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Re: Crisis. El Visitante, parte III

Sab Sep 17, 2016 1:47 pm

Hola amigos:
Vaya, vaya una modernización GUPPY a la alemana en plena guerra. Y yo que pensaba que era pasarme de rosca pensar en ello. Bravo maestro una vez más sorprendes.
Hasta otra. ><>
P.D.- A ver si avanza un poquito y vemos a nuestra Armada vengando todavía más Trafalgar y largando a los herejes de las Canarias. El Sargento Nazario me cae bien ¿Lo haras oficial por méritos?

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar Sep 20, 2016 3:49 pm

Me parece que el tal Nazario va a ser chusquero por los restos.

Saludos

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Sep 26, 2016 3:03 pm

Capítulo 9

Seguramente que si hay una máxima militar cuyo valor es universal, es el presionar fuerte hasta derrotar al enemigo.

Thomas Edward Lawrence


Relato de Franz Kinau


Con todo el alboroto de Portugal y la liberación de Lisboa parecía que no había más guerra, pero sobre las islas británicas se peleaba y mucho. El mal tiempo, que impidió las operaciones aéreas durante bastantes días, salvó a los británicos de una derrota total; pero cuando el cielo amanecía medianamente despejado miles de aviones alemanes, franceses e incluso italianos volaban sobre Inglaterra. Galos y transalpinos estaban lastrados por lo mediocre de sus aviones: los cazas franceses no solo eran inferiores a los británicos, sino que tenían una autonomía muy corta. De los italianos, quien diga que son cobardes es porque no los ha visto volar sobre Inglaterra con sus BR.20 y SM.84, que eran armadijos de madera, lona y cuerdas.

Los nuevos aires que corrían por el alto mando de la Luftwaffe implicaron, entre otras cosas, que la intención ya no era dejar en evidencia a nuestros aliados, sino derrotar a los ingleses. Por eso se reorganizó el “trabajo”, quedando para italianos y franceses las misiones de corto radio de acción. En la costa sur de Inglaterra apenas se veían cazas británicos, y los aeródromos eran machacados con tal regularidad que habían obligado a la RAF a abandonarlos. Los aviones de los aliados normalmente solo se enfrentaban a la antiaérea, que les causó pérdidas serias, pero soportables. Mientras, la presión de los ataques repetidos había obligado a la RAF a replegarse al norte del Támesis, más allá del alcance de los cazas franceses e italianos. Pero no de los nuestros, pues en enero de 1942 la Luftwaffe tenía cerca de dos mil cazas en el norte de Francia y en Bélgica, casi todos Me 109 equipados con depósitos que les daban alcance suficiente para llegar a las Midlands. También empezaban a verse cada vez en mayor número los modernos Fw 190. Para destruir los objetivos enemigos había mil quinientos bombarderos. Los acompañaban medio millar de cazabombarderos Me 110, que tras fracasar como escoltas habían encontrado su papel en estas misiones.

Había un grupo de Me 110 que se había especializado en destruir las instalaciones de radar, que es como los ingleses llamaban a los radiotelémetros. El enemigo había intentado tenderles todo tipo de trampas, construyendo instalaciones simuladas o acumulando cañones antiaéreos. Al principio nos habían causado algunas bajas, pero ellos también sufrieron lo suyo: los pilotos de los cazabombarderos aprendieron que si no volaban muy bajos, es decir, si no descendían de los 1.000 metros de altura, tenían poco que temer de la antiaérea, aunque fuese a costa de la precisión. Las antenas necesitaban impactos directos para ser dañadas, pero como las posiciones de los antiaéreos eran mucho más vulnerables, se convertían en el objetivo de los Me 110. Luego llegaban escuadrones de bombarderos que desde la seguridad que da la altura aplastaban lo que quedaba de las instalaciones y los antiaéreos que debieran haberlas protegido. Los ingleses estaban empezando a desplegar algunos radares móviles de modelos mejorados, mucho más difíciles de identificar, interferir y destruir; pero la red coordinada de defensa que tantas pérdidas nos había costado los meses precedentes ya no funcionaba. Los escuadrones de bombardeo frecuentemente podían atacar sin ser molestados. Tampoco era raro que los cazas ingleses cayesen en nuestras celadas: con alguna frecuencia enviábamos grupos de cazas simulando el patrón de vuelo de los bombarderos, esperando que algún incauto picase.

