Ominoso signo fue que al atardecer se incorporase al convoy una división de cruceros mandada por el contralmirante Legnani. Cinco cruceros y cuatro destructores que más que dar confianza inquietaban, pues que destinasen tanto acero a protegernos quería decir que algo gordo se cernía sobre nosotros. Me imagino que hasta el Lori se hubiese alarmado, que aunque le guste visitar al de los seis dedos supongo que preferirá hacerlo de una pieza y no en veces. Tras intercambiar mensajes la división de Legnani se mantuvo al este, yendo y viniendo para mantener la velocidad, mientras el convoy, a doce nudos, seguía cerca de la costa. Las guardias se reforzaron y el comodoro Tur ordenó a Freire que destacase nuestro buque. Le recuerdo que el Gajuchi, perdón, el Motril, llevaba un radiotelémetro que durante la noche veía más lejos que los serviolas. Mucho no me entusiasmó la misión porque un escolta solo en medio del océano es carne de submarinos, y si amanecía algo inglés más grande que un remolcador estábamos listos de papeles; pero aquí se viene a obedecer y no a discutir. Tampoco le voy a engañar, que al final la noche fue de lo más tranquilo y si no fuese porque el retemé detectaba a babor el convoy y a estribor las idas y venidas de los cruceros, hubiese parecido que paseábamos en un yate. Esta vez el tiempo acompañaba: marejadilla y ni una nube que ocultase las estrellas. Al amanecer el polvo del desierto tiño de rojo la atmósfera, y la aurora fue para plasmarla en un lienzo; lástima que en el Gajuchi no hubiese pintor de guardia. Pero la guerra no cesaba. Estaba ensimismado viendo el reflejo del sol en el agua —no, eso que dicen que soy capaz de dormirme de pie es un bulo, no le haga caso al Lori— cuando me sacaron de mi ensueño.
—Mi comandante, el retemé detecta la llegada de aviones desde el oeste —me decía el segundo, Don Ramiro Guillén.
Estaban todavía lejos. Con todo, recordé que al llegar el día debía tomar mi posición en el convoy, así que modifiqué el rumbo y ordené más revoluciones al motor, y de paso que se cubriesen los antiaéreos, que esos pajaritos que venían podían ser de los nuestros, pero también britanos que sin encontrar nada estuviesen de vuelta y al ver al Gajuchi solito y tan a punto se animasen a dejarnos un recuerdo. Pero hubo suerte y en lugar de ser ingleses con malas intenciones resultaron ser amigos: cuatro cazas bimotores que se pusieron a dar vueltas sobre el convoy. Cuando se acercaron el alférez Atienza, que era de esos aficionados a la volatería que estaba todo el día mirando las cartas de reconocimiento de aviones, dijo que eran gabachos, del modelo Potez 631 o tal vez los nuevos Potez 670. Es decir, unos cazas pesados de largo alcance. Los habían diseñado a semejanza de los Messer 110 alemanes aunque no habían salido tan buenos. Tener escolta aérea era bueno pero solo a medias, porque significaba que la podíamos necesitar, y estando al sur de Casablanca solo quería decir una cosa: portaaviones enemigos. Era de suponer que irían acompañados de acorazados, cruceros, destructores y otros barcos de mal vivir, que ya se sabe que en una fiesta cuantos más invitados, más risas.
El retemé siguió los movimientos de los aviones. Además de los cazas también llegó un Dornier de los que llevaban retemé, y luego un par de hidros franceses más feos que los Picio. Ya sabe, los Picio eran esos cazas Morane franceses que nuestros fraternales aliados nos colocaron. Los recordará porque eran tan poco agraciados que hacían llorar a las cebollas. Pero en el concurso de adefesios se quedaban en el montón, que los vecinos de arriba tenían unos espantajos tan horrorosos que había que mirarlos dos veces porque la primera no te lo creías.
El festival aéreo se fue animando y a media mañana detectamos el paso de grandes formaciones de aviones, todos hacia el este. Pocas dudas había del jaleo que se estaba montando pero, por si quedaban escépticos, la división de cruceros empezó a echar humo, cogió carrerilla e hizo mutis. No se sabía si corría hacia el cañón o justo lo contrario, que salía por pies, pero la verdad que poco me importaba, que en una batalla naval un convoy no pintaba nada y el Gajuchi solo serviría para que cualquier destructor afinase la puntería. Pero a pesar de tanto movimiento, el día fue transcurriendo tenso pero tranquilo. Solo al mediodía amaneció un hidro britano pero los Potez —se fueron sustituyendo unos a otros para no dejarnos solos— lo tiraron al agua. Algo después nos ordenaron al Chapela y a mi Motril que nos destacásemos para recoger aviadores. Nos despedimos de Pastor, Freire y sus muchachos y pusimos proa mar adentro.
