Switch to full style
Historias, relatos... escritos por los usuarios del foro
Escribir comentarios

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Dom Nov 19, 2017 2:26 pm

No es el estilo de Von Lettow-Vorbeck.

Saludos

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Nov 20, 2017 11:51 am

Hola amigos:
La verdad es que pienso que Franco era un viejo zorro, y no hubiera dicho nada acerca de las operaciones en Portugal como excusa... plausible. Lo más seguro es que hubiera dejado bien claro el desagrado que sentía sobre la marginacion de España con respecto a Francia después de habernos metido de hoz y coz en la guerra, en tanto que Francia se había rendido a las primeras de cambio. Como alguien dijo por ahí Francia siempre viajando en primera con billete de segunda.
En cuanto a la entrevista con Pío XII, Pacelli era bastante más inteligente que todo eso. Lo más seguro es que hubiese hablado acerca del restablecimiento del Concordato y la recuperación de las escuelas católicas. Hay que tener en cuenta que una cosa muy olvidada es la persecución a los cristianos en general y católicos en particular en la Alemania nazi. Aunque desde luego a unos luteranos lo del Concordato y las escuelas católicas le sentaría como una patada.
Hasta otra><>.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Nov 20, 2017 1:17 pm

Sebastian Haffner. «El nacimiento de Europa». Op. Cit.

El Tratado de Metz

El Tratado de Metz, también llamado Tratado Papen – Bichelonne, fue un tratado de paz firmado durante la Guerra de Supremacía. Se considera el primero de los que dieron cuerpo a la Unión Europea, organización que sucedió a la Unión Paneuropea, una estructura temporal surgida durante la guerra. El tratado fue rubricado el primero de marzo por Francia y Alemania en la ciudad de Metz, capital de la región de Lorena, que era una zona disputada entre ambos países. Establecía el cese definitivo del estado de guerra entre las dos potencias, la normalización de las relaciones entre las dos naciones, y la alianza en la lucha contra el Imperio Británico. También se acordaba el retorno de los últimos prisioneros franceses. Asimismo, ambas partes renunciaban a las indemnizaciones de guerra, abrogando las deudas que restasen tras el Tratado de Versalles o el armisticio de Compiegne. Además se establecían cauces de cooperación política, económica y militar.

Una de las más controvertidas provisiones del tratado fue la que creaba zonas de soberanía común entre las dos potencias. Aparentemente la medida estaba encaminada a la reconciliación entre los dos países, eliminando los puntos de fricción. Sin embargo el efecto real fue la partición de los Países Bajos, pasando a integrarse la zona francoparlante de Bélgica en Francia, y Luxemburgo en Alemania. La zona flamenca de Bélgica fue entregada al reino de Holanda, que se convirtió en un satélite de Alemania.

Otra provisión acusaba a Inglaterra de ser la causante de los conflictos entre las dos potencias signatarias. Se considera que esa cláusula se incluyó para no responsabilizar a Francia o a Alemania de desencadenar el conflicto, y fue anulada cuando en 1947 el Tratado de Metz fue refundido en el Tratado de Bruselas, Carta Magna de la Europa unida.

La importancia del Tratado de Metz fue que al unir a Francia y a Alemania permitió romper el «equilibrio continental», que había sido el objetivo prioritario de la política británica durante siglos.
/

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Nov 20, 2017 1:26 pm

Dos cuestiones:

Por una parte, guste o no, España es menos importante que Francia. Por otra parte y por lo que conozco del personaje, Don Francisco se endiosó bastante tras su victoria. En la realidad su entrevista con Hitler fue de igual a igual, no como acudían Antonescu o Horty.

De Don Pío, tengo mis dudas sobre el sentido práctico del personaje al proteger a los nazis tras la guerra. Fue algo completamente gratuito, permitiendo la huida de desalmados sin Dios en un momento en el que además podía suponer un grave perjuicio a la Iglesia pues se estaba jugando el futuro de dos de los grandes países católicos, Francia y sobre todo Italia, por no decir nada de España. Cierto que no había pensado en el concordato, lo voy a añadir al texto. Pero ten en cuenta que se trata de lo que cuenta uno de los presentes en la entrevista que es luterano y por tanto, muy poco proclive a cualquier relación con el papado.

Saludos

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Nov 20, 2017 7:03 pm

Hola amigos:
En el caso de Franco seguramente lo endiosaron. Aún recuerdo los disparatados ditirambos que se le dedicaban en algunos textos, y textos de estudio no creas ¿ Has visto la película"Esspérame en el cielo"? Pues lo de hacerlo cardenal es verídico... Lo raro hubiera sido que no se hubiese endiosado. Pero yendo a lo que estamos hablando, es cuestión de ponerse en su lugar. Un señor que he tratado de tú a tú Adolf Hitler, que ha visto como meten a su país en una guerra por las maniobras de otro y que luego ese otro negocia a sus espaldas perjudicando a su nación ¿Cómo crees que puede reaccionar? Y más cuando está poniendo la sangre de sus soldados sobre la mesa. Lo lógico es que hiciese llegar señales a los alemanes de que está al tanto de todas sus maniobras y que quiera algún tipo de compensación en el futuro. El bueno de Von Lettow podría enterarse más tarde de los detalles e incluso hacer que se sonrojase un poco el gabinete por dejar al margen a un aliado, no tan importante como Francia, pero si básico en una futura Europa.
Respecto a Pío XII, cómo está un poco fuera del objeto del hilo, en cuanto pueda te mandare un MP y seguir el comentario.
Hasta otra><>

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Nov 20, 2017 11:31 pm

Las cien mil víctimas de la represión no serían el mejor argumento. Por otra parte, en Madrid no se sabe de las maniobras alemanas para meterles en guerra. Solo que los ingleses han atacado.

Del papa Pacelli... tengo mis reservas. Muchas.

Saludos
Última edición por Domper el Mar Nov 21, 2017 1:38 am, editado 1 vez en total

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar Nov 21, 2017 12:02 am

Y que también sorprendieron en Berlín. Este Schnellenberg es de cuidado. Si hasta incluso organizó el lanzamiento de agentes (simulado, junto a su propio Mayor Martin) en territorio soviético... aunque luego se apresuró a informar al Montero Mayor de Alemania (otro de los numerosos cargos atesorados por el finado Goering)

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar Nov 21, 2017 8:54 pm

El equilibrio continental

Europa está dividida por varias barreras naturales, como la de los Alpes que separa las llanuras del norte de la cuenca mediterránea. Menos pronunciada que esta última, entre la actual Suiza y el Mar del Norte una serie de cadenas montañosas, seguidas de los ríos y marismas de los Países Bajos, actuaron también como una barrera a la extensión del Imperio Romano, que no fue capaz de extenderse más allá del Rn. El Imperio Carolingio consiguió dominar casi toda Europa Occidental, pero cuando se fraccionó lo hizo en dos grandes núcleos (las futuras Francia y Alemania) separadas por esa barrera, que formó un reino aparte, la Lotaringia. Esos territorios durante los siglos posteriores fueron objeto de las ambiciones francesas y alemanas. La debilidad germana durante la Edad Moderna permitió que Francia llegase a controlarlos por completo, especialmente el sur, donde solo Suiza conservó su independencia. El resto, que correspondía con los antiguos ducados de Borgoña y de Saboya, fueron absorbidos por Francia y acabaron adoptando la lengua y la cultura francesa. Por el contrario los Países Bajos, que habían llegado a estar bajo control de Francia durante la Edad Media, consiguieron liberarse de su dominio. Tras varias rebeliones pasaron a formar parte de Borgoña y, tras la muerte del Carlos el Temerario, se integraron en el Imperio Español. La Reforma Protestante y las guerras subsiguientes, junto con la crisis española de finales del siglo XVII, llevaron a que la parte norte se independizase, terminando por formar el reino de Holanda. Francia conquistó parte de la zona sur, que era francoparlante y católica, y el resto pasó a manos austriacas. Durante los conflictos de los siglos XVII Inglaterra apoyó a Holanda y a los austriacos para que actuasen como contrapunto de Francia, que había pasado a ser la principal potencia continental durante la Edad Moderna.

Sin embargo la táctica británica se vio amenazada primero tras el vuelco de alianzas que llevó a que Austria se acercase a Francia, y sobre todo cuando los Países Bajos fueron conquistados por la Francia Napoleónica. Tras la Revolución Francesa los belgas se habían rebelado contra los gobernantes austriacos con el apoyo de los ejércitos revolucionarios que conquistaron Holanda. Durante el resto de las guerras napoleónicas tanto el ejército como la flota holandeses lucharon junto a Napoleón, dando a Inglaterra la oportunidad de hacerse con parte del imperio colonial holandés. Precisamente el último acto de las guerras napoleónicas se produjo en Waterloo, en Bélgica, cuando Bonaparte intentaba reconquistar Bruselas.

En las negociaciones del Tratado de Viena, y sabiendo que los Países Bajos ya no servirían para enfrentar a Francia y Austria, Inglaterra aprovechó la debilidad de las dos potencias para crear un reino de Holanda potenciado que abarcaba todos los Países Bajos. Pero esa nueva Holanda resultó ser demasiado fuerte y empezó a construir una flota que podía amenazar la superioridad inglesa; aprovechando una revuelta contra el despotismo de Ámsterdam, las maquinaciones de la política exterior británica consiguieron que los territorios católicos sublevados no fuesen devueltos a Francia sino que se crease un nuevo estado tapón, Bélgica. En la política británica también pesó que en el sur de Bélgica se habían descubierto grandes reservas de carbón que convenía mantener fuera del control holandés, alemán o francés.

La división de reino de Holanda mostró otro de los principios de la política británica: impedir que ningún rival construyese una flota capaz de amenazar el dominio británico de los mares. Durante la Edad Moderna Inglaterra se había beneficiado de la insularidad que impedía las invasiones terrestres. Eso permitía que los monarcas ingleses desatendiesen su ejército y así construir una flota que no solo salvaguardase sus costas, sino que derrotase a las escuadras rivales para permitir que los plutócratas ingleses se hiciesen con el comercio y con las colonias de sus enemigos. Por el contrario las otras potencias marítimas, como el Imperio Español, Francia u Holanda, tuvieron que destinar enormes recursos para proteger sus fronteras terrestres, y a la postre sus flotas pudieron ser derrotadas por las inglesas. A finales del siglo XVIII gran parte del comercio ultramarino europeo quedó en manos británicas, lo que favoreció el gran desarrollo económico e industrial de Inglaterra en el siglo XIX.

Esa política solo se podría mantener mientras no surgiese en el continente una potencia dominante que, sin temor a las agresiones terrestres enemigas, pudiese construir una flota que rivalizase con la inglesa. Disponiendo de los grandes recursos económicos proporcionados por el dominio del comercio y de la industria, Gran Bretaña formó y financió coaliciones que se enfrentasen a la nación europea que predominase en cada ocasión: España, Francia, Rusia o Alemania. Como el ejército inglés no era comparable a los europeos, Londres apoyaba las coaliciones económicamente y mediante su flota. También aprovechaba los sucesivos conflictos para disminuir el poder o incluso destruir las flotas de potencias menores (como Holanda o Dinamarca) y así evitar que coaligadas con las de otras naciones europeas pudiesen amenazar a la Royal Navy.

Al ser objetivo británico impedir la aparición de potencias dominantes, otra línea de la política exterior inglesa fue mantener la fragmentación de Europa, medida que permitía mantener en la impotencia a grandes naciones como Alemania o Italia. Los múltiples estados y pequeños reinos, que no podrían resistir a las grandes potencias, dependían de la financiación inglesa y participaban en las coaliciones patrocinadas por los británicos. Además esos territorios eran causa de perennes conflictos entre las potencias continentales. Esa estrategia fracasó parcialmente durante el siglo XIX, cuando surgieron las modernas naciones estados y la política exterior ya no estaba sujeta a los caprichos de las monarquías. El sentimiento de pertenencia a una nación llevó a la unificación de Italia y especialmente a la de Alemania, que pasó a convertirse en una gran potencia continental superior a Inglaterra tanto demográfica como económicamente.