Los cazas ingleses cada vez se dejaban ver menos. Ya apenas se veían los temibles Spitfire —el mejor modelo de caza enemigo— y el avión que más frecuentemente encontrábamos era el mediocre P-40 Warhawk de origen norteamericano. Digo mediocre, pero solo a alta cota: yo mismo había tenido una mala experiencia con uno de esos aviones en un combate a baja altura. Pero si teníamos cuidado en no dejarnos enredar en un combate a ras de tierra, nuestros Messerschmitt eran bastante mejores que los aparatos norteamericanos, y los Warhawk caían a puñados. También estábamos notando que el entrenamiento de los pilotos enemigos se resentía: en una ocasión ataqué —y derribé— a un aparato que culebreaba en el aire: el piloto ni siquiera era capaz de compensar el par motor con el timón. Esos pilotos, que sudaban para volar sin estrellarse, no eran capaces de ver lo que ocurría a su alrededor, y los combates contra ellos cada vez se parecían más a una cacería de patos. En enero el capitán Quasthoff derribó siete aviones más, superando los sesenta derribos; no fue el único en alcanzar tanteos exagerados: el mayor Galland superó el centenar a principios de febrero. Yo también hice mis pinitos y conseguí las tres victorias que me faltaban para las quince: ya era un triple as, y pasé a dirigir una pareja. El teniente Schmitt me sustituyó como piloto de escolta del capitán, y el recién llegado sargento Meyer pasó a ser el mío. Hubo que enseñarle las mañas de la táctica de Salvador, que los ingleses aun no habían conseguido contrarrestar, y que multiplicaba la eficacia de nuestros cazas.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar Sep 27, 2016 2:23 pm

Con poca oposición en el aire tuvimos que dedicarnos a una tarea bastante más desagradable y peligrosa: la labranza, que era como llamábamos a atacar objetivos de oportunidad a baja altura. Unas veces nos dedicábamos a ametrallar las bases aéreas, otras dábamos caza a los trenes. En esa condenada isla había kilómetros de líneas ferroviarias como para darle la vuelta al sol, que nosotros recorríamos buscando convoyes. Cuando veíamos alguno, le dábamos una buena pasada a la locomotora. Intentábamos evitar disparar a los vagones, aunque algún tiro se nos escapó; claro que si los trenes eran de mercancías los repasábamos a conciencia. Si se trataba de un tren de pasajeros, no lo ametrallábamos, pero nos centrábamos en las máquinas. Les tirábamos hasta que echaban vapor por todos los agujeros, señal de daños en la caldera, que aunque podían repararse fácil no era.

Otras veces acompañábamos a los Me 110. Los ingleses habían aprendido a evitar esas formaciones, pues muchas veces los cazas bimotores iban descargados, actuando como señuelos: si eran atacados, podían rehuir el combate con más facilidad que los bombarderos, y los cazas de escolta acabábamos con los imprudentes ingleses. Frecuentemente los Me 110 llevaban un par de bombas con las que atacaban las instalaciones eléctricas: centrales si se ponían a tiro —aunque eran objetivos peligrosos que estaban bien defendidos—, transformadores si se terciaba. Según Inteligencia esos ataques estaban causando apagones cada vez más frecuentes que hacían parar a las fábricas una vez y otra también. Los bimotores también se dedicaban a atacar a las locomotoras enemigas, en las que su pesado armamento causaba daños mucho peores. Esas misiones eran peligrosas, no solo por la antiaérea, sino porque implicaban volar bajo y poder ser sorprendidos por cazas ingleses con la ventaja que da la altura. Al final los ataques de los cazabombarderos debieron causar bastantes trastornos a los ingleses, porque volvieron a atacar a los Me 110 a los que dieron más de un disgusto, por suerte a otras escuadrillas. De ahí que esas operaciones acabasen implicando a un buen número de cazas que prestaban protección a cotas escalonadas; pero teníamos tal superioridad numérica que no resultaba mayor inconveniente.

