada viaje ocho mil soldados, y más si el trayecto era corto. Con esa carga partían de Génova o Nápoles con destino a Haifa y Alejandría, para volver con heridos o soldados de permiso.

Ahora iban a efectuar una misión en la que se expondrían al enemigo por primera vez. Los soldados accedieron a los grandes buques en lanchones, se aglomeraron en las cabinas —Parpagnoli compartía con otros jefes un camarote en una cubierta alta, que al menos podía ventilarse— y tras los dos días que duró el embarque, los buques zarparon y se perdieron en el Mediterráneo, siguiendo una ruta que les alejó de costas e islotes. El valiosísimo convoy era escoltado por dos cruceros y seis destructores: aunque en teoría no hubiese peligro, en los estrechos podían quedar minas que no hubiesen sido dragadas. Pasaron el de Sicilia de noche, con los destructores a la cabeza barriendo las aguas con sus paravanes, y al amanecer se volvieron a encontrar en un mar casi vacío. No por completo, porque en varias ocasiones se encontraron con pesqueros o con pequeños buques de cabotaje. En todos los casos un destructor los detenía y embarcaba en ellos una dotación de presa con la que volvían a puerto: los vigilantes se aseguraban de que llegasen a sus puertos de destino —para que no se emprendiesen búsquedas que delatasen el paso del convoy— pero que luego los tripulantes permaneciesen a bordo sin contacto con tierra. El mayor problema se produjo tras el encuentro con el Mayakovsky, un buque soviético que navegaba hacia Marsella. El barco no seguía las rutas marítimas asignadas y rechazó ser inspeccionado incluso cuando el crucero Muzio Attendolo disparó por su proa. Hubo que ametrallar sus superestructuras para que se detuviese. El examen del barco inicialmente no halló nada, pero fue conducido hasta Pantellaria, una isla pequeña y aislada, para una inspección más detenida. Mucho más adelante Parpagnoli supo que se había encontrado una bodega secreta con armas suficientes para una compañía. No se sabía para quién estaban destinadas, pero siendo la dotación del Mayakovsky excesivamente numerosa, seguramente algunos de esos marineros tendrían otra ocupación en sus ratos de ocio. Más adelante el barco fue considerado buena presa y confiscado con sus mercancías, legales e ilegales.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Sab Abr 21, 2018 3:43 pm

Los alemanes sentíamos el sur de Europa como una primavera casi perpetua —aun no habíamos «disfrutado» de sus veranos— y viniendo de Noruega el puerto de Gibraltar era una gran mejora respecto a Trondheim. Incluso en invierno el tiempo era seco y soleado, con temperaturas propias del Báltico en verano. Por desgracia la ciudad estaba arrasada por la guerra, pero bastaban unos minutos en tren para llegar a las localidades españolas de La Línea o de Algeciras. No es que fuesen muy atractivas, menos aun La Línea, gravemente dañada por los combates, pero tenían suficientes tugurios para acoger los ocios de la flota combinada. Además existía esa otra especie que siempre seguía a la flota: las señoritas que en las esquinas o en los patios con farolas rojas ofrecían otro tipo de diversión que los marineros sabían apreciar.

Los de los acorazados llevábamos tres meses de actividad casi continua y a la vuelta de Freetown esperábamos disfrutar de un buen descanso. La desagradable sorpresa fue que tuvimos que ponernos a trabajar como esclavos para poner los barcos a punto; yo me libré porque los de la antiaérea, por orden de Ciliax, teníamos que tener al menos la mitad de las piezas cubiertas y listas para disparar. Aunque habían instalado un radiotelémetro en lo alto del Peñón y otro en Punta Europa, resultaba muy difícil detectar a cualquier avión que volase a menos de mil metros de altura, y tras lo de Tarento todos los marinos del Pacto tenían un sano respeto a los aerotorpederos. Mas todavía en una base que aun no tenía suficientes redes antitorpedos. Por suerte la amenaza no se materializó, pero con tanta vigilancia casi no pudimos bajar a tierra. El resto de la dotación tampoco lo tuvo mucho mejor y solo salieron pequeños grupos que tomaban el tren hacia Algeciras para aliviarse.

Ese mismo ferrocarril, que había sido recién tendido para enlazar Gibraltar con la red española y europea, traía los pesados proyectiles que reemplazaron los usados en Freetown o en Gran Canaria. Petroleros franceses e italianos rellenaban los tanques, mientras los mecánicos terminaban de recorrer las calderas y turbinas y los buzos revisaban los fondos. Rápidamente la flota volvió a estar a punto.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Jue Abr 26, 2018 11:50 am

abróchense los cinturones que se espera movimiento!
Mil gracias Domper!

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Vie Abr 27, 2018 2:48 pm

Lo malo de hacer las cosas bien es que la gente se acostumbra. El coronel Möller me felicitó, pero con ese tono que venía a decir «Freitag, ya iba siendo hora que hicieses algo de provecho; para la próxima noche quiero que me traigas tres cruceritos bien cocidos» como si cargarse un barco tan gordo fuese cosa de todos los días. Peor aun, al poco empezaron a correr rumores por la base que decían que eso no había sido un crucero sino un minador y de los pequeños, de los que se hunden con un estornudo. Yo me enteraba porque siempre hay algún malintencionado que me venía con el cuento para malquistarme con los compañeros; como si a un licenciado de la academia Inge le hicieran mella los dimes y diretes. No he contado que esa pajarita entre otras virtudes tenía la de ser una envidiosa de tomo y lomo, y le bastaba con ver a cualquier amiga —suponiendo que las tuviese— colgada del brazo de un galán para que quisiese arrebatárselo. No solo Inge disfrutaba de tal cualidad, que era otra de las deliciosas costumbres hispánicas que se nos estaba pegando de tanto estar por Canarias. Pero cuando digo envidia no piensen en la sana que lleva a emular los éxitos de los demás, sino en la verdosa y rastrera que desea el mal para el vecino aun a costa del propio. Me contaron un dicho que corre por aquí: un pescador encontró una botella de la que salió un genio que le dijo que haría por él lo que fuese, pero que tuviese en cuenta que a su vecino le daría el doble; el tipo pidió que le saltase un ojo. Qué carácter más amable el de los españoles, que prefieren el mal del vecino al bien propio. Afortunadamente eran los ingleses los que ahora se estaban deleitando con las facetas más atractivas del carácter español, pero tomé nota de no meterme en líos por estos lares. Mejor dicho, intentaría no meterme en demasiados líos.

