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Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Jun 12, 2017 12:22 pm

Capítulo 13

Tú que dispones de viento y mar, haces la calma, la tempestad.

Ten de nosotros Señor, piedad, piedad, Señor, Señor, piedad.

Oración de la Noche de la Armada Española. Josep Sancho Marraco.


Tras la vuelta de Freetown, donde habíamos entrado como elefante en cacharrería, el Galicia necesitaba un recorrido de las máquinas. Pero ya se sabe el proverbio del almirante Fisher, el britano que inventó los cruceros de batalla de papelina para goce y disfrute de sus enemigos. El tal decía “"Hit first ! Hit hard ! Keep on hitting !” que viene a ser “te vi a dar trompadas hasta que caigas doblao”. Nuestro mando, tras años de seguir la senda británica con la SECN, también se había aficionado a las manías de los pérfidos y se empeñaba en seguir aporreando a nuestros cordiales enemigos con intención de enseñarles el valor monetario de los peines. No lo hacíamos todo nosotros pues, seamos objetivos, la Armada era muy valiente y sobrada de tradiciones pero cualquiera de los blindados de la Royal podía merendársela sin despeinarse. Menos mal que el almirante teutón Ciliax y el macaroni Cattaneo se habían acercado para echar una mano. Ciliax era ferviente partidario de la táctica de aprovechar que el rival está caído en el suelo para seguir dándole patadas, bonito deporte que siempre eleva el ánimo español.

A la flota la llamaban combinada, apelativo que nos habían dado los britis para traer malos recuerdos de Trafalgar pero que había caído en gracia. No era la escuadra más potente que había surcado los mares pero presencia, lo que se dice presencia, tenía. Constaba de seis divisiones. Dos, de acorazados: la primera, la de los leviatanes germanos Tirpitz y Bismarck, junto con el más pequeño Gneisenau; su gemelo el Scharnhorst estaba deshecho en las piedras de Larache. La segunda división, que mandaba Bergamini, contaba con los acorazados modernizados Doria, Cesare y Duilio, que tras apoyar el desembarco en Creta se habían llegado a estas aguas más abiertas. Luego había cuatro divisiones de cruceros. Dos eran dos italianas, la de Cattaneo con los Zara, Pola y Gorizia, más el Cervantes, que luego le explicaré qué hacía ahí. La segunda italiana la mandaba Legnani con los Abruzzi, Garibaldi, Aosta, junto con el Díaz y el Barbiano que nos habíamos quitado de encima. Había otra división francesa, pues los vecinos del norte y de manera inesperada se habían plantado en Gibraltar con los Glorie, La Galissonière y Jean de Vienne; aunque supuestamente eran cruceros ligeros como nuestro Galicia, le daban ciento y raya salvo por los cachivaches electrónicos. De remate estaba la división española que mandaba el almirante Don Francisco Regalado y que incluía al Canarias, al Galicia, es decir, el barco del menda, y a una parejita de cruceros pesados que Supermarina nos había cedido para darnos un poco más de empaque. Ya los conoce: eran los Trento y Trieste, unos barquitos hechos con el espíritu del tal Lord Fisher y que estaban hechos a medias de cartón piedra y madera de balsa. Tampoco nos echemos las manos a la cabeza, que el Canarias tenía muchas cualidades pero el blindaje no era una de ellas. Cualquiera de los tres barcos podía deshacerse si recibía un pepino con malas intenciones.

Estando lo más granado de la flota aliada en Gibraltar, donde casi no cabían los barcos, usted se imaginará que queríamos acabar la guerra de una vez batiendo el Atlántico desde las Malvinas a Terranova. Pero debe recordar que nuestros amigos italianos nunca habían imaginado combatir en el océano y sus barcos tenían una autonomía muy justita. En teoría la de acorazados y cruceros grandes llegaba para cruzar el océano, hacer marro en Hatteras y volverse, pero esas cuentas solo valen para un trasatlántico. No para barcos de guerra que están continuamente dando vueltas y cambiando su andar. Que la autonomía de esos barcos fuese escasilla era una lata porque obligaba a depender de petroleros y a tener que repostar en alta mar. Al menos los britanos andaban en las mismas o peores, que tampoco se les había pasado la mollera que iban a tener que pelear en medio del Atlántico. Confiados en su red de bases tenían un montón de crucerillos con autonomía propia de remolcador de puerto. Además los ubootes germánicos se estaban cebando en los petroleros, y a los pocos que aun flotaban míster Churchill los tenía yendo y viniendo a Usalandia a que el señor Roosevelt los llenase de oro negro. Es decir, que los britis también tenían que medir las millas que recorrían cuando salían al mar.

Se preguntará qué hacían el Galicia y el Cervantes habiendo tanto chico grande, pero éramos de lo más necesario, pues acababan de ser modernizados y llevaban unos equipos electrónicos cedidos por los germanos —que como ya le dije, estaban de un espléndido que asombraba a quienes los habían conocido durante la Cruzada— solo superados por los del Tirpitz. Así que hacíamos de ojos y oídos de la flota, y semejante papel nos iba a tocar mientras no se actualizasen los demás buques. Algo que tendría que esperar a que pasasen una temporada en puerto, que al paso que íbamos sería cuando San Juan bajase el dedo. En justo pago por la compañía del Trento y del Trieste, el Cervantes había sido asignado a la división de Cattaneo para iluminarles las tinieblas. Los alemanes se las apañaban solos con el Tirpitz. Los franceses no se las apañaban y por eso iban a pegársenos.

Al mando del tinglado estaba el almirante Ciliax. A fin de cuentas los germanos eran los que más acero ponían, y tampoco nos importaba porque hasta ahora el almirante alemán lo había hecho mejor que bien. La última había sido la de Freetown; aunque habían sido los almirantes Marschall y Moreno los cabezapensantes, la ejecución había tenido su aquél. Además Ciliax podía alardear con lo del Revenge en Islandia y el Repulse en San Vicente, dos soberbias bofetadas en la faz de la Pérfida Albión que el almirante había propinado con estilo y buen hacer. Aunque en lo del Repulse nosotros teníamos nuestra opinión, pues estábamos seguros que había sido el Canarias el que había metido el dedo en el ojo, mejor dicho el pepino en el pañol.

Radio macuto, mil paridas por minuto, difundía cábalas sobre la próxima gracia que les íbamos a hacer a los britanos. Había quien apostaba por Ciudad del Cabo, que total, está aquí al lado, O por Jamaica, como si pudiésemos pasearnos por aguas enemigas tal cual Pedro por su casa. Los más atrevidos afirmaban que íbamos a ir directamente al Támesis para bombardear la Torre de Londres y tocarles las narices a Churchill. Algunos que se creían mejor informados y que habían escuchado rumores sobre lo que se estaba cocinando en Nápoles decían que nos meteríamos en el Mediterráneo, para cruzar Suez, salir al Índico y llegar a la India, Ceilán, Australia o qué sé yo. Los sensatos apostábamos por Canarias, que era lo que nos pedía el cuerpo, pues allí se estaba librando una dura batalla que nuestros cañones podrían decidir.

Lo dicho, mil paridas por minuto, porque esta vez a la fértil chola de Marschall y de Moreno se les había ocurrido algo diferente. Así que el vigésimo día de febrero la escuadra entera se hizo a la mar.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Jun 12, 2017 12:23 pm

Conociendo las aficiones del distinguido público, hoy toca capítulo marinero. Disfrútenlo.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Jun 12, 2017 2:35 pm

Yo disfruto con todo, pero tengo que reconocerte que cuando aparecen los españoles en escena, disfruto más que el proverbial cochino en el barro... :mrgreen:

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Jun 12, 2017 6:37 pm

Maestro...¿De caza por Azores?

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Jun 12, 2017 10:29 pm

Veremos (dijo un ciego y nunca vio).

Saludos

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar Jun 13, 2017 1:24 pm

La otra opciòn que se me ocurre es un ataque a los destructores ingleses que abastecen Canarias, a ser posible en el momento que los estan desembarcando y embarcando heridos, combinándolo con un bombardeo de las posiciones británicas y el paso de un convoy propio para acto seguido salir zumbando. Por cierto maestro ¿Los Litorio donde estan?

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar Jun 13, 2017 11:16 pm

En Urgencias, creo recordar. Quedaron un tanto perjudicados en su última salida.

Lo de salir a la caza de destructores, magnífico. Habrá que hacerlo con disimulo para que la flota inglesa en las Azores no se entere, pero tampoco creo que los cañonazos se oigan desde tan lejos.

Saludos
Última edición por Domper el Mar Jun 13, 2017 11:26 pm, editado 1 vez en total

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar Jun 13, 2017 11:25 pm

La salida de las seis divisiones de la bahía de Algeciras fue un espectáculo que ensanchó nuestros pechos y que fue admirado por miles de linenses y algecireños. Pero entre tantos ojos era más que probable que los hubiese descarriados, y que su propietario corriese a informar al espionaje británico: ya sabíamos que el desastre sufrido por Iachino había tenido su causa última en un chivatazo. Bien, esta vez los pérfidos que saliesen a cazarnos se iban a llevar un chasco.

La flota, tras dejar atrás la farola de Tarifa, se internó en el golfo de Cádiz. Esta vez Ciliax no repitió el error de Iachino de acercarse a la costa, que aunque estuviese mejor vigilada que entonces se veía negra de tantas minas y submarinos. Al contrario, mantuvo el rumbo oeste hasta que oscureció. Fue entonces cuando se inició la primera parte de la mala jugada que Marschall y Moreno estaban preparando a la Navy. Cuando era ya noche cerrada cuatro de las divisiones invirtieron su rumbo y a toda máquina volvieron a cruzar el Estrecho hasta internarse en el mar de Alborán, quedando lejos de la vista de tierra a la amanecida. Ayudó un temporal de poniente que agitó los barcos como corchos pero que los mantuvo fuera de miradas inquisitivas. No solo terrestres sino también marítimas porque desde un mes antes se había emitido una instrucción que obligaba a que el tránsito por dicho mar se hiciese pegado a la costa andaluza, supuestamente para poder identificar a los buques que intentasen cruzar Gibraltar. A fin de cuentas, pocas nacionalidades neutrales quedaban ya en el Mediterráneo: solo los turcos, que se estaban poniendo las botas dedicándose al cambalache, y los soviéticos, que iban a lo suyo, que vaya usted a saber qué era.

Sin embargo el golfo de Cádiz no quedó vacío, porque el lugar por donde supuestamente nuestra flota debiera navegar fue ocupado por la mitad de las fuerzas antisubmarinas del Pacto. Los dos almirantes suponían que la noticia de la salida no se podría ocultar, que los submarinos enemigos acudirían como moscas, y que podía ser momento de recibir adecuadamente a tan sigilosos visitantes. Dos docenas de Focke Wulf 200 y de Dornier 217, equipados con radiotelémetros, barrieron las aguas atacando a todo lo que flotase, y si el submarino conseguía escapar a las bombas caía sobre él un grupo de patrulleros. En los cinco días siguientes fueron hundidos seis sumergibles enemigos y averiados otros cuatro.

Mientras en el Mediterráneo se preparaba la segunda parte de la jugada. Dos divisiones italianas, veteranas de Creta, habían embarcado en un importante convoy formado por barcos transalpinos, franceses y españoles, que también transportaban una enorme cantidad de suministros. Los barcos partieron de Nápoles, se acercaron a la bahía de Suda para recoger a las tropas, y luego se perdieron en el Mediterráneo. Las tropas habían sido equipadas con uniformes tropicales y se les había instruido sobre el combate en áreas desérticas. A los capitanes les habían entregado cartas del Mar Rojo, y se habían preparado itinerarios con destino a Yibuti, en el Cuerno de África. Según los planes recibidos, el objetivo de la operación era Adén, cuya toma implicaría la apertura del Océano Índico a las flotas del Pacto. Mientras la flota combinada esperaba al socaire de Alborán, donde se reunió con petroleros que rellenaron los tanques de las unidades que iban quedándose más justas.

Mientras era nuestra división la que iba a protagonizar la siguiente escena de la película.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Jun 14, 2017 1:37 pm

Recordará que he dicho que se volvieron para Alborán cuatro divisiones, cuando éramos seis. Y es que dos se quedaron en el Atlántico: la nuestra, al mando del almirante Regalado —que ostentaba el mando táctico—, y la francesa dirigida por el almirante Bourragué, que seguía nuestra estela con rumbo oeste. Cruzar esas aguas con tanto submarino convergiendo hacia ellas implicaba el riesgo de toparse con un mal bicho. Pero entre la velocidad de los cruceros —no bajamos de los treinta nudos hasta doblar San Vicente— y los radiotelémetros de nuestro Galicia nos libramos de encuentros desagradables. Hubo que dar resguardo a un par de contactos, que por aquellas aguas seguro que parlaban inglés. Tampoco fue malo que los sumergibles britanos nos echasen un ojo desde lejos, para que en el Almirantazgo no se mosqueasen al ver que sus submarinos no hacían contacto y fuesen a pensar que había gato encerrado, que bien mirado lo había. Una vez doblado el cabo, que antes llevaba el nombre de una vergonzosa derrota de la Armada y ahora el de una victoria —por los corrillos se decía que había sido el Canarias el que liquidó al Repulse—, seguimos hacia el norte, hasta entrar en la ría de Vigo.

Para los que habíamos navegado por las aguas gallegas, las rías de Pontevedra y de Vigo eran las mejores del mundo mundial, y si en su día la Armada apostó por el Ferrol —base tan buena que a decir inglés merecía murallas de plata— fue en parte por estar más alejada de nuestros vecinos lusos, que durante muchos años se dedicaron a seguir bailar al son de la música britana hasta que el Premier Churchill les demostró su agradecimiento. Además las cualidades del Ferrol del Caudillo eran más adecuadas para los tiempos de la vela, cuando el alcance de los cañones se medía en cables y no en millas, y el mayor titán de los mares, el desgraciado navío Santísima Trinidad, desplazaba bastante menos que el Galicia. Ahora, en la época del vapor, del cañón que dispara a veinte millas y del avión que vuela a doscientas, fueron la ría de Vigo y especialmente la abrigada ensenada de San Simón las que llamaron la atención del Pacto. La ría tenía la ventaja añadida de contar en su orilla con una gran ciudad industrial (o gran pueblo según los pontevedreses; los de Vigo se la devolvían hablando del “embarcadero” lerense). Volviendo a la ría, las islas Cíes y Estelas, situadas en la boca, cerraban el acceso tanto a olas atlánticas como a turistas inoportunos. No es que la ría del Ferrol fuese peor, tan solo algo más pequeña, y además contaba con ventajas como los astilleros de la antigua S.E.C.N. (ahora nacionalizados) con su dique seco que estaba siendo ampliado para dar cabida a buques de línea; pero la Armada prefería reservarse el Ferrol del Caudillo para su propio uso y disfrute.