A mediados de enero los reconocimientos aéreos mostraron que los ingleses estaban perforando agujeros por todos los rincones de sus islas buscando petróleo. Era señal del apuro en el que estaban, e hizo que la industria petroquímica pasase a convertirse en objetivo prioritario. Sin embargo, se pensó que en lugar de atacar los blancos uno a uno, sería mejor que fuesen objeto de un ataque masivo. Se fueron catalogando los diferentes elementos —yacimientos, señalados por la proliferación de torres y bombas, refinerías, depósitos— y el primer día que mejoró el tiempo todos los aviones disponibles despegaron para destruirlos.

Franceses e italianos colaboraron atacando de nuevo los aeródromos del sur y las estaciones de radar; pocas funcionaban, y además esos ataques, combinados con otros de escuadrones de Me 110 y con las interferencias electrónicas —teníamos varios Condor modificados que emitían ruido electrónico a toda potencia— anularon la red de alerta. Detrás fueron nuestros bombarderos. Mi escuadrilla tuvo como misión escoltar a otra de Me 110 que iba a atacar unos depósitos cerca de Leeds. Volábamos en un gran enjambre de aviones, tan imponente que pensábamos que los ingleses no intentarían desafiarnos; pero los Condor avisaron que estaban interceptando mensajes radiofónicos que indicaban que los ingleses habían recogido el guante.

El capitán ordenó que tomásemos altura y nos retrasásemos un poco: aunque nos alejábamos de los Bf 110, contaríamos con la ventaja de la altura y tendríamos el sol detrás. Así Quasthoff mostró su fino instinto táctico: no mucho después vimos un grupo de aparatos que se elevaban penosamente e intentaban ponerse a la cola de los cazabombarderos. No perdimos tiempo y nos lanzamos en picado. Los aviones eran de un modelo extraño, rechoncho y con un gran motor radial, y parecían volar la mar de mal: ni siquiera podían acercarse a los Me 110, y cuando caímos sobre ellos, cualquier maniobra les hacía perder velocidad y altura. Tres de esos aviones —luego los identificamos como Brewster Buffalo— cayeron en la primera pasada, y otros tres en la siguiente: los otros dos si se salvaron fue porque el capitán ordenó que no nos separásemos mucho de los cazabombarderos, y porque varios de los Brewster cayeron en barrena al intentar una maniobra brusca; no sé si consiguieron recuperarse, porque no los seguimos. El ataque contra las instalaciones de Leeds fue coser y cantar, y cuando nos retiramos dejamos atrás una enorme columna de humo, una más de las que se estaban elevando por toda Gran Bretaña. Una vez los Me 110 estuvieron a salvo, hicimos otra de esas pasadas rasantes. No encontramos trenes pero ametrallamos a un par de camiones y a varios coches. Sin ningún remordimiento, pues sabíamos que el racionamiento de gasolina hacía que prácticamente todo el tráfico que viésemos por las carreteras fuese militar o gubernamental.