La cuestión era que tras lo del Adventure, que así se llamaba el crucero minador —atentos a lo que he dicho, era un minador y además crucero ¿de acuerdo?— los ingleses faltaron durante unos días a su cita nocturna. Las malas lenguas dijeron que no era por mi escuadrilla sino por unas lanchas torpederas que habían llegado a Gran Canaria y que también se lo pasaban bomba cuando oscurecía, gustando del entretenido deporte de ametrallar botes y pantalanes del enemigo. Tanto disfrutaban que me ordenaron identificar claramente los blancos antes de ponerme a disparar; menos mal porque en una de esas salidas lo que iluminaron las bengalas fue una columna de esas valientes barquichuelas, que bastante tenían con pelear a bordo de unas cosas hechas de maderitas y gasolina como para que mi avión ametrallador les pusiese a caldo.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Dom Abr 29, 2018 5:50 pm

El traslado rápido era una maniobra que habíamos ensayado tantas veces que la ejecutamos casi mecánicamente. En cuanto el capitán Quasthoff nos dio la orden los pilotos acudimos a nuestros alojamientos para reunir nuestros efectos personales, colocando los más necesarios o valiosos —mudas, recuerdos familiares— en una mochila, y el resto en un saco petate. La mochila la llevamos a nuestros cazas, mientras que los ordenanzas reunían el resto de las cargas y las llevaban al Tante Ju que teníamos asignado. Los mecánicos hicieron lo mismo cargando repuestos y municiones en otros Junkers y en varios planeadores. Unas pocas horas de descanso y antes del amanecer tuvimos una corta reunión en la que se nos informó del plan de vuelo el grupo: los aparatos de menor alcance iríamos en varios saltos, mientras que los Tante Ju, más lentos pero con mayor autonomía, se saltarían algunas escalas. Solo nos acompañarían los que llevaban a los mecánicos y los repuestos más necesarios. Los planeadores, que irían remolcados, como no, por Junkers 52, tendrían que hacer todavía más paradas. Luego el grupo despegó: primero los planeadores más lentos, luego los Junkers, los últimos los cazas. Cuatro horas después aterrizamos en Burdeos, en el sur de Francia, donde descansamos un momento mientras el personal de mantenimiento, que había llegado en los aviones de transporte, repostaba y revisaba nuestros aparatos. Al mediodía despegamos para el segundo salto, que implicaba superar los Pirineos; no pude verlos pues estaban cubiertos de nubes, pero al llegar al lado español los cielos se abrieron. Mantuvimos la altura, pues al contrario que en Francia en la Península había varias cimas que superaban los dos mil quinientos metros. Una vez sobrevolado Madrid tomamos tierra en el cercano aeródromo de Getafe. De nuevo ahí esperaban ya algunos Ju 52. No hicimos el viaje solos: pude ver centenares de aviones que seguían un curso similar. Yo suponía que coordinar semejante masa habría costado un gran esfuerzo, aunque solo fuese por la necesidad de designar decenas y decenas de campos para que pudiesen acoger a tantos aviones.

Otra corta noche de descanso y al aire. Algunas escuadrillas se desviaron hacia el norte, donde al parecer había un crucero español en dificultades. Pero la gran masa continuó hacia el sur. Primero a Larache, en el Marruecos español. Por la tarde, agotados pero felices de haber hecho tal viaje en solo cuarenta y ocho horas, tomamos tierra en un campo de tierra apresuradamente establecido en Taboulaouante, un villorrio de nombre impronunciable no muy lejano a Esauira, la antigua Mogador.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Dom Abr 29, 2018 5:52 pm

No hubo avisos de que la flota combinada iba a salir; simplemente, un buen día no se permitió que los francos de servicio descendiesen a tierra. Los marineros que iban llegando desde Algeciras, fuese descansados o con ojeras, iban directamente a sus puestos de combate. Salvo los que presentaban excesiva inestabilidad producto de la cata de caldos finos y licores, que pasaban al sollado para dormir la mona. A mediodía empezaron a salir los barcos al mar: primero las divisiones de cruceros —si había minas que fuesen ellos los primeros en catarlas—, luego los acorazados italianos, finalmente los alemanes. Desde mi puesto en la dirección de tiro el espectáculo era impresionante. Después de salir del puerto militar recorrimos la preciosa bahía de Algeciras mientras mirábamos con aprensión al Peñón. Ya sabíamos que había sido el chivatazo de un observador lo que había propiciado el revés de Larache y la pérdida del Scharnhorst. Tal vez no quedasen más ojos vigilantes en la Roca, pero seguro que la costa bullía de espías pagados por los ingleses. Por si había alguna duda los sistemas del Tirpitz detectaron las emisiones de varias radios de baja potencia. No se pasó el aviso a la costa pues seguramente ya estaban a la caza de los espías; pero todo indicaba que los ingleses sabrían de nuestra salida.