Para compensar la amenaza que suponían las nuevas potencias Inglaterra pasó a presentarse como protectora la independencia de los pueblos, derecho que al mismo tiempo negaba a irlandeses o hindúes. A pesar de dominar un gran imperio colonial, Gran Bretaña apoyó la destrucción de los otros imperios con el pretexto de la libertad de los pueblos. Con sus restos de los imperios Inglaterra construyó pequeños estados artificiales, sin capacidad de supervivencia económica o militar, que así se convertían en protectorados de facto, como ocurrió en Hispanoamérica o en los Balcanes. Varios de esos estados se formaron en la antigua Lotaringia: Luxemburgo, que había formado parte del Imperio alemán. Bélgica, nación artificial formada a partir de los antiguos países bajos españoles. Holanda, cuya independencia había sido favorecida y tutelada por los británicos que al mismo tiempo limitaban su expansión.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Nov 22, 2017 1:23 pm

La soberanía compartida

En las regiones fronterizas entre los estados europeos habían quedado zonas con población de variados orígenes. Esos territorios habían sido arrebatados a los imperios que los poseían para cederlos como recompensa a los aliados de Inglaterra o para formar estados artificiales Además tras el Tratado de Versalles se habían producido importantes cambios territoriales que habían afectado a varios países y sobre todo a Alemania. Más allá de sus fronteras habían quedado grandes regiones de mayoría alemana aunque también pobladas por franceses, italianos o eslavos. A pesar de la política de inmersión cultural practicada por los nuevos tenedores de esas regiones, se mantuvo una importante proporción de población germanoparlante, especialmente en Alsacia y Lorena, el Tirol del Sur, los Sudetes y en Pomerania oriental. Directriz de la política regeneracionista del Führer Adolf Hitler fue su recuperación mediante maniobras políticas y militares, pero se consiguió el efecto inverso: dentro de las restablecidas fronteras germanas quedó una proporción importante de población no germanoparlante que amenazaba ser motivo de un nuevo enfrentamiento.

En 1939 y ante la recuperación alemana Inglaterra y Francia animaron a Polonia a resistirse a las demandas alemanas. Hay que señalar que Polonia era una dictadura corrupta que aplicaba las políticas de inmersión cultural contra las minorías más despiadadamente que otras potencias. La evolución del conflicto fue desfavorable para los aliados. Mientras que en la Gran Guerra Inglaterra había conseguido que tanto Alemania como Francia se debilitasen, ahora se encontró luchando sola contra una Europa liderada por Alemania. En su afán por mantener la guerra contra la Unión Paneuropea, organización promovida por Alemania, los británicos orquestaron una serie de atentados que acabaron con varios de los actores de la política europea de los años treinta, como Hitler, Goering, Mussolini o Pétain. Pero esos crímenes en lugar de debilitar a la Unión llevaron al ascenso de nuevos líderes que comprendieron que en esos territorios fronterizos estaba el germen de futuras guerras. Guerras que solo beneficiarían a quienes esperaban obtener provecho de la desunión, es decir a las potencias exteriores a Europa: Gran Bretaña, Rusia, Estados Unidos o Japón.

Conscientes de tal riesgo el presidente francés Romier y el ministro de Asuntos Exteriores alemán Von Papen buscaron una fórmula que aminorase las fricciones. Tras considerar varias alternativas, como el fraccionamiento de los territorios fronterizos y el reasentamiento de las poblaciones, se decidió emplear un sistema absolutamente novedoso: la soberanía compartida. Según el nuevo sistema las dos potencias mantenían sus derechos sobre un territorio que compartían según diferentes fórmulas. Existían antecedentes en territorios coloniales: por ejemplo el archipiélago de Samoa, en el Pacífico, que había sido compartido por Gran Bretaña y Alemania hasta la Gran Guerra. Pero ahora se iba a ir mucho más allá. La primera medida sorprendente fue que no se producirían desplazamientos ni reasentamientos de poblaciones: en los territorios en disputa entre Alemania y Francia (Lorena, Alsacia y el Sarre) se iba a permitir que sus ciudadanos adoptasen la ciudadanía francesa o alemana según sus deseos. Independientemente de la elección, podrían seguir viviendo en cualquiera de los dos países con los mismos derechos que los nacionales; inicialmente ese derecho se restringió a esas regiones fronterizas, pero luego se extendió a la totalidad de Francia y Alemania.

El Tratado de Metz establecía que los territorios en los que el 70% o más de población se decantase por una u otra nacionalidad pasarían a integrarse en dicha nación; esta elección no sería permanente sino que se repetiría cada diez años. La elección no sería según municipios sino con territorios más amplios: por ejemplo, las tres regiones fronterizas entre Francia y Alemania (Lorena, Alsacia y Sarre) fueron divididas en cuatro distritos cada una, con el objeto de evitar «islas», es decir, los enclaves franceses o alemanes en el otro país. Asimismo se convocó un plebiscito en el que los ciudadanos franceses y alemanes debían aprobar el tratado. Además los ciudadanos de las regiones en disputa debían decidir su adscripción. Provisionalmente se empleó el censo de 1910, y los cuatro distritos del Sarre, dos de Alsacia y uno de Lorena pasaron a ser alemanes. El plebiscito de mayo de 1944, que no pudo hacerse antes debido al conflicto bélico, confirmó esa división con escasos cambios.

Sin embargo se mantenía el problema de la mezcla de poblaciones. Como solución se estableció que en aquellos distritos en los que una nacionalidad no alcanzase el 70% pero superase el 10% pasasen a ser compartidos, coexistiendo en ellos las administraciones francesa y alemana, a las cuales los ciudadanos se dirigirían según su adscripción. Se estableció esta fórmula en los distritos de Lorena y de Alsacia, ya que en el Sarre apenas un 5% de los votantes escogieron la ciudadanía francesa. En los distritos compartidos el gobernador fue elegido por la potencia cuyos nacionales tuviesen mayoría, pero sería asistido por un vicegobernador de la otra nacionalidad. Para evitar conflictos y favoritismos se creó un organismo francoalemán, la Cámara de la Unión (que no hay que confundir con la Unión Europea) al cual estaban subordinadas las administraciones locales, y que debía dirimir en los casos más polémicos como el del reclutamiento. En los años siguientes dicho organismo conjunto se convirtió en el principal órgano administrativo de las regiones antaño disputadas. También se creó el Tribunal Supremo de la Unión cuya función iba a ser amoldar las legislaciones de las dos potencias a la realidad compartida. Ambos organismos tuvieron su sede en Estrasburgo.

En los territorios sujetos a soberanía compartida se promulgaron leyes que salvaguardaban los derechos ciudadanos y lingüísticos de todas las comunidades: en la práctica, Alsacia, Lorena y el Sarre se convirtieron en bilingües. Una cláusula adicional establecía que los ciudadanos franceses o alemanes no podían ser relegados por su adscripción aunque tuviesen su residencia en un distrito que se hubiese decantado por la otra potencia, independientemente del porcentaje de connacionales que hubiese. Las dos potencias tenían derecho a vetar las decisiones tomadas por la otra potencia que atañesen a las regiones en disputa, incluso en las circunscripciones que no eran compartidas por tener mayoría francesa o alemana. Para esos casos se estableció un mecanismo para resolver los problemas que implicaba a la Cámara de la Unión, al Tribunal de la Unión, y a los tribunales supremos francés y alemán.

Posteriormente el principio de soberanía compartida fue ampliado. El derecho de adscripción (es decir, la elección de una u otra ciudadanía) y de residencia se extendió a todo el territorio de Francia y de Alemania. El Tratado de Milán estableció un régimen de soberanía compartida similar entre Alemania y el Reino de Italia que afectó al Tirol y otros territorios alpinos, y entre Francia e Italia para la Saboya, Niza, Córcega y, como compensación, Cerdeña. En la posguerra el Tratado de Breslau extendió la soberanía compartida a los antiguos territorios polacos, permitiendo el renacimiento de Polonia, aunque subordinando su política exterior a la Unión Europea. Un tratado similar resolvió en conflicto de Transilvania, disputada por Hungría y Rumania, y otros permitieron el renacimiento de antiguos estados europeos como Bohemia, Moravia o Rutenia. Aunque a primera vista se repetía la fragmentación de Europa, los nuevos estados solo tenían competencias de política interior, ya que la exterior se subordinaba a la de la Unión Europea.

El interés de las potencias en inclinar a la población hacia uno u otro lado hizo que las regiones de soberanía compartida recibiesen un trato preferente, favoreciendo su desarrollo económico y demográfico. Como era de esperar se produjeron desencuentros, en ocasiones debidos a vetos (siendo más frecuentes los franceses) o a decisiones del Tribunal de la Unión. Otros se debieron a acciones de grupos radicales. El más grave fue el motín de las banderas de 1943, cuando un grupo de incontrolados quemó la bandera del Reich que ondeaba en Estrasburgo para sustituirla por la tricolor. Los radicales tuvieron que ser disueltos por la policía y en las siguientes horas se produjeron disturbios que causaron al menos siete víctimas mortales. El gobernó de París desautorizó a los revoltosos y colaboró con las autoridades alemanas en la represión de los alborotadores. Posteriormente se produjo en Estrasburgo una gran manifestación a favor de la soberanía compartida, en la que participaron al menos medio millón de personas de las que al menos una tercera parte eran francoparlantes, mostrando el gran apoyo popular que tenía el nuevo sistema.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Vie Nov 24, 2017 9:13 pm

El reparto de Bélgica

Considerando que la situación de los Países Bajos era similar a la de las regiones limítrofes se estableció un estatuto similar que afectó principalmente a Bélgica. El reino de Bélgica desapareció como tal, y sus cantones tuvieron que escoger entre unirse a Holanda (opción elegida por la mayor parte de los de habla flamenca), a Francia (destino de los cantones francoparlantes, incluyendo Bruselas, la antigua capital) o al Reich (los cantones germanófonos del oeste de Bélgica). El plebiscito de 1947, en el que los antiguos ciudadanos belgas solo pudieron escoger entre las tres opciones, consolidó el reparto. La elevada tasa de abstención (que en algunas zonas de habla flamenca llegó al 70%) demostró que el régimen era mucho menos apreciado por los belgas que por franceses y alemanes, pero hasta 1954 no se restauró el estado belga según los mismos principios que el polaco. Aunque parezca que Bélgica fue peor tratada que Polonia, en el ánimo de París y en el de Berlín pesaba el convencimiento de que el país era una creación artificial impuesta por Gran Bretaña. Paradójicamente la monarquía belga no fue abolida, sino que pasó a ser un título honorífico integrado en el Reich. Leopoldo III se erigió en representante de los antiguos belgas logrando un merecido respeto de su antiguo pueblo, y su vuelta al palacio real de Bruselas en 1953 fue un acontecimiento de masas.

El tratado estableció que Luxemburgo volvía al Imperio Alemán como región autónoma. En el caso de Holanda, en el tratado se acusaba a la Casa de Orange de abandonar a su pueblo y la declaraba traidora. Tras establecerse una regencia Holanda fue admitida en la Unión Europea; se estipuló tras diez años el pueblo holandés podría decidir si integrarse en el Reich como un estado autónomo, o conservar la independencia; hasta entonces se convirtió en un protectorado de Alemania, con una figura legal similar a los de Noruega (cuya casa real fue también proscrita), Bohemia o Eslovaquia. Solo a partir de 1954, tras la restauración belga, se permitió la de Holanda y la de otros pequeños estados, aunque dentro del marco de la Unión Europea y sometidos al principio de la soberanía compartida.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Dom Nov 26, 2017 8:14 pm

El andén de la Hauptbahnhof estaba atestado. Mejor para hombres como Savely, que buscó el urinario en el que había una larga cola. Ahí se ajustó la gorra, pero no debió quedar contento, porque volvió a repetir el gesto una y otra vez, mientras dejaba espacio ante él. Algo que siempre molestaba a los estrictos berlineses, a los que les gustaban las colas tan ordenadas como el resto de su país. El que le seguía le tocó varias veces con el paraguas para indicarle que siguiese. Savely asentía, volvía a ajustarse la gorra y daba un paso corto, dejando siempre espacio para que otros cruzasen, aunque fuese a costa de recibir algún empellón.