En la reunión tras la misión los pilotos se atribuyeron éxitos enormes. Según las reclamaciones, habían sido derribados al menos dos centenares de cazas ingleses, y en tierra habían sido destruidos otros tantos. Ya sería menos: la experiencia era que muchos deseos derribos reaparecían al día siguiente. Pero de lo que no hubo dudas era que la RAF había sido derrotada, pues fue el último día que presentó batalla a gran escala en el este de Inglaterra. En lo sucesivo ya solo vimos aviones ingleses a lo lejos, prestos para caer sobre cualquier aparato dañado, pero rehuyendo los enfrentamientos con nuestros cazas.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Sep 28, 2016 1:51 pm

Las misiones más comprometidas eran las de escolta de largo radio de acción. Durante el año y medio que llevábamos bombardeando Inglaterra los británicos habían intentado poner su industria fuera de nuestro alcance. Desafortunadamente cometieron algunos errores bastante serios.

Uno fue dispersar parte de sus fábricas. Grandes factorías habían sido sustituidas por una red de pequeños talleres que supuestamente no constituían un objetivo rentable para los bombarderos. Pero el rendimiento de esas pequeñas instalaciones era menor que el de las fábricas. Nuestra experiencia demostraba que la dispersión causaba serios problemas de coordinación y de calidad, y los ataques a las comunicaciones tampoco ayudaron. Además esas pequeñas fábricas eran más conspicuas de lo que los ingleses creían: tenían que sacar la energía de algún lado, y dado que el abastecimiento de electricidad era irregular, necesitaban generadores que funcionaban en su mayoría con carbón. Las chimeneas y el humo que desprendían delataban las instalaciones, que antes o después eran atacadas por Me 110 o por Ju 88. Ahí la dispersión jugó en contra de los británicos, pues tanto taller no podía ser defendido y por lo general la antiaérea brillaba por su ausencia.

Tampoco pensaron al dispersar su industria que los pequeños establecimientos, por lo general, estaban situados en el corazón de sus ciudades. El ministro Von Papen entregó una carta de protesta en la embajada sueca con el encargo de su transmisión a Londres y Washington, y muchas aglomeraciones británicas, que inicialmente habían quedado excluidas de la lista de objetivos, volvieron a ser atacadas, llevando el terror a los ciudadanos. Con todo, la Luftwaffe no volvió a realizar los terroríficos bombardeos incendiarios de la primavera anterior, sino que usó bombas explosivas contra las que era más fácil protegerse. Hubo muchas menos víctimas civiles, pero decenas de miles de familias inglesas quedaron sin hogar. Nosotros nos encargamos de informar a esos pobres de cuál era la causa de su desgracia, lanzando sobre Inglaterra millones de octavillas que explicaban los motivos de los ataques. Además, en esa fase de la guerra cada vez nos permitíamos más el lujo de avisar por adelantado de la inminencia de un ataque. Lógicamente, no decíamos el lugar, el día y la hora, o nos habríamos encontrado con miles de antiaéreos apuntando al cielo. Los mensajes decían que Ely, Bath o Kingston iban a ser bombardeadas en las próximas semanas, y enviábamos aparatos de reconocimiento durante unos días antes de destruir el objetivo. Tras algunos de estos bombardeos, observamos que el lanzamiento de octavillas provocaba grandes desbandadas que trastornaban la producción más que las bombas.

El otro error británico fue creer que nuestros cazas no podían escoltar a los bombarderos más allá de Londres. Tuvieron la sensatez de pensar que podríamos aumentar su autonomía, pero nunca creyeron que el corazón industrial de Inglaterra, con Manchester y Liverpool, iba a quedar a nuestro alcance. Muchas industrias del Gran Londres fueron trasladadas a las cercanías de Liverpool, donde estaban cerca de sus minas de carbón y de los puertos del Mar de Irlanda; cuando vieron llegar a nuestros cazas los industriales ingleses debieron quedarse pálidos. En enero nuestros aviones de escolta llegaban a Newscastle y a Carlisle, y las Midlands se cubrieron de cráteres y escombros.