Los barcos se adentraron en el golfo de Cádiz, alejándose de la costa. Pero en cuanto se hizo de noche una tras otra las divisiones viraron para dirigirse de nuevo al Estrecho, que cruzamos en medio de la oscuridad. Al amanecer estábamos cerca del islote de Alborán, una roca deshabitada situada entre Málaga y Melilla. Ahí nos dispusimos a esperar.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Dom Abr 29, 2018 8:39 pm

Hola Domper
por fin parece que van a mandar a los herejes de canarias a su sitio natural
que han estado mucho tiempo por esos lares


saludos

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Dom Abr 29, 2018 11:27 pm

oh oh
con las prisas al leer no me fije que la flota se dio la vuelta y avanzo en sentido contrario
la impaciencia me consume

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Abr 30, 2018 11:25 am

hum... huele cebo y a anzuelo para la pesca... de la flota britanica.

Preparada la trampa, solo falta que muerdan y les caigan encima cientos de Junkers y la flota combinada alemana-italiana-española-francesa (y alguna manada de U-boats) por la retaguardia evitando el escape hacia las Azores-UK.

Veremos si no tiene otros giros que mi imaginación no alcanza.
Impaciente por más!

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Abr 30, 2018 11:53 am

Luis de la Sierra. La Guerra de Supremacía en el Atlántico. Ed. Juventud. Madrid, 1976.

La batalla de Mogador

La evacuación de Portugal y los combates de las Islas Salvajes y de San Vicente habían acabado en tablas. Ambos bandos habían sufrido serias pérdidas pero no eran decisivas. Las espadas seguían en alto pues ambos bandos mantenían sus mismos puntos fuertes y débiles. La flota del Pacto tenía una potencia de fuego algo inferior a la británica debido al calibre inferior de los cañones de sus blindados, seguía arrostrando los problemas que suponía la colaboración entre diferentes marinas que tenían distintos procedimientos, y estaba lastrada por la carencia de portaaviones. A cambio tenía la ventaja de la posición central. La Royal Navy confiaba en su veteranía, en la superior artillería de sus acorazados y en la aviación aeronaval, pero estaba obligada a dispersar sus fuerzas y la necesidad de mantener a buena parte de la flota cerca de Gibraltar y de Canarias retenía en esas aguas a buen número de destructores desesperadamente necesarios en la batalla del Atlántico.

Tener que mantener tantos destructores en las Azores era un pro-blema para la Royal Navy ya que en Inglaterra la situación se estaba ha-ciendo crítica. Durante los dos últimos meses solo la mitad de las cargas despachadas habían llegado a puertos británicos: el resto o se había perdi-do o había tenido que volverse debido a la presencia de buques o submari-nos del Pacto. Las reservas acumuladas en los meses previos se estaban agotando, especialmente las de fuel, ya que la capacidad de producción interna y de refino había quedado seriamente afectada en la campaña de bombardeo contra estas instalaciones. Las estimaciones más optimistas indicaban que antes de cuatro meses la RAF tendría que limitar las horas de vuelo, pero si durante la cercana primavera el tiempo era el habitual y no el de las precedentes, y la aviación del Pacto intensificaba sus operaciones sobre Inglaterra, las reservas apenas alcanzarían para dos. Similar situación se daba con los explosivos o con otros materiales necesarios para la producción militar. Peores penurias que la industria bélica pasaba la población civil. Apenas disponía de dos horas de electricidad al día, y los alimentos eran cada vez más escasos, caros y de peor calidad. Ni siquiera los esfuerzos que el gobierno había hecho en aumentar la producción local, convirtiendo en cultivos jardines y parques, paliaban la delicada situación nutricional de los ingleses. Mientras que en la preguerra la carne era la base de la sustentación de los ingleses, ahora se limitaba al pan, arroz, algunas legumbres y vegetales. Corrían chistes que comparaban el espiritismo con los filetes de ternera, por lo difícil que era probar su existencia; muestra que el humor británico no abandonaba a los ingleses incluso en una fase tan crítica del conflicto. Pero a pesar de las bromas, el gobierno sabía que si no había cambios antes del verano sería preciso disminuir la ración diaria a niveles de inanición, al menos para los habitantes de las ciudades. Además faltaban ropas de abrigo y carbón en un invierno que había sido muy frío. Se debía en parte a la menor producción, consecuencia de haber tenido que enrolar a buen número de mineros, pero sobre todo por dificultades de distribución secundarias a los bombardeos. Las perspectivas no eran optimistas pues con la primavera acabarían los temporales atlánticos que habían permitido el paso de algunos convoyes.

El deterioro de las condiciones de vida, la sucesión de derrotas y las graves bajas (afortunadamente muchas eran de prisioneros) estaban hun-diendo la moral. Se habían producido varios motines en los centros de distribución de alimentos, y si algún aristócrata osaba dejarse ver con ropas cuidadas corría el riesgo de ser agredido. El gobierno de unidad nacional presidido por Churchill era cada vez menos popular. Algo serio porque el Primer Ministro también estaba perdiendo el soporte de militares, marinos y empresarios, para los que pesaban no tanto las derrotas sucesivas sino las decisiones churchillianas que habían convertido los reveses en desastres. La orden de mantenerse en el Mediterráneo Oriental y en Creta había llevado a la pérdida de decenas de miles de hombres. Su interferencia con el mando durante la batalla de Portugal y el retraso del reembarque habían convertido el proyecto de contrataque en el continente en una catástrofe. La destitución de varios mandos había sentado muy mal en la cúpula militar, que pensaba que Churchill quería acusar a otros de sus propios errores. En otros campos, las malhadadas intervenciones del Premier en las crisis en Irlanda y de la India habían socavado su ya escaso prestigio, no solo en el país sino también en Estados Unidos. Especialmente tras la intervención en Irlanda el belicista presidente Roosevelt encontró dificultades para conseguir que se votasen créditos para armar al que muchos norteamericanos veían al Primer Ministro como el más rancio representante del imperialismo decimonónico.