Tras aliviarse en el mingitorio Savely buscó un rincón donde tomar un emparedado que sacó del bolsillo de su chaquetón. Quitó el papel aceitoso que lo envolvía, lo rompió y lo tiró a la papelera. Ahí también desapareció Tuomas Riutta. Luego se llevó la mano a la chaqueta, al bolsillo en el que había notado un tirón. Se dirigió al S-Bahn y en la salida de la estación mostró al policía los papeles que lo identificaban como Fricis Smite, operario letón de la BMW.

Horas después un grupo de policías se reunía en un despacho de la Central.

—Recapitule.

—Señor Director, ya sabíamos que Joachim es un inconsciente, pero es la primera vez, que sepamos, que se reúne cara a cara con uno de los suyos. Se ha citado con Jenner, que tras la entrevista ha corrido a la Estación Central. Jenner nos ha dicho que Joachim le había ordenado que metiese un sobre en el bolsillo a un tipo que se manoseaba la gorra.

—¿Por qué Jenner no nos ha dado el sobre?

—Joachim no le ha dado tiempo. Le ha dicho a Jenner que el contacto ya estaba esperando a la estación y que no se podía entretenerse. Por si acaso, Joachim le ha dicho a Jenner que le iba a cubrir las espaldas.

—No es su comportamiento habitual.

—Tiene razón, señor Director. No sabemos si el cambio se debe a que Joachim tiene alguna sospecha o porque ha recibido órdenes. Entenderá que en esta situación me parecía peligroso que Jenner nos entregase el sobre.

—Ha hecho bien ¿Qué sabemos del elemento con el que ha contactado?

—Prácticamente nada. Tan solo que es un hombre joven alto y delgado. Podemos suponer que se hará pasar por extranjero pues de ser alemán estaría en el ejército. No sabemos ni de dónde viene ni a dónde ha podido ir.

—No me gustan los cabos sueltos y menos con prisas. Voy a preparar efectivos por si es preciso hacer otro seguimiento. Alerten a sus hombres para que estén al tanto de comportamientos inusuales de los rusos. La detección y vigilancia de ese hombre alto y delgado pasa a tener prioridad.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar Nov 28, 2017 2:12 pm

Capítulo 19

Los más altos y nobles árboles tienen más razón para temerle a los truenos.

Charles Rollin


Antonio Herrera Vich

No nos engañemos, cuando el comandante Salvador me dijo que los bombardeos de la Isleta se aplazaban para mejor ocasión no me llevé ningún disgusto. Lidiar con la antiaérea no era la tarea más agradable de las que había hecho, más o menos al mismo nivel que estar tripa abajo en una trinchera aguardando pepinos pensando en si el próximo llevaría mi nombre.

No íbamos a dejar a los herejes en paz, no fuesen a pensar que habíamos desistido, pero ahora los encargados del puro iban a ser los bombarderos teutones que volaban desde Fuerteventura. Esos trabajaban como señores, volando a tal porrada de metros de altura que las explosiones de las bombas se quedaban en petardeos y no veían la antiaérea ni de lejos. Lo malo es que solo podían ver sus objetivos las menos de las veces. Cuando las nubes los tapaban, que en invierno en el norte de Canarias era día sí y día también, tenían que confiar en los instrumentos. Para eso se habían plantado varios radiofaros en Gran Canaria, y se empleaban también como referencia los picos de la isla, que solían quedar por encima del mar de nubes. Con eso, unos cálculos y un mucho de suerte, alguna que otra bomba caía más o menos por donde debía. Las más iban al mar. A esas alturas ya no molestaban ni a los pescados porque de tanto explosivo que les había caído no debía quedar pez con oído sano.

Claro que a poco avispado que uno sea se imaginaría que si no había que tirar bombas el mando nos buscaría mejor ocupación. En la escuadrilla había un par de enterados que hasta sabían quién fue aquel legionario, y empezaron a hacer cábalas a sabiendas de que los designios del Altísimo digo del mando suelen traducirse en tribulaciones para los pobres mortales. Rumores corrieron para todos los gustos, pero el favorito era que los yanquis nos iban a declarar la guerra y todos sus portaaviones venían a darnos p’al pelo. Bueno, si iba a ser eso, que fuese, que los Mochos eran muy Mochos y no íbamos a dejar que nos buscasen las cosquillas.

Sin embargo el mando no debía estar de acuerdo con tanto agorero, y nos buscó una faena de lo más cómodo: escoltar a los bombarderos alemanes cuando iban de visita a Gran Canaria. Tarea cómoda, porque los herejes de ahí no es que no tuviesen cazas, es que ni se atrevían a volar cometas, y yendo tan alto la antiaérea no era de temer, que las pocas veces que nos disparaban se les veía más perdidos que un burro en un garaje. Aunque que fuese trabajo de señorito nos hacía dudar de la cordura del mando, porque saliendo desde Tenerife, justo al otro lado de Gran Canaria, teníamos que sobrevolarla para luego quedar con los gorditos en un punto del mar. No era tarea fácil por lo que solía acompañarnos un bacalao para hacer de navegante. No siempre acertábamos y más de una y más de dos veces dejamos a los teutones compuestos y sin novio, pero poco a poco fuimos afinando.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Jue Nov 30, 2017 4:11 pm

Relato de Max Freitag

Una vez en Fuerteventura me puse a estudiar las instrucciones del artilugio que teníamos que probar. Muy lumbreras no había que ser para ver que era un torpedo. Indicios eran su forma alargada, los timones, las hélices, y sobre todo porque algún pintor había estampado un letrero que ponía «Torpedo LT 850b» justo por encima de otros letreros en italianini que me costaba más comprender. Al bicho le habían plantificado un morro plano que parecía un culo de botella —viva la aerodinámica— y en la parte de atrás, una cosa que desplegada, y a decir de las instrucciones —sí, Inge, a veces hasta las miro antes de tirarme al río— era como un globo de aire caliente, pero sin el caliente.

Bueno, un torpedo como cualquier otro. Lo de los torpederos no era lo mío, que se me daba mejor darle el gatillo a la ametralladora, pero un par de veces había volado con los compañeros para hacerme idea de las mañas que se necesitaban. Yo pensaba que sería un vuelo como otros, tirarle un torpedo a un destructor despistado y para casa. Pues no, que la aventura había sido tal que había vuelto espantado y con los pelos del cogote tiesos cual acerico.

Por de pronto, el asunto de torpedear su noche tenía su interés porque los malditos artefactos pesaban más que los pecados de a escuadrilla, y en vez de llevar uno los Heinkel cargaban con dos. Les costaba Dios y ayuda despegar en el cálido ambiente canario, y como además llevaban los ingenios colgados fuera, para que se cargasen la aerodinámica y el bombardero respondiese a las turbulencias como un potro salvaje. Como había que volar bajito cualquier respingo podía acabar a remojo —en trocitos si las cabezas de los torpedos tenían un día ocurrente—, algo que ganaba de emoción en un vuelo nocturno con un ojo en el nivel y otro en el altímetro, bajo una débil luna que apenas iluminaba nada pero que servía para deslumbrarnos si la mirábamos fijamente. Un compañero iba por delante a ver si encontraba algo, que las más de las veces no lo hallaba. Pero precisamente la noche que me apunté a la fiesta el explorador tuvo día acertado y vi como a lo lejos empezaban a caer las bengalas. El piloto apuntó para allí —yo iba de copiloto, que la pizca de sensatez que tenía me aconsejaba no hacer experimentos de noche, a baja altura y cargado como un tren mercancías— pero, en lugar de acelerar, bajó las revoluciones de los motores para descender poco a poco. Tan bajo que incluso al débil resplandor lunar se veía que estábamos a punto de darnos un buen baño.

Ya divisábamos el barco inglés, un destructor pequeño para variar. El piloto, con suavidad —si llega a hacerlo de otra manera nos hubiésemos ido a ver al de los seis dedos— se situó en un flanco del barco contrario y enfiló hacia algún punto por delante de la proa. Pero los ingleses oyeron nuestros motores y como tenían serviolas con genes de búho debieron atisbar algún reflejo. La cabina se llenó de luz y nosotros nos quedamos ciegos como topos al sol, pues nos estaban iluminando con el reflector. Por eso no vimos lo que nos tiraron, que debió ir de balas a cañonazos pasando por la mesa del contramaestre. Eso sí, verlo no lo veríamos pero notarlo sí, porque escuchamos un ruido como de granizo en las alas. El piloto soltó los torpedos y dio gases, justo a tiempo de salir del cono de luz antes que nos diesen con algo más gordo. Luego describió un círculo para ver si habíamos acertado. Ni por asomo: el destructor esquivó los torpedos virando para enseñarles la popa, y una porrada de marcos se perdieron en el océano.

Cuando llegamos a la base pude ver los agujeros en el fuselaje y las alas del resistente avión. Sintiendo una compulsión infantil me santigüé. Luego me llevé al piloto aparte —no quería ponerle verde delante de los demás, esas cosas se las dejaba a mi amigo el coronel Seidemann— y empecé a cantarle las cuarenta, como se decía por España.

—¿Tú estás loco o qué? ¿Querías que nos matasen? ¿Desde cuándo se ataca volando tan despacio?

—Perdone, mi capitán, pero no podía hacer otra cosa.

—¿Cómo que no? Tomas la palanca de gases, tiras para atrás, compensas con el timón y ya está ¿No te lo enseñaron en la escuela de vuelo?

—No me refería a eso, mi capitán. Volar aviones ya sé. Pero tengo que volar bajo y despacio para lanzar torpedos. Si vuelo más deprisa o más alto, los malditos artefactos se rompen al caer al agua.

—¿Se rompen los torpedos?

Resultó que el piloto tenía razón. Al imbécil que diseñó esos trastos no se le ocurrió que había que tirarlos al agua desde un avión que volaba deprisa. Tal vez pensaba que emplearíamos hidros cachazudos como los de la Gran Guerra. En cualquier caso, para lanzar esos engendros había que volar muy bajo, casi tocando el agua, y tan despacio que nos podían adelantar hasta las lanchas. Técnica que tal vez fuese buena para torpedear, pero que convertía a nuestros aviones en blancos volantes para la artillería enemiga. Al volar tan bajo, yendo despacito y apuntando caso directamente al barco contrario, uno se volvía una especie de blanco estático y resultaba tan fácil darnos como a un globo.

Me disculpé ante el piloto y suspiré aliviado por haber tenido la precaución de abroncarlo en privado, y así fui yo el que no tuve que avergonzarme demasiado. Lo que sí decidí era que para ratos me volvían a ver en un torpedero. Se estaba más seguro en un avión ametrallador.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Vie Dic 01, 2017 4:00 pm

Memorias de Nazario Ballarín Fañanás

Solo un mes en esa condenada isla y el batallón se había reducido a apenas una compañía. Nazario era de los pocos que seguían más o menos entero, sin más agujeros en el pellejo que algún rasponazo de las zarzas y piedras que tanto abundaban en la cochina montaña, y un rasgón que le había hecho un morterazo que cayó demasiado cerca. No había sido mucho y le dijo al sanitario que se lo vendase y que ni mentase la palabra evacuación; aparte que buena estaba la cosa como para evacuaciones. Quedaban tan pocos hombres en las trincheras que a los herejes les bastaría con saltar y pegar un grito para conquistar la isla.

Aparte que había pocos soldados, estaban todos con una cagalera de impresión. Seguro que era por las malditas moscas, bichos gordos verdeazulados que volaba de la carroña a la comida arrastrando las miasmas. El mando se lo estaba tomando en serio, pues Muñoz Grandes era un africanista que se había recorrido toda España cuando la guerra y sabía que soldado + diarrea = nada de nada. Había dado órdenes estrictas que Ballarín había interpretado a su manera. Lo de cavar letrinas lejos como que no, que cuando a uno le daba el apretón estaba como para salir corriendo. Por el contrario, el sargento había ordenado hacer agujeros en las mismas trincheras —los pacos herejes siempre estaban a la caza de imprudentes haciendo sus necesidades— dejando al lado una pala y un saco de cal para cubrir la porquería. A los soldados más enfermos los había mandado a retaguardia, y si veía a un cocinero con las manos sucias le daba un repaso que le aflojaba todos los dientes.