Con todo, no eran operaciones sencillas, pues implicaban sobrevolar toda Inglaterra y combatir al límite de nuestra autonomía. Había que planificar cuidadosamente las misiones para que los bombarderos estuviesen siempre acompañados, porque no era raro que los cazas ingleses nos vigilasen desde lejos. En un par de ocasiones una gran masa de aviones se reunió y atacó a los bombarderos, causando sensibles pérdidas; aunque mi grupo no se vio en ningún enfrentamiento así.

Uno de los objetivos que atacamos con mayor frecuencia fue Liverpool, especialmente sus instalaciones portuarias. Habían sido declaradas como blanco para nuestras bombas, y casi diariamente algún grupo de bombarderos se acercaba hasta la cada vez más castigada ciudad, que estaba pagando las excelencias de su puerto. Liverpool se encontraba en el estuario del río Mersey, cuyas orillas eran una profusión de dársenas, muelles y diques. El estuario se abría al Mar de Irlanda, una superficie casi cerrada en la que nuestros submarinos rara vez se atrevían a internarse. Los convoyes transatlánticos entraban en el mar por el canal de San Jorge al sur o por el canal del Norte, y una vez allí se dispersaban. Pero en ese mar solo había dos grandes puertos: Belfast, que seguía fuera de nuestro alcance, y Liverpool. Aunque se estaba trasladando cada vez más industria a Irlanda del Norte —a pesar de los incidentes que al parecer se estaban produciendo entre católicos y protestantes—, los ingleses seguían necesitando usar Liverpool. Había otros dos grandes zonas portuarias en la costa oriental, pero eran menos convenientes: los del Clyde, en Escocia, estaban alejados de las industrias y los ferrocarriles eran regularmente atacados. Los del Canal de Bristol, en el sur, eran menos empleado desde que la ciudad y las aguas que la rodeaban se convirtieron en blanco de nuestros aviones.

La primera vez que sobrevolamos Liverpool —en uno de esos raros días de cielos despejados— los muelles estaban abarrotados de todo tipo de barcos. Los bombarderos descargaron sus artefactos, aunque solo algunos alcanzaron a los mercantes. La mayoría cayeron en los barrios portuarios, y bastantes se perdieron en el agua de la ría. Me imagino que muchos desinformados criticarán la puntería de nuestras tripulaciones, pero ahí me hubiese gustado verlos a ellos: volando a cuatrocientos kilómetros por hora a siete mil metros de altura, en un avión sacudido por las explosiones de la antiaérea, e intentando acertar a objetivos que desde esa altura se ven del tamaño de un llavín. Si se quiere conseguir un impacto directo es preciso utilizar bombarderos en picado, pero los Ju 88 eran demasiado grandes para lanzarse como lo hacían los Stuka —si un Ju 88 intentaba un picado vertical lo normal era que se estrellase—, y escoltar a los lentos Stukas hasta Liverpool, suponiendo que hubiesen tenido suficiente autonomía, tendría su gracia.

Sin embargo, en un puerto hay otros objetivos tan interesantes como los barcos: las grúas, los ferrocarriles y los almacenes de los muelles. Si no se les daba la primera vez, se les acertaba a la segunda, la tercera o la séptima; solo era cuestión de volver una y otra vez. Lo malo era que el tiempo no ayudaba mucho, y sobre Liverpool lo raro era encontrar cielos azules. Lo normal era que el objetivo estuviese cubierto por niebla y nubes bajas, y las bombas caían un poco por donde les venía bien y no por donde nosotros desearíamos. Pero cayesen en el muelle o sobre barrios populosos, los daños se iban acumulando. Los vuelos de reconocimiento encontraban cada vez menos actividad en la ciudad, señal que parte de sus habitantes la habían abandonado; tampoco se veían muchos barcos en la ría. De hecho, observamos varios convoyes que estaban descargando en el Clyde, e incluso los británicos se arriesgaron a enviar algunos pequeños convoyes a rodear Escocia para dirigirse a Rosyth, Aberdeen o Edimburgo. Esos puertos estaban fuera del alcance de nuestros aviones de escolta —y por tanto, de nuestros bombarderos, pues ya no se realizaban ataques nocturnos indiscriminados— pero se sobrecargaba aun más el ya debilitado sistema ferroviario inglés que comunicaba Escocia con las Midlands.

