Von Manstein me respondió secamente, casi indignado— ¿Otro Hohenzollern al frente de Alemania? ¡Jamás! Tú no conociste al káiser Guillermo, pero te aseguro que fueron sus dislates los que llevaron a Europa a la ruina. Sus absurdas fanfarronadas desencadenaron una guerra innecesaria que acabó destruyendo a Alemania, y que acabó creando en Rusia un monstruo con el que antes o después nos tendremos que enfrentar. Dicen que el Konprinz es un hombre decente, pero estuvo al frente de la carnicería de Verdún. Pero aunque fuese un buen emperador ¿cómo será su hijo? ¿o su nieto?
—Mariscal, no me ha dejado terminar. La dinastía Hohenzollern ha sido reciente, como también lo fue la Habsburgo. Pero la monarquía hereditaria no es tradición alemana. Cuando el imperio alemán fue fuerte, los monarcas eran elegidos entre los mejores.
Von Manstein quedó en silencio unos momentos y me dejó seguir.
—Yo estaba pensando en volver a la monarquía electiva, pero sin los conflictos a los que llevó la elección de emperadores. Se podría elegir a un káiser, con papel únicamente representativo, y que deje trabajar al gabinete para conseguir la victoria.
El mariscal me miró a los ojos fijamente y dijo—. Roland, cuando te escogí como ayudante sabía que eras inteligente, pero ahora de verdad que me has sorprendido. Has tenido una idea genial. Si no te importa ¿podrías seguir pensando en voz alta? ¿Cómo organizarías el Estado? ¿Te parecería bien volver al sistema de 1914?
—Mariscal, soy demasiado joven y no lo conocí. Me crie en la década pasada y me enseñaron que los partidos políticos son funestos. La verdad es que creo que los nazis tenían algo de razón. No me gusta el nacionalsocialismo, usted ya lo sabe, pero las politiquerías no ayudan a resolver los problemas de la nación ¿Recuerda que en una conversación Von Papen estuvo hablando en como Franco estaba utilizando a su partido único, la Falange? Pues podríamos hacer algo así. Convertir el partido nazi en un organismo meritorio y ceremonial, pero que también tenga algún papel representativo. Que sirva como filtro que permita ascender a los mejores alemanes.
—Eso sería darle demasiada fuerza —respondió el mariscal—. Significaría que a la política solo llegarían hombres del Partido.
—Tiene razón, mariscal, y así sería si fuese la única vía de acceso a la política. Pero ahora estaba pensando en un tiempo aun más lejano que el Sacro Imperio. En los tiempos heroicos de la República Romana, cuando supo derrotar a Aníbal y conquistar el Mediterráneo, los romanos tenían múltiples asambleas y comicios que se compensaban unos con otros, dejando la última palabra en el grupo de hombres fuertes que controlaban al Senado. Pensaba en un sistema similar, con varios poderes que se equilibren. Debo ser un nostálgico, pero tengo cierta inclinación romántica hacia esa Alemania heroica en la que condes y electores daban fuerza al imperio. Se podría dar cierta voz a los gaus.
—Así que tendríamos al partido y a los gauleiter, electores o como les quieras llamar ¿enfrentados?
Seguía pensando e inventando un sistema sobre la marcha—: No, mariscal, yo pensaba en una cámara dividida no en dos bandos enfrentados sino en tercios. Solo uno sería controlado por el Partido. Otro tercio podría ser territorial, con representantes territoriales cuya misión sería no solo trabajar en la cámara popular, sino velar por sus distritos. El tercer tercio provendría del mundo laboral, con delegados procedentes del Frente Nacional del Trabajo.
—Roland, estoy viendo una debilidad en tu sistema. De esos tercios, supongo que el territorial sería elegido por elección directa ¿Cómo evitarías que surgiesen de nuevo los partidos políticos que, según has dicho, te parecen funestos? Piensa que ese tercio se arrogaría el papel de ser el único representante del pueblo, como en su día ocurrió con el Tercer Estado.
Entendí lo que apuntaba el mariscal: cuando el rey francés Luis XVI convocó los Estados Generales, una especie de parlamento francés, los representantes del pueblo llano, que eran el “tercer estado”, consideraron que eran los únicos legitimados por el pueblo. Se reunieron por separado, iniciando la cadena de acontecimientos que llevó a la Revolución Francesa. Y al Terror.
—Mariscal, no es cuestión baladí la que plantea. Creo que si el sistema espera tener alguna credibilidad será preciso que los representantes sean elegidos por el pueblo. No solo los territoriales, sino también los del Partido, y los del trabajo. Un ingeniero acabaría votando dos veces: para elegir al representante del distrito, y para escoger al delegado de los ingenieros. Además, un profesional sería miembro del Partido y participaría también en la selección de sus representantes.
—Te entiendo —dijo el mariscal antes de plantearme otra objeción—. Crees que resultará difícil que esos tercios se pongan de acuerdo. Pero imagina que surge, qué sé yo, un partido agrario. Dominaría no solo los diputados procedentes de su rama del trabajo, sino también los distritos rurales, e incluso la organización del Partido en esas zonas, lo que acabaría por convertir a ese partido en una importante fuerza política. Sea un parlamento normal o dividido por tercios, tendríamos a un partido designando a los candidatos locales, y acabaría pervirtiendo el sistema.
—Tiene razón, mariscal —me detuve un poco antes de seguir—. Sería crucial impedir que se formasen esos partidos. Creo que sería importante que la futura constitución los prohíba expresamente por ser instrumentos no del pueblo sino de unos pocos aprovechados. Debiera indicarse que al prohibirse la política partidista los representantes podrán tener libertad para actuar y votar según su conciencia. Simplemente con la prohibición se complicaría mucho la formación de agrupaciones políticas, y permitiría que la policía persiguiese las organizaciones clandestinas.