Con pocos soldados y menos munición la ofensiva se había suspendido y había llegado la orden de fortificarse. Malo, pues significaba perder la iniciativa y dejar que los herejes se moviesen a sus anchas. Menos mal que la pinta era que ellos no andaban mejor. De sus trincheras llegaba un tufillo inequívoco y a la vista de lo delgados que estaban los prisioneros, debían alimentarse de mondas de patata y raspas de sardinas a partes iguales. Nazario ya recordaba algo parecido del Ebro, cuando los dos bandos estaban en las últimas, como los boxeadores que apoyados el uno y el otro esperan la campana de final del asalto. La batalla estaba en tablas —Nazario nunca había entendido eso y pensaba en un terreno cubierto de maderos, hasta que alguien le contó lo del ajedrez— que no se romperían hasta que algún bando recibiese refuerzos.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar Dic 05, 2017 2:25 pm

Impresionantes relatos Domper, me he leido de una sentada las tres partes, el visitante, la pugna y crisis hasta ahora.
Ansioso por leer más... qué pasa con los ruskis, con las islas afortunadas...
Se nota cada detalle trabajado y estudiado.
Gracias!!!

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar Dic 05, 2017 9:54 pm

Gracias por las inmerecidas alabanzas (y pido disculpas por mi falta modestia; en realidad son merecidísimas).

Del resto... Habrá que espera a ver qué ocurre. Adelanto que la trama se complica.

Saludos

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar Dic 05, 2017 11:53 pm

Relato de Max Freitag

Ya estaba todo dispuesto para salir de caza nocturna cuando el coronel Möller me ordenó que acudiese a su despacho. El tono de la llamada indicaba que algo había pasado, y esos «algos» tenían una sospechosa tendencia a ser de mi responsabilidad. Pero por mucho que pensaba no recordaba que desde mi vuelta a Fuerteventura hubiese cometido ninguna hazaña. Cierto era que la misma tarde que llegué me había relajado un tanto en Arrecife catando el ron miel que destilaban por ahí, que era de esas cosas dulces y cabezonas que te dejan al día siguiente un cuerpo que ni una velada con Inge. Pero yo, mientras marchaba hacia el barracón del coronel, iba pensando y no recordaba haber perdido el sentido en ningún momento. Aunque había practicado unos pasos de Schuhplattler, había sido con cuidado, dejando espacio entra las mesas, sin tirar nada más que un par de vasos que pagué religiosamente, y además los lugareños, a los que el baile debió gustar, hasta me animaron con palmas.

—¡Freitag, llevo esperándole una hora! —ni por asomo; cuarenta y cinco minutos como mucho—. Bien me dijeron que tuviese cuidado con usted, primero ha sido lo del Siebel, y ahora esto —dijo agitando un papelote— ¿Qué demonios pensaba hacer esta noche?

La bronca no era por el baile, que algo era algo, pero seguía sin entender por qué me echaban una pelotera por algo que todavía no había hecho ¿en tan mal concepto me tenían que ya esperaban algún desbarre?

—Mi coronel, ya conoce mis órdenes, tengo que atacar a los destructores ingleses y el Condor de reconocimiento ha detectado una flotilla que se acerca.

—¡Dígame algo que no sepa ya! ¿Cómo pensaba hacerlo!

—Pues como siempre, con mis aviones ametralladores y los torpederos. Esta noche pensaba en montar en uno de los Dornier con radiotelémetro que tan amablemente nos cedió el coronel Gollert — ese tal Gollert era el incauto que me había recibido en Jerez.

—No sé qué le habrá dado de beber si le cedió esos Dornier, pero él sabrá. No me refiero a eso, Freitag ¿Qué diablos pensaba usar?

Francamente, a esas alturas andaba más perdido que una almeja en un botijo ¿qué era lo que preocupaba al coronel? Intentando ver si amanecía por algún lado respondí con toda mi inocencia—. Pues los Dornier que le he dicho, mis Heinkel ametralladores, y los torpederos. Como siempre.

—¿Cómo siempre? ¿Dice que como siempre? ¿Y qué van a tirar sus torpederos? ¿Flotadores?

—No, mi coronel, estábamos cargando esos torpedos nuevos que…

Entonces Möller explotó— Esos torpedos nuevos dice. El arma secreta de Alemania, y se la apropia como quién no quiere la cosa. La próxima vez supongo que se hará con la gorra del regente para darles un pase torero a los ingleses ¡Pues mire, me ha llegado un mensaje preguntando si tenemos aquí unos torpedos que han desaparecido de Jerez, y prohibiendo terminantemente su uso!

Muchas luces no tengo, no voy a engañarme, pero yo creía que los torpedos estaban hechos para torpedear y no para emplearlos como sacacorchos. Pero el coronel Möller siguió gritándome, ordenándome que dejase los torpedos nuevos donde estaban, y que en lo sucesivo que ni se me ocurriese acercarme a una escoba sin preguntarle antes. Obedientemente, le consulté si podía ir a rearmar mis aviones, si podía asir la manija de la puerta, si tenía que cerrar suavemente o dando un portazo, e incluso antes de salir le pregunté que si se daba el caso de que necesitase alguna orientación, si era mejor que llamase a la puerta o que enviase un propio. Abandoné el despacho entre improperios, mientras yo mismo me preguntaba qué locura había pasado por mi cabeza. Seguramente era por los hábitos nocturnos a los que me obligaban el volar con los ametralladores. También pensaba que si me había librado era en parte por mi Cruz de Caballero —no se despide a quién la ostenta así como así— y más que nada porque a Möller le daría pereza buscar a otro pringado al que cargarle el muerto de los ataques nocturnos.

Ordené que descargasen los torpedos sin saber muy bien por qué; a fin de cuentas eran como los otros salvo un poco más feos, con esa especie de cubilete en el morro, una caja de contrachapado en la cola, y unas alas hechas de maderucha que no sostendrían en el aire ni a una paloma. Si eso es un arma secreta aviados estábamos, pero en fin, sustituimos esos engendros por torpedos de los normales y nos dispusimos a salir a la caza del destructor.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Dic 06, 2017 10:27 pm

Si no podía emplear los juguetitos nuevos, pues no los emplearía, pero mis órdenes seguían siendo las mismas: atacar a los barcos ingleses que se acercasen a Canarias, y según los Condor había moros en la playa, o marroquíes en la costa, o algo así que decían por aquí. Al menda le tocaba salir a por ellos y ahora tenía mis preciosos Dornier con radiotelémetro.

Monté en uno de ellos, que no todo iba a ser ametrallar. En un alarde de sentido común, y considerando que era la primera vez que subía en un bicho de esos, y que de radiotelémetros apenas sabía ni de su existencia, volé de copiloto aunque con el mando táctico. Bien, vale, es cierto que quería llevar los mandos y que solo cedí cuando los demás se negaron a volar conmigo, pero tampoco era necesario contarlo todo. Hicimos cuentas sobre la posición probable de los ingleses, teniendo en cuenta el último avistamiento, su velocidad, sus costumbres, y sabiendo que iban a Gran Canaria porque nadie pensaba que estuviesen navegando por placer. Volamos bastante alto para lo que yo estilaba, unos saludables tres mil metros que nos alejaban de los picachos canarios. De acuerdo, queda el Teide que apunta aun más alto, pero yo no pensaba ir por allí, y si me perdía —mejor dicho, cuando me perdiese, que me conozco— ordenaría ascender a cuatro mil metros y todo arreglado ¿más tranquilos? Con todo, nos manteníamos a esa cota no por evitar montañas, aunque nunca venga del todo mal por aquello de sacarle partido al pellejo, sino por maximizar el rendimiento del radiotelémetro.

Bendito aparato. En la cabina había una pantalla que parecía una especie de disco, con una porrada de manchurrones en el que el operador decía poder distinguir entre islas y barcos. La verdad es que, para demostrarlo, el piloto describió un círculo y pude distinguir más o menos los contornos de Fuerteventura y Lanzarote. Bien, bien, bien. Ni un destructor se nos iba a escapar. O eso pensaba, sin pensar que los destructores son algo más pequeños que las islas y que costaría más pillarlos. Una raya recorría la pantalla como una manecilla de reloj, pero mucho más deprisa, dejando unas manchitas verdes que el operador llamaba scheisse, que quiere decir m… digo caca, no vaya a ser que me escuche Inge y se ponga como un demonio, que no le gustaba que usase lenguaje no apto para monjitas. Alguno de esos scheissen era un scheisse más gorda y llena de cañones, pero a saber cuál. Esas scheisse desaparecían al acercarnos pues por lo visto se debían al reflejo de las ondas de radio en las olas, ni idea que fuese diferente al reflejo en un barco. En la práctica el alcance del trasto venía a ser de hasta veinte kilómetros, pero dependiendo de factores esotéricos como el tiempo que hacía, si el tripulante se las apañaba, si la maquinita estaba de humor, o si era jueves.

—Capitán, tenemos algo —escuché por los auriculares.

¿Algo? Una scheisse, que solo se veía eso, pero el operador insistió y poco a poco se pudo distinguir primero un punto y luego otros tres. Claramente según el buen hombre, aunque yo solo seguía viendo borrones. Pero como era lo que buscábamos ordené que se llamase a Fuerteventura mientras nos manteníamos a cierta distancia. Se suponía que al recibir el aviso despegarían los aviones ametralladores y los torpederos. Pero la operadora de Fuerteventura debía estar haciéndose la manicura y no daba línea. En serio, lo que pasaba era que lo de conectar con radio con la base había veces que sí y esta era que no. Yo ahí estaba dando vueltas en la noche, no sé si frustrado o cabreado, ordenando que se repitiesen las llamadas, mientras en la base debían estar en la piltra durmiendo la mona.

Pudimos seguir a los malditos destructores hasta el Puerto de la Luz, sabiendo donde estaban y sin tener nada mejor que bengalas que lanzarles. Tal vez si al lápiz del navegante le poníamos unas aletas podría sacar el ojo de algún incauto. Pero sabiendo que en Berlín gusta que se le dé mejor empleo al combustible y a los lápices, ordené la vuelta. La próxima vez prepararíamos mejor la operación.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Sab Dic 09, 2017 5:39 pm

Nazario Ballarín Fañanás

Tras una semana en las líneas el batallón había sido retirado de pri-mera línea. El sargento pensaba que ya era hora, que con tantas pérdidas se rompía el espíritu de la unidad y costaba mucho más integrar a los reemplazos. Marcharon a pie hacia el interior, hacia un pueblecito que se llamaba Tejeda que era bastante bonito, todo casitas blancas repartidas ente huertos y palmeras. Claro que si uno miraba atento veía que muchas tenían los techos hundidos o estaban quemadas, y apenas había lugareños, pues los herejes los habían arrancado de sus hogares para que muriesen de hambre en el norte. El sargento pensó que de todo habría tiempo, y que ya llegaría su momento de vengarse de esos malnacidos.

Fueron llegando reemplazos. Primero un teniente habilitado, un tal Pedro Pérez, que había sido alférez provisional durante la guerra civil y entendía bastante de tiros; buen fichaje. Pero los reclutas eran otra cosa. Unos eran niños imberbes, repetición de la quinta del biberón que Nazario conocía por experiencia propia. Otros, soldados rojos recuperados de los batallones de trabajo, aprovechando que en Gran Canaria lo tendrían crudo para pasarse. El sargento esperaba hacerse con ellos, que ya se sabe, que el soldado más valiente del mundo era el español, y el segundo más valiente, el español rojo. Suponía que la mayoría de esos rojos lo eran porque les había tocado estar en ese lado durante la guerra y se podría fiar de ellos. O no, pero si se daba tal caso, él era muy rápido con el naranjero.

El teniente estuvo un buen rato hablando con Nazario. Que cómo era el terreno, qué tal la artillería hereje, si lo soldados peleaban bien y que cómo maniobraban. Viendo su interés el sargento agradeció que no le hubiese tocado el típico presuntuoso que piensa que lleva las estrellas por designio divino. También llegaron otros mandos: dos alféreces provisionales recién estampillados y media docena de sargentos que pocos tiros habían visto. Salvo el teniente, el más veterano era Nazario, que apenas se afeitaba. Mala cosa era la guerra y peor en infantería.