Señal de lo apurado que estaban con los transportes que volvieron al cabotaje: convoyes poco numerosos, de buques pequeños y viejos, que partiendo de Escocia se dirigían hacia los puertos del canal de Bristol, e incluso a los de la costa este, arriesgándose a sufrir ataques aéreos o de lanchas torpederas.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar Oct 04, 2016 5:38 pm

Nuestros bombarderos efectuaron, como era de esperar, algunas incursiones contra los barcos de cabotaje, aunque el mal tiempo y la distancia hizo que no fuesen demasiado efectivas. Las torpederas dieron algún disgusto a los ingleses, pero nuestra arma más efectiva, los U-bootes, no podían actuar tan cerca de la costa. Sin embargo, eso no quiere decir que los ingleses se saliesen de rositas. Pues se encontraron con las minas.

La Luftwaffe había sido pionera en el minado de las aguas costeras con aviones empleando las nuevas minas magnéticas; pero ahora se emprendió una campaña a escala mucho mayor. Durante el día, formaciones de bombarderos fuertemente escoltadas —varias veces, por mi escuadrilla— lanzaban sus artefactos en las aguas poco profundas de la costa este. Las minas que empleábamos eran cada vez más sofisticadas: además de las primitivas de orinque y las magnéticas de fondo, se empezaron a plantar otras con detonadores acústicos o de presión. Es decir, que estallaban cuando el paso de un buque rápido trastornaba las aguas. La única defensa contra ellas era navegar a velocidad muy reducida y con las hélices a mínimas revoluciones. Incluso empezamos a utilizar tipos especiales, que combinaban varios sistemas de detección, o que tenían un contador, de tal manera que solo estallaban tras determinado número de “pases”, dificultando mucho más su remoción.

En varias ocasiones vimos que flotillas de dragaminas intentaban limpiar los campos recién plantados: era evidente que gracias a su red de observadores costeros sabían que zonas habíamos minado y corrían a despejarlas. Para dispersar los esfuerzos de los ingleses, nuestros aviones lanzaron gran número de minas falsas: simples carcasas llenas de arena, con pequeños paracaídas, que cuando caían al agua resultaban indistinguibles de las minas reales para cualquier mirón. Ese ardid, que los italianos ya habían empleado en Alejandría, servía para que los ingleses no supiesen nunca cuántas minas se habían lanzado realmente, o si quedaban algunas por remover; pues cada bombardero, además de los artefactos de verdad, cargaba un número variable de señuelos. Lógicamente hubiese sido mejor que fuesen minas de verdad, pero eran armas caras, y la capacidad de los aviones, limitada. Pero si un Heinkel, en lugar de plantar tres minas, dejaba caer dos y media docena de señuelos, hacía trabajar mucho más a los dragaminas enemigos.

Mejor todavía era hundir a los dragaminas, así que se les preparó una emboscada. Se esperó a que los meteorólogos pronosticasen unos cuantos días de tiempo benigno, y una escuadrilla minó las aguas cercanas al cabo Spurn, en la desembocadura del Hull, situando los engendros de muerte a la vista de la costa. A partir de entonces un Condor provisto de radar empezó a vigilar esas aguas, pero manteniéndose fuera del alcance visual. Como esperábamos, pronto se detectó la llegada de un grupo de barquitos que empezó a recorrer el sector; era el momento de acabar con ellos. Escoltamos a un grupo de Messerschmitt 110 que atacó a los dragaminas con cohetes, siendo uno de las primeras veces que se usaron en combate; tres dragaminas fueron hundidos y dos más, seriamente dañados. Tras ese y un par de ataques de similar naturaleza los ingleses tuvieron que ser mucho más cuidadosos, y pasaron a limpiar las minas de la costa este solo de noche; medida que afectó a su eficiencia.