El monarca mantenía la tradición inglesa de no inmiscuirse con el gobierno, pero ya había confiado a sus próximos que pensaba que Churchill estaba llevando la nación a la ruina. Muchos parlamentarios del partido conservador, del que procedía Churchill (aunque su carrera política se había iniciado en el liberal) empezaban a buscar alternativas. La más atractiva era la facción disidente liderada por Lord Halifax, que en cualquier momento podría conseguir suficientes votos. Paradójicamente, Churchill ya solo podía contar con el partido laborista, cuyos líderes ya habían indicado que no aceptarían a Halifax, al que consideraban un derrotista. Pero para los laboristas tampoco resultaba sencillo defenderle ante sus bases, las más afectadas por el deterioro de las condiciones de vida. Los trabajadores tampoco olvidaban que en 1911 y 1926 había enviado tropas contra los huelguistas.

Churchill ya no estaba en el mejor uso de sus facultades, no solo por su edad avanzada sino por su inveterada afición al güisqui y otros licores espiritosos. Según sus biógrafos en esa fase del conflicto había identificado su supervivencia personal con la del Imperio Británico. No iba del todo descaminado porque su país se encontraba al borde del abismo y con la derrota se esfumaría cualquier ambición imperial que pudiera quedar; su error estuvo en creer que él mismo fuese imprescindible. Además el primer ministro creía vivir en una repetición de las guerras napoleónicas, aunque sin recordar que si en ese prolongado conflicto Inglaterra salió vencedora fue gracias al coraje y la sangre de españoles, alemanes y rusos. Churchill iba repitiendo continuamente a sus ayudantes que Inglaterra necesitaba una nueva batalla de Trafalgar: una victoria que alejase el peligro de sus costas, elevase la moral de los ingleses y permitiese destinar a la batalla del Atlántico los destructores que por ahora la flota se veía obligada a retener. Así se podría aguantar hasta que Estados Unidos se sumase a la guerra, algo que daba por descontado; se supone que Roosevelt se lo había asegurado al Primer Ministro en alguna de sus reuniones, aunque no haya confirmación documental. Motivo añadido para buscar un nuevo Trafalgar era que la flota del Pacto estuviese en aguas cercanas a las del cabo de tan triste recuerdo para la Armada Española.

Otro factor que hacía conveniente actuar en esas aguas era la cada vez peor situación de la guarnición británica en Gran Canaria. La batalla de San Vicente había tenido efectos nefastos para ella. Tres meses antes dominaba el archipiélago, a excepción de Tenerife; ahora luchaba por la existencia. Los ingleses habían tenido que abandonar las islas occidentales, y no habían conseguido impedir que fuerzas del Pacto les arrebatasen Lanzarote y Fuerteventura, y que desembarcasen en la misma Gran Canaria. Ahora la guarnición se aferraba a una franja en el norte de Gran Canaria y su línea de abastecimientos era precaria. Hasta una evacuación sería difícil, pero solo la estaba considerando el general Deverett, jefe del Estado Mayor Imperial. El gabinete de Churchill, sin embargo, pensaba que la situación se revertiría en cuanto se venciese a la flota del Pacto y se pudiesen llevar los refuerzos necesarios.

El jefe a cargo de las fuerzas navales en el teatro era el almirante Somerville, que mandaba la Fuerza H. Churchill había considerado su rele-vo, ya que pensaba, esta vez con razón, que había actuado con excesiva timidez en las batallas de San Vicente y de Freetown. Pero su enfrentamiento con la cúpula militar hacía inconveniente la destitución de Somerville, y en su lugar ordenó que la propaganda oficial lo presentase como el sucesor de Nelson, para impelerlo a actuar. Algo que no era necesario, pues Somerville había confiado a sus ayudantes que quería desquitarse del fiasco de San Vicente. La ocasión pareció ofrecerse cuando un submarino detectó la salida al Atlántico de la flota enemiga.


P.D.: probablemente en la versión definitiva me invente el autor de la obra. Había elegido a D. Luis de la Sierra, pero mi prosa no hace justicia a la del maestro.

Otra P.D.: he cambiado ligeramente el texto.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Sab May 05, 2018 3:08 pm

El Pacto de Aquisgrán también necesitaba una victoria. Aunque la reconquista de Portugal había llevado la euforia a las capitales europeas, los dirigentes germanos y más todavía sus marinos sabían que Inglaterra seguía en pie y con capacidad de lucha. La Royal Navy conservaba el dominio de los mares hasta tal punto que los buques del Pacto solo podían navegar libremente en el Mediterráneo o el Báltico. Aunque la marina mercante británica estuviese sufriendo muchas pérdidas, el enemigo todavía tenía acceso a materias primas de todo el mundo y, sobre todo, podía seguir recibiendo la ayuda norteamericana.

Esa era una de las principales preocupaciones de Alemania: a pesar de escándalos como el del petrolero Belchen, la lista Papen o la crisis irlandesa, la actitud del gobierno norteamericano dirigido por el presidente Roosevelt era cada vez más agresiva. Llegó a declarar que cualquier buque del Pacto que sobrepasase la longitud de Islandia sería capturado (si era civil) o atacado sin previo aviso. Roosevelt estaba logrando mediante sus alocuciones por la radio (las «charlas junto a la chimenea») que el público considerase inevitable que Estados Unidos se involucrase en la guerra. Así logró que el Congreso votase créditos extraordinarios para el rearme. Más difícil fue conseguir que los equipos producidos con esos créditos pudieran ser cedidos según el programa de Préstamo y Arriendo, pues existía la sensación de que el objetivo británico no era la libertad de los pueblos (que negaban a hindúes o irlandeses) sin mantener la primacía mundial y el imperio colonial. Los errores de Churchill abundaban en dicha sensación. Además el grupo de prensa Hearst, cuyas dificultades económicas habían sido subsanadas en parte gracias a fondos alemanes (transferidos clandestinamente contra Suiza) atacaba a los ingleses presentándolos como opresores; una serie de artículos sobre la gran hambruna irlandesa y las de la India en el siglo XIX tuvieron cierta repercusión. Sin embargo el presidente dijo en sus declaraciones que Inglaterra era la avanzada en Europa (llegando a sugerir que podría convertirse en un satélite) y que su supervivencia era clave para la estrategia norteamericana. Finalmente los créditos se aprobaron sin enmiendas, mostrando que a pesar de los esfuerzos diplomáticos del Pacto la actitud norteamericana era cada vez más hostil.