Al menos, las armas que llevaban merecían un diez. No eran fusiles rusos o mejicanos, sino Máuser del siete noventa y dos recién salidos de la Coruña, de los nuevos. El sargento pensaba que eran un tanto excesivos, que esos fusiles servían para cazar elefantes y de esos pocos había en las islas, pero sí muchas cuestas por las que cargar los chopos. También se habían recibido ametralladoras alemanas MG34 que le podían quitar el alma a una sección en un santiamén, y morteros del cincuenta y del ochenta y uno que no estaban mal. Munición, la suficiente. Sobrar no sobraba, que ya se sabe que en España eso de gastar dinero en entrenar es dilapidar, aunque algún ejercicio se podría hacer para que los reclutas se acostumbrasen al ruido. Comida la justa, nada de gordos en las Canarias, pero no faltaba un chusco, alguna lata de sardinas. Cuando había rancho caliente entre las alubias o los garbanzos hasta se encontraban tropezones de tocino. Vino bastante, e incluso alguna botella de coñac rasposo para aliviar los huesos de las nieblas y el frío de esos andurriales.

Lo mejor era que los herejes debían estar pasándolas p****. Pudo ver una cuerda de prisioneros que eran pellejo y huesos, y si no fuese por lo que habían hecho con los canariones, ganas daban de darles algún chusco. Pero el mando había ordenado que a los prisioneros se les diese exactamente lo mismo que ellos suministraban a los civiles en su lado: alguna sopa aguada de pieles de patatas, con dos cortezas de cerdo para cada cien. Si se quejaban, nada, y si insistían, plomo. Eso mientras marchaban a paso ligero hacia la retaguardia, azuzados por bayonetas a las que poco importaba mancharse de rojo. Una vez en el sur montaban en viejos cargueros que navegaban los primeros en los convoyes para que si encontraban minas, las disfrutasen sus propietarios. Al sargento no le parecía tan mal después de haber visto a una mujeruca con los pechos vacíos acunar a su pobre bebé muerto de hambre.

En pocos días el batallón podría volver al frente. No al completo, pero al menos con la fuerza de un par de compañías. Aunque para el veterano ojo de Nazario era evidente que para aplastar a los herejes se iban a necesitar más.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Dom Dic 10, 2017 7:22 pm

Relato de Max Freitag

Esta sería la definitiva. Más valía que lo fuese, que Möller ya me había cantado las cuarenta amenazándome con empaquetarme para el Reich si con mis paseos nocturnos no conseguía algo más sustancioso que ventilar los aviones. Di de nuevo gracias mentales a Inge, pues tras los chorreos que me había propinado la susodicha las broncas del mando me entraban por un oído y me salían por el otro. Pero la verdad es que yo ya estaba un poco mosca y tenía ganas de darles un repaso a los ingleses. O a los herejes que decían por aquí, aunque bien pensado mis padres me llevaban a la iglesia luterana, luego yo también lo era ¿o no? Mejor no meterse en honduras teológicas y dedicarme a lo mío, que era hundir destructores. O, mejor dicho, lo que debiera ser.

Esta vez no iba a confiar en la radio. Saldríamos con todo el equipo: los dos Dornier con radiotelémetro irían delante, y cuando detectasen a los ingleses, pegarían berridos radiofónicos y, por asegurarse, también lanzarían bengalas, que de noche se ven desde muy lejos. Por allí rondaríamos con los Heinkel ametralladores y torpederos, y en cuanto pillásemos cacho, a muerte con el inglés. Vamos, que filigranas pocas.

La noche era no ya oscura sino lóbrega. Un techo de nubes a dos mil pies ocultaba las aguas de la mínima luz que pudiera dar la débil luna menguante. Había mar de fondo, malo para los torpedos, pero no llegaba a levantar cabrillas: todavía peor para los aviones torpederos a los que les costaría mantener la cota sin tener referencias en el mar. Aunque tras pasadas experiencias a uno de los pilotos se le había ocurrido un truquito: poner dos reflectores desalineados, apuntando hacia abajo, de manera que cuando su cono de luz coincidía en las aguas implicaba que volaban a treinta metros de altura, la cota máxima para lanzar torpedos. Suponiendo, desde luego, que la mar estuviese llana, que no era el caso. Las luces iban apantalladas pero aun así podrían delatar a los aparatos y servir para que los ingleses afinasen la puntería; pero no se puede tener todo.

Los Condor no habían detectado nada, pero los observadores españoles en Gran Canaria habían alertado de la llegada de una flotilla británica. Según ellos, estaba compuesta de dos cruceros y cuatro destructores ¿cruceros por estas aguas? Raro, pues solían navegar más al oeste para pegarle unos cuantos pepinazos al aeródromo de los Rodeos en Tenerife —donde descansaba el pobre Siebel del coronel— y luego salir echando mixtos. Alguna vez se habían acercado a Lanzarote, pero si esa era su intención no estarían a pocas millas de Las Palmas. Vamos, que seguro que los observadores habían visto gato en vez de ratón, pues me extrañaba que los ingleses se aventurasen con barcos tan grandes en el Puerto de la Luz. Igual era que las operaciones iban mal y tenían que bombardear a los españoles. Tampoco me quitaba el sueño, que poco iba de destructor a crucero. Más cañones pero en un barco gordo, largo y menos maniobrero; lo uno por lo otro.

La noche iba avanzando y empezaba a desesperar de encontrar a los británicos. De no hallarlos, en cuanto amaneciese tendría que suspender la misión pues mis aparatos eran excesivamente vulnerables a la luz del día. Estaba pensando en las explicaciones que daría a Inge digo a Möller, cuando a mi izquierda vi caer un rosario de bengalas. La radio, muda; bien había hecho en no fiarme del trasto. Tampoco nos iba a hacer falta porque teníamos la maniobra ensayada. A esas horas los ingleses ya habrían descargado y estarían de vuelta, hacia el norte. Así podríamos entrarles de flanco sin tener que hacer maniobras raras. Ascendí con mi avión ametrallador hasta los trescientos cincuenta metros —nunca alturas exactas, pero siempre menos de quinientos para no meterme en la cota de los aviones con radiotelémetro— mientras el otro se mantenía en reserva, y los torpederos descendieron para jugarse la vida con las olas. Uno de los Dornier seguía lanzando bengalas, y a su luz conseguí vislumbrar una forma negra. Por si tenía alguna duda el barco se iluminó con fogonazos, pues su antiaérea intentaba atrapar al delator y por suerte elusivo Dornier.

Era mi momento. Ya estaba lo suficientemente cerca como para que las bengalas mostrasen al enemigo, que parecía un destructor aunque bastante más grande de los que había visto otras noches. Empecé a describir un círculo y cuando lo tuve en la mira del costado, abrí fuego con las ametralladoras y el cañón. Las líneas de trazadoras me permitían corregir la puntería a la temblorosa luz de las bengalas que bastante por encima de mí estaba lanzando el Dornier. Disparaba ráfagas cortas para que no diese tiempo a que los de abajo me apuntasen, pero serían suficientes para entretenerles. La intención no era hundir al destructor, que mucha suerte había tenido en Peniche. Suficiente sería obligar a los artilleros a agacharse, pero más que nada lo que quería era despistarles para que no advirtiesen a los torpederos que se les echaban encima. Claro que había un problemilla: los torpederos, después de lanzar sus ingenios, tendrían que pasar casi por encima de los mástiles del destructor… justo por donde yo estaba mandando chorros de trazadoras. Eso de ser ametrallado por un compañero está muy mal visto, pero ahí entraba lo de las luces. Porque además de los dos focos hacia abajo que se habían instalado para adivinar la cota y poder volar rasante sobre el mar en plena noche, los Heinkel llevaban otro dirigido a lo alto. Estaban apantallados para que no se pudiesen ver desde la superficie, pero yo que volaba más arriba pude ver tres puntitos de luz que se acercaban. Cuando estaban a solo unos cientos de metros silencié mis armas. Los del destructor, entretenidos como estaban, ni se percataron de lo que se les venía hasta que los He 111 pasaron casi rozando sus mástiles. Segundos después, una columna de agua con resplandor verdeazulado se levantó en la popa del barquito. Luego se produjo una gran explosión y cuando las aguas se desplomaron ya solo la proa asomaba sobre las aguas.

Más chulo que un ocho iba a dar la orden de volvernos para Fuerteventura cuando vi otra hilera de guirnaldas a unos miles de metros. Ya sabíamos todos qué hacer, que para eso me había pegado todo el día repitiendo las órdenes. Como aun me quedaba munición me fui hacia el nuevo objetivo y ordené al ametrallador de reserva que me siguiese. Tres Heinkel tenían todavía torpedos, y a los Dornier les quedaban bengalas para aburrir. De nuevo las luminarias me dejaron ver el barco enemigo, y resultó que el bicho localizado por el compañero era una cosa gorda, larga, erizada de cañones y chimeneas, es decir, nada menos que un crucero. Con mi suerte seguro que sería de esos que habían convertido en antiaéreos. Si tengo algo bueno es que en esas ocasiones pienso poco —el resto del tiempo tampoco es que lo haga mucho— y me tiré a por él como si fuese un barquito de pesca. Al final mucho barco pero en comparación con los destructores, tierno como un bizcocho: tendría porradas de cañones de los gordos, a los que volando tan bajo poco les temía, y siendo tan grande era ideal para ejercitar la puntería. Lo puse tibio y tuve la satisfacción de ver una llamarada, seguramente por haberle dado a alguna caja de urgencia. Hasta vi marineros correr por la cubierta para apagar el fuego, pero no hizo falta, porque justo entonces pasaron raudos los torpederos, se produjeron dos destellos, y el pobre barco empezó a escorar. Ordené suspender el fuego pero también que el Dornier siguiese lanzando bengalas para ayudar a los náufragos, que una cosa era matarlos y otra que encima les hiciésemos daño. En pocos minutos el crucero dio la voltereta y se fue al fondo. Ahora sí, con la satisfacción del deber cumplido, ordené volver a la base. Freitag dos, ingleses cero.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Dic 11, 2017 8:50 pm

Friedrich, Jörg. La guerra que hubo que ganar. Spiegel-Verlag. Berlín, 2007.

El combate del Cabo de San Vicente había resultado costoso para ambas partes. El Pacto no solo había perdido el acorazado Scharnhorst y el crucero Hipper, sino que los acorazados Littorio y Vittorio Veneto habían sufrido daños graves que requerirían muchos meses para ser reparados. A cambio, habían sido hundidos el crucero de batalla Repulse y dos cruceros, y dañados el portaaviones Furious, el acorazado rápido Duke of York y el modernizado Valiant. En total, en 1941 la Royal Navy había perdido tres acorazados y tres portaaviones, y a pesar de la ayuda norteamericana tampoco podía contar con las unidades en reparación. Además una inspección del portaaviones Furious mostró que la bomba que había estallado en su proa no solo había causado daños en la cubierta de vuelo, sino que había afectado a la estructura del viejo barco y las obras se iban a prolongar al menos otros tres meses. El moderno portaaviones Formidable también estaba fuera de servicio mientras se reparaban los daños causados por una mina de fondo en el Firth of Forth, y el estado de las máquinas del viejo portaaviones Argus era bastante peor de lo esperado, en parte debido a su antigüedad pero también por tratarse originariamente de un buque civil. Debido a la saturación de los astilleros británicos y a los efectos de los bombardeos (el doce de febrero el Formidable fue nuevamente alcanzado en Belfast por una bomba) se decidió que solo fuera parcheado para que pudiera trasladarse a Nueva York, donde sería reconstruido; pero significaba que el viejo buque permanecería fuera de servicio por lo menos medio año.

Las escuadras del Pacto de Aquisgrán basadas en el Estrecho de Gibraltar disponían de tres acorazados rápidos alemanes y tres modernizados italianos, que amenazaban las rutas marítimas de las que dependía Inglaterra. Los británicos se vieron obligados a desplegar la mayor parte de sus buques pesados: los acorazados Duke of York y Valiant tuvieron que seguir en servicio a pesar de sus averías, y hubo que transferir al moderno portaaviones Victorious desde la Home Fleet a la Fuerza H. En Scapa Flow solo quedaron el viejo acorazado Barham, hasta poco antes destacado en Islandia, y el todavía más anticuado Resolution, que no tenían el apoyo de portaaviones.