Aun no estaba encarrilado lo de Portugal cuando los almirantes Marschall y Moreno llegaron al acuerdo que convertiría a Vigo en una de las grandes bases del Pacto en el oeste; las otras iban a ser Gibraltar —Cádiz nos la guardábamos—, Ámsterdam —holandesa por poco tiempo pues ya sabe que pasó a ser alemana no mucho después— y Trondheim, allá en Noruega. Verá que Francia quedaba al margen; nadie se llamaba a engaño con nuestros vecinos del norte, y si Romier estaba a nuestro lado era más por vengar la muerte de Pétain que por tenernos especial cariño. De todos esos enclaves, Vigo era la base más occidental y apuntaba directamente a la garganta británica, es decir, a las líneas marítimas de las que dependían nuestros sempiternos enemigos. Dicho y hecho, pronto empezaron a llegar a la rada todos los cachivaches con los que pueda soñar un almirante. Se instalaron baterías de costa en la Costa de la Vela, en la isla del Faro y en el Monteferro, se apostaron antiaéreos por toda la ría, y se tendieron campos de minas para limitar los accesos. Teniendo en cuenta que Vigo está en el quinto pino, también se trabajó en las dos líneas ferroviarias que unían el centro de la Península con Galicia, y se comenzaron las obras para tender un oleoducto que aliviase de la necesidad de operar con petroleros. Asimismo se construyeron en los alrededores varios campos de aviación desde los que las escuadrillas vigilaban las aguas no solo gallegas sino de medio océano.

Pronto llegaron los submarinos alemanes para establecerse en la ría gallega y desde allí lanzarse contra los convoyes enemigos. Con ellos llegaron decenas de bous y patrulleros para mantener limpias las aguas, y el primero de noviembre del año 41 una flotilla de destructores alemanes sentó en Vigo sus reales, pues las obras en Rande apenas habían empezado. Pero para que fuese una base en condiciones aun le faltaba el principal aditamento: tener diques secos en los que poder mantener o reparar a las mayores unidades de las flotas del Pacto. Por desgracia el único con capacidad suficiente al sur del Canal de la Mancha estaba en el puerto gabacho de Saint Nazaire, y los alemanes preferían no tocarle mucho las narices a su nuevo pero renuente aliado. El de Ferrol seguía en obras y no se esperaba finalizarlo antes de seis o más probablemente doce meses.

Se iniciaron las obras de dos grandes diques secos en Vigo, pero era un proyecto que tardaría años en estar acabado. Claro que antes de que se colocase la primera piedra —o mejor dicho la primera cuba de hormigón— llegó una muestra del ingenio europeo: la primera pieza de un enorme dique flotante que se acababa de finalizar precisamente en Saint Nazaire, pagado a tocateja tras encargo directo del almirante Marschall. Se pretendía construir varias secciones que pudiesen ensamblarse dependiendo del tamaño del barco que se quisiese dejar al aire, pudiendo admitir a los mayores acorazados. Resultó ser un sistema tan eficaz que se copió por todo el mundo, aunque se tardó cierto tiempo en que el flotante vigués funcionase a pleno rendimiento.

Con lo que le he contado podrá imaginar que cuando la agrupación entró en Vigo la ría bullía de actividad. Un bou nos indicó el canal y una vez dentro de la rada, los barcos echaron el ancla frente a la isla Cabrón, que vaya nombrecito le habían colocado a la pobre. Fue por poco tiempo: el preciso para rellenar los tanques —que los de los cruceros transalpinos empezaban a menguar, y los del Galicia no iban mucho mejor—, dejarse ver un poco, y salir de nuevo a la mar.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Jue Jun 15, 2017 7:45 pm

Que el respetable nos echase una buena mirada era parte de la táctica pensada por los dos maquiavélicos almirantes que habían preparado la operación. Suponían que la noticia de nuestra salida llegaría al arco del Almirantazgo antes que nosotros hubiésemos rebasado las Cíes, pero como habíamos estado apenas cuarenta y ocho horas en puerto, no habría dado tiempo a que los sumergibles britanos amaneciesen, y además esas aguas eran vigiladas con celo por aviones y patrulleros que ya llevaban hundidos tres escualos de acero. Aunque los Condor batiesen los mares por nuestra proa, tampoco era cuestión de jugársela y la agrupación barajó la costa gallega y luego portuguesa hasta la altura de Oporto. Luego nos internamos en el océano y los destructores que nos habían dado escolta se despidieron.

Si no íbamos a llevar señoritas de compañía significaba que íbamos a realizar una operación lejos de nuestras aguas, probablemente contra los convoyes enemigos. Don Pedro Nieto Antúnez, fiel a su costumbre, convocó un consejo de oficiales para confirmárnoslo. Nos recordó, por si algún alma bendita lo había olvidado, que los cuatro cruceros que componían nuestra agrupación tenían la piel demasiado fina y no eran los mejores para liarnos a cañonazos con barcos ingleses. Los tres franceses estaban bastante mejor hechos —no en vano eran nuevecitos e incorporaban las lecciones aprendidas en Jutlandia y luego olvidadas durante tres lustros por hacer economías—, pero llevaban cañones del quince no mejores que los del Galicia. La idea era aprovechar la velocidad de los barcos para dejar atrás a casi cualquier cosa que pudiésemos encontrarnos. Yo pensé en la gracia que nos había hecho la maquinaria del Trento en las islas Salvajes, pero como sé que los tenientes recién estampillados estamos más guapos callados me lo reservé.

Ya estábamos a doscientas cincuenta millas de la costa cuando pusimos proa al nornoroeste, pues la derrota que llevábamos nos hubiese llevado demasiado cerca de las Azores. La idea era meternos en medio del Atlántico, donde se estaba librando una batalla a muerte entre los convoyes britanos y los submarinos alemanes. Varios Condor —nuestros ángeles de la guardia— debían guiarnos hacia los enemigos, y de paso prevenirnos de sorpresas desagradables. Si se podía, que esa era otra, que el tempestuoso Atlántico Norte no se dejaba sobrevolar todos los días. Con todo, si nos encontrábamos con algún muchachote con la Unión Jack, diríamos aquello de pies para qué os quiero y saldríamos a escape. Además, para desanimar al personal, haríamos alguna finta para que nuestros queridos enemigos pensasen que teníamos a la flota combinada justo detrás y que queríamos hacer otra jugada como la de San Vicente, y así reflexionasen en lo que pudieran esconder las cortinas de humo que pensábamos tender.

Para colaborar en el despiste britano los submarinos también iban a echar una mano. No sé si sabrá que por entonces se habían instalado en los buques de la flota sistemas mecánicos que emitían los mensajes en Morse —cifrados, obviamente—, sin dejar la delatora traza de la mano del radiotelegrafista que un operador entrenado podía reconocer. Los submarinos, situados cerca de nuestra ruta, emitían mensajes sin sentido destinados exclusivamente para la oreja britana. La intención, obvia, era hacer pensar al Almirantazgo que nuestros cruceros no eran los únicos en alta mar.

No íbamos a ser los únicos en salir de puerto. La división del comodoro Kummetz —con el Eugen, el Scheer y el Lutzow—, que estaba acechando en Noruega, también debía intentar salir al Atlántico Norte para tener algún altercado con lo que se terciase, si era un convoy mejor, aunque tampoco haría ascos a algún crucero de vigilancia. Entre las dos agrupaciones teníamos que montar tal bochinche en las rutas transatlánticas que la Navy tuviese que salir a buscarnos, siempre pensando que tras esos cruceros tan fanfarrones podían estar el Tirpitz y el Bismarck prestos a cobrarse el pellejo de cualquier despistado. Esperábamos que en Londres pensasen que no bastaba con mandar crucerillos en nuestra caza sino que se necesitaba algo con mucho acero, y con un poco de suerte tendríamos a media flota inglesa dando vueltas por el océano, gastando su precioso fuel. Mientras la combinada debía esperar tan ricamente en Alborán. Cuando la cosa estuviese a punto se pondría a escoltar al gran convoy que se había preparado y que ya había salido de Nápoles.

Pero como le vengo repitiendo, todo eso quedaba muy bonito sobre el papel, pero un mal encuentro lejos de nuestras costas significaría que Regalado tendría que elegir entre abandonar a su suerte al desgraciado barco que resultase dañado, o verse enfrentado a fuerzas abrumadoras. De Guatemala a Guatepeor.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Vie Jun 16, 2017 1:28 pm

Las primeras horas fueron de esa mezcla de aburrimiento y tensión que solo se da en las guerras. El radiotelémetro del Galicia exploraba el horizonte, y los serviolas de gastaban los ojos intentando distinguir si entre las olas podían ver algún periscopio que el ojo electrónico no hubiese captado. Los oficiales, que no nos fiábamos ni un pelo de los pescadores metidos a marinos de guerra, también echábamos más de una mirada a las aguas grises que nos rodeaban. Grises, porque en invierno el Atlántico solo nos dedicaba nubarrones y olas. Así pasaron el primer día y la primera noche de nuestra aventura. Pero con los primeros rayos del sol —es un decir, que el cielo seguía gris y amenazante— llegó un moscón: un hidro Catalina de los que Roosevelt regalaba a Churchill, seguramente salido de las Azores. La presencia del moscardón significaba que los britanos sabían de nuestra salida, porque nos separaban novecientas millas de las islas portuguesas y según los informes previos no era habitual encontrar aviones enemigos tan lejos.

Era de esperar que nuestra detección significaría que desde las Azores y desde las islas nos echarían si no todo lo que flotase al menos algún gañán que nos diese p’al pelo. Guiado por los aviones podría caernos encima, no en un abrir y cerrar de ojos, pero podría aprovechar la noche para acercarse sin hacer ruido y saludar el amanecer con andanadas. Aun tras la pérdida del Repulse, la Royal Navy tenía dos cruceros de batalla, el Hood y el Renown, que eran pintiparados para tal misión. El segundo estaba en Scapa Flow, pero el Hood, un mastodonte de cuarenta y dos mil toneladas, podría estar aparejando para darnos caza.

Pocas opciones tenía Don Francisco Regalado. Podía aumentar el andar e intentar perderse en el Atlántico, aunque a costa de buena parte del precioso fuel. La otra opción era dar la salida por abortada y volverse a casa, y fue la que aparentemente escogió el almirante. La agrupación puso rumbo franco al este y empezó a acercarse a las costas gallegas. Las dotaciones apreciaron la medida, que los alejaba de riesgos —salvo el de los submarinos, que seguramente ya se estarían acercando a la ría viguesa para esperarnos— pero al mismo tiempo quedaron un tanto desencantadas porque significaba que la agrupación había fracasado en su misión. Además un segundo avión, esta vez un Fortress, relevó al Catalina que nos seguía.

A media mañana el radiotelémetro del Galicia detectó un gran contacto que se acercaba desde el este. Era demasiado grande para ser uno de los Condor de patrulla, algo que resultó evidente cuando pudimos ver que se trataba de una escuadrilla de cazas pesados Junkers 88 C. Igual que los aviones ingleses podían conducir a los cruceros de batalla, nosotros podíamos guiar a los cazas. El cuatrimotor enemigo los vio en seguida —debían tener algún ojo de halcón en la tripulación— e intentó romper el contacto, pero no pudo evitar que los Ju 88 le cayesen encima. Desde los cruceros apenas pudimos ver nada, pero más adelante nos dijeron que el avión había resultado ser coriáceo y estar erizado de ametralladoras. No solo derribó dos Junkers, sino que consiguió mantenerse en vuelo y volverse hacia las Azores. No sabemos si llegó, pero en todo caso nos habíamos quedado sin carabina, que era de lo que se trataba. Don Francisco ordenó rumbo oeste —no iba a tomar el original— mientras que el Canarias, el buque de mayor autonomía, rescataba a dos aviadores que habían saltado de uno de los aviones alemanes. El resto del día transcurrió sin mayores incidentes, y al llegar la noche volvimos a cambiar de rumbo, esta vez al norte. Aparentemente habíamos dejado atrás a los perseguidores.

Sin embargo había indicios alarmantes. Los Condor no solo no habían conseguido localizar a la flota inglesa, sino que dos habían desaparecido al sur de Irlanda. Tal vez se debiese a algún accidente, o se debiese a malos encuentros con cazas pesados ingleses, que también los tenían y que cada vez era más frecuente que patrullasen los mares buscando a los cuatrimotores. Pero había otra posibilidad ominosa: que entre los buques ingleses que con seguridad habrían salido en nuestra persecución hubiese algún portaaviones.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Jun 19, 2017 11:09 am

Al amanecer de nuestro tercer día en la mar estábamos casi a la mitad de la distancia entre Irlanda y las islas lusas, cruzando la ortodrómica entre Galicia y Nueva York, región del océano antes muy concurrida pero ahora evitada por los barcos aliados al hallarse al alcance de los Condor. Fue por ello el lugar escogido para citarnos con el primero de los petroleros que debían apoyarnos: el flamante Franken, que acababa de ser finalizado en Copenhague. El buque, que alcanzaba los veinte nudos siendo uno de los petroleros más rápidos del mundo, se unió a la agrupación y durante el día siguiente rellenó los depósitos del Trento, el que andaba más justo, los del Trieste, y luego los nuestros, los del Galicia. Nos separamos tras citarnos para unos días después, pues ya era el momento de dar un poco de mal. Tomamos rumbo noroeste y nos preparamos para cortar la vital ruta de Terranova. Pero el océano seguía prácticamente vacío. Solo a mediodía un Condor avistó un mercante a cien millas de nuestra posición, que Don Francisco rehusó perseguir pues no valía la pena desviarse por un único barco. Un mensaje enviado desde el Ferrol nos comunicó que los cruceros de Kummetz iban a faltar a la cita: al intentar salir al Atlántico al sur de Islandia habían tenido un mal encuentro con cruceros ingleses. Tras un combate indeciso los barcos habían tenido que volver hacia Noruega tras sufrir algunas averías; el enemigo, formado por dos cruceros pesados y dos “ligeros” de esos gordos con doce cañones de quince, seguramente no había quedado mejor; pero la cuestión era que nos quedábamos sin ayuda y, peor aun, desaparecida la amenaza de Kummetz los ingleses podían mandar también al Renown en nuestra búsqueda.

Como las desgracias nunca vienen solas casi en el mismo momento que Kummetz salía trasquilado fue cuando nosotros tuvimos un encuentro desafortunado. Incluso antes que el radiotelémetro lo detectase, un serviola vislumbró una columna de humo por nuestra proa. Don Francisco intentó mantenerse a distancia mientras el Trento lanzaba un hidro que comprobase la identidad del intruso, pero no hizo falta: el barco también nos había visto y venía directamente hacia nosotros, algo que no haría un cascarón mercante. Para más desgracia, los instrumentos del Galicia empezaron a pitar: el buque disponía de su propio radiotelémetro por lo que no podríamos soñar en despistarlo por la noche, ya cercana.

Quedaba otra opción: acabar con el intruso a cañonazos. Existía el riesgo de sufrir averías en alguna unidad, pero siendo siete cruceros contra uno no costaría demasiado abrumarlo. Realmente era la única opción razonable que se le ofrecía al almirante, así que la agrupación puso proa al norte, para acercarse al contrario y de paso cortarle la ‘T’, y en los barcos se tocó a zafarrancho de combate. El radiotelémetro del Galicia empezó a cantar las distancias, y al poco habían caído a 25.000 metros. Estaban a punto de disparar los cañones del Canarias, cuando desde su torre se pudo reconocer al inoportuno: se trataba de uno de los buques más feos que jamás haya cruzado los mares —y mire que es un título con muchos aspirantes, yendo el Canarias bien situado—, es decir, el impertinente era un crucero norteamericano de la clase Omaha.