Tan alarmante o más era la Unión Soviética, que también estaba emprendiendo un programa de rearme a escala increíble: aunque parezca increíble, en enero de 1941 el Ejército Rojo disponía de treinta mil carros de combate y quince mil aviones de todo tipo. Aunque las relaciones comerciales seguían y la Unión Soviética seguía suministrando petróleo, materias primas y cereales, los diplomáticos habían descendido al mínimo y el embajador Von Schulenburg estaba prácticamente incomunicado en Moscú. Las presiones sobre Rumania y Finlandia eran cada vez mayores, y habían incrementado sus fuerzas en la península de Hanko. Además, aunque la «purga del hambre» estaba alcanzando sus máximos, el Ejército Rojo estaba sus fuerzas junto a la frontera europea.

Mientras no se venciese a Gran Bretaña era cuestión de tiempo que los Estados Unidos, la Unión Soviética o ambos encontrasen pretextos para atacar al Pacto de Aquisgrán. Pero Inglaterra seguía contando con la ventaja que le protegió de los Tercios o de Napoleón: su insularidad. Para que el poderoso ejército del Pacto de Aquisgrán derrotase a los ingleses sería precisa una operación de desembarco más que peligrosa, pues la Royal Navy conservaba la superioridad naval especialmente en las aguas próximas a sus islas. También era su debilidad y la campaña submarina y aérea obtenía resultados cada vez mejores. Pero los analistas consideraron que se precisarían al menos seis meses hasta que Inglaterra consumiese sus reservas, un plazo demasiado largo, y era posible que Estados Unidos decidiese aliviar la situación de los ingleses escoltando convoyes con su flota. Siendo imposible lograr una victoria terrestre, y no siendo decisiva la campaña aérea y submarina, resultaba de crucial importancia conseguir una victoria naval que obligase a Gran Bretaña a pedir la paz o, al menos, hiciese caer al belicista Churchill. Además la Royal Navy ya no mantenía la superioridad abrumadora de otros tiempos.

Sin embargo los marinos del Pacto no ignoraban que sus flotas seguían siendo inferiores a las británicas. Sus buques eran una amalgama de escuadras de diversas procedencias, lo que creaba complejos problemas de comunicaciones, control y mantenimiento; aunque medidas como la creación de la Escuela Superior de Operaciones Navales Conjuntas había mejorado la coordinación, seguía siendo muy difícil mantener a barcos con componentes incompatibles entre sí. Se calculaba que solo a causa de las incompatibilidades de materiales y conexiones la eficiencia de la flota quedaba disminuida en un 30%. Por el contrario la Royal Navy llevaba entrenando y operando en los mismos escenarios desde hacía decenios, y su flota no padecía los problemas de compatibilidad. Otra carencia que cada vez se juzgaba más grave era la de aviación embarcada. Somerville había estado muy cerca de vencer en la batalla de San Vicente gracias a sus portaaviones, que le darían la ventaja en cualquier enfrentamiento.

En grandes buques también había desequilibrio: aunque las escuadras del Pacto disponían de cuatro acorazados modernos (por tres los británicos) los ingleses podían alinear otros dos cruceros de batalla y siete acorazados antiguos, todos ellos con cañones de quince o dieciséis pulgadas. Por el contrario solo dos acorazados del Pacto (los dos Bismarck) tenían armamento y protección equiparables a los de los equivalentes ingleses. Los demás, tanto los otros dos acorazados modernos (el Gneisenau y el Strasbourg) como los tres acorazados rápidos antiguos del Pacto (los Cavour) se asemejaban a los denostados cruceros de batalla. Aparte de estos, solo se disponía de un acorazado viejo, el francés Provence, que no se consideraba apto para operar con la flota. Hubo que abandonar los planes de rearmar al más antiguo Ocean, que había sido desmilitarizado antes de la guerra y cuya reconstrucción resultó antieconómica. Se estaba trabajando con gran urgencia en la finalización del italiano Roma y los franceses Richelieu y Jean Bart, así como en las reparaciones de los italianos Littorio y Vittorio Veneto y del francés Dunkerque, pero no estarían disponibles en menos de seis meses (los barcos en reparación) y entre uno y dos años (los que estaban en obras). Los ingleses, por su parte, tenían otros tres acorazados en construcción más o menos avanzada.

Para el Pacto era más promisoria era la construcción de portaaviones: se estaban convirtiendo dos acorazados y varios barcos mercantes, y se habían empezado las obras de dos docenas de unidades; pero de nuevo habría que esperar dos años a que estuviesen disponibles. Semejante situación de desequilibrio a favor de los ingleses se repetía en cruceros y en unidades de menor porte; eso sin contar con la previsible ayuda norteamericana, que ya había cedido a la Royal Navy ochenta destructores de escolta (cincuenta en 1940 en el tratado de armas por bases, y otros treinta a lo largo de 1941 por el programa de Préstamo y Arriendo) y seis portaaviones de escolta, de los que tres ya estaban en servicio.