Las fuerzas de Somerville quedaron divididas en dos agrupaciones: una rápida que contaba con los tres acorazados rápidos de la clase King George V, los cruceros de batalla Hood y Renown y los portaaviones, y otra lenta con los dos Nelson y el Queen Elizabeth. La agrupación lenta, además de reforzar a la rápida, tenía que escoltar a los convoyes más valiosos, ya que el deterioro de la situación en el Índico había obligado a enviar a ese océano a los acorazados Valiant, Malaya y Barham, y al portaaviones de escolta Archer. Como reserva solo quedaba el portaaviones Unicorn, concebido como buque de mantenimiento pero terminado como portaaviones ligero; aunque inicialmente había recibido poca prioridad, tras las graves pérdidas en Egipto se aceleró su construcción siendo entregado en enero de 1941. Aun así se trataba de un barco nuevo cuya dotación no estaba familiarizada con el buque, y con solo 24 nudos de velocidad no podía operar con los otros portaaviones rápidos (salvo afectando a su andar). Se solicitó a la US Navy que cediese alguno de sus buques de guerra, pero solo pudo transferir el portaaviones de escolta Ardent, el antiguo Long Island, que tardaría algún tiempo en incorporarse a la flota. Con estas medidas apenas bastaba para proteger las vitales líneas marítimas de las que dependía Inglaterra, y resultaba imposible mantener el dominio de las aguas canarias, donde se dejaron solo buques ligeros y submarinos.

La presencia de la flota del Pacto en Gibraltar puso a la Royal Navy ante una peligrosa disyuntiva: para proteger los convoyes a Canarias debían reunirse todas las fuerzas disponibles, lo que abriría el Atlántico y sus vitales líneas a las incursiones. Además la creciente actividad aérea del Pacto en Marruecos y en las Canarias no solo resultaba peligrosa para los buques mayores, sino que podía causar pérdidas prohibitivas a los convoyes son suministros y refuerzos. Por el contrario, la posición del Pacto en las Canarias mejoraba gracias a la mejora de las comunicaciones ferroviarias en el norte de África: en diciembre un ferrocarril de vía única llegaba ya hasta Sidi Ifni y en febrero a Tan-Tan. A las Canarias llegó un flujo creciente de hombres y suministros a pesar de las importantes pérdidas sufridas a causa de los submarinos británicos en la última etapa del viaje.

El general Deverett, al frente del Estado Mayor Imperial, ante la dificultad de sostener a la guarnición, recomendó la retirada. Sin embargo el Primer Ministro Churchill rechazó la sugerencia, que implicaría reconocer la derrota en uno de los pocos escenarios en el que los ejércitos ingleses seguían enfrentándose a los del Pacto. Deverett insistió, indicando las dificultades que la marina estaba afrontando para transportar suministros hasta la isla, pero Churchill adujo que abandonar la isla permitiría que las fuerzas del Pacto atacasen las vitales líneas marítimas de las que dependía Gran Bretaña. Deverett decidió atender solo en parte las órdenes del premier. No ordenó la retirada total pero redujo los reemplazos para los enfermos y heridos que los buques encargados de los suministros evacuaban en sus viajes de vuelta. Dado que la situación alimentaria y sanitaria era crítica, el porcentaje de enfermos era muy elevado y las fuerzas del general Roberts en Gran Canaria disminuyeron rápidamente. Al parecer la intención de Deverett era hacer que la situación se hiciese insostenible y así obligar a Churchill a que autorizase la evacuación, pero la debilidad creciente significaba que el peligro de derrumbe se incrementaba. Para poder sostenerse se necesitaban cantidades crecientes de munición, suponiendo una presión cada vez mayor para los limitados recursos navales británicos.

Las aguas canarias resultaban muy peligrosas para los barcos ingleses. Afortunadamente los grandes fondos hacían que las minas no supusiesen peligro (aunque con alguna frecuencia se lanzaban minas magnéticas sobre el Puerto de la Luz, que era preciso inactivar manualmente con gran riesgo). Pero la cercanía de las bases aéreas situadas en la costa de Marruecos, el Sáhara español, Tenerife, Lanzarote y Fuerteventura hacían que cualquier buque descubierto dentro del alcance de los aviones fuese atacado y frecuentemente hundido. Inicialmente se intentó emplear barcos rápidos pero de escaso valor militar como correíllos del Canal de la Mancha y cañoneros, pero tras perder cinco barcos en cuatro días el Almirantazgo prohibió la presencia naval en aguas canarias a la luz del día. Solo los buques de guerra rápidos como los cruceros y los destructores eran capaces de mantenerse alejados durante las horas de luz, y una vez oscurecía llegar al puerto navegando a toda máquina, descargar los suministros y huir. Con este fin, se organizó un puente naval que fue apodado «Cracker Line» (línea de las galletas) por la operación similar durante la Guerra Civil Norteamericana. Convoyes bien protegidos trasbordaban su carga en las Azores a destructores pequeños, muchos procedentes de la ayuda norteamericana de 1940. Estos se organizaban en pequeños grupos que tras acercarse a Madeira, donde se había reconstruido la base aérea, llegaban por la noche a Canarias. Inicialmente se descargaba en el puerto, a pesar del peligro que suponían los pecios (como el del acorazado Ramillies) y las minas, pero si la descarga se prolongaba los destructores se veían obligados a permanecer en la rada durante el día, sometidos a bombardeos aéreos y a la artillería de largo alcance del Pacto. Para agilizar las operaciones en los destructores se sustituyeron las embarcaciones de servicio por lanchas cargadas de suministros, que eran botadas y abandonadas. También se habilitaron pantalanes flotantes en el rompeolas del Puerto de la Luz y en los arrecifes de la bahía del Confital, al otro lado del tómbolo. Sin embargo solo se podía descargar fuera de la rada con buen tiempo, y los temporales del invierno obligaron a que en varias ocasiones los destructores tuviesen que volver sin poder dejar su carga. Además al ser su capacidad muy limitada hubo que reforzarlos con los minadores rápidos Adventure, Abdiel y Latona. Estos eran barcos veloces y con más capacidad que mejoraron sustancialmente el transporte de abastecimientos.

Para impedir la llegada de refuerzos las fuerzas del Pacto incrementaron el minado del puerto y los bombardeos, medidas poco efectivas ya que la rada se empleaba cada vez menos y los pantalanes flotantes se desplazaban todas las noches. Las operaciones nocturnas contra las lanchas fracasaron, e inicialmente tampoco consiguió mejores resultados la escuadrilla de torpederos nocturnos basada en Fuerteventura. Sin embargo las técnicas de ataque fueron depuradas y veintisiete de febrero la escuadrilla se anotó un gran éxito al detectar y atacar a una flotilla que regresaba de Canarias. El nuevo destructor Quickmatch y el minador Adventure fueron alcanzados, hundiéndose en pocos minutos con gran pérdida de vidas, ya que ambos barcos evacuaban gran número de heridos y enfermos, y los demás buques del convoy tuvieron que abandonar a los náufragos so pena de ser descubiertos a la luz del día. Durante los días siguientes submarinos, patrulleros e hidroaviones del Pacto recogieron a ciento veinte supervivientes del Quickmatch y a trescientos del Adventure; no se conoce cuantos soldados perecieron, pero se han aventurado cifras superiores a tres mil.
Última edición por Domper el Vie Dic 15, 2017 2:51 pm, editado 1 vez en total

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Vie Dic 15, 2017 1:14 am

Savely, antes Tuoma, ahora Fricis, bajó del metro en la Reinickendorfer Strasse. Tuvo un momento de duda, pero la luz del sol orientó sus pasos hacia el canal Schifffahrts. Como llevaba semanas estudiando el plano de la capital no dudó y enseguida encontró la esquina que buscaba. Ni se acercó, sino que estuvo perdiendo tiempo por el barrio hasta que vio que alguien había tirado junto a una papelera una fruta medio mordida. Entonces se agachó para atarse el zapato, momento que aprovechó para vigilar el entorno. Había gente, pero no demasiada, y no parecía que nadie estuviese controlándolo. De todas maneras siguió de largo, rodeó la manzana y al volver a la esquina, arrugó el papel que llevaba en la mano. Buscó con la mirada una papelera donde tirarlo. Cuando la localizó cruzó la calle con cuidado, educadamente como haría un berlinés, introdujo el papel y cuidadosamente recogió un pequeño paquete.

A cien metros de distancia un ex policía metido a agente de contraespionaje se maravilló de la habilidad con la que el desconocido había dado el cambiazo. Qué pena no saber de su contenido, pero Joachim lo acababa de dejar ahí no haría ni quince minutos. Dudó si sería mejor alertar a la Central o seguir al intruso, pero viendo cómo se alejaba no tuvo más remedio que ir tras él procurando no dejarse ver. Pero el que había recogido el paquete, que como le habían dicho era un hombre alto y delgado, se dirigió a la boca de metro más cercana. El policía lo siguió aunque no de cerca en el torno, y luego cuando subió al tren. El policía montó a otro vagón, intentando no perderle de vista. Cuando se iban a cerrar las puertas el desconocido bajó. El hizo lo mismo, pero el hombre alto volvió a entrar con las puertas ya cerrándose. El policía perdió el convoy, y tuvo que buscar una cabina para avisar a la Central. Para entonces Savely se había perdido en el populoso barrio de Moabit.

Desde la Central el Director ordenó la caza del hombre delgado.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Vie Dic 15, 2017 2:53 pm

He modificado el penútimo mensaje porque se me habái pasado el Unicorn, que en la realidad entró en servicio en 1943 pero porque su construcción se paralizó varias veces. Es de suponer que en este escenario, tras perder el Illustrious en Egipto y los daños del Formidable en el Mar Rojo, se acelerase su finalización. Además se construía en Belfast, lejos del alcance de los bombarderos.

Saludos

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Sab Dic 16, 2017 3:02 am

Una pregunta sobre el penúltimo mensaje porque hay un apartado que me resulta confuso. El portaaviones de escolta norteamericano ¿se incorpora a la flota inglesa del Índico o de Extremo Oriente directamente desde los Estados Unidos? ¿está su dotación aún adiestrándose o ya ha concluido su adiestramiento? Mis dudas surgen porque por una parte citas que tardará en incorporarse a la flota y en otra parte aparece como parte de los refuerzos enviados al Índico.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Sab Dic 16, 2017 10:01 pm

El Archer ya había salido en la historia como que operaba en el Atlántico.El Long Island en la realidad estaba en la flota del Pacífico, y en cualquier caso tardará algún tiempo en incorporarse.

Saludos

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Sab Dic 16, 2017 11:57 pm

Mea culpa por leer demasiado deprisa.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Dom Dic 17, 2017 1:04 am

Capítulo 20

Hay que morir o triunfar,

que nos enseña la Historia

en Lepanto la Victoria

y la muerte en Trafalgar



José Mª Pemán. Himno de la Armada Española


Relato del vicealmirante Don Víctor Loreto Leñanza

Tras el emocionante crucero por el Atlántico Norte hasta el gato del cocinero tenía ganas de estirar las piernas en tierra para demoler tugurios y mirar bajo las faldas de alguna señorita, aunque fuese de pago. Pero los que llevábamos coca nos imaginábamos que no era esa la intención del mando, que toda esa flota que esperaba en Alborán no se estaría dedicando a la pesca del atún rojo, por abundante que fuese por esas aguas. Aunque siempre hay algún incauto que soñaba con las tabernas de la calle Cesteiros, cualquier ilusión que le quedase se fue al garete cuando se nos abarloó una gabarra para suministrarnos el fuel gastado en perseguir fantasmas más allá de Irlanda. En treinta y seis horas la flota ya estaba a punto, y no le extrañe tal rapidez, que a Vigo aparte del tren naval que había llegado del Ferrol, más el de Cartagena que estaba al caer, se estaban acercando buques auxiliares procedentes de media Europa.