Mala papeleta. No era cuestión de liarse a pepinazos con el yanqui salvo que se quisiese provocar a los useños para que se metiesen en el charco, algo que les apetecía y para lo que solo esperaban invitación. Pero dar esquinazo a un tipo tan cargante también tendría su intríngulis porque los Omaha, a pesar de ser más feos que Picio, corrían que se las pelaban y además estaban diseñados para las vastedades del Pacífico, vamos, que el Atlántico casi les resultaba pequeño. En resumen, que nos íbamos a tener que acostumbrar a compañía de ese pesado. Pesado que, siguiendo la tradición de observar estrictamente las reglas de la neutralidad, empezó a emitir a grito pelado, se supone que para invitar a más amigos. Al menos un Condor que teníamos sobre nosotros nos dijo que no había encontrado barcos ingleses cerca. Para fiarse mucho de la ayuda, pues se les había escapado un crucerillo de nada.

Con esa compañía la fiesta ya no era tan divertida y el almirante decidió volverse para casa. A fin de cuentas no iba a poder atacar a ningún convoy pues, según los cuatrimotores, el océano estaba vacío de convoyes —seguramente habían sido retenidos en Halifax y en Liverpool—, y el otro objetivo, el de hacerse notar, estaba más que cumplido. Ya no quedaba nada más por hacer. Aparte de salvar el pellejo, cuestión que para nosotros tenía cierta importancia, y mis antecedentes no auguraban nada bueno.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar Jun 20, 2017 10:06 pm

Lo de volverse para casa era más fácil de decir que de hacer. Seguro que media Home Fleet había salido a cazarnos, y por si teníamos alguna duda cuando llegó desde Vigo un mensaje intranquilizador: uno de los Condor de reconocimiento había descubierto una agrupación británica al norte de las Azores. Antes de desaparecer —probablemente a causa de un caza naval inglés— había comunicado la presencia de tres acorazados del tipo King George V, del crucero de batalla Hood, y de un portaaviones. Cuando Don Pedro nos lo comunicó nos quedamos muy pero que muy preocupados. Porque esos cuatro acorazados —los britanos no se andaban con chiquitas— no podrían darnos caza pero sí complicarnos mucho la vuelta a casa, al menos mientras siguiésemos con esa molesta carabina. Al menos que los ingleses sacasen sus acorazados a la mar significaba que se habían tragado el engaño y que temían encontrarse con nuestros buques pesados.

Siendo el crucero norteamericano un buque con tanto andar tampoco tenía sentido gastar fuel intentando dejarlo atrás, así que Don Francisco Regalado ordenó la vuelta hacia El Ferrol a velocidad económica. Suponíamos que los britanos estaban haciendo justo lo contrario, ir a toda máquina para situarse al sur de Irlanda y cortarnos el paso. Para que se hagan idea, la situación era aparecida a un juego infantil al que era muy aficionado en mis años escolares, al que llamábamos la cadena. En él dos chiquillos, cogidos de la mano, trataban de pillar a los que sueltos iban por el patio. Yendo de la mano se corría menos y se era todavía menos ágil; por eso lo que intentaban hacer era cerrar poco a poco a algún chico contra las esquinas. Para los que iban sueltos, como tenían ventaja de velocidad y de agilidad, la mejor estrategia era dejar que la cadena se acercase y en el último momento hacer un regate para dejarles plantados. Eso mismo queríamos hacer. Los Condor tenían que informarnos sobre los movimientos de los acorazados enemigos, y cuando estuviesen suficientemente cerca intentaríamos alguna finta para salir por pies y dejarlos con dos palmos de narices. Pero sin olvidar que en el juego infantil para una cadena era muy difícil atrapar a un chico que fuese despierto, pero si había dos cadenas darle caza estaba tirado. Ese era el riesgo, que nos encontrásemos con otra cadena inglesa que nos atrapase.

Para formar esa segunda agrupación el Almirantazgo podría recurrir bien a dividir sus buques pesados, bien a echarnos encima a alguna flotilla de cruceros. Algo que tampoco tenían tan sencillo, pues entre las pérdidas sufridas durante la guerra, los que estaban esperando turno para algún remiendo, los que tenían que vigilar las salidas del Mar de Noruega —con los que Kummetz había tenido unas palabras— y los que daban caza a los corsarios por medio mundo, la Royal Navy andaba escasa de cruceros grandes. Le quedaban muchos ligeros, pero eran barcos antiguos incluso más pequeños que el Galicia y poco podían contra nuestra potente agrupación. Que no era moco de pavo, que con siete cruceros podía dar bastante faena, y el Canarias tenía merecida fama de buen tirador. Para los britones lo más fácil hubiese sido reunir al Hood y a algún crucero pesado, pero confiábamos en que la experiencia de San Vidente hiciese que los ingleses se lo pensasen dos veces antes de dividir sus fuerzas. A fin de cuentas se había visto salir a la flota combinada al Atlántico y, según los mensajes que se interceptaban, aun no sabían que se había dado la vuelta. Sin saber dónde estaban los acorazados de Ciliax, corrían el riesgo de encontrárselos de sopetón, y si el infortunado era el Hood podrían borrarlo de la lista de la Navy.

Por desgracia lo que unos años antes hubiese bastado para poder escapar, en 1942 ya no era garantía. Por una parte los britanos, igual que nosotros, empleaban con profusión sus aviones de reconocimiento, y cada vez en más número estaban dotados de radar, que es como ellos llamaban al radiotelémetro. Por otra, el enemigo ya había empleado sus portaaviones en San Vicente, y esta vez tampoco los habían dejado en casa. Con ellos se extendía el poder de las armas a doscientas millas, diez veces más que el más potente cañón. Así que lo del regate para escapar ya no era tan sencillo. Además, como cualquier marino sabe, las cosas siempre pueden ir a peor.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Jun 21, 2017 2:13 pm

Durante la noche fue imposible burlar al crucero useño; tampoco es que nos hiciésemos ilusiones pues seguramente su radar no sería peor que nuestros radiotelémetros. El amanecer fue gris pero, contrariamente a lo habitual por esas aguas, las aguas estaban tranquilas salvo por una leve mar de fondo. La mañana pasó sin mayores incidencias, salvo por el repelús que daba ver al chivato en nuestra estela. Los equipos de escucha señalaban que el yanqui seguía gritando a los cuatro vientos nuestra posición, pero nos tranquilizó ver a un Condor que desde lo alto tenía mejores vistas que nosotros y que nos dijo que las aguas a nuestro alrededor seguían desiertas.

Habíamos acabado el rancho del mediodía, condumio que como mucho cabría calificar de nutritivo, ya que habíamos tomado lo mismo que la tripulación. El criterio de Don Pedro era que en su buque no habría privilegios. Algo que parecía lo más normal del mundo para un veterano de los submarinos, pero que no sentaba muy bien a varios de mis compañeros acostumbrados a comer por todo lo alto mientras la tripulación aguantaba con bazofia. No se puede decir en voz alta, pero en las matanzas de Cartagena la porquería que se servía a la marinería haciéndola pasar por manduca tuvo mucho que ver. El caso es que tras ingerir la sobria pitanza nos habíamos sentado en la camareta para tomar una copita de anís cuando tocaron a zafarrancho de combate. Saltamos como resortes —una copa se hizo añicos contra el suelo— mientras corríamos a nuestros puestos.

Ya recordará que el mío estaba en el director de tiro antiaéreo de los cañones automáticos. Eran piezas que se apuntaban localmente y cuando empezaban a disparar poco tenía que hacer sino procurar que no hubiese desorden, señalar los blancos a los apuntadores, y comunicarme con el mando. Además los cañones ligeros que yo mandaba tenían un alcance tan escaso que en casi cualquier tipo de combate solo estaban de adorno, y mi principal función era hacer de mirón, rezando, claro está, para que no llegase un pepino con mi nombre. Pero al llegar a mi puesto me informaron que la cosa iba conmigo: el RDT había detectado dos grupos de aviones que se dirigían hacia nosotros.

Grupos de aviones en medio del océano significaba portaaviones, un ingenio maldito que iba a revolucionar la guerra en el mar y del que el Pacto carecía. En los astilleros de Alemania, Francia e Italia se trabajaba febrilmente para compensarlo, pero por ahora solo teníamos los antiaéreos. Al ser cosa mía la batería de dos centímetros, la más efectiva contra esos molestos abejorros, me esforcé intentando descubrir algo en el horizonte. Según el RDT se acercaban desde el norte. Tal vez fuesen amigos, y también podría estar llegando una tropa de arcángeles, que todo puede ser, pero lo más probable era que fuesen britanos. Entonces un serviola apuntó con el brazo, y dejándome los ojos conseguí ver unos puntitos negros. Se fueron acercando poco a poco y en pocos minutos no solo eran visibles claramente, sino que se empezó a escuchar el runrún de los motores. Los atacantes eran bastantes: unos veinte, que se mantenían a bastante altura, lo menos cinco mil metros ¿Qué pretenderían? De ser torpederos hubiesen descendido, y lanzar bombas desde tan alto es muy dañino para los oídos de los peces, pero resulta tremendamente improbable alcanzar a un barco que se mueva rápidamente.

Mientras la escuadra había aumentado su andar hasta los veintisiete nudos y se había dividido en dos grupos. Uno, el de los cruceros franceses, que adoptó una formación en flecha, apoyándose unos a otros con sus cañones pero con espacio suficiente para poder maniobrar. Los cruceros pesados hicieron lo mismo, pero en una formación más abierta, y Don Pedro llevó al Galicia hasta una banda del Canarias, pues suponía —con razón— que el famoso crucero sería el objetivo principal. Los aviones se dirigieron hacia nosotros y de repente, se dejaron caer uno a uno ¡eran bombarderos en picado, como los Stuka! El aspecto de los atacantes era anticuado, pues se trataba de biplanos, pero a las bombas les da igual que el avión sea viejo, que matan igual las tire el Barón Rojo o alguno de esos aviones cohetes alemanes de los que se hacían lenguas los fantasiosos.

Los cañones antiaéreos del diez, del diez y medio y del doce empezaron a disparar con la ineficiencia de siempre. Los del dos se elevaban al máximo para apuntar, pero los atacantes aun estaban demasiado altos. Los atacantes habían elegido sus blancos: cinco iban a por el Canarias, tres a cada uno de los dos cruceros pesados transalpinos ¡y seis a por nosotros, un humilde crucero ligero! Pero no seríamos blancos fáciles. Don Pedro maniobró con el Galicia como si fuese un esquife, efectuando cambios de rumbo en el último momento para evitar las bombas; uno de los biplanos que intentó seguirnos no pudo recuperarse y acabó cayendo al mar. Dos bombas cayeron muy desviadas, pero las otras tres nos afeitaron y la metralla repicó contra el casco. Los atacantes no se fueron de rositas y mientras uno de ellos trataba de remontarse una ráfaga del dos lo borró del cielo. El Canarias, un buque con suerte, también se libró de los artefactos. Peor le fue al Trento, barco gafado donde los haya, que recibió un artefacto en la toldilla. Afortunadamente no causó excesivos daños, aunque la metralla que barrió la cubierta causó casi cien bajas entre muertos y heridos. Ese ataque tampoco salió gratis: aparte del avión que habíamos derribado y el que se había estrellado, el Trieste hizo caer otro más.

Aun se estaba desplomando sobre el Galicia el pique levantado por la última bomba —que se derrumbó sobre el combés y me dio un buen baño de agua helada— cuando un serviola volvió a señalar al norte. Vimos un grupo de aviones, esta vez volando bajo. Al principio pensé que eran los atacantes que se agrupaban para volver a su buque, pero al mirarlos con más detenimiento vi que eran monoplanos. Tomé el interfono y grité.

—¡Don Pedro, torpederos enemigos a 60°, vienen hacia nosotros!

Los aviones, que efectivamente eran torpederos —el pez mecánico era claramente visible bajo la panza— formaron dos grupos para atacar por las dos bandas y que así no pudiésemos esquivarlos. Pero igual que no se habían coordinado con los bombarderos en picado, tampoco lo hicieron esta vez entre sí y atacaron primero por babor, luego por estribor. Para evitar los torpedos del primer grupo bastó con ofrecerles la popa: no solo era menos blanco, sino que al ser la velocidad relativa de los atacantes menor, resultaba sencillo gobernar y evitar los impactos. Además los torpedos me pareció que eran muy lentos, bastante más que aquellos del cabo San Vicente. Todos fallaron y además, al volar los aviones enemigos bastante despacio, mis antiaéreos dieron buena cuenta de dos, más otro que derribó el Canarias. Tras esquivar la primera andanada la agrupación puso la proa a los otros torpederos, pues no quedaba tiempo de nada más. Esta vez la velocidad relativa era muy superior al venir los torpedos en rumbo de encuentro, y de repente una alta columna se elevó del costado del Canarias; pero el crucero siguió impertérrito: el torpedo había estallado prematuramente. Parecía que el ataque había finalizado cuando, para mi horror, vi que otro avión, seguramente pilotado por un listillo, se había acercado por estribor como quien no quiere la cosa. Lo escogí como blanco y los cañones de 2 cm dejaron el avión para el arrastre, que tuvo que amerizar algo más allá. Pero el torpedo vino directamente hacia el Galicia, recto hacia donde yo estaba. Instintivamente apreté los dientes y flexioné las piernas, pero no pasó nada. Miré hacia la otra banda y vi como el torpedo seguía inofensivamente tras haber pasado bajo nuestra quilla.

En total no habíamos salido tan mal librados. El Trento había sufrido daños y bajas pero no habían afectado a su velocidad. Nosotros teníamos seis heridos a bordo, uno muy grave —su alma lo dejó durante la noche— y un par de boquetes en el casco, todo por obra y gracia de la metralla de la última bomba. Por suerte bastaron un par de tapabalazos para contener la inundación, que era mínima. El Canarias se había salvado, y a los franceses ni les molestaron. A cambio habíamos tirado a tres bombarderos en picado y a cuatro torpederos. Uno flotaba cerca y pasamos a apenas unos metros; dos de sus tripulantes estaban subidos a un ala, intentando botar una balsa. Don Francisco prohibió que nos detuviésemos y tan solo pudimos lanzarles algunos salvavidas y un flotador de humo que ayudase a localizarlos. También le hicimos fotos, porque el avión era inconfundible: se trataba de un bombardero torpedero Devastator que ostentaba las escarapelas de la US Navy.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Jun 21, 2017 8:49 pm

Parece que alguien, nunca mejor dicho, se acaba de retratar.

Saludos.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Jun 21, 2017 9:05 pm

Vamos, vamos. Todos sabemos que la Navy es imparcial y neutral. Esos aviones se perdieron y llevaban ayuda humanitaria a los desagradecidos buques de guerra del Pacto :twisted: :twisted: :twisted:

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Jue Jun 22, 2017 11:24 am

Curiosamente fue el ataque aéreo el que nos libró del molesto Omaha. El motivo por el que Don Francisco Regalado no permitió que nuestros buques recogiesen a los náufragos no fue la crueldad, sino para obligar a los norteamericanos a hacerlo. Don Francisco emitió varios radiomensajes en claro, tanto en español como en inglés, indicando que había supervivientes en el agua. Uno de los Condor que como señoritas de compañía nos acompañaban permaneció orbitando durante casi una hora, lanzando más señales de humo para guiar al crucero norteamericano, que no tuvo otra opción que desviarse y detenerse para recoger a los aviadores. En ese tiempo nuestros cruceros, moviéndose a treinta nudos, ya habían desaparecido tras el horizonte.