En una serie de reuniones los almirantes Marschall (alemán), Moreno (español) y Riccardi (italiano) planificaron las operaciones subsiguientes; aunque parece que el plano fue obra conjunta de Marschall y de Moreno mientras que Riccardi jugó un papel menor. Tras estudiar varias opciones, concluyeron que:

– La flota del Pacto no podría imponerse a la Royal Navy al completo ni en el escenario más favorable, por lo que debían tomarse medidas para dispersarla.

– Dada la inferioridad de la flota del Pacto se precisaba la intervención de la aviación terrestre para anular la aviación embarcada enemiga y dañar a sus buques mayores.

Se consideraron varias posibilidades como la invasión de las islas Hébridas, del norte de Escocia o de la isla de Wight, pero se descartaron porque estaban fuertemente fortificadas y sus guarniciones eran considerables (la guarnición de la isla de Wight, identificada como uno de los objetivos más vulnerables, alcanzaba ya las dos divisiones). Dada su cercanía a las bases inglesas podría intervenir la RAF, que estaba reservando centenares de aviones para emplearlos en caso de invasión. También se temía a las unidades ligeras británicas y sobre todo al mal tiempo, que durante el invierno podría impedir la participación de la aviación. Además las largas noches del norte de Europa darían ventaja a los ingleses, a los que se consideraba mejor preparados para acciones nocturnas. Otra alternativa era atacar las rutas de los convoyes trasatlánticos, que de ser cortadas obligarían a que Gran Bretaña se rindiese en pocas semanas, pero también se descartó no poder contar con la ayuda de los aviones terrestres (salvo de algunos Fw 200 de reconocimiento), por la lejanía de las bases propias y por la limitada autonomía de los barcos italianos, concebidos para el confinado Mediterráneo

La solución obvia fue la que el almirante Moreno proponía desde un primer momento: librar la batalla decisiva en la costa atlántica marroquí, precisamente en el área en la que Churchill quería que se produjese un gran enfrentamiento naval. Para el Pacto era el escenario más favorable, pues en sus cercanías estaba un objetivo de primer orden que los británicos no podían abandonar, la asediada guarnición de Gran Canaria. En la región los británicos solo disponían de las bases de las islas Azores (excesivamente alejadas para la aviación) y de Madeira. Hasta el momento desde esta isla y desde la cercana Porto Santo solo había operado aviones de reconocimiento, pero informadores portugueses habían alertado de la llegada de gran número de aparatos de caza y de bombardeo.

En la región el Pacto disponía de bases mucho mejores, tanto en la costa atlántica marroquí (especialmente en las cercanías de Esauira, la antigua Mogador, donde la línea costera describe un saliente romo) como en las Canarias. En Tenerife estaban basados aviones españoles, y en Lanzarote y Fuerteventura alemanes. Además en la costa marroquí había varios fondeaderos que podían acoger a la flota en caso de emergencia, como los de Casablanca, Esauira o Agadir. Según el plan ideado por Marschall y Moreno había que atraer a una fracción de la Royal Navy a la costa marroquí para que fuese dañada por la aviación terrestre y luego destruida por la flota. Sin embargo, para conseguir tal objetivo se precisaba una planificación muy cuidadosa.

Se pensaba que el Almirantazgo, aun siendo consciente de la delicada posición en las Canarias, temería sobre todo por la vital línea que los enlazaba con los Estados Unidos. Las incursiones de los acorazados y cruceros del Pacto ya habían causado una grave crisis en diciembre que se podía repetir en cualquier momento. Señal de tal preocupación era que la Fuerza H, la principal agrupación británica, no estuviese basada en Madeira (más cercana a Gibraltar y a las Canarias) sino en las Azores, desde donde podía intervenir tanto en aguas canarias como en las del Atlántico Central y Norte. Marschall y Moreno también contaban con que los ingleses esperarían que el Pacto siguiese la táctica seguida en las últimas operaciones, en las que agrupaciones de cruceros habían atacado objetivos ingleses para atraer a la Royal Navy a emboscadas como las que habían costado las pérdidas del portaaviones Ark Royal y el crucero de batalla Repulse. También se pensaba que tras la pérdida del Repulse en San Vicente y la del Revenge cerca de Islandia la Royal Navy no arriesgaría sus unidades por separado.

Intentando dispersar las fuerzas británicas las operaciones se iniciarían amagando una salida hacía el Atlántico norte. La flota combinada tenía que atravesar el estrecho de Gibraltar y dejarse observar antes de volver al Mediterráneo. Tan solo un grupo de cruceros en el que estarían el Canarias y el Galicia (los más potentes que tenían los españoles) permanecería en el océano y se haría ver al sur de Irlanda. Se esperaba que los ingleses desconfiaran de tal avistamiento creyendo que el Pacto pretendía tenderles una trampa similar a la de San Vicente, y que enviaran una agrupación con potencia suficiente para enfrentarse con los acorazados alemanes. Mientras la flota del Pacto permanecería en el Mar de Alborán, cerca del Estrecho pero a cubierto de la observación enemiga. Al almirante Moreno le disgustó que sus buques más valiosos fuesen a actuar como cebo, no solo por el riesgo que correrían, sino porque no participarían en la proyectada batalla en Marruecos. Marschall arguyó que sería precisamente la presencia del famoso crucero pesado Canarias la que haría creer a los ingleses que la incursión en el Atlántico era la operación principal de la flota.

Una segunda medida de decepción iba a ser la incursión de una escuadra francesa en el Océano Índico. Al mismo tiempo un gran convoy aparejaría de puertos italianos ostensiblemente con destino hacia el Mar Rojo y el Índico. Se hicieron correr rumores según los cuales los objetivos podrían ser la isla de Zanzíbar, Omán o incluso Ceilán. Con esta operación se intentaría impedir que los barcos enviados para reforzar la Eastern Fleet y que se pensaba que estaban a la altura de Cabo Verde volviesen a las Azores.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun May 07, 2018 7:21 pm

En algún momento de la noche Lisa y Hans se fueron; ni supe cuándo ni me importó. Ni siquiera sentía el pie; yo flotaba en los brazos de Katrin.