—Prohibidos los partidos pues. Sigue, Ronald.
—De todas formas, pienso que la clave del sistema no estaría tanto en la abolición del sistema partidista, sino en el proceso de selección de los candidatos. Se podría establecer que solo pudiesen serlo quienes cumpliesen ciertos criterios. Por ejemplo, en el caso de los representantes de los trabajadores, podría exigirse tener veinte años de experiencia profesional: así se dificultaría que se escogiese la política como profesión. Algo parecido para los candidatos al tercio local o al del Partido. Los requisitos podrían ser de todo tipo: por ejemplo, gozar de experiencia de combate u ostentar condecoraciones. La idea es impedir que cualquier pelanas pudiese convertirse en diputado, que los que puedan serlo tengan tal bagaje personal que puedan reírse de partidismos y banderías y votar u actuar según su conciencia.
—Aun así me parece que esa cámara que propones tendría demasiado poder.
—Es que estaba pensando en un sistema bicameral. La que ya he descrito sería la cámara popular, encargada de la confección de las leyes, aprobar presupuestos, etcétera. Pero yo sugeriría crear una segunda cámara con una nueva aristocracia, equivalente a los lores de los ingleses, que tendría que aprobar las decisiones de la cámara popular, y además hacerse cargo del sistema judicial. Pero no desearía que esas labores las acometiesen caducos condes y marqueses, sino los mejores hombres de la nación, escogidos por sus méritos. Militares de mayor grado y héroes de guerra, antiguos ministros, gauleiters, catedráticos de universidad, científicos, artistas insignes, etcétera. El káiser designaría a los miembros a propuesta del gabinete, que serían vitalicios. Así tendríamos una cámara popular, en el que el poder se equilibraría entre el Partido, el sindicato y las regiones, y una cámara alta aun más independiente. Seguramente no se podría impedir que las dos discrepasen…
—Y como no podrían ponerse de acuerdo, sería el gobierno el que mantuviese el poder. Bien, Roland. Sigue así.
—Pues mire, pienso que sería conveniente que hubiese algún organismo que estuviese por encima de las luchas partidistas que a pesar de todo seguramente se producirán. Se podría tener un Consejo de Electores —la nostalgia por la historia de Alemania me arrastraba— que sería un grupo reducido, de una docena o poco más, formado por personajes con experiencia de gobierno: antiguos cancilleres, jefes del ejército, la marina o la aviación, algún rector de Universidad… Ese consejo, que representaría la tradición, mediaría entre las dos cámaras.
—Bien, Roland. Ya has pergeñado el estado ¿Y la dirección?
—Por ahora no lo modificaría. Por lo menos hasta que ganemos la guerra, es mejor que el poder siga en manos del gabinete de guerra. Aunque creo que sería conveniente que alguno de ustedes pase a ser el canciller, aunque solamente cara a la galería: ustedes cuatro seguirían tomando las decisiones por consenso. Tras la victoria ustedes podrían decidir si quieren seguir en el poder, o si es mejor institucionalizar el sistema.
—Preferiría un sistema organizado. Ya te he dicho que temo las dictaduras.
—Le entiendo. Si hay que organizarlo, creo que Alemania necesita una mano fuerte al timón, que podría ser el canciller. Pero me parece una cuestión espinosa. El canciller necesitará autonomía, pero no gustaría que tuviese tanta que pudiera convertirse en un dictador, en una especie de shogun. Para impedirlo pienso que el canciller podría ser propuesto por el káiser y el consejo de electores, para luego ser aprobado por las cámaras, y que el consejo supervise su actuación: me parece el organismo ideal para esas funciones de control, pues no solo estaría al margen de las luchas partidistas, sino que sería el primer interesado en evitar personalismos. De todas formas limitaría el mandato a diez o doce años improrrogables.
—Ya solo falta la guinda: necesitaríamos a un káiser ¿Cómo se podría elegir?
—Cuando el sistema esté organizado, tendría que ser con el método más ceremonioso posible: por ejemplo, que el gobierno proponga tres candidatos, y el consejo de electores designe uno. Luego tendría que someterse a la aprobación de las dos cámaras y, finalmente, a un plebiscito. Yo prohibiría cualquier sistema de sucesión familiar, e impondría la retirada del káiser a los ochenta años o si sufre una enfermedad incapacitante. Nada de ancianos babeantes en el trono.
—Todo eso está muy bien, pero ahora no tenemos ni consejo, ni cámaras, ni nada. Tú dices que convendría designar a un emperador ¿a quién?
La pregunta era comprometida, pero tenía una respuesta.
—Más que un emperador, por ahora podría ser un regente, para resaltar la provisionalidad del sistema. Tendría que ser algún militar con mucho prestigio.
—Espero que no pienses en mí. Aun no estoy para que me aten a un trono.
—No, mariscal. Debiera ser alguien con más antigüedad.
—¿Von Runstedt o Von Leeb? Serían más problemáticos que Von Brauchitsch ¿No te imaginas al amigo Gerd intentando aferrarse al poder?
—Mariscal, estaba pensando en un militar ya retirado, de edad avanzada pero lúcido como el que más, que tiene un prestigio inmenso, y que se ha opuesto tanto a los nazis como a los socialistas o a los republicanos.
El mariscal adivinó mi pensamiento y me interrumpió—. Roland, no hace falta que sigas, que veo por dónde vas. Me parece que en lo sucesivo vas a tener más responsabilidades. Por de pronto, tendrás que encargar un nuevo uniforme con las insignias de mayor. Antes de eso, vas a tener tarea durante este viaje. Toma papel y lápiz y redacta un boceto de esa constitución. Me gustaría revisarlo antes de aterrizar en Berlín.