—Mi comandante, el retemé indica que llega un avión a baja altura.
Tarde llegaba el aviso porque al mismo tiempo un serviola me señalaba una aeronave que echaba humo. Era un trimotor Savoia que al vernos describió un círculo. Lo habían trabajado a base de bien: tenía el motor de la derecha casi desprendido, echaba humo por el izquierdo, y el fuselaje parecía arrancado a tiras. Al ver que éramos españoles no se lo pensó y se posó en el agua levantando una salpicadura que ni un proyectil del quince. Nosotros estábamos más cerca así que me aproximé y al ver que el aparato aun se mantenía a flote, con tres aviadores subidos al ala, paré las máquinas y eché una balsa con un par de marineros que se pusieron a remar como locos hacia el Savoia: aparte que el avión podía irse al fondo, yo les había metido prisa para salir de ahí cuanto antes. En esas aguas infestadas de submarinos un barco parado es como un gato cojo en una perrera. Sin ceremonias los cargaron en la balsa y luego los izamos a bordo. Venían bastante averiados: uno con el pie arrancado y con un torniquete hecho con un cinturón, otro con el costado rasgado, y el piloto con el pelo casi desprendido. Atienza se los llevó a la enfermería a que el practicase los remendase, mientras el Motril salía disparado. Justo a tiempo.
—¡Torpedo a babor! —gritó un serviola.
Ordené caer a estribor pasa salirnos del curso, y de paso que se avisase al Somorrostro. Tarde: apenas acababa de disparar el cañón de proa —ya le dije que era la manera más rápida de avisar de lo que pasaba— cuando el pobre Chapela pareció alzarse en los aires para luego partirse por la mitad. Pero no pude ni pensar pues el serviola volvió a gritar y a señalar.
—Periscopio a mil yardas a popa.
Con un submarino rondando no podía ni pensar en atender a los compañeros: pararme sería letal. Mantuve el viraje a estribor aunque acercándome al Somorrostro. Unas pocas cabezas flotaban junto a los restos y les tiramos salvavidas. Inmediatamente puse proa a la posición del periscopio enemigo, que seguía entrando y saliendo en el agua. Me imaginé que habría gato encerrado e hice un amago: primero marché directamente hacia el sumergible enemigo, pero cuando había recorrido solo trescientas de las mil y pico yardas que nos separaban caí bruscamente a babor. Yo pensaba que si el enemigo se dejaba ver era para que nos acercásemos y tirarnos otro torpedo, a ver si a la segunda iba la vencida. Calculando la velocidad del Gajuchi y de los peces mecánicos viré con el tiempo justo para evitarlos. Fueron dos los que pasaron inofensivamente. Luego fue la mía: el submarino se la había jugado y en este juego no hay segundas oportunidades. Ahora sí que fui hacia el inglés a toda máquina y al pasar sobre su posición lancé una docena de cargas. Igual que el Noya aquella vez, me vi recompensado cuando al derrumbarse los piques empezaron a subir restos de todo tipo: aceite, trozos de corcho, y para que no hubiese ninguna duda, un torso humano.
—Mi comandante, el retemé detecta la llegada de aviones desde el oeste —me decía el segundo, Don Ramiro Guillén.
Estaban todavía lejos. Con todo, recordé que al llegar el día debía tomar mi posición en el convoy, así que modifiqué el rumbo y ordené más revoluciones al motor, y de paso que se cubriesen los antiaéreos, que esos pajaritos que venían podían ser de los nuestros, pero también britanos que sin encontrar nada estuviesen de vuelta y al ver al Gajuchi solito y tan a punto se animasen a dejarnos un recuerdo. Pero hubo suerte y en lugar de ser ingleses con malas intenciones resultaron ser amigos: cuatro cazas bimotores que se pusieron a dar vueltas sobre el convoy. Cuando se acercaron el alférez Atienza, que era de esos aficionados a la volatería que estaba todo el día mirando las cartas de reconocimiento de aviones, dijo que eran gabachos, del modelo Potez 631 o tal vez los nuevos Potez 670. Es decir, unos cazas pesados de largo alcance. Los habían diseñado a semejanza de los Messer 110 alemanes aunque no habían salido tan buenos. Tener escolta aérea era bueno pero solo a medias, porque significaba que la podíamos necesitar, y estando al sur de Casablanca solo quería decir una cosa: portaaviones enemigos. Era de suponer que irían acompañados de acorazados, cruceros, destructores y otros barcos de mal vivir, que ya se sabe que en una fiesta cuantos más invitados, más risas.