Cuando salimos del Atlantis ya casi clareaba. No estaba mi coche, pues mi amigo Hans se lo había llevado; tal vez pensase que me convenía un paseo por las calles oscuras. En esa noche invernal el oscurecimiento hacía que las aceras fuesen lúgubres además de gélidas. Acompañé a Katrin pues en el Berlín atestado de gentes de toda calaña la oscuridad no era segura.

—Roland, no debes hacerlo. Piensa en tu pie.

Pero esa noche mi pie no existía. Tampoco había negrura; solo estaba ella que iluminaba la ciudad con sus ojos. No sé si cojeando o volando la acompañé hasta su casa; en el umbral nos despedimos con un beso y la promesa de volvernos a ver.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun May 07, 2018 7:27 pm

En la central todos se movían con cuidado pues sabían que el Director estaba enfadado. No era para menos: el Alto había vuelto a escurrirse.

Esta vez había sido Joseph el encargado de la entrega. Johan le había ordenado que recogiese un paquete que estaba, como siempre, en el urinario de un garito. Tenía que dejarlo bajo un banco del parque Humboldthain. Lógicamente no fue Joseph sino su alter ego, es decir, Willy, el que lo tomó para dejarlo en el punto indicado no sin antes llevarlo a la central. Allí no lo abrieron, pues podía ser una trampa pensada para ver si había fisgones, pero lo llevaron a una clínica cercana para hacer una radiografía. Solo contenía una botella y unas barras metálicas.

Era extraño ¿Qué podía contener que valiese la pena correr el riesgo de la entrega? ¿Veneno, explosivo? A alguien tan desconfiado como Gerard le parecía más probable que se tratase de una entrega falsa destinada a comprobar si la red estaba comprometida.

Así que la vigilancia del paquete se hizo con máximas precauciones. No había agentes cerca; la más próxima era una señora de avanzada edad que barría el patio de un inmueble que daba al parque, pues a pesar de las normas de Speer aun quedaban muchas criadas y porteras en el Reich. Desde una ventana a dos manzanas un agente vigilaba con un telescopio mientras se comunicaba por teléfono con la Central. En las esquinas de las calles próximas había más agentes, pero casi todos esperaban en patios o en cervecerías. En la calle solo estaban un par de limpiadoras más, y en una esquina del parque trabajaba un fotógrafo callejero con una cámara modificada que se disparaba cada vez que oprimía disimuladamente una pera, retratando a todo el que pasaba; por desgracia un medio tan conveniente no podía emplearse mucho, ni el fotógrafo podía estar cerca del banco pues llamaría excesivamente la atención. Además había otros fotógrafos apostados en varias ventanas que daban al parque. Afortunadamente al ser invierno las ramas desnudas no ocultaban por completo el interior, aunque la visión que tenían era reducida.

Un rato después un jovenzuelo recogió el paquete y se fue. Un agente fue alertado y desde la puerta de la casa en la que estaba vio como pasaba el crío. No lo siguió sino que se comunicó con un compañero que se situó en posición, para ver que el rapaz llegaba a la esquina de la Lorzingstrasse sin encontrar a nadie. Al ver que no le esperaban puso cara de fastidio y tras esperar un par de minutos abrió el envoltorio, sacó la botella de dentro y se fue, tras tirar lo demás a una papelera.

Esa noche los basureros no fueron los de siempre, sino de la Central, que encontraron lo que quedaba del paquete: no eran sino unas barras de metal de construcción, seguramente puestas para que el bulto pesase. También se puso bajo vigilancia al chaval pero resultó ser el vástago de una familia de carteristas.

Solo quedaba revisar las fotos. Por suerte el Alto apareció en dos: en una cuando pasaba cerca del paquete —la portera dijo no haber notado nada y eso que estaba atenta para ver si alguien se fijaba— y en otra, hablando con el joven al que ya habían investigado. Pero el hombre llevaba abrigo, bufanda y gorra y no se había conseguido captar sus rasgos.

Gerard suspiró no sabía si de alivio o de fastidio. La entrega había sido una trampa en la que la Central no había caído, pero habían tenido al Alto en sus manos y ni lo habían advertido. Al menos quedaba una esperanza: estaba casi seguro de que ni el Alto ni Johan habían detectado que la Central andaba tras ellos, suponiendo que supiesen de su existencia. Pronto intentarían una nueva entrega.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar May 08, 2018 11:27 am

Capítulo 26

La finalidad de la guerra es el homicidio; sus instrumentos, el espionaje, la traición, la ruina de los habitantes, el saqueo y el robo para aprovisionar al ejército, el engaño y la mentira, llamadas astucias militares.

León Tolstói. Guerra y Paz.


Otra vez se había fracasado. Por una maldita bicicleta.

Esta vez había sido el mismísimo Johann el que llevó los paquetes, impidiendo que la Central los inspeccionase. Los paseos del ruso estaban poniendo en un brete a la Central porque, cada vez que salía a la calle, el Director tenía que organizar un servicio de vigilancia con grandes precauciones. Además no estaban sirviendo para nada: algunos paquetes que dejaba Johann quedaron abandonados hasta que los recogieron los basureros; luego fueron inspeccionados y resultaron ser parecidos al primero, con alimentos, botellas o algún pan. Otros fueron sustraídos por rapaces a los que también hubo que seguir. Por extraño que pareciese, en Berlín seguían quedando vagabundos que disimulaban su condición adecentando su figura —poco les costaba que sus ropas pareciesen las raídas de los trabajadores extranjeros— y afeitándose de vez en cuando. Esos pordioseros parecían tener un olfato especial para lo que quedaba olvidado en los rincones, y debían ser atraídos por los paquetes de Johann. Para la Central suponían un buen problema, pues había que vigilar a esos pobretones hasta confirmar que no estaban en contacto con el Alto. Empeoró cuando Johann empezó a dejar varios paquetes en cada paseo. Unos pequeños, otros abultados. Si controlar uno ya era difícil, hacerlo con varios resultaba imposible. El Director apenas podía destinar para cada envío un agente, que debía estar ojo avizor, presto a seguir al Alto si amanecía. Pero cuando el Alto apareció la Central no estaba preparada.