Esta vez el Trento se iba a quedar en casa. Una inspección mostró que la bomba yanqui había causado más daños de los que creíamos, y una tubería de alta mostraba unas grietas bastante sospechosas. Los maquis tenían un sano respeto al vapor sobrecalentado y no queriendo quedar desplumados como pollos insistieron en que al crucero se le hiciese una reparación en condiciones. Aun se estaban pensando en si sería mejor que el Trento volviese al nido en Génova, llevarlo a Francia, o apañarlo en el Ferrol, pero en cualquier caso iba a seguir amarrado al muelle vigués y se perdería la siguiente excursión. No creo que a sus tripulantes les importase mucho. Tampoco a nosotros, que las máquinas del crucero ya nos habían hecho una gracia cuando la del Repulse. Cierto que el Trieste era su gemelo, pero debía estar mejor hecho —al Trento lo debían haber terminado un lunes—, o mejor conservado, o lo que sea. El caso era que las máquinas del Trieste funcionaban cuando tenían que hacerlo, que no era poco. De paso, que el Trento se quedase en el garaje hasta nos venía bien pues según radio macuto más de un transalpino decía que tenían que ser ellos los que mandasen la escuadra que para eso ponían dos cruceros pesados. Ahora que tenían solo uno ganábamos los de casa. Estaban los gabachos con sus tres modernos cruceros, pero venían de oyentes y no protestaban. También había hecho acto de presencia una división alemana más que aparente, con cuatro destructores pesados con autonomía razonable y con cañones del quince tan potentes como los del Galicia. Mejor, que sin destructores uno se sentía con el pompis al aire. No eran los únicos de ese tipo en Vigo. Estaban los cuatro Churrucas que nos habían acompañado desde Gibraltar: el que daba nombre a la clase, el Císcar, el Galiano y el Lepanto. Ese mismo día llegó el Díaz, al que le habían compuesto la proa después del besito que le había propinado a un submarino britano.

Seis cruceros y nueve destructores era una escuadra más que respetable y no parecía probable que el mando nos reservase para las regatas. Efectivamente, el almirante Moreno, aunque aficionado a los deportes náuticos, en esos días se decantaba más por la caza del convoy. No se cumplía el cuarto día de nuestra estancia en la bella ría gallega cuando aproamos al profundo canal del sur que de la ría sale al Atlántico. Cuatro bous nos precedieron batiendo las aguas con sus hidrófonos. El destructor alemán Z27 abría la marcha: siendo uno de los barcos alemanes más modernos, incorporaba un radiotelémetro —retemé en el argot de a bordo— tan potente como el nuestro. Tampoco era tontería que ya no fuésemos los únicos ojos de la escuadra.

Estando todos juntitos nos hicimos a la mar con la intención, confirmada por el comandante Don Pedro Nieto, de salir al Atlántico Norte para hacerles carantoñas a los convoyes británicos. Muy ordenaditos salimos con el dispositivo que más o menos empleábamos siempre: nosotros proa para ejercer de serviolas con nuestro flamante radiotelémetro. Detrás, el Canarias enarbolando el estandarte del almirante Don Francisco Regalado, y en su estela, el crucero pesado transalpino Trieste. Después, la división francesa del almirante Bourragué, con el Gloire, el Galissonière y el Vienne. Por si las moscas, destructores a ambas bandas, y al frente el Z27 que también llevaba chivato electrónico. Abría paso a la formación el flamante cañonero Luarca, un barquito recién salido de los astilleros Echevarrieta que me pareció un compendio de utilidad y economía. Hasta era bonito con su airosa torre de mando y la chimenea de moderno aspecto. El Luarca tenía que guiarnos entre los campos de minas que se estaban tendiendo para impedir visitas de los de la Jolly Roger. Por desgracia el minado aun no se había completado.

La escuadra embocó el canal sur. No sé si he dicho que la magníficas ría viguesa tenía encantadores centinelas, las preciosas islas Cíes, que tenía pendiente conocer. Esas islas, que aúnan el gris del granito con el verde de sus bosques y el dorado de la arena, actúan como rompeolas impidiendo que a la ría llegue el mar de fondo que por esos lares alegra la vida de los pescadores. Tres canales dejan; meter un crucero en el medio, el Freu Da Porta, era temerario: incluso con mar llana y en la pleamar la quilla pasaría a pocos palmos de las rocas; imagínese con mala mar y los senos de las olas acercándose al fondo, más el viento y las fuertes corrientes habituales. Por no decir que como por allí podría colarse algún submarino, habían plantado unos caramelitos por si amanecía algún simpático; regalos similares se habían sembrado en los estrechos canales que quedaban entre los bajos y piedras al norte y al sur de las Cíes.

Quedaban dos grandes canales más que aptos para la escuadra, aunque no se vaya a pensar que eran como el estrecho de Gibraltar. Para mantener atentos a timoneles y serviolas a sus lados velan piedras más que dispuestas a desventrar cascos. El canal norte tenía un paso franco más que razonable, nada menos que una milla, pero exige virar tanto a la entrada como a la salida del estrecho. Fácil para un crucero capaz de revolverse en una jofaina entre la gran pala de su timón, los cuatro ejes, y sus máquinas con más caballería que el de las botas puestas. Pero hacerlo con una escuadra entera tenía más interés y los escoltas de los flancos tenían que hacer unas pasadas a las piedras de las que quitan años de vida. Metidos en tal faena, una maniobra brusca podía causar tal lío que para desentrañarlo nuestros aliados tendrían que enviarnos con urgencia batallones y regimientos de jueces togados.

El canal del sur era un señor canal, el doble de amplio que el norte —aunque también con sus piedrecitas en ambos márgenes para que el personal no se despiste— y el paso era bastante más directo. Los fondos impedían el minado, es decir, que no encontraríamos presentes dejados por los sumergibles britanos. Claro que en no habiendo minas, los que podrían estar por ahí serían los sumergibles.

Habíamos rebasado la Punta Lameda, al pie del Monteferro con sus baterías costeras, y embocábamos el paso entre las islas Serralleiras y la Boeiro, cuando el Z27 alertó de un dudoso contacto al norte. Nuestro retemé no había detectado nada, pero sería porque íbamos más atrás. En ese momento el Císcar, más próximo al supuesto contacto, se pegó una virada que ni una bailarina y empezó a disparar con sus cañones proeles mientras lanzaba bengalas. Era más que obvio lo que estaba pasando, y Don Pedro ni se lo pensó.

—Todo a estribor —ordenó por el tubo—. Avante toda los ejes de babor, atrás toda los de estribor.

Los maquis se esforzaron en sus tenebrosos aposentos mientras el crucero, grado a grado, empezaba a caer hacia el norte. Era una maniobra arriesgada porque nos acercaba hacia los torpedos. Por el contrario, cayendo a babor pondríamos distancia y al ser la velocidad relativa menor, serían más fáciles de esquivar. Aunque tampoco importaría mucho, porque por ahí acabaríamos en los bajos de las Estelas y de las Serralleiras que proporcionarían deliciosas embarrancadas. Así que tocaba aproar a los torpedos, rezar y aguantar. Tras nosotros el Canarias hacía exactamente lo mismo, y también el Trieste, aunque este, más a popa, andaba menos apurado. Bourragé hizo volverse a sus tres cruceros, alejándolos de peligros, mientras que todo lo que flotaba se lanzaba a la caza del temerario sumergible inglés.

Ya mostrábamos la proa hacia el origen de la juerga cuando pasaron a nuestros flancos, rápidos como trenes expresos, dos estelas que un par de minutos después detonaron contra las islas Serralleiras. El Canarias también libro los torpedos por poco, mientras que el Trieste no llegó ni a verlos. Salvados por un pelo, Don Pedro ordenó caer a babor y a toda máquina nos alejamos de tan peligroso paraje. Mientras, el Ciscar lanzaba un rosario de cargas, y poco después lo hacía un gemelo del Luarca, el Ayamonte. Al poco vimos como emergía un submarino britano y su dotación saltaba al agua entre los piques levantados por las ametralladoras. El Ayamonte intentó enviar un trozo de abordaje, pero el inglés, que resultó ser el Unbeaten, se fue definitivamente al fondo, donde esperaría la visita de los buzos que en seguida inspeccionarían los restos.

Con el susto en el cuerpo salimos de la ría. Bourragé se nos incorporó seis horas después, y juntitos de la mano barajamos la costa gallega. Aun hubo que librar otro contacto, que por desgracia estaba suficientemente cerca como para echarnos un ojo, aunque demasiado lejos para que lo liquidase la escolta; el Luarca lo buscó inútilmente toda la noche. Antes de escapar se permitió enviar un mensaje al éter, de suponer que para chivarse a sus patronos de Londres.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Dic 18, 2017 11:58 pm

Despedimos a los cañoneros y patrulleros mientras manteníamos el rumbo oeste suroeste, y ya oscurecía cuando la flota puso proa al noroeste, de nuevo con intención de pasar por el sur de Irlanda. Casi era noche cerrada cuando el retemé del Z27 detectó otro contacto pero bastante alejado; además ya en mar abierto teníamos cancha para darle esquinazo. De Vigo salieron un par de cañoneros en su búsqueda —infructuosa, por lo que sé— y nosotros seguimos adentrándonos en aguas que hubiesen debido ser solitarias y que sin embargo encontramos concurridas. Pues apenas empezaba a asomar el disco solar cuando el radiotelémetro localizó un contacto que, para variar, acabó siendo un gran cuatrimotor con escarapelas inglesas. Era de un tipo que cada vez se veía más y que llamaban Halifax, un bicho con ala alta y una deriva doble como la de los Bacalao. El pajarito se mantuvo a distancia, pero los equipos de escucha del Galicia parecían un concierto de pito indicando que el Halifax tenía su propio radiotelémetro, o radar como lo llamaban ellos. Significaba que no podríamos soñar con eludir su vigilancia.

Esperábamos que, como en la salida anterior, los Junkers ahuyentasen al molesto moscón, pero no hubo suerte; luego dijeron que un inoportuno chaparrón había dejado impracticables los campos gallegos. Aun así mantuvimos el rumbo que nos debía llevar hacia el Atlántico, confiando en que los Condor que volaban por nuestra proa nos guardasen de todo mal. Durante un día y una noche la escuadra mantuvo el rumbo, pero a media mañana del día siguiente, justo cuando estábamos pensando en dar suelta a parte de nuestros destructores —los Churruca no eran de patas cortas pero tampoco estaban pensados para visitar Terranova— nos llegó desde un avión alemán un aviso electrizante: había detectado una formación inglesa con dos grandes buques que parecía proceder de las Azores y que en lugar de ir directamente hacia la escuadra, demostraba sus malas intenciones aproando a Galicia, intentando cortarnos la retirada. Un par de horas después no solo se confirmó el avistamiento sino que nos anunciaron la identidad de los barcos enemigos. No eran dos sino tres: un acorazado moderno del tipo Jorge quinto, el crucero de batalla Renown —sin confusión posible porque el Canarias ya había finiquitado a su gemelo Repulse—, y un portaaviones del tipo Illustrious. Visto estaba que los ingleses seguían sin fiarse de lo que pudiesen esconder las nubes y los humos, y no se atrevían a enviar acorazados en solitario. Lo malo era que los teníamos a trescientas cincuenta millas y que en pocas horas podrían lanzar contra nosotros a sus aviones torpederos.

No solo sería imposible atacar los convoyes del Atlántico, sino que salir de esa podía tener su gracia, porque los perseguidores eran de los que corrían un rato. Nuestros barcos también, pero los destructores, los famosos galgos de los mares, solo lo eran con las aguas en plan piscina y no con el mar de fondo que suele estilarse por esas latitudes y que precisamente ese día se estilaba. Los barquitos resbalaban por las olas con riesgo de cruzarse y dar la voltereta, algo muy divertido montado en un neumático pero no tanto en un bicho de dos mil toneladas. Hubo que moderar y rezar para que a los ingleses no se les ocurriese dejar de zigzaguear y de una estrepada plantarse en nuestro vecindario. Además los guapitos no estaban en nuestra estela sino a estribor, acortando la distancia con cada milla. Bastaba con poner la carta sobre la mesa y sacar el compás para ver que si bien era difícil que los aviones enemigos nos atacasen antes del ocaso, casi con seguridad nos saludarían el alba. Entonces bastaría con que averiasen a cualquier buque para que tuviese que saborear los pepinos del quince del Renown y los del catorce del Jorgito. Seguro que los britanos se estarían frotando las manos pensando que al día siguiente, por fin, podrían hacer sangre al Canarias.