No por ello nos libramos de la vigilancia pues un pequeño hidroavión, de los embarcados en buques, nos siguió durante un par de horas. Pero las cortas horas de luz en esas latitudes nos salvaron de otro ataque aéreo, y el crucero tipo Omaha había quedado por la popa. Cuando anocheció Don Francisco ordenó un cambio de rumbo, cayendo hacia el este. Dirección que nos alejaba de Vigo pero también del portaaviones. Además como lo lógico hubiese sido ir al sur, pues dada la dirección en la que habían llegado los aviones presumíamos que el portaaviones norteamericano estaba al norte, debimos sorprenderles y nos debieron buscar por todas partes menos por ahí. Funcionó: al día siguiente la mar estaba desierta, y nuestros Condor —no sé qué hubiésemos hecho sin ellos— descubrieron un portaaviones de tipo Lexington a trescientas millas al noroeste. Mantuvimos el rumbo durante todo el día, ahora a unos cómodos y económicos veinte nudos, y ya de noche Don Francisco ordenó rumbo sur y luego sureste, hacia España. Al día siguiente, con el horizonte vacío, volvimos a encontrarnos con el Franken, que se unió a la agrupación. Dedicamos los dos días siguientes a rellenar los depósitos, hasta que los detectores identificaron tráfico radiofónico hacia el oeste, no lejos de nuestra posición. Despedimos al petrolero, que iba a intentar volver a España por su cuenta, y aproamos hacia Vigo.

Por entonces los ingleses llevaban ya en el mar una semana, patrullando a cierta distancia de la costa gallega. Habían sido avistados varias veces por aviones de reconocimiento y por submarinos; lamentablemente ninguno fue capaz de conseguir una buena posición de tiro. Luego supimos que la presencia de esos sumergibles formaba parte de la trampa, pero igual que los submarinos ingleses habían fallado, los alemanes también lo hicieron. Mientras, los britanos se movían por aguas lo suficientemente lejanas a la costa para evitar ataques de nuestros bombarderos basados en Galicia, pero no tanto como para no poder interceptarnos: siguiendo con la analogía del juego de la cadena, estaban tapando la puerta del patio. Pero nuestra visita a Vigo los había despistado ya que olvidaron que había más salidas. Nosotros estábamos mucho más al sur de lo que creían en el Almirantazgo, y aunque la derrota nos acercaba demasiado a las Azores, era la que menos esperaban nuestros enemigos. Como era de esperar, un hidro inglés —un Catalina— nos localizó a cuatrocientas millas al noroeste de São Miguel cuando todavía quedaba un día de navegación hasta la costa española. Pero pillamos a los ingleses a contrapié pues estaban bastante al norte, a demasiada distancia para lanzar un ataque aéreo desde sus portaaviones. Don Francisco, además, ordenó un regate de último momento: durante el día, mientras el Catalina nos seguía, aproó directamente hacia Vigo, como si quisiese llegar a la ría yendo a toda máquina y así adelantarse a los ingleses; pero en cuanto oscureció cayó de nuevo al sur hasta llegar al paralelo del Cabo San Vicente, momento en el que pusimos rumbo este para cubrir la última etapa. El día siguiente fue de tensión, con los cruceros, ya cortos de fuel, intentando llegar a la cobertura aérea terrestre antes que los temidos torpederos enemigos aparecieran en el horizonte; por eso suspiramos de alivio cuando una escuadrilla de Me 110 nos sobrevoló. Ya sin temor a los portaaviones ingleses volvimos al norte, barajando la costa portuguesa hasta que al mediodía siguiente llegamos a Vigo, tras diez días en medio del océano esquivando aviones.

El resultado de la misión aparentemente había sido nulo. No habíamos hundido ni un barco, y aunque habíamos derribado cinco aviones, había sido a costa de daños los daños en el Trento. También resultaba más que evidente que la aviación naval, tanto la de base terrestre como la embarcada, había cambiado las reglas del juego, y en lo sucesivo habría que ser muy cauto. Sin embargo nuestra salida no había sido en vano: durante la semana que habíamos permanecido al oeste de Irlanda se suspendió casi por completo la navegación por el Atlántico Norte, salvo por unos pocos convoyes bien protegidos. Más importante, habíamos logrado sobradamente los objetivos de la primera parte de la operación.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Vie Jun 23, 2017 11:30 pm

Gerhard Koop y Klaus-Peter Schmolke. Deutsch Flugzeugträger Kriegsführung Vorherrschaft. Bernard & Graefe Verlag. Bonn, 1997.

El programa Hilfsflugzeugträger 40

El programa Hilfsflugzeugträger 40 se desarrolló durante la Guerra de Supremacía y estuvo destinado a proveer a la marina alemana de portaaviones en el menor plazo posible. Produjo un grupo heterogéneo de unidades que recibieron los nombres de grandes ríos navegables o de estuarios. Aunque eran de grandes dimensiones, el origen civil y lo apresurado de la conversión hizo que la capacidad de estos buques fuese limitada, siendo empleados principalmente para la instrucción y para el ensayo de técnicas aeronavales.

Origen

Durante los años treinta el Grossadmiral Raeder, artífice de la reconstrucción de la marina alemana, había prestado escasa atención al componente aeronaval de la flota. Solo en 1938 se inició la construcción de dos unidades, el Graf Zeppelin y el Flugzeugträger B. Este último nunca recibió nombre debido a la costumbre alemana de nombrar los buques solo cuando eran botados, aunque probablemente hubiese sido bautizado Peter Strasser, en memoria del jefe del servicio de dirigibles de la marina imperial alemana que murió en acción en 1918. Cuando en 1939 se desencadenó la Guerra de Supremacía se detuvieron las obras de ambos buques, siendo el segundo desguazado en grada; el primero fue terminado a finales de 1941 pero sufrió graves daños por una mina y solo pudo emplearse para la enseñanza.

El almirante Marschall, que sustituyó al Grossadmiral Raeder cuando pidió el retiro por cuestiones de salud, estaba convencido de la importancia del componente aeronaval de la flota a pesar de haber conseguido una gran victoria naval alemana al hundir al portaaviones británico Glorious en Noruega. Con asistencia japonesa se inició un gran programa de construcción que incluyó nuevas unidades (las clases Káiser y Hindenburg) y la transformación de buques de guerra en obras (clase Berthold). Sin embargo resultaba evidente que el programa no daría sus primeros frutos antes de tres años, por lo que se decidió la transformación de buques civiles ya existentes en portaaviones auxiliares. Se seleccionaron varios barcos de pasaje que en tiempos de paz cubrían las líneas transatlánticas y que no tenían empleo durante la guerra. Entre 1941 y 1944 fueron convertidos en portaaviones auxiliares once buques. La mayor parte dio mal resultado por ser tipos de buques inadecuados para su conversión, y porque sus máquinas, diseñadas para la navegación civil, resultaron propensas a las averías causadas por los frecuentes cambios de ritmo necesarios en una unidad de combate. Solo se consiguió el rendimiento esperado con la subclase Rhein, construida exprofeso partiendo de buques tanque.

Inicialmente se pensó emplear esos portaaviones en misiones secundarias, como la escolta de convoyes (papel en el que eran mucho menos necesarios que sus contrapartes inglesas o norteamericanas) o el apoyo a las operaciones anfibias. Sin embargo, pronto resultó evidente que su principal función iba a ser el entrenamiento. En esa misión tuvieron un meritorio papel, adiestrando a las primeras promociones de pilotos navales alemanes (posteriormente también a franceses, italianos y españoles) y participando en maniobras destinadas al desarrollo de las tácticas de cooperación aeronaval.

Subclase Putziger

Los tres barcos de la subclase fueron el resultado de un programa de emergencia destinado a proveer a la Kriegsmarine de portaaviones en un plazo de doce meses. Dada la urgencia y también debido a la inexperiencia alemana se decidió que la remodelación fuese muy sencilla: se limitaría a la remoción de las superestructuras, a la retirada de los materiales inflamables (muy abundantes al ser transatlánticos de lujo) y a la instalación de una cubierta de vuelo. Los buques escogidos fueron los Cordillera (redenominado Putziger), Berlin (Frisches) y Robert Ley (Dollart). Los tres eran buques de grandes dimensiones y apreciable velocidad, lo que permitiría el apontaje de las aeronaves aun sin tener sistema de detención.

Las dos primeros, el Putziger y el más pequeño Frisches, fueron entregados a la marina en noviembre y diciembre de 1941. En los dos se había removido la estructura e instalado una cubierta de vuelo a nivel de la segunda de pasaje, extendiéndola hacia proa y popa mediante montantes. El puente de mando, de reducidas dimensiones, estaba a babor, bajo cubierta. Se esperaba que la cubierta de vuelo, de 150 metros de longitud, fuese suficiente a pesar de la carencia de hangar o de sistema de frenado. Como medida de seguridad se instaló una barrera para aeronaves a proa, que se elevaba durante las operaciones de apontaje; debía impedir que los aviones rebasasen la cubierta y cayesen al agua.

El Putziger fue entregado en noviembre de 1941 y el más pequeño Frisches un mes después. El 7 de enero de 1942 el Putziger pasó a la historia cuando vez un aparato de entrenamiento Arado 96 DM apontó y seguidamente despegó del buque, por primera vez en la Kriegsmarine y adelantándose por cuatro días al Graf Zeppelin.

La catástrofe del Frisches

El Frisches (llamado así por una laguna costera de Prusia Oriental) había sido entregado después que el cabeza de clase, pero el Putziger sufrió una avería en las máquinas por lo que fue el Frisches el que continuó las operaciones con aviones. Tras embarcar ocho aparatos Arado 96 DM y dos Ju 87 EM, partió para el Gran Belt para ensayar despegues y apontajes. El 14 de febrero de 1942 uno de los Ju 87 resbaló por la cubierta al intentar apontar y se estrelló contra los aparatos aparcados, que estaban cargados de combustible. Se desencadenó un incendio muy intenso que inicialmente pareció haberse contenido, pero la gasolina ardiente, que había caído cobre la cubierta inferior, penetró en el barco a través de las ventilaciones. Las llamas se extendieron y pronto el incendio se hizo incontrolable. Dos horas después el barco tuvo que ser embarrancado en la cercana costa de Fiona, donde ardió durante tres días. Ciento noventa y seis marinos y aviadores perecieron en el accidente y el posterior incendio.

Mientras se investigaban las causas del accidente se suspendieron las operaciones aéreas en el Putziger y en el Graf Zeppelin, y se detuvieron las obras en los portaaviones en construcción o transformación; al parecer el mariscal Von Manstein estuvo considerando abandonar el programa de portaaviones, y solo se consiguió disuadirlo haciéndole ver que se perdería la gran inversión realizada hasta la fecha. Se formó un comité de investigación dirigido por el capitán de navío Hoffmann, antiguo comandante del Scharnhorst. Un mes después emitió sus conclusiones, según las cuales la pérdida del Frisches se debió a varios factores:

– La defectuosa disposición de la barrera de detención a proa, que hacía que ningún lugar de la cubierta fuese seguro durante las operaciones aéreas.

– La carencia de hangar que obligó a estacionar los aviones en zonas inseguras de la cubierta.

– Que los aparatos estacionados tenían los depósitos de combustible llenos de gasolina.

– La inflamabilidad de muchos elementos del Frisches debido a su origen civil: aunque se habían removido algunos como el mobiliario y las moquetas, la cubierta principal seguía forrada de madera de teca, y tanto la pintura como los aislamientos eléctricos (de gutapercha) ardieron intensamente.

– El deficiente aislamiento de las conducciones de combustible.

– El fallo de los mamparos que hubiesen debido contener el incendio, pues las llamas se propagaron por los conductos para electricidad al quemarse la gutapercha.

– La mala preparación de la dotación para combatir los fuegos a bordo.

La comisión emitió como consecuencia una serie de recomendaciones, especialmente en lo referente la mejora de los sistemas de seguridad en los buques civiles convertidos, y a la mejora del entrenamiento de los trozos de control de daños. Pero la principal conclusión fue que los barcos con el diseño del Frisches eran intrínsecamente inseguros. Eran inútiles para las operaciones de combate y la única manera segura de operar era sin estacionar aeronaves en su cubierta, es decir, que los aparatos debían apontar y despegar.

Como resultado de la investigación el Putziger volvió a los astilleros para retirar los elementos inflamables. Se pensó que cualquier otra modificación sería antieconómica por lo que en lo sucesivo el Putziger solo fue empleado como buque de instrucción: las aeronaves apontaban y despegaban para calificar a los pilotos. Curiosamente, en esas fechas la marina norteamericana decidió transformar dos buques de paletas del lago Michigan para emplearlos de la misma manera.

Dollart

La tercera unidad de la primera serie estaba aun en obras cuando se produjo la catástrofe del Frisches, y se decidió modificarla para impedir accidentes similares. La Kriegsmarine estaba probando un sistema de cables de frenado en Stralsund, pero aun no funcionaba correctamente, por lo que finalmente no fue instalado. Para mejorar la seguridad de los aviones estacionados se elevó la cubierta de vuelo y se instaló un ascensor, quedando el espacio a proa del puente (debajo de la cubierta de vuelo) disponible para estacionar aeronaves. El improvisado hangar tenía capacidad para veinticuatro aviones, pero la disposición se reveló insatisfactoria, pues la cubierta estaba abierta, expuesta a las inclemencias del tiempo y de la mar, y resultaba imposible trabajar de noche ya que las luces delatarían al buque. Se instalaron paneles de protección que solo resolvieron parcialmente el problema y además disminuyeron la capacidad del hangar a nueve aviones.

Al no haberse instalado los cables de frenado el barco resultaba insatisfactorio para el combate, pues era preciso despejar la cubierta antes de cualquier apontaje, lo que retrasaba las operaciones aéreas e imposibilitaba recoger varios aviones a la vez. Por ello el buque acabó siendo empleado en el mismo papel que el Putziger.

Subclase Wesser

La siguiente transformación fue la de los buques de pasaje Der Deutsche (Wesser) y Sierra Cordoba (Oder). Tras el accidente del Frisches fueron transformados de manera similar al Dollart, pero instalando un sistema de cables de frenado de aviones similar al original del Graf Zepelin, con cuatro cables transversales que estaban muy separados y resultaron poco eficaces. Otro defecto era que se conservaba el hangar abierto en la proa. El principal problema, sin embargo, estaba en la antigüedad de las naves empleadas, que sufrían frecuentes averías de máquinas y raramente conseguían sobrepasar los 15 nudos, teniendo dificultades para operar con aparatos de altas prestaciones salvo con fuertes vientos. Aun así fueron los primeros portaaviones operativos de la Kriegsmarine y se emplearon intensamente en maniobras para mejorar la cooperación aeronaval. Las limitaciones de los barcos obligaron a renunciar a operar con aparatos de combate, empleando en su lugar los Arado de entrenamiento; aun así proporcionaron una valiosísima experiencia.

Subclase Jade

Simultáneamente a los Wesser se transformó a los barcos de pasaje Gneisenau (renombrado Jade) y Postdam (Stettiner) con un diseño alternativo. Reflexionando sobre el informe final del accidente del Frisches, el almirante Fuchs, al que Marschall había designado para dirigir el programa de portaaviones, concluyó que un suceso similar podría reproducirse en cualquier portaaviones incluso en los dotados de cables de frenado y barreras de protección. La única manera segura de operar sería con la cubierta de vuelo despejada, pero eso interfería con las operaciones aéreas.