Fue al cuarto día: el tercer lugar visitado por Johann fue un rincón del parque Humboldt, donde dejó un envuelto alargado apoyado en una papelera. La Central solo pudo destinar a una mujer que paseaba un carrito de niño, en el que en lugar de un bebé había un muñeco muy realista. La agente se quedó en parque pero sin acercarse a menos de cincuenta metros. De repente pasó un ciclista que casi se la llevó por delante: era el Alto que con el mayor desparpajo paró junto a la papelera, puso el paquete en la mochila que llevaba, volvió a montar en la bicicleta y se fue. Luego la mujer recordó que el tipo de la bici ya había pasado antes, seguramente en una vuelta de reconocimiento.

El truco funcionó: la agente no podía correr detrás del Alto —tampoco hubiese podido seguirlo yendo ella a pie y él en bicicleta— y mucho menos dejar tirado el carrito con el muñeco. Tuvo que seguir aparentando que paseaba hasta llegar a la entrada de una casa donde ya sabía que había teléfono. La llamada llegó a la Central con varios minutos de retraso. El Director ordenó que no se cerrase el área: sería inútil, pues Alto, si había seguido en bici, estaría a kilómetros de distancia, y si la había abandonado, el dispositivo solo serviría para alertarle. La Central intentó encontrar pistas revisando las sustracciones de bicis, pero ese mismo día habían se denunciado cuatro robos.

Savely dejó la bicicleta apoyada en una farola, a escasa distancia de una estación de metro; poco tardaría en ser sustraída igual que él mismo había hecho esa mañana. Sin embargo, no tomó el U-Bahn, donde podía haber policías esperando que llegase alguien con un paquete, sino que metió el fardo bajo su abrigo y, vagando, recorrió los kilómetros que le separaban del apartamento de Annelie. La mujer estaba enfadada porque había esperado disfrutar de las horas libres de Friscis, y este había llegado casi de noche y apestando a cerveza; pero no había bebido tanto como para no calmar las ansias de sexo de su casera.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié May 09, 2018 10:18 am

Además de perseguir al Alto, la Central proseguía con las otras investigaciones en curso. Los paquetes que pasaban por manos de Joli iban delatando a más espías. Algunos eran vigilados. Los más, detenidos y convertidos. Hubo valientes que intentaron resistirse; lástima de los accidentes que sufrieron, pero ya se sabe que la vida en tiempos de guerra es muy peligrosa, y el invento del doctor Guillotín demasiado afilado.

Se habían reiniciado los envíos de «muebles». A veces llegaban a grupos que la Central controlaba, y otras a los que simplemente se vigilaba; en cualquier caso, a Gerard le impresionaba la cantidad de armas que estaban circulando. Si se sumaban a las que habrían llegado a grupos clandestinos tras las grandes victorias en Polonia y Francia, significaba que todo un ejército se estaba formando en las sombras. Había advertido al general Schellenberg, al que le correspondía la seguridad interna del Reich, ya que contener una sublevación estaba fuera de las capacidades de la Central. A Gerard no le sorprendió que la Sección le informase que, como con el asunto de Metz, no se estaban tomando precauciones adicionales.

Gerard sabía que había otro canal que, con suerte, el general escucharía. Por ello tomó pliego y pluma y empezó a escribir.

Nicole, Nicole, querida Nicole ¿Podrás imaginar lo que te quiero? ¿Sabrás lo que te echo en falta? Nada me haría más feliz que ver a Marcel jugar mientras te tengo entre mis brazos, en un abrazo que nadie podría soltar.

Sin embargo el deber me reclama. Nicole, ya sabes a cada minuto estoy más alarmado. Los rusos, además de estar interesados en Metz, están armando a grupos de asesinos terroristas que, como cucarachas, permanecen en la oscuridad. Pero las sabandijas solo dan asco; estos criminales también, pero además tienen capacidad para hacer mucho daño. He avisado al general Schellenberg y me imagino que ya habrá tendido trampas para atraparlos. Te extrañará que no los destruyamos ahora mismo, pero es que cuando hablaba de cucarachas pensaba en esos repugnantes bichejos que solo salen cuando no hay luz. Si ahora acabamos con unos podríamos alertar a otros que tal vez aun no conocemos, y advertidos se esconderán y esperarán, preparados para matar. Pero con un poco de paciencia, cuando encendamos la luz estarán todas las alimañas a la vista y las aplastaremos a pisotones.

Hasta que llegue ese momento el deber me reclama, ese deber que me separa de lo que más quiero. He pedido al general poder verte unos días pero no será posible: no puedo abandonar Berlín, y no quiero veros en esta ciudad hasta que las nubes de tormenta se despejen. No pienses que te olvido. Sigo suspirando por el momento en el que vuelva a tenerte a mi lado mientras Marcel corre por el parque. Aunque no es solo el deber sino el temor por lo que sigues lejos de Berlín. La crisis que se avecina parece inminente y causará grandes sufrimientos a los alemanes; no quiero que estéis entre ellos.

No desesperes, que el momento de nuestra unión se acerca.

Con todo mi amor, un beso apasionado.
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