No era esa la intención de Don Francisco Regalado. El curso que seguían los ingleses les permitiría interceptarnos si intentábamos regresar a Vigo, pero había muchos otros puertos en el Cantábrico. Ya puestos, algunos decían que Brest era la mar de bonito y a cubierto de los torpederos. No era mala maniobra, porque la escuadra inglesa estaba muy bien posicionada para interceptar nuestra derrota a Vigo, pero mucho menos si íbamos hacia la costa bretona, pues al verse obligados a dar un resguardo a nuestra costa gallega —que nosotros también teníamos aviones— tendrían mucho más difícil alcanzarnos. Lo malo era que el Halifax nos siguió y era de suponer que transmitiese la nueva al Almirantazgo. También era de prever que alistarían todo lo que volase o flotase para lanzarlo contra nosotros, pero buenos iban. Nosotros mantuvimos el rumbo hasta que empezó a oscurecer y el Halifax de las narices tuvo que hacer mutis. Entonces Don Francisco hizo otra jugada al ordenar caer al suroeste. Según los Cóndor, los britanos no se enteraron del regate hasta medio día, cuando ya estábamos acercándonos a Santander, ciudad que debió ser bonita pero que un maldito incendio había arrasado apenas hacía unos meses. Iba a conocer su maravillosa bahía con más detenimiento del que hubiese deseado.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Dic 20, 2017 3:02 pm

La bahía de Santander no me traía buenos recuerdos, pues la última vez que había estado cerca tuve que saltar al destructor Velasco desde el «abuelo» digo el acorazado España, que se iba a pique tras comerse una mina. Aquella vez pocas ganas tenía de apreciar el paisaje y tanto daba, porque la costa estaba cerrada por una niebla de las de no verse la punta de la nariz. Sin embargo un compañero me había recomendado visitar el lugar: un pedazo terso de mar entre colinas verdes y con una preciosa ciudad que se miraba en ella. Ahora la ciudad no debía ser sino un montón de ruinas ennegrecidas, y como el tiempo no estaba muy católico, de las colinas tampoco esperábamos ver mucho. Además, para disfrutar de ese pedazo terso de mar primero teníamos que llegar, que tenía su miga.

La entrada a la bahía era bastante estrecha. Entre el Cabo Mayor y la isla de Santa Marina, todo acantilados, se formaba un embudo que tenía en medio el islote de Mouro con su faro. Faro que, como todos los de la costa, ahora solo servía de adorno pues durante la guerra estaba apagado. Al acercarse al islote era necesario virar para dejarlo a estribor y así embocar el estrecho canal que quedaba entre la Península de la Magdalena y sus piedras, y el arenal del Puntal. Apenas tres cables de los que solo el centro permitía el paso franco, sin muchas alegrías y solo con la marea alta. Entonces se entraba en el puerto, amplio y bien protegido de los vientos del norte y del o este, o se podía amarrar en el amplio estuario. Aunque no convenía olvidar las «suradas», deliciosa característica meteorológica del lugar que consistía en tormentas de viento del sur con rachas que podían superar los cien nudos y que lanzaban los barcos surtos contra el puerto. Buenas anclas se necesitaban para resistirlos. Pero lo que ahora nos importaba era que con tan estrecho paso había que entrar en fila india y despacito so pena de escoger entre piedra o arenal.

Ir en columna tampoco me disgustaba recordando la mala experiencia del España. Pues significaba que de haber minas se las encontrarían los chicos de los destructores que pasarían primero. Allá ellos si tenían que apechugar, que bastante tenían con la envidia que me daban los de esos preciosos barquitos que más parecían coches de carreras. Así que nos fuimos organizando, delante el Z27, seguido de los demás destructores alemanes y luego nosotros, que íbamos con el retemé a todo trapo que no nos fiábamos. Detrás el Canarias, el Trieste, y luego Bourragé con sus tres cruceros. Los demás destructores tenían que esperar turno para entrar al final y se mantenían al pairo mientras los íbamos rebasando. Esa mañana yo estaba en el puente alto, comunicando al comandante las observaciones del retemé.

Estábamos sobrepasando al Díaz cuando una nube de humo negro salió por su chimenea y el barco pareció saltar en el agua: con buen criterio debían llevar bastante presión en las calderas y habían dado paso al vapor a las turbinas. El destructor empezó a moverse mientras hacía señales como loco. No hacía falta que nos explicasen su significado: torpedos.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Vie Dic 22, 2017 2:52 pm

El Galicia también notó el empujón del vapor y aun teniendo más caballería, desplazaba mucho más y la inercia es la inercia. El comandante ordenó caer a babor, pero a pesar de los juegos con hélices y timones el barco viraba mucho más despacio de lo que quisiéramos. En eso se levantó del costado del Díaz una alta columna de agua, y al momento otra más. El barco se estremeció, empezó a echar vapor —pobres fogoneros— y humo por todas partes, y se dio la vuelta en tan poco tiempo que no dio tiempo ni a echar las balsas. Pero no lo vi porque para entonces nosotros teníamos otra ocupación más inmediata.

—¡Torpedos a estribor! —gritó un serviola.

Yo mismo pude ver las estelas: nada menos que cuatro. Más otras dos hacia el Canarias, que se movía por nuestra popa. El gran crucero tuvo tiempo de mostrarles la popa y gobernarlos. Nosotros lo teníamos más difícil pero el Galicia era más ágil y con suerte lo lograríamos. Vi como por lo menos dos de los peces mecánicos iban a fallar, pero entonces sentí un tremendo golpe, como si un gigante hubiese dado un martillazo justo bajo la cubierta. La conmoción me lanzó al aire y caí como pude, con la suerte de no dejarme ningún hueso; no pudo decir lo mismo Don Pedro Nieto que debía estar apoyado mal y la sacudida le rompió los dos tobillos; aun hubo desgraciados que salieron peor parados. Estaba caído en el puente alto cuando un segundo mazazo, menos fuerte, sacudió al crucero. Me levanté como pude pero al ver al comandante caído me acerqué hacia él.

—Leñanza —me dijo Don Pedro desde el suelo —¿Puede apreciar los daños? —a pesar del dolor lo que le preocupaba era el barco.

Me acerqué a la borda y al apoyarme me corté la mano: un pedazo de metralla había rebanado el pasamanos dejándolo como una hoja de afeitar. Sin embargo viendo el final del Díaz, del que apenas asomaba la quilla, ni me enteré. Nuestro pobre barco también estaba para el arrastre. El vapor escapaba por las chimeneas pitando como un chifle gigante. A pocos metros detrás del puente, tras la primera chimenea, la cubierta tenía una grieta de la que brotaba humo, y a popa salía humo marrón por las escotillas. El montaje del quince apuntaba a estribor y tenía los tubos caídos, ominoso síntoma de lo que hubiera podido pasar en las entrañas. Se lo comuniqué al comandante.

—Ayúdeme a levantarme, Don Víctor, que tirado poco puedo hacer.

Entre un señalero y yo lo incorporamos y dejamos que se apoyase en el pasamanos. Debía sufrir tremendos colores pero era el comandante. Miró hacia un lado y entendí lo que quería: los tubos acústicos. Pero de poco servían, pues de varios salía humo y los otros debían estar aplastados. Se necesitarían mensajeros. El comandante, reconociendo que no podría moverse, encomendó al segundo que dispusiese el control de los daños. Yo estaba un tanto conmocionado y me quedé junto a Don Pedro, hasta se dio cuenta de que estaba allí y me dirigió la palabra.

—Teniente, si no tiene nada mejor que hacer siga al segundo y mire lo que ha pasado en las salas de máquinas.

—A sus órdenes —grité y bajé corriendo. Una vez en la cubierta principal fui hacia una escotilla que estaba abierta. Salían hombres escaldados, con la piel que les caía a tiras. Me crucé con ellos —primero el barco, luego los heridos— y me introduje en el interior. Era un pandemónium. El torpedo había debido estallar bajo la quilla y había reventado la sala de calderas de proa. Las calderas habían saltado antes de romperse y difundir su mortal vapor por toda la sala; lo único que tal horror había tenido de bueno era que había apagado cualquier llama. No había electricidad y lo poco que se veía era con los rayos de las linternas y por la poca luz que entraba por la escotilla. Partes de las calderas, tuberías retorcidas que aun escupían vapor, pasarelas derribadas y planchas caídas formaban un laberinto de metal. No había fuego, no solo por el vapor, sino porque uno de los maquis, con la piel de las manos saliéndose como guantes, había cortado la llave de paso del fuel y seguramente había salvado al barco. Al menos de momento, ya que el nivel del agua subía por momentos.

—Víctor —me volví y vi al capitán de fragata Don Eduardo Cisneros, el segundo—. Voy a popa que parece que hay un fuego importante. Usted quédese aquí. Esta sala está perdida pero vigile la integridad de los mamparos.

Ordené a cuatro hombres que me siguiesen, subí a cubierta y bajé al compartimento inmediatamente a proa. Como bien temía el capitán Cisneros, la explosión también lo había afectado y por varias grietas entraban chorros de agua. Peor aun, en la parte más baja el mamparo se estaba combando. Si se rompía no solo anegaría el compartimento y comprometería al buque, sino que nosotros podríamos darnos por aviados, que de ahí no saldría ni el gato. De tratarse de una unidad mercante lo correcto hubiese sido hacer mutis y pedir plaza en algún bote, pero en la Armada se esperaba algo más de dedicación. De todas maneras hablo a posteriori porque en el momento ni nos lo pensamos: había que apuntalar el mamparo. Porque en un buque de guerra, aunque siendo de acero, se guardan maderos y tablones para reforzar aquello que lo necesite. Trabajamos contra reloj, colocando puntales y tapando las grietas con cuñas, mientras mirábamos de reojo a la plancha que no terminaba de decidir si se rompía o no. Ese día me sonrió la suerte y al final aguantó. Aunque tal vez, en lugar de fortuna, era el de los siete dedos que debió pensar que no me quería con él, que le servía mejor yendo de barco en barco para organizar naufragios. Poco a poco la inundación quedó contenida. Dejé a un cabo para que la vigilase y volví al puente. Allí estaba el capitán Cisneros informando al comandante.

—Don Pedro, el barco aguanta pero por las justas. La sala de calderas de proa está deshecha y la de turbinas se está inundando. Las de popa aguantan pero han saltado los seguros y se han quedado sin vapor. He ordenado que enciendan un calderín para tengamos electricidad, pero no sé si se conseguirá antes que esa sala también se anegue.

—Inténtelo, Don Eduardo —respondió. Sin las bombas no vamos a tener nada que hacer ¿Y el torpedo de popa?

—En el peor sitio. La deflagración ha alcanzado al pañol de municiones pero la misma brecha lo ha inundado y no ha saltado.

—Ya lo suponía o a estas horas estaríamos con los peces. Pero dice que el impacto es malo.

—Así es, mi comandante. El torpedo ha estallado en las hélices de estribor y las ha deshecho. Los túneles de las hélices están abiertos al mar y está entrando agua en la sala de turbinas de popa. Lo único que parece que funciona es el timón. El servo está dañado pero aun puede gobernarse manualmente.

Entendí lo que decía el segundo. El Galicia estaba listo. Con las salas de calderas y de turbinas de proa inundadas, y la de popa llenándose, no nos quedaba mucho tiempo a flote. Al menos nos manteníamos adrizados, aunque con cierto asiento a popa, y no era necesario contrainundar.

—¿Cuánto tiempo nos queda?

—Dependerá de si conseguimos hacer que funcionen las bombas, mi comandante. Con ellas aun aguantaremos bastante. Sin ellas, apenas una hora, dos a lo sumo.

Don Pedro Nieto meditó un momento antes de ordenar—: No nos vamos a dar por perdidos. Santander está cerca y aun podremos llegar. Don Eduardo, ordene que la dotación suba a la cubierta. Solo quiero por debajo a los trozos de reparaciones y a los que trabajan en el calderín o en el timón. Don León —dijo dirigiéndose al tercer oficial, que también había llegado—, vamos a necesitar un remolque. Don Víctor, a usted lo necesitaré aquí.
Escribir comentarios