Fuchs consideró varias alternativas, incluyendo un portaaviones tipo catamarán con una pista de despegue central y amplias zonas de estacionamiento en las bandas. Pero un barco de ese diseño además de ser grande y costoso, resultaría muy vulnerable a los daños asimétricos por minas o torpedos, y no podría ser acogido ni por el canal de Kiel ni por los diques secos existentes. Como alternativa se pensó en instalar cubiertas escalonadas, como en el Furious o en el diseño original de los Akagi. Pero el sistema requería barcos de grandes dimensiones, y los consejeros japoneses lo desaconsejaron ya que disminuía el espacio disponible en el hangar y la carrera de despegue resultaba excesivamente corta.

Parece que la idea de la cubierta oblicua se produjo por accidente, cuando cayó al suelo un modelo de madera que se empleaba en estudios de Estado Mayor. La caída torció la placa de la cubierta de vuelo, inspirando al Doctor Koehler, uno de los presentes. El doctor desarrolló una propuesta de un barco con una cubierta con un ángulo de 10°. La ventaja era que la proa quedaba libre pudiéndose estacionar aviones con seguridad, o ser lanzados con catapulta. Inicialmente una barrera de frenado debía estar en la parte delantera de la cubierta oblicua, hasta que se pensó que en caso de fallo del apontaje mejor que ser frenadas para las aeronaves sería más seguro dar potencia y despegar. Incluso en caso de accidente no se afectaría la parte proel de la cubierta de vuelo, que estaba protegida por otra barrera.

Fuchs aprobó el diseño de Koehler y ordenó la transformación de dos buques con esa modificación. El Jade fue entregado en agosto de 1942, sin que justificase las esperanzas depositadas. La cubierta oblicua era demasiado corta para operar sin cables de frenado y obligó a reinstalar la barrera de detención. Más adelante el barco tuvo que volver al astillero para instalar un sistema de frenado derivado del que llevaba el japonés Akagi. Con ellos la cubierta oblicua demostró sus ventajas disminuyendo la tasa de accidentes y permitiendo acelerar las operaciones aéreas. Pero el reducido tamaño de los buques hizo que la pista oblicua siguiese siendo demasiado corta y solo los aviones ligeros podían despegar por sus medios; los pesados hubiesen requerido una catapulta de la que los buques no disponían. Además los barcos, debido a su origen civil, tenían una maquinaria muy problemática, que sufría averías frecuentes (aun más que los Wesser) quedando en la práctica limitada su velocidad a un máximo de catorce nudos. Estas limitaciones hicieron que el Jade, como las clases predecesoras, solo pudiese ser empleado para la instrucción, operando conjuntamente con los Wesser. El Stettiner se utilizó como buque experimental probándose el despegue asistido con cohetes, el lanzamiento de misiles, y siendo el primer barco de alemán en operar con helicópteros. Los Jade, como los barcos de las clases anteriores, fueron dados de baja y desguazados al finalizar la guerra.

Clase Rhein

Contrariamente a los anteriores, los Rhein no fueron producto de la conversión de buques de pasaje sino que fueron buques derivados de los petroleros de la Armada de la clase Ermland, una mejora de la Dithmarschen. La Kriegsmarine consideraba urgente equiparse con portaaviones y Marschall, aconsejado por Fuchs, autorizó la transformación de cuatro unidades que estaban en obras. El diseño de estas unidades, que recibieron el nombre de grandes ríos alemanes (Rhein, Weichsel, Donau y Elbe), fue muy parecido a los Sangamon.

Los Ermland resultaron mucho mejor elección que los barcos de pasaje: aunque en teoría eran más lentos al ser su velocidad máxima de 23 nudos, la planta motriz (seis motores diésel MAN de nueve cilindros con 29.000 caballos de potencia), que estaba diseñada para su empleo militar, resistía mucho mejor los cambios de régimen que las de buques civiles. Al ser la misma que la de los Ermland y los Dithmarschen se facilitaba el mantenimiento. La gran compartimentación propia de ese tipo de buques los hizo resistentes a los daños submarinos. Al ser unidades construidas como portaaviones y no barcos de pasaje convertidos, se pudo instalar un hangar y dos ascensores. Al tener un sistema de seis cables de frenado de diseño japonés pudo situarse La barrera a la mitad de la eslora, permitiendo tener aparatos estacionados en la zona proel mientras se recogían aviones. En los Rhein se instaló una catapulta a proa, necesaria para el despegue de bombarderos a plena carga. Al ser aptos para operaciones de combate fueron equipados con una batería antiaérea con ocho montajes dobles automáticos de 3,7 cm M41/3. Los sistemas electrónicos eran similares a los de los destructores de la clase 1936b, con un radar de exploración aérea y de superficie FuMO 301b Morse asociado a un FuME-4 de identificación de contactos, y dos directores de tiro antiaéreo FuMO 26b para la artillería antiaérea.

La primera unidad de la clase, el Rhein, fue entregada en febrero de 1943 y entró en servicio en mayo del mismo año. La velocidad limitada de los buques les impidió operar con la flota, pero rindieron meritorios servicios apoyando las operaciones anfibias en el Mar Negro y en el Océano Índico.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Jun 26, 2017 3:27 pm

Capítulo 14

Tu amigo tiene un amigo, y el amigo de tu amigo tiene otro amigo; por consiguiente sé discreto

Talmud

Nicole, te añoro pero te quiero lejos de mí. Me muero de ganas de acariciarte, de recorrer tus suaves curvas con mis manos, de hacerte vibrar entre mis brazos. Suspiro por tomar a Marcel, lanzarlo al cielo y escuchar sus risas. Pero no quiero veros en Berlín. Los ingleses ya no molestan nuestras noches, pero temo que sean aviones con la estrella roja los que lleguen en cualquier momento para sembrar la muerte en esas calles en las que nos amamos.

No sé por qué estoy tan preocupado, pues los agentes enemigos no han cambiado su comportamiento. Jansen se mantiene a la espera. Jens sigue llevando paquetes, y Johan recibe los mensajes que supuestamente son de Jutta y de Julius pero que redactamos nosotros. Joli, con puntualidad propia de la patria que quería traicionar, nos entrega los envíos que por sus manos pasan; sabe que si no me obedece no volverá a ver a Elsa. No, Nicole, no temas por la niña, que no corre más peligro que Marcel o que tantas otras criaturas alemanas ¿Te acuerdas de los Lemann, de cuánto deseaban un niño? Ahora disfrutan con Elsa. Joli no lo sabe, pero cuando la operación acabe le quitaré a la niña. En el hogar de Karolin y de Ulrich crecerá como una muchacha feliz, mejor que en un lupanar donde anida la traición.

Nicole, no es nada concreto, pero me siento como el gato al que los pelos se le erizan cuando se acerca la tormenta. Durante muchos meses los espías soviéticos han hurgado en nuestra patria, robando secretos e introduciendo armas. Pero desde estas navidades que he pasado sin ti han estado tranquilos. Solo intercambian mensajes de rutina, confidencias sin valor. Últimamente ni siquiera Jens envía paquetes a sus dudosos amigos. Es como si hubiesen desistido. Pero también puede ser que la trampa ya esté montada, y solo esté esperando a que un ratón imprudente meta el hocico.

Nicole, te deseo, te adoro tanto que te quiero lejos de mí.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar Jun 27, 2017 3:38 pm

Gerard secó la tinta, dobló la cuartilla y la introdujo en un sobre. Luego sería un hombre de confianza quien la llevase al general Schellenberg, que se encargaría de entregarla. Tras leerla, obviamente; por eso Gerard ni se había molestado en cerrar el sobre. Por el mismo canal le llegaban las de Nicole, que tanta añoranza le producían al leerlas. Esas notas eran el único lazo que les unía, ya que el general pensaba que reteniendo a su esposa en esa aldea de los Alpes le tenía amarrado. No era así ni por asomo.

Bastante tenía Gerard con seguir vivo tras su no muerte, pues los secretos que conocía se guardan mejor con los testigos bajo tierra. El general le había dicho que había apartado a su familia, que se reducía a su esposa Nicole y al pequeño Marcel, para protegerla de las bombas. En esa fase de la guerra la R.A.F. visitaba con regularidad Berlín, y aunque los daños que causaba no pasaban de picotazos de mosquito, el policía se sentía más tranquilo con sus dos allegados lejos. Pero ahora ya habían pasado meses y los bombarderos ingleses ya no estaban molestando a los alemanes. Aun así, él entendía que a Schellenberg no le gustase que se viese a Nicole y a Marcel por Berlín, pues habría quien al verlos recordase que Gerard había sido la mano derecha del finado Nebe. Pero ¿por qué el general no le permitía verlos? ¿Por qué le ocultaba dónde los había llevado? Las cartas de Nicole demasiadas veces venían recortadas, obviamente para que no delatase dónde la retenían. Que sería en una jaula de oro, pero con barrotes. Para Gerard resultaba evidente que era otro el motivo. Si el general no había ordenado su muerte era por considerarlo demasiado valioso, y manteniendo a su familia como rehén se aseguraba su silencio. Incluso su colaboración. Aunque Schellenberg no entendía que por quién tenía devoción Gerard era por la Patria.

Tampoco había sabido ver que para el policía que había resuelto el asesinato de Hitler encontrar a su familia resultaba trivial, y más disponiendo de los vastos recursos de la Central. Gerard tuvo el sentido de no buscarla directamente, pues con seguridad varios de sus hombres rendirían cuentas ante Schellenberg. Pero la captura de Joli, la prostituta que actuaba como estafeta de los rusos, le dio una ocasión de oro. Ahora tenía pretexto para buscar a otras mujeres que hiciesen lo mismo. Se ayudó del servicio de inteligencia más numeroso y eficiente del mundo: la gente. Que es cotilla y más en tiempos de guerra, pues en cualquier rincón hay alguna arpía que goza espiando y denunciando a sus vecinos, sobre todo si es una mujer atractiva de la que no sabe nada y que acaba de llegar al pueblo. Gerard había ordenado que se confeccionasen fichas con esas denuncias, buscando recién llegadas que viviesen cerca de zonas industriales y de estaciones de tren. Lógicamente descartó las sospechosas que residiesen en las montañas pues en ellas hay pocos trenes y menos fábricas. Además Gerard había tomado el hábito de entretener sus ratos de soledad bajando al sótano de las máquinas de contabilidad, y así llenar esas interminables veladas sin Nicole. En esos momentos solitarios aprendió como trabajaban las máquinas clasificando las fichas descartadas: las de mujeres solas, las que tuviesen pareja, las que tuviesen niñas y finalmente las que cuidasen a niños pequeños. Contaba con que una guapa berlinesa no pasaría desapercibida y, efectivamente, Nicole ya había atraído la atención de dos brujas. No anotó nada, pues no le hacía falta, y siguió haciendo búsquedas sin sentido. Pero con la alegría de saber dónde estaba y que podría rescatarla cuando quisiese.

Pero por ahora iba a esperar. No mentía a Nicole cuando le decía que sentía algo en los huesos. Los rusos habían estado infiltrando agentes durante meses, enviaban armas por medio país, y de repente se habían quedado tranquilos, conformándose con las migajas de información sus espías mandaban. Gerard se sentía como la araña en el centro de la red, que sentía como las pobres moscas presas en su trama se agitaban. Pero ahora se habían callado, y solo alguna seguía removiéndose. La araña buscaba la causa, que aun no conocía pero que imaginaba. El antiguo policía pensaba que los rusos ya lo habían dispuesto todo, y que ahora preferían pasar desapercibidos hasta que llegase el momento de dar su golpe.

Había prevenido a Schellenberg pero no le había hecho mucho caso. Para un disoluto como el general sus placeres siempre primaban sobre el deber, y más ahora que entretenía sus horas con esa modista que había hecho venir desde París. La pareja, cliente habitual de los peores tugurios, era al mismo tiempo la comidilla y el escándalo berlinés. Que el corazón del espionaje alemán bebiese por los ojos de una francesita no era la mejor manera de ganar la guerra. Gerard esperaba que esa mujer no trabajase para otros servicios; pero ni por asomo se le ocurriría investigarla. Pues no quería provocar la ira del general. Al menos, no por ahora.

El policía pensó en acudir con lo que sabía a cualquier otro miembro del gabinete, pero los años y la experiencia le habían hecho prudente. Además ¿qué podría decirles? Se imaginaba contándole al canciller Speer: “Mire, soy una persona que no existe porque Schellenberg simuló mi muerte cuando asesinó a Nebe, pues sabíamos quién preparó la muerte de Goering. Dirijo una agencia secreta, tan secreta que ni usted ni nadie saben de ella, con la que les espío a ustedes y además controlo al espionaje soviético en Alemania”. Lo menos que le podría pasar era que no le creyesen y que acabase en el frenopático. Peor aun, podrían creerle ¿dónde acabaría entonces? ¿y Nicole?

No, iba a seguir con sus investigaciones. Desvelaría las tramas de las redes soviéticas en Alemania hasta saber cuáles eran sus intenciones. Pero no olvidaba que en cualquier juego había dos jugadores, y no le bastaba con saber cuáles eran las cartas de los rusos. Necesitaba saber qué tramaba Schellenberg.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Jun 28, 2017 2:12 pm

Gerard conocía demasiado al general como para creer que la francesa le hubiese cautivado. Mujeres tenía todas las que pudiese desear, y dudaba mucho que una fémina más que entrada en años fuese capaz de cautivarle, por muy interesante que fuese su conversación. A Schellenberg le atraía la inteligencia siempre que estuviese enfundada en un bonito envoltorio, nuevecito, y adecuadamente mullido ahí donde se necesitaba. Algo por lo que no destacaba la modista, que estaba bastante ajada y era casi tan plana como sus vestidos. Además de ser famosa por sus inclinaciones que no se decantaban hacia los pantalones, ni siquiera por los de uniforme. Podría ser el del general un amor platónico, pero sus gustos, hasta ahora, habían estado más cerca de la carne que de la filosofía. Al antiguo policía le parecía que el asunto era una tapadera, y al escandalizar a la sociedad berlinesa Schellenberg conseguía disimular otras actividades menos confesables. Por un momento pensó que el general también sentía la llamada de la homosexualidad, hasta que recordó que en su estela quedaban decenas de corazones rotos y, si había que creer a las maledicencias, más de un niño sin padre. Gerard no sabía qué asunto podía ser ese que interesase al general más que el sexo. Fue entonces cuando el ex policía quedó como deslumbrado por un relámpago y lo entendió todo. También comprendió que a partir de ahora iba a ser Schellenberg uno de los objetivos de la Central.

El general, a pesar de su astucia, también cometía errores. El primero había sido agarrarle por el cuello. Ahora que sabía dónde estaba Nicole, la presa se había aflojado sin que el amo supiese que el títere podía actuar por su cuenta. Schellenberg había cometido otro cuando dejó que se le pusiese protección. Gerard decidió que su jefe estaba ante un peligro mucho más grave del que pensaba y que iba a necesitar más guardaespaldas. Iban a ser sus mejores hombres y mujeres, y tan discretos que ni llegaría a verlos.

