Es fácil esquivar la lanza, mas no el puñal oculto.
Proverbio chino
Jules Bayac era un luchador por la libertad.
Hijo de una familia de obreros, aun llevaba calzones cortos cuando entró a trabajar en la mina, y pronto se significó como un luchador contra la tiranía y la opresión. El 1933 había conseguido el carnet del Partido, y en 1936 escuchó la llamada de la Internacional para acudir a España, donde estuvo luchando durante dos años en el batallón Louise Michel. Había llegado a teniente, siendo considerado uno de los mejores y más concienciados hombres del batallón, excelente comandante y mejor comunista. Pero al volver a Francia había roto con sus antiguos camaradas. No había vuelto a reunirse con sus compañeros, no se presentaba en las reuniones del Partido, al que finalmente renunció, y se le dejó de ver. Ni su familia, ni sus antiguos amigos —a los que repugnaba el comportamiento de Jules tras su vuelta de España— habían mantenido contacto con el ex brigadista, que parecía haber desaparecido de la faz de la tierra.
Nadie sabía dónde estaba Jules Bayac, porque ya no se llamaba así. El Partido le había ordenado que pasase a la clandestinidad y le había proporcionado nueva documentación. Ahora se llamaba Jacques Lernel, y trabajaba en una fábrica de cerveza en la pequeña ciudad de Saint-Dizier. Allí tampoco tenía amigos y no se relacionaba con mujeres. Hasta había sido considerado un esquirol por desoír las órdenes del Partido de oponerse a la participación en la guerra. Sin embargo, el supuesto belicista, como buen traidor, había conseguido eludir la movilización aduciendo una enfermedad pulmonar: se había entrenado en toser muy convincentemente, y un pequeño corte le había ayudado a escupir sangre. Había seguido trabajando en la fábrica durante la guerra y tras el armisticio.
Jules, ahora Jacques, se había convertido en un empleado de confianza que recorría las localidades cercanas para adquirir el cereal y el lúpulo que aromatizaba la bebida. Tarea que le iba que ni pintada, porque solo se le conocía una afición: recorrer las carreteras cercanas a Saint-Dizier con su baqueteada bicicleta. Hiciese el tiempo que hiciese, los domingos dejaba a primera hora el cuartucho en el que vivía como realquilado, llevando un zurrón con un poco de pan, queso y vino, y no volvía hasta el anochecer.
Lo que nadie sabía era que muchas de sus excursiones finalizaban en los extensos bosques que había al sur de la ciudad. Una vez en la espesura, tomaba un mal camino, realmente un antiguo cortafuegos cubierto de maleza, hasta llegar a una granja en la linde de la espesura. Ahí le recibía Pierrot, un hombre entrado en años al que Jacques no conocía, pero al que suponía un pasado parecido al suyo. Como también lo tendrían los otros ex brigadistas —a varios de los cuales Jacques conocía de España, habiendo recomendado al Partido su selección— que también habían recibido la orden de pasar a la clandestinidad, y que los días festivos acudían a la granja. Jacques, a pesar de su juventud, era el líder de la célula, que se entrenaba en el bosque en luchar con armas y sin ellas, en el sabotaje y en el empleo de explosivos. Al final del día dejaban las armas ocultas en un hueco bajo el piso de una leñera, y tras dejar marcas que les alertarían de visitas intempestivas, se despedían hasta la semana siguiente.
Un buen día Jacques llegaba de su recorrido por las granjas de las cercanías, tras haber pasado el día discutiendo con campesinos que ponían precios imposibles a la cebada que tenían en sus graneros. Pasaba por delante de la cantina —en la que raramente se detenía— cuando un desconocido le saludó.
—Jacques ¿cómo puedes pasar sin saludarme? ¿No te acuerdas de mí? Soy André Courteline. Fui tu compañero en la escuela.
El interpelado detuvo su bicicleta y saludó alegremente a André.
—André, perdóname porque no te había visto, pero es que con tan poca luz ¿Cómo no iba a reconocer a mi amigo de Dijon? Qué tiempos los de la escuela…
—Volvemos a juntarnos los de la Champolion —dijo André. Jacques siguió la insustancial charla, pero asintió silenciosamente. Los nombres de la ciudad y de la escuela eran las claves con las que reconocería a los enviados del Partido. Los dos entraron en la cantina y tras tomar un Pernod, el llamado André le invitó a visitarlo en el hotelito en el que se encontraba con el pretexto de ser un vendedor de vinos.
—Camarada —dijo el emisario tras comprobar que no había oídos indiscretos—, se acerca el momento de la verdad. Mañana llegará otro compañero al que debes buscar un alojamiento seguro. Llevará una radio e instrucciones para actuar.