El retemé siguió los movimientos de los aviones. Además de los cazas también llegó un Dornier de los que llevaban retemé, y luego un par de hidros franceses más feos que los Picio. Ya sabe, los Picio eran esos cazas Morane franceses que nuestros fraternales aliados nos colocaron. Los recordará porque eran tan poco agraciados que hacían llorar a las cebollas. Pero en el concurso de adefesios se quedaban en el montón, que los vecinos de arriba tenían unos espantajos tan horrorosos que había que mirarlos dos veces porque la primera no te lo creías.
El festival aéreo se fue animando y a media mañana detectamos el paso de grandes formaciones de aviones, todos hacia el este. Pocas dudas había del jaleo que se estaba montando pero, por si quedaban escépticos, la división de cruceros empezó a echar humo, cogió carrerilla e hizo mutis. No se sabía si corría hacia el cañón o justo lo contrario, que salía por pies, pero la verdad que poco me importaba, que en una batalla naval un convoy no pintaba nada y el Gajuchi solo serviría para que cualquier destructor afinase la puntería. Pero a pesar de tanto movimiento, el día fue transcurriendo tenso pero tranquilo. Solo al mediodía amaneció un hidro britano pero los Potez —se fueron sustituyendo unos a otros para no dejarnos solos— lo tiraron al agua. Algo después nos ordenaron al Chapela y a mi Motril que nos destacásemos para recoger aviadores. Nos despedimos de Pastor, Freire y sus muchachos y pusimos proa mar adentro.
—Mi comandante, el retemé indica que llega un avión a baja altura.
Tarde llegaba el aviso porque al mismo tiempo un serviola me señalaba una aeronave que echaba humo. Era un trimotor Savoia que al vernos describió un círculo. Lo habían trabajado a base de bien: tenía el motor de la derecha casi desprendido, echaba humo por el izquierdo, y el fuselaje parecía arrancado a tiras. Al ver que éramos españoles no se lo pensó y se posó en el agua levantando una salpicadura que ni un proyectil del quince. Nosotros estábamos más cerca así que me aproximé y al ver que el aparato aun se mantenía a flote, con tres aviadores subidos al ala, paré las máquinas y eché una balsa con un par de marineros que se pusieron a remar como locos hacia el Savoia: aparte que el avión podía irse al fondo, yo les había metido prisa para salir de ahí cuanto antes. En esas aguas infestadas de submarinos un barco parado es como un gato cojo en una perrera. Sin ceremonias los cargaron en la balsa y luego los izamos a bordo. Venían bastante averiados: uno con el pie arrancado y con un torniquete hecho con un cinturón, otro con el costado rasgado, y el piloto con el pelo casi desprendido. Atienza se los llevó a la enfermería a que el practicase los remendase, mientras el Motril salía disparado. Justo a tiempo.
—¡Torpedo a babor! —gritó un serviola.
Ordené caer a estribor pasa salirnos del curso, y de paso que se avisase al Somorrostro. Tarde: apenas acababa de disparar el cañón de proa —ya le dije que era la manera más rápida de avisar de lo que pasaba— cuando el pobre Chapela pareció alzarse en los aires para luego partirse por la mitad. Pero no pude ni pensar pues el serviola volvió a gritar y a señalar.
—Periscopio a mil yardas a popa.
Con un submarino rondando no podía ni pensar en atender a los compañeros: pararme sería letal. Mantuve el viraje a estribor aunque acercándome al Somorrostro. Unas pocas cabezas flotaban junto a los restos y les tiramos salvavidas. Inmediatamente puse proa a la posición del periscopio enemigo, que seguía entrando y saliendo en el agua. Me imaginé que habría gato encerrado e hice un amago: primero marché directamente hacia el sumergible enemigo, pero cuando había recorrido solo trescientas de las mil y pico yardas que nos separaban caí bruscamente a babor. Yo pensaba que si el enemigo se dejaba ver era para que nos acercásemos y tirarnos otro torpedo, a ver si a la segunda iba la vencida. Calculando la velocidad del Gajuchi y de los peces mecánicos viré con el tiempo justo para evitarlos. Fueron dos los que pasaron inofensivamente. Luego fue la mía: el submarino se la había jugado y en este juego no hay segundas oportunidades. Ahora sí que fui hacia el inglés a toda máquina y al pasar sobre su posición lancé una docena de cargas. Igual que el Noya aquella vez, me vi recompensado cuando al derrumbarse los piques empezaron a subir restos de todo tipo: aceite, trozos de corcho, y para que no hubiese ninguna duda, un torso humano.