Satisfecho tras haber tomado una decisión, Gerard Wiessler volvió a su tarea principal. Que no era controlar a Schellenberg, sino proteger a la Patria. Y la amenaza inminente para Alemania estaba en las llanuras más allá de Polonia, en las que tanques y aviones se acumulaban en tal número que saltando de uno en otro podría ir del Báltico a los Cárpatos sin pisar el suelo. El policía no podía ordenar reconocimientos aéreos, ni infiltrar agentes. Pero podía y debía manejar a los espías soviéticos en Alemania. Empezando por Johan, el agente residente ruso, y por Joachim, su subordinado. Ambos pertenecían al personal diplomático de la embajada soviética y por tanto eran intocables. Una lástima porque a Gerard le hubiese apetecido tener una conversación privada con Johan. Una charla en un sótano, sin más ayuda que una lámpara, unas esposas, y los sonidos de golpes y aullidos procedentes de otras celdas, bastaban para soltar las lenguas más firmes. Gerard sonrió al pensar en el último de esos interrogatorios; su interlocutor era un agente durmiente que Joachim había activado, y se derrumbó sin saber que quiénes gritaban en el cuarto de al lado eran un par de actores fracasados que ahora trabajaban para la Central.

Johan ya no necesitaba el contacto personal con sus agentes. Los operadores de radio que les había enviado —la mayor parte de los cuales estaban ahora en las mazmorras de la Central— le aliviaban de esa comprometida tarea. El diplomático ruso, sin embargo, proseguía con su rutina, y seguía saliendo a pasear, pero de manera aparentemente inocente. Hasta que hizo algo que alarmó a la araña que controlaba la red. De repente, desplegó una intensísima actividad cervecera. Visitaba antros por todo Berlín y entre jarra y jarra dejaba paquetes para sus espías. Que corriese tal riesgo era inusitado; algo muy valioso debían contener esos envíos. No necesitó recogerlos: sabía que el destinado a Jutta llegaría sus manos enseguida. Cuando Gerard abrió el paquete no pudo retener un silbido de asombro. No había códigos, ni armas, ni venenos, ni sistemas exóticos de comunicación. Solo dinero y joyas: un gran fajo de billetes usados, y una bolsita con alhajas de oro, brillantes y perlas. Suponían miles de marcos, una pequeña fortuna. Los gobiernos son famosos por malgastar fortunas, pero para la Unión Soviética, paria internacional por antonomasia, las divisas y los metales preciosos eran enormemente valiosos. Ahora Johan y Joachim las estaban distribuyendo a manos llenas. Gerard sabía lo que semejantes cantidades significaban para un espía: algo con lo que comprar voluntades y una herramienta con la que desaparecer. Para un agente el dinero era como el paracaídas para los aviadores. Aunque la cuestión que quedaba abierta era otra ¿por qué ahora?

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Jun 28, 2017 6:38 pm

Maestro... ¿No estaras pensando en que la chimenea tenga un... "accidente"? 8)

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Vie Jun 30, 2017 2:35 pm

Gerard no sabía si Jansen también había sido destinatario de otro de esos paquetitos. No solo Johan, hasta Joachim se estaba haciendo cada vez más cauto y lo habían perdido unas cuantas veces. En cualquiera de esas ocasiones habría podido dejarle un envío.

Mantener la vigilancia sobre Jansen estaba resultando tremendamente difícil. Era un policía, igual que lo había sido Gerard, que conocía todos los trucos. No era raro que cuando salía de casa se parase ante un escaparate y comprobase en el reflejo si alguien le seguía. Hasta tenía un reloj de cadena que miraba frecuentemente: un par de veces destelló, mostrando que Jansen había colocado un espejito de tocador que le permitía investigar a los otros viandantes. Era frecuente que el traidor entrase en locales con dos salidas, o que nada más entrar en alguna tienda se diese la vuelta y saliese, intentando sorprender a posibles seguidores. El U-Bahn le resultaba especialmente útil y en la Central se estaban haciendo famosos los cambios de vagón de Jansen en el último momento. Siempre de manera casual, demostrando que Jansen sabía que intentar eludir a un seguidor podía ser el mejor indicio de traición.

La vigilancia de Jansen era a la vez costosa y arriesgada, porque un desliz podría llevar al traste la operación. Gerard consideró detenerlo, pero temió que alguien tan astuto tuviese preparado algún sistema para alertar a los soviéticos. Pero dejar de seguir a un agente tan peligroso era una locura. Finalmente decidió encomendar a mujeres la vigilancia del policía. Bien venerables matronas que con su bolsa iban a hacer la compra diaria, bien jovencitas empujando carritos de niños, que no llamaban la atención aunque se las encontrara una y otra vez en los mismos sitios. Pero ese método solo servía para controlar la residencia o la comisaría donde Jansen prestaba servicio. Tan desconfiado era el traidor que había llegado a investigar en los archivos policiales quiénes eran esas vecinas; a Gerard no le preocupó porque tenían una leyenda a prueba de bomba.

No pudiendo vigilar de cerca las andanzas de un espía tan alerta y desconfiado había sido preciso recurrir a observadores equipados con prismáticos que seguían a Jansen desde apartamentos o azoteas. Establecer esos observatorios había sido complejo ya que precisaban una línea telefónica directa. Gerard esperaba nadie investigase por qué en ese vecindario tantos pisos habían tenido averías de teléfono. Aunque, bien pensado, era la Central la encargada de vigilar ese tipo de coincidencias.

Mal que bien se pudo adivinar por dónde se movía Jansen. La primera sorpresa fue que no era el único policía implicado. Otro agente, al que Gerard pasó a llamar Jelto, resultó no solo ser amigo de Jansen, sino que sus andanzas coincidieron un par de veces con las de Joachim en una llamativa casualidad. Jelto, además de policía, era un aficionado a las largas caminatas que emprendía con otro amigo, Janosch. Jelto y Janosch, a veces con Jansen, visitaban con frecuencia los bosques cercanos a Berlín, incluyendo el de Schirknitzberg. Que Gerard recordaba por ser en el que los guardabosques habían encontrado marcas de disparos.

Un día Jansen cambió su costumbre y al acabar su turno en la comisaría no volvió a su casa. Gerard ordenó que no se le siguiese aunque suspiraba por saber qué pretendía. La fortuna le sonrió cuando otro agente reconoció al traidor en la Chausseestrasse. Lo malo era que ese hombre estaba allí por ser parte del equipo de protección de Schellenberg, cuyos hábitos nocturnos lo llevaban con frecuencia hasta los cabarets de la calle. Jansen había entrado en un edificio de apartamentos, donde estuvo un rato antes de salir y dirigirse al U-Bahn. Con los medios de la Central, apenas dos horas después se sabía que uno de los pisos había sido alquilado por un tal Jirko, otro elemento que ya constaba en los archivos por su pasado en movimientos obreros. Por si quedaba alguna duda, resultó que al día siguiente Jirko —al que obviamente le habían puesto una cola— se juntó con Jelto para tomar unas cervezas. Pues mientras que Jansen era un zorro viejo al que costaba Dios y ayuda controlar, Jelto tenía costumbres de vividor, era aficionado a tomar alguna que otra jarra —o que otras, porque podría acabar con la producción cervecera de media Sajonia—, y cuando estaba animadillo controlaba bastante peor su entorno. Un regalo para la Central que le llevó a conocer aun a más individuos que no tenía fichados.

Además de poner bajo vigilancia a Jirko, Gerard ordenó que se estableciese un puesto más de vigilancia en esa calle. Un bonito departamento, con un magnífico ventanal con vistas a la madriguera de las ratas. Dos hombres, apostados con un telescopio oculto tras unos visillos, controlaban la calle. Eran agentes cuidadosamente escogidos, de los mejores de la unidad. Pues no solo iban a vigilar el nidito de Jirko.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Dom Jul 02, 2017 4:51 pm

Si Gerard había puesto a dos hombres de confianza para observar al pelanas de Jirko no solo era por controlarle, algo fácil a la vista de la torpeza con la que se movía: sus intentos de eludir posibles perseguidores no solo eran ineficaces sino que le ponían en evidencia. Había otro asiduo visitante de la Chausseestrasse que cada vez interesaba más al policía: el general Walter Schellenberg.

A Gerard le parecía que las protestas de Schellenberg por la escolta eran rutinarias, debidas sobre todo a que le disgustaba verse con compañía. Ya que en cuanto supo del riesgo de un atentado el general accedió a ser escoltado, y hasta había autorizado a ampliar el personal de la Central. La impresión de Gerard era que Schellenberg tenía muchas cualidades, pero el valor personal no era una de ellas. O tal vez creyese que su muerte supondría un serio inconveniente para el gobierno. Y también para sus planes, fuesen los que fuesen.

Aunque la dirección de la Central ocupaba cada vez más el tiempo de Gerard, no había querido delegar la selección del personal. La agencia ya se estaba haciendo demasiado grande para hacerla personalmente, pero al menos quería dar el visto bueno para candidato. La mejor cadena no es más fuerte que el más débil de sus eslabones, y Gerard no quería que ninguno entrase en la agencia. Buena parte del problema estaba en el origen de los aspirantes. Schellenberg pensaba que para reclutarlos Gerard acudiría a los servicios de inteligencia. Dado que el antiguo policía había convertido en fiel de su política no turbar los dulces sueños de su jefe, fue precisamente lo que hizo. Reclutó a algunos antiguos miembros del SD y Abwehr, y los destinó a puestos en los que siempre estaban confiados de hombres —y mujeres— de total confianza… de Gerard. Pues si algo despertaba su desconfianza era un espía procedente de otro servicio, cuya lealtad podía estar torcida. Seguramente no serían traidores, sino alemanes honrados que amaban a la Patria tanto como él. Aunque sin olvidar que el espionaje era el objetivo preferido de los servicios enemigos, y resultaba más probable encontrarse ahí con un infiltrado ruso o inglés que en el Zoo o en la compañía del gas. El problema era que los agentes procedentes del RHSA, aunque fuesen muy patriotas, podrían creer que servían mejor a Alemania yendo a otros despachos a contar lo que veían.

La cuestión de conseguir personal sin fidelidades extrañas tenía sencilla respuesta. Un espía no era sino un criminal. De un tipo especialmente dañino, pero a fin de cuentas un delincuente. Misión de la policía era perseguir el crimen, y nada como un comisario con experiencia para lidiar con ladrones, aunque no fuesen de dinero sino de información. Gerard no se engañaba y sabía que en la policía también tenían su colección de manzanas podridas, pues la cercanía del delito siempre resulta contagiosa para hombres sin convicciones. Pero conocía el cuerpo y sabía de las andanzas de sus antiguos compañeros. En su día muchos habían sido relegados por su disconformidad con el nazismo, y fueron los primeros a quienes Gerard llamó, ya que el hombre que se jugaba el trabajo por sus convicciones difícilmente podría ser un espía. Pronto tuvo trabajando a sus órdenes a una docena de antiguos compañeros que eran enormemente valiosos no solo por su capacidad personal sino por conocer todos los cuentos y rumores que corrían por el cuerpo. Algo que le que permitió descartar tanto a candidatos con excesivo amor a los marcos, como a los que en su día habían coqueteado con los comunistas. El principal inconveniente fue que los policías tendían a ser muy conspicuos, pues estaban acostumbrados a dominar las calles simplemente andando por ellas. Aprender a pasar inadvertidos les resultó una nueva experiencia.

Gerard también buscó a oficinistas de todo tipo, escogiendo a esas personas grises que venían a ser el lubricante con el que se movía la maquinaria del Estado. Extrañamente, podían ser mejores para las labores de campo que los policías, pues sabían pasar inadvertidos hasta en una plaza vacía. Además eran inteligentes —no todos, pero Gerard también disponía de médicos especialistas en la mente para que los examinasen—, tenían más recursos de los que parecía, y era improbable que fuesen infiltrados. Más importante, esos individuos aparentemente insignificantes se consideraban servidores del Estado. Gerard escogía a los de puestos anodinos, como el departamento de Agricultura; no creía que los soviets tuviesen especial interés en saber las necesidades alemanas de abonos.

Tal vez no le gustase a Nicole, pero muchas mujeres nutrieron las filas de la Central. Las primeras fueron familiares de los policías, luego las secretarias que poblaban los despachos berlineses. Después las escogió con las máquinas analíticas del sótano de la Central, buscando a las que habían descollado en los estudios pero que la política nazi había relegado a las cocinas. Raramente los espías las temían, ya que demasiados hombres creían que las mujeres solo eran capaces de cocinar, lavar ropa y criar niños. Gerard también incluyó en su nómina a algunas mujeres despampanantes. A las atractivas sin ser deslumbrantes las aleccionó para que no se cuidasen demasiado y que fuesen los hombres los que creyesen que habían descubierto su atractivo interior. A las más llamativas no pensaba emplearlas como cebo, pues hasta el espía más obtuso desconfía cuando una belleza se le acerca para invitarse a una copa. Actuarían como distracción. El paso de una joven escultural enfundada en un vestido ajustado sería como la muleta del torero que ofusca la atención del toro.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Jul 03, 2017 12:20 pm

Una las primeras mujeres que la Central reclutó fue Herta, que iba para señuelo pero acabó siendo, literalmente, una mina de oro. Había sido reclutada cuando Gerard estaba siguiendo a la miríada de espías soviéticos que estaba descubriendo; además de agentes que trabajasen sobre el terreno, se necesitaba personal administrativo que mantuviese a raya la cada vez mayor cantidad de papeles se generaban. Además la joven había llegado con las mejores recomendaciones: había trabajado en el RHSA hasta que Kaltenbrunner la despidió. Realmente no había sido ese criminal, que no se rebajaba a tratar con personal subalterno, sino su subordinado Werner Best. Se decía que la chica no había mostrado el entusiasmo debido por la causa, y al investigar detenidamente sus antecedentes resultó tener un bisabuelo judío. Sin embargo Gerard sabía que el motivo real era que un gerifalte del Partido había intentado chantajearla para meterse en su cama, llevándose como premio un sonoro bofetón. Ahora el gerifalte penaba en Dachau, donde tras los Juicios de Berlín había sustituido a otros presos más inocentes. Pero Herta había quedado marcada y ningún departamento la aceptaba. Salvo la Central.

Era una preciosidad. Una belleza rubia que con una mirada podía tentar a un eremita. Casi excesivamente atractiva para tenerla trabajando en una oficina, pues despertaría pasiones y conflictos entre sus compañeros. Aun así, Gerard la mantuvo en parte por sus antecedentes, pero también por si la necesitaba como reclamo. Pero cuando Herta insistió en que quería ser recibida, fue preparándose para despedirla o para enviarla a algún importantísimo puesto en Memel o aun más allá, ya que la Central necesitaba inteligencia y no advenedizas que usasen su magnetismo sexual para ascender.

Gerard se sorprendió al descubrir que la joven no era la rubia bobalicona que todos pensaban, sino que tras sus rizos dorados se escondía una aguda inteligencia. Ni intentó camelar a su jefe; le debió bastar una mirada para entender que era hombre de una mujer y que si seguía ese camino se perdería. No por ello Gerard dejó de quedar fascinado; mirándola, se veía que su atractivo no era tanto físico —pues aunque guapa era una más de tantas— sino que estaba en cómo sabía emplear su cuerpo, su mirada y su voz para conmover a los hombres. Herta le confesó que empleaba su figura como una herramienta más, no por gusto sino porque ser la única manera de lograr alguna oportunidad. En la Alemania nazi las mujeres estaban destinadas a llenar el país de niños rubios, y tenían vetada la promoción profesional. Aunque Herta había sido una estudiante excepcional, con un don especial para las matemáticas, la universidad de Heildelberg la había rechazado. Todos le presionaban para que se casase con un jovenzuelo que coincidía que era el hijo del jefe local del Partido, pero no queriendo atarse a una cocina, se había mudado a Berlín para trabajar en un banco. Allí había sido la secretaria personal de uno de los directores, puesto para el que sus curvas eran la mejor acreditación; no dijo cómo las había empleado pero Gerard lo imaginó. Siendo una mujer despierta no solo fue la mejor secretaria que el directivo había soñado —aunque tal vez no le agradó tanto a su esposa— sino que aprendió cómo se movía el dinero en el Reich. Al comenzar la guerra Herta saltó al RHSA; por extraño que pareciese, hasta las rubias explosivas podían amar a la Patria y querer servirla en la guerra de la que dependía el futuro. Pero allí había descubierto la mugre que se ocultaba bajo el oropel. Su departamento, cuya misión hubiese debido ser perseguir a los enemigos del Reich, se dedicaba a atrapar judíos inocentes y exprimirlos de sus riquezas para beneficio del aprovechado y rijoso que tenía por jefe. Herta no era una niña recatada de moral monjil, pero le repugnaban los criminales y acabó provocando el «incidente» del bofetón para poder abandonar el departamento.

Pero la joven no quería hablar con Gerard para contarle su historia. Siendo tan brillante había comprendido aun mejor que su nuevo jefe las posibilidades que daba a la Central el pleno acceso a la información del Reich. Los sótanos llenos de fichas perforadas contenían no solo la identidad de los habitantes, sino también datos sobre sus inclinaciones y aficiones y, más importante, también de sus propiedades. La joven describió cómo el flujo del dinero permitía rastrear las actividades en el Reich. No las menores, pero poco importaba que un soldado comprase un pañuelo para su novia o la llevase a cenar; para esos gastos miserables estaban los billetes. Las grandes transacciones, las que implicaban a magnates y a sus empresas, se hacían con documentos y dejaban un rastro indeleble.

Gerard comprendió la potentísima herramienta que Herta ponía en sus manos, e inmediatamente la despidió haciendo correr el rumor de que había querido emplear su generoso escote para conseguir un ascenso. Realmente la joven se trasladó a otro edificio donde pasó a dirigir una sección aun más secreta, tanto que no llegó a recibir nombre y pasó a ser simplemente la Sección. Desde ahí revisaba los flujos de capital del Reich. También consiguió algunas calculadoras similares a las de la Central; cuando necesitaba más potencia empleaba las de la agencia, no directamente, sino a través de sus propios agentes que la Sección infiltró en la Central. Bastantes de esas anodinas secretarias que manejaban las máquinas hacían horas extras vigilando a los banqueros del Reich. Para Gerard fue el mejor de los acuerdos: igual que los policías que había reclutado personalmente, la sección solo dependía de él, y podía tener espías dentro de la agencia de espías; la red de la araña se estaba haciendo más intrincada pero cualquier agitación llegaba inmediatamente a su jefe. Además pudo desentrañar los retorcidos lazos que unían al partido nazi con los financieros y los empresarios. Un archivo especial empezó a recoger la montaña de trapos sucios que la Sección estaba desvelando.

La Sección también se dedicó a otra actividad aun menos confesable, aquella que hizo que contratar a Herta fuese mejor que hallar un filón de oro. Gerard, a fin de cuentas, tenía experiencia de policía, de recorrer calles y de seguir huellas, y para él el dinero se reducía a fajos de billetes que atraían a los delincuentes. Pero la joven le enseñó que esos marcos eran solo migajas, ya que las transacciones importantes nunca se hacían en billetes sino que se reflejaban cifras apuntadas en libros de cuentas. Los banqueros hacían cambalaches con esos números, prestándose enormes cifras aunque solo existiesen sobre el papel, y así creaban dinero de la nada. Para la Sección fue pueril añadir o restar algunos decimales, inventar algunos movimientos, y pronto un río de marcos —virtuales tan valiosos como los billetes— inundaron la Central. Gerard ya no dependía del favor del general Schellenberg para financiar su agencia, y pudo ampliar la Sección, el departamento solo le debía fidelidad a él y a la Patria. Aunque no olvidó seguir importunando al general para que aumentase su presupuesto; si Schellenberg creía que con el dinero controlaba a la Central, mejor sería. Gerard prefería no trastornar su alma bendita con preocupaciones mundanas.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Dom Jul 09, 2017 11:53 pm

La vigilancia de Schellenberg continuaba pero, si Jansen ya era difícil, el general resultaba imposible. Sus escoltas, en realidad agentes de la Central, tenían pretexto para seguirlo, pero su protegido, u objetivo, era una persona con más dobleces que una pajarita de papel y más trampas que una película de chinos. Habitualmente se portaba bien. Seguía las indicaciones de seguridad que Gerard le aconsejó, y dejaba que fuesen sus discretos escoltas —pues no toleraba los uniformados— los que examinasen el vehículo antes de atreverse a montar y que revisasen los locales en los que pensaba entrar. Hasta había cambiado su manera de moverse por las calles: empleaba cada vez más el coche, y cuando iba andando se escondía tras los viandantes o seguía una marcha como de borracho: la manera de eludir a los francotiradores.

Pero continuamente se juntaba con todo tipo de personajes, algunos conocidos, otros no. Intentar vigilar o interrogar a los contactos era una locura, pues el ex policía no sabía si podían tener alguna importancia o si eran cebos, agentes del general con confiaba en descubrir al incauto que los investigase. Incluso a veces Gerard dudaba que la Central era la única agencia clandestina de Alemania; fue por eso que empleó las máquinas de la Sección para analizar los fondos que pasaban por las manos de Schellenberg; encontró muchos agujeros que conducían a bolsillos ajenos —parte sería para sueldos, el resto para sobornos— pero no signos de una estructura monumental como aquella en la que la Central se había convertido.

Más preocupante era cuando el general se escabullía, durante minutos u horas. Burlón como siempre, no era raro que saludase con la mano a sus guardaespaldas antes de entrar en alguna casa con doble salida —nunca la misma—, o de perderse en grandes cervecerías o en cualquier museo, aprovechando que tienen decenas de puertas y son imposibles de vigilar. Después tardaba algún tiempo en reaparecer. Motivos tendría una persona con tal aprecio por su vida que hacía el ridículo por la acera escudándose tras matronas, para esfumarse de tanto en tanto. Durante esas desapariciones corría el riesgo de que Jansen o alguno de sus compinches lo encontrase, y Gerard no sabía si los agentes de los rusos tenían órdenes o no de actuar. Schellenberg tampoco y aun así se arriesgaba. No sería por nada.

Los guardaespaldas tenían orden de cesar el seguimiento cuando Schellenberg les intentaba daba esquinazo. Si el general se tomaba la molestia de buscar antros con muchas salidas, no sería de extrañar que tuviese algunos secuaces que controlasen si alguien se mantenía a su espalda. Lo que dejaba sin resolver el problema de saber qué tramaba. Desde el observatorio de la Chausseestrasse, con algo de suerte, se le podría ver. Además Gerard sabía que Schellenberg mantenía algunos apartamentos para celebrar conferencias más carnales que las que puedan tenerse en un cabaret. Al general le extrañaría que no estuviesen vigilados, y con el pretexto de garantizar su seguridad, puso a algunos agentes bastante conspicuos, de los procedentes de otros servicios. Solo vieron pasar la habitual procesión de coristas, cantantes y aspirantes a actriz. Señal que la pasión por la francesita era una cortina de humo.

La imposibilidad de seguir de cerca al general solo era un inconveniente, porque había otras maneras de atrapar a una presa juguetona. Para eso existían las agendas y los planos. Gerard anotó en una hoja el lugar de las desapariciones y el tiempo que habían durado. Descontó aquellas que acabaron en algún nidito de amor, y vio que las que quedaban eran de duración variable. Solían ser de dos tipos: unas muy cortas, de menos de una hora. Otras largas, de hasta seis. Descartó las primeras pensando que habrían sido solo intentos de distracción, o a lo sumo escapadas para llamar por teléfono o para contactar con algún paniaguado; no le valdrían para localizar la guarida secreta. Luego tomó la lista y un plano de Berlín. Marcó los lugares donde el general había desaparecido, tradujo los tiempos por distancias, y dibujó círculos proporcionales. Inicialmente no consiguió nada porque se solapaban. Entonces fue disminuyendo el tamaño de los círculos, hasta que dejaron de montarse. Tomó el valor anterior, y vio que varios coincidían en el distrito de Sprengelkiez, muy cerca de la Chausseestrasse. Gerard envió a sus chicas a pasear por esas calles, y no tardó ni una semana en saber que el general había entrado en un edificio algo avejentado en la Wildenowstrasse.

Sabiendo la finca, las máquinas analíticas de la Sección —para el seguimiento al general evitó en lo posible emplear los recursos de la Central— enseguida encontraron que un piso de la segunda planta pertenecía a unos judíos que habían emigrado de Berlín poco antes de empezar la guerra. Desde entonces el apartamento había seguido vacío a pesar de la cada vez mayor necesidad de alojamientos; no había que ser un lince para descubrir la causa. Establecer la vigilancia del departamento debía hacerse con exquisito cuidado. Un tendero del final de la calle, que debía un par de favores a un policía, contrató a una nueva ayudante. Era feúcha y desgarbada, la mujer que un casanova no miraría dos veces y que podía observar a los transeúntes sin que lo advirtiesen. La tienda, por desgracia, estaba un tanto alejada, y en esa calle no cabía el recurso de los anteojos porque tenía árboles muy frondosos. Aun así la chica filmaba la calle cada vez que el general desaparecía. Revisando los fotogramas Gerard pudo ver que una ventana de un apartamento del bloque de enfrente siempre estaba oscura pero velada con una cortina: ahí debía estar uno de los hombres pagados por Schellenberg. Con tiempo, la chica acabaría reconociendo a alguien interesante. Pero el antiguo policía sentía que lo que faltaba era eso, tiempo, y que iba a tener que tomar una medida más directa.

Iba a tener que investigar al esbirro que vigilaba el refugio de Schellenberg; pero tendría que ser una vigilancia muy cuidadosa sin la más mínima posibilidad de ser detectada. Además, quería registrar el apartamento; no creía que el general confiase todo a su memoria, ni que se pasease con documentos comprometedores encima. Para eso necesitaba la muleta.
Última edición por Domper el Jue Jul 13, 2017 8:17 pm, editado 1 vez en total

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar Jul 11, 2017 4:58 pm

Más adelante tanto el portero del inmueble como el vigilante juraron no haber visto nada. El conserje había permanecido en su puesto, bien en la ventanilla, bien en la puerta, sin perder de vista a quienes entraban o salían de la finca. El sicario se mantuvo pegado a su ventana sin perder de vista el tránsito de la calle. No recordaron la preciosidad que había tropezado y que sin llegar a caer había expuesto el atisbo de un escote generoso. Luego Herta había seguido adelante para no volver a sus vidas. Tampoco vieron a los dos agentes que aprovecharon el momento para introducirse en el portal. Eran dos atracadores que Gerard había contratado, pues los recordaba como de esos ladrones honrados con código de honor que cada vez eran más infrecuentes. Entraron como el vecino que lleva toda la vida viviendo allí, llevando las ropas arregladas aunque algo desgastadas propias de un barrio populoso en tiempos de guerra; nada de antifaces ni de ganzúas colgando del cinturón. Acceder al piso fue un juego de niños; lo que más costó fue no dejar marcas de su paso, pero Gerard, previendo que antes o después iba a tener que hacer registros disimulados, los había entrenado en reconocer trampas y en dejar todo como si nadie hubiese pasado. Por eso el pelo pegado con saliva en la puerta o el cordel cubierto de polvo quedaron impolutos, como si nadie los hubiese tocado.

Una vez en el apartamento una corta inspección les permitió encontrar una caja fuerte de modelo moderno. La Central las tenía de todos los tipos y no fue obstáculo para dos profesionales. Los antes atracadores y ahora agentes fotografiaron lo que encontraron. Sin emplear flash, pues podría haber papeles fotosensibles pensados para atrapar espías. Esa misma tarde los carretes fueron revelados por la Sección.

No acabó ahí la labor de mis dos asaltantes metidos a agentes. En el apartamento, además de la caja de seguridad, apenas había nada: mesas y sillas, algunos licores, tabaco turco —y según me contaron, una peste a humo revenido que parecía la huella personal de Schellenberg— y un teléfono. Que ni tocaron pues tenían orden de evitar la manipulación de cualquier objeto conectado a cables. Ya suponía demasiado riesgo haber abierto la caja, obviamente tras comprobar que no estaba enlazada a «sorpresas», pero la probabilidad de que descolgando el teléfono sonase alguna alarma era excesiva. Eso sí, tomaron nota de las características del aparato. Quedaba una última labor. Los agentes llevaban un ovillo de cable y un minúsculo aparato: un micrófono en miniatura, que uno de mis últimos fichajes, un ingeniero marginado por los nazis —la vesania del Partido estaba resultando un semillero para la Sección— había construido empleando las válvulas de Lilienfeld. Inspeccionaron el piso para ver si había algún lugar seguro, y lo encontraron tras una rejilla de la cocina. Con un finísimo berbiquí hicieron un agujero que llegó hasta una bajante, y por allí deslizaron el hilo de metal.

Dos noches después las alcantarillas recibieron una incursión clandestina. El micrófono quedó conectado a una grabadora que hasta tenía un sistema automático que solo la activaba si había ruidos, y un pocero siguió visitando el lugar con regularidad para reemplazar las cintas. Casi al mismo tiempo, otros operarios —como el pocero, nuevos fichajes de la Sección— repararon unos cables de teléfono, aprovechando una curiosa avería que dejó a la ciudad sin servicio durante unas horas. Aprovecharon para dejar unos finos cables, colocados y pintados de tal manera que eran invisibles desde el suelo, y que interceptaban las líneas de la manzana. Ya solo quedaba esperar a que el general desapareciese otra vez y emplease el teléfono, para saber cuál era la línea que empleaba.

No había terminado la tarea de los dos hombres. Revisaron el piso con sumo cuidado, borrando cualquier huella, y emplearon una perita para soplar una capa de polvo allí donde la hubiera y estuviese removida. Cuando escucharon un par de bocinazos, salieron del apartamento después de restaurar el hilo sucio y el pelo de la puerta. Segundos después pasó una furgoneta petardeando —otro engaño de la Central— y salieron de la finca. No quedó ningún rastro que indicase que el piso había recibido una visita inesperada.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Jul 12, 2017 12:23 pm

De Globalpedia, la Enciclopedia Total.

Die Zentrale (novela)

Die Zentrale (la Central) es una novela de intriga publicada en 2001 por Max Annas y que posteriormente ha sido adaptada al cine. La tesis central, según la cual un complejo sistema de máquinas calculadoras controlaba hasta el último resquicio de la sociedad, causó gran polémica y hasta llevó a la celebración de debates filosóficos sobre los límites de las máquinas y del control del Estado. El personaje principal, Gunther Gerstle, se considera el arquetipo del policía al mismo tiempo inteligente y atormentado, que combina el distanciamiento frío y la inquebrantable determinación, a veces implacable, con un hondo sentido de la moral y un absoluto patriotismo.

Max Annas había trabajado como periodista y autor de libros sobre política, pero Die Zentrale fue su primera novela. La obra tuvo un gran éxito tanto comercial como literario, siendo galardonada con el Premio Europa de Literatura. Ha sido traducida a más de veinte lenguas y en 2015 se estrenó la película del mismo nombre, dirigida por Wim Wenders.

Aunque la novela está ambientada en un país europeo imaginario llamado Luvania y en su capital Bitterberg, hay una referencia clara al Berlín de la Restauración. Uno de sus personajes, el coronel Schneider, es un reflejo del general Walter Schellenberg. Posteriormente Annas declaró en una entrevista que había pensado situar la acción en Berlín, pero que finalmente decidió hacerlo en un lugar indeterminado para no confundir a sus lectores haciéndoles pensar que existía una base real; pero probablemente lo hizo para no tener dificultades con la publicación. La novela consiguió superar el control de publicaciones y la primera edición se agotó en pocos días, pero cuando se solicitó permiso para la reedición la obra fue prohibida y en su lugar se autorizó la publicación de una versión expurgada de los pasajes que contrastaban con la Historia oficial. Los ejemplares de la primera edición pasaron a ser muy buscados, alcanzando precios astronómicos, y finalmente se decidió autorizar la novela tal como se había publicado inicialmente.

En la obra el policía Gerstle dirige una agencia llamada la Central que controla hasta los aspectos más ínfimos de la vida de Bittersberg. Enormes máquinas calculadoras ejecutan complicados análisis que no solo permiten desvelar los crímenes y detener a sus autores sino que llegan a deducir los que están por suceder. Gerstle parece dirigir la agencia, pero a medida que la novela avanza el lector comprende que el organismo es tan potente que parece tener vida propia y querer dominar a su director. Gerstle debe prevenir los crímenes que las máquinas predicen, pero debe decidir si son o si serán reales, o si en realidad es la Central la que persigue sus propios objetivos…

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Vie Jul 14, 2017 10:28 am

Capítulo 15

Quien no me comprenda no comprenderá el rugido del tigre.

Aimé Césaire


Diario de Von Hoesslin


Von Lettow aun no había sido proclamado regente cuando inició una serie de visitas a las unidades de las fuerzas armadas cercanas a Berlín. El objetivo era obvio: conseguirle el aprecio del ejército, algo que no resultaría muy difícil pues quien más y quien menos lo veía como una figura mítica. No voy a decir que siempre fuese recibido con guirnaldas de flores, pues la admiración que Von Lettow despertaba en los jóvenes no se extendía a algunos veteranos de la Gran Guerra, ahora en lo más alto del ejército. Más de uno pensaba que él mismo podría haber sido regente. También había monárquicos como Von Rundstedt que se debatían entre su aprecio por el imperio y la lealtad a los Hohenzollern.

Razón de más para emprender la gira, porque en ella Von Lettow no solo trataba con mariscales sino con los que realmente contaban, es decir, con brigadieres y coroneles. Habían sido oficiales subalternos durante la Gran Guerra, y más de uno, mientras nadaba en el fango de las trincheras, se había imaginado sirviendo en Tanganika bajo el mando del ahora regente. Eran esos oficiales profesionales los que con peores ojos habían visto la soberbia nazi, y que en Alemania se restableciese la legalidad les reconfortaba. Además, si algo tenía el regente era que aunaba la capacidad de reconocer a las personas de un vistazo con la de causar devoción a su persona. Costó algún tiempo pero esas visitas consiguieron para Von Lettow el apoyo incondicional del ejército.

Había otro motivo, y era la genuina curiosidad que el regente tenía por los adelantos bélicos. Él mismo reconocía que llevaba muchos años apartado del desarrollo técnico. Su carrera en África había sido heroica pero con campañas propias del siglo anterior. Al poco de volver a Alemania había sido apartado del ejército. De aviones, tanques y cañones apenas conocía lo que se veía en las películas, e iba diciendo que necesitaba ponerse al día para poder valorar la situación militar.

Una de las primeras visitas que realizó fue a un lugar muy especial: la escuela Panzer de Bromberg. Tanto porque Von Lettow quería conocer al general Guderian, el inventor de las fuerzas acorazadas que nos habían dado la victoria, como por saber qué nuevas tácticas se estaban cociendo. Llegamos justo a tiempo, porque por una vez la “víctima propiciatoria” no era el segundo batallón del regimiento 1001, como era habitual, sino el recién formado batallón pesado 501.

La escuela de Bromberg, tal como la había concebido el general Guderian, tenía asignado permanentemente un regimiento de dos batallones. El primero era el de los profesores y el segundo de instrucción. El personal de este último no era fijo, sino que estaba formado por los alumnos procedentes de otras unidades, que intentaban derrotar al primero. Digo intentar porque en ese primer batallón de profesores el general Guderian había reunido lo más granado de la Panzerwaffe, incluyendo héroes de guerra como el capitán Barkmann. Al mando estaba el teniente coronel Von Peter, otro de los protagonistas de la batalla de Suez. Últimamente había llegado un núcleo de veteranos de Irak, y aprovechando la visita Von Lettow iba a imponer unas merecidas cruces de caballero.

Normalmente los alumnos tripulaban los tanques Panzer III y IV de dotación la escuela, uno u otro modelo dependiendo de la unidad de procedencia. Tanto estos como los de los profesores estaban modificados pues intentando lograr el máximo realismo algunas maniobras se hacían con fuego real. Para ello se habían sustituido los cañones por otros de 20 mm que disparaban munición inerte fragmentable, aunque dejando fuera unos tubos de metal ligero para que siguiesen pareciendo tanques. Los profesores emplearon inicialmente Panzer II, pero resultaron tan pequeños que afectaban a la operatividad, y pocas semanas tras comenzar los «cursos» habían sido sus tanques por Panzer III similares a los de sus alumnos, conservando solo unos pocos del modelo II para el reconocimiento. Los carros de combate de los profesores, con todo, habían sido modificados situando planchas en su exterior que los asemejaban a tanques rusos. Tenían más cambios. Disponían de radios mejoradas, necesarias no solo para coordinarse sino para facilitar la tarea de los árbitros, y se había modificado la cúpula de los jefes de los tanques, que ahora llevaba un escudo de protección. Pues una de las lecciones aprendidas era la importancia que tenía ver antes que el enemigo, hasta tal punto que se consideraba que el que el comandante asomase la cabeza por la escotilla multiplicaba por tres la eficiencia del carro. Por desgracia, la otra era que la munición de prácticas, aunque no pudiese perforar una coraza, era mortal para cualquiera que se expusiese. Consecuencia era que los tanques del pacto estaban siendo equipados con una cúpula con múltiples periscopios, en la que se podía instalar también un pequeño escudo. A fin de cuentas, en el combate real el peligro para los jefes de tanque no solo era la munición de otros carros, sino sobre todo la artillería y las armas de los infantes enemigos.

De todas maneras pocas maniobras eran con munición de prácticas. Cuando se empleaban eran tremendamente realistas, con los tanques disparándose y la artillería lanzando proyectiles fumígenos que simulaban las explosiones. Pero en esos ensayos no podían participar ni la infantería ni los cañones antitanque. Su importancia para la eficiencia de las formaciones acorazadas era algo que también había quedado clara en las maniobras de la escuela, por si no lo supiésemos tras dos años de guerra. Por eso era más frecuente que se emplease munición de fogueo que producía un satisfactorio fogonazo pero que no amenazaba a los participantes. Los blindados también tenían generadores de humo: si un árbitro decidía que un vehículo había sido alcanzado, daba una orden por radio y el objetivo supuestamente destruido se paraba y empezaba a humear. Es decir, que se intentaba que todo pareciese lo más real posible. El coronel general Guderian, que junto al general Von Senger acompañó al regente durante su visita, indicó algunas de las perrerías que tenían preparadas: por ejemplo, cuando los árbitros daban por dañado un tanque, la dotación tenía que abrir un sobre en el que se decía si el carro había sido averiado o si se habían sufrido bajas; evidentemente, sus compañeros tenían que actuar en consecuencia y tenían que intentar rescatar al blindado y a sus tripulantes. Otras veces los árbitros decidían que tal o cual unidad estaban sufriendo fuego de artillería y que tenía bajas, o que se había metido en un campo de minas (a veces simulado con petardos). También se habían excavado obstáculos como fosos, se habían construido fortificaciones simuladas, se labraban algunos terrenos para que se enfangasen, y algunas localidades abandonadas se habían arruinado para que pareciesen pueblos destruidos por los combates. En resumen, que había mil y un detalles que hacían que los campos de maniobras se asemejasen en lo posible a un campo de batalla. Salvo que, claro está, nadie moría; o mejor dicho, casi nadie, que los accidentes no eran raros pero se aceptaban como un doloroso pero necesario peaje.

Frutos de esas prácticas tan auténticas habían sido valiosas lecciones. Una era que la infantería montada en camiones no era capaz de acompañar a los carros de combate por terreno irregular, y menos ante la artillería enemiga; como consecuencia se había dado gran impulso a la producción de transportes de tropas. Otra, que las armas antitanque no solo carecían de movilidad sino que resultaban demasiado vulnerables: el batallón de profesores acababa sistemáticamente con los antitanques enemigos empleando una combinación de carros, infantería y apoyo artillero. Como esos cañones también demostraban ser muy útiles, al menos en manos de los profesores, se estaba intentando remediar sus deficiencias. La movilidad se había logrado adaptando motocicletas a sus cañones. Mejorar la protección era más complejo, pues se precisaba un blindado y todavía seguía el debate sobre si era mejor construir solo tanques, o tanques y cañones autopropulsados. Todo esto lo fue contando Guderian aunque su puesto fuese el de inspector de fuerzas acorazadas; pues la escuela era su criatura, de la que estaba justamente orgulloso, y además el coronel general, a pesar de su arrogancia, no perdía ocasión para acercarse a los poderosos.

Lo primero que hizo el regente al llegar a Bromberg fue pasar revista. Inspeccionó los medios del primer batallón, resultando más que evidente que estaban sometidos a intenso uso. La coraza mostraba marcas de los impactos de los proyectiles de prácticas, y algunas de las planchas adosadas para modificar la silueta estaban abolladas y sujetas de cualquier manera. Guderian nos dijo que mucho peor estaban los tanques del segundo batallón, que esta vez no íbamos a ver. También estaban alineados los pequeños cañones antitanque de origen francés, enganchados a motocicletas cada una de un tipo diferente, los semiorugas de los granaderos panzer y los tractores de artillería. Todos los vehículos estaban pintarrajeados para camuflarlos con una pintura lavable que por lo visto era fácil de aplicar y de retirar. Conseguía buenos resultados salvo en la estética, porque al ver el aspecto de los blindados ganas daban de mandar al pintor a decorar letrinas.

El otro batallón imponía más. Al principio me pareció que los tanques eran Panzer IV de cañón largo, pero luego pude ver que se trataba del nuevo modelo pesado, el Tiger. Era el blindado que quería ver el regente, aunque me estaba dando cuenta que le había interesado mucho el funcionamiento de la escuela. Guderian nos fue indicando las características del Tiger, que yo ya conocía fruto de mis servicios con el mariscal Von Manstein. El nuevo tanque era una máquina imponente pero tenía algunas deficiencias, que el coronel general obvió decir que se debían a las maquinaciones del inefable doctor Ferdinand Porsche. Era un asunto oscuro: por lo visto Porsche tenía intereses comunes con Krupp —se supone que metálicos— y habían llegado a un acuerdo por el que el profesor colocaría al ejército su diseño y luego la empresa lo construiría. Pero como el Tiger de Porsche era un trasto infumable se declaró vencedor al modelo de Henschel. Sin embargo la torre que Henschel había diseñado aun no estaba disponible e inicialmente el Tiger debía llevar la diseñada por Krupp. Resultó que el buen doctor olvidó pasar a Henschel las especificaciones necesarias para que el tanque llevase el cañón Flak 41, que era el que se había exigido ¿motivo? Que el Flak 41 era un diseño de Rheinmetall, y como Krupp estaba desarrollando su propio cañón del 88 había que conseguir como fuese que el Tiger de Henschel no pudiese llevar el Flak 41. El Tiger no estaba preparado para el retroceso del cañón, y hubo que montar el también formidable pero menos potente Kwk 36; el principal inconveniente fue que se trataba de un cañón que iba a ser sustituido por el Flak 41 o su versión para tanques, y la bromita de Porsche obligó a seguir produciéndolo. He de decir que los desvelos de Herr Ferdinand tuvieron su justa recompensa cuando Alfred Krupp resultó estar implicado en la conspiración Halder. Krupp lo pagó con una dura sanción, y a Porsche se le apartó de su gabinete de diseño y se le advirtió que no se volviese a acercar a un tanque. A partir de ahora se dedicaría al diseño de coches y camiones, que se le daban mejor.

A pesar de estos trapicheos el aspecto de los Tiger era impresionante, con su gran tamaño y el imponente cañón. Esas bestias pesaban cincuenta y seis toneladas y podían resistir a prácticamente todo, salvo a nuestro potente cañón Flak 41 o a los grandes cañones de la marina. Eran lentos, lógico dado su tamaño, y necesitaba repostar cada poco, pero se esperaba que su presencia dominase los campos de batalla.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Jul 17, 2017 12:52 pm

Después el regente se reunió con los oficiales de la escuela. El director era el general Von Senger und Etterlin, un hombre callado —dejaba hablar a Guderian— pero eficiente, que fue introduciendo a los presentes.

—Alteza, le presento al teniente coronel Von Peter, que está al mando del primer batallón.

—A sus órdenes.

—Es al mismo tiempo un honor y un pacer conocer al héroe de Suez.

Todos sabíamos quién era Von Peter, considerado uno de mejores jefes de tanques de Alemania. Había mandado un kampfgruppe en Suez con el que había derrotado a una brigada acorazada británica, solventando una situación muy comprometida. Luego había cercado a otra división inglesa. Su unidad había capturado treinta enemigos por cada uno de sus soldados, sufriendo mínimas pérdidas. Von Peter había estado entre los condecorados en la famosa ceremonia de Jerusalén que había acabado con la muerte de Goering. Era un hombre muy apuesto, y yo sabía por mis sobrinas que la mitad de las colegialas alemanas atesoraban su fotografía.

Su impresionante palmarés no había finalizado en el Sinaí, pues su desempeño en Bromberg había sido tan bueno o mejor. Cierto que tenía una excelente materia prima, ya que su batallón era el que más condecoraciones tenía de todo el ejército, incluyendo otra cruz del caballero, la del as de los panzer Barkmann. Pero Von Peter no solo era un gran conductor de hombres sino un excelente táctico que conseguía derrotar una y otra vez a sus alumnos. Hasta tal punto que se decía que si el batallón 501 había sido enviado a la escuela era no solo para probar los Tiger, sino para bajarle los humos a Von Peter.

Luego Von Senger nos presentó a otro jefe que también ostentaba la Cruz de Caballero.

—Alteza, el teniente coronel Thorsten Koertig, un veterano de Mesopotamia que ahora manda el batallón 501.

—A sus órdenes.

—También me alegra conocerle. Lo único que lamento es no haber sido yo quien le impuso su bien ganada condecoración.

Thorsten Koertig agradeció el comentario. El regente siguió.

—Teniente coronel ¿Qué tal está siendo su estancia en Bromberg? ¿Le trata bien el general Von Senger?

—Aprendemos mucho, alteza.
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