Las minas que se empleaban tenían dispositivos para dificultar la limpieza. Por ejemplo, las lanchas rápidas hacían frecuentes incursiones para plantar minas de orinque, que incorporaban además de los sensores de contacto un péndulo que hacía detonar el arma si la boya se agitaba: así estallaban no solo por contacto (aunque fue preciso instalar un dispositivo que retrasaba el efecto del péndulo, pues la mina es más efectiva si revienta junto al casco) sino cuando eran dragadas, es decir, cuando las rastras de los dragaminas atrapaban el orinque. La sacudida las hacía activaba, y además de poder dañar al dragaminas, cortaban la rastra y hacían que se perdiese el paraván. Las minas de fondo, por su parte, también incorporaron sistemas similares que las hacían detonar si un buzo intentaba manipularlas.

Con todo, la costa este, la más expuesta y en la única en la que podían operar las lanchas, era una vía secundaria. La mayor parte de la navegación de cabotaje se hacía por la costa oeste de Gran Bretaña, más alejada de nuestras bases. Sin embargo fue ahí donde la Luftwaffe efectuó una de sus campañas más productivas, minando aguas costeras e interiores —incluyendo estuarios e incluso puertos— por la noche. Eran operaciones costosas, pues la caza nocturna inglesa, que no se había enfrentado a nuestros aviones de escolta, era cada vez más activa y eficaz. Para burlarla los aparatos a los que se les encomendó esas difíciles misiones volaban a la menor altura posible, arriesgándose a encontrarse con los cables de los globos de barrera o a sufrir bajas por la artillería antiaérea; las pérdidas fueron serias y en dos meses cayó el 20% de la fuerza. Pero los efectos fueron demoledores. Los aviones de minado no estaban limitados al radio de acción de nuestros cazas y las minas que plantaron en los puertos escoceses y norirlandeses causaron sensibles pérdidas, no solo de mercantes sino de buques de guerra: tardamos algún tiempo en saberlo, pero una de esas minas se apuntó un gran éxito al dañar gravemente al portaaviones Formidable, que se acababa de reincorporar a la Home Fleet.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Vie Oct 14, 2016 2:29 pm

También nosotros, los de los cazas, nos unimos a la campaña de minado. Los ingleses tenían una extensísima red de canales interiores. El ferrocarril los había dejado en desuso, salvo a unos pocos que permitían el paso de barcos de algún tamaño. Aunque los ataques contra los trenes hicieron que las gabarras volviesen a recorrer los canales, inicialmente el mando decidió no minarlos al ser objetivos difíciles y de rentabilidad escasa. De ser preciso, sería más sencillo bombardear las paredes de los canales, los puentes que los cruzaban o las esclusas. Pero había aguas interiores muy interesantes para la guerra de minas. La mayor parte de los puertos ingleses estaban en el interior de estuarios, muchos de ellos conectados con el mar mediante canales naturales. Algunos puertos se encontraban en el interior, comunicados con el mar por ríos navegables. También había unos pocos canales artificiales aptos para barcos de cierto porte. Esos cursos navegables eran demasiado estrechos para nuestros ataques nocturnos, y estaban fuertemente defendidos por armas antiaéreas, resultando excesivamente peligrosos para nuestros aviones minadores, que en su mayoría eran viejos Heinkel 111 retirados de primera línea.

Por otra parte, al ser pasos estrechos y obligados resultaban especialmente apetecibles para ser minados. Siendo aguas poco profundas las minas necesarias podían ser mucho menos potentes y, por tanto, pequeñas y baratas. Pero si los Heinkel no podían sembrarlas de noche, tendrían que ser aviones rápidos los que lo hiciesen de día. El avión ideal para esta misión, obviamente, era el Me 110, que aunaba velocidad, capacidad de carga y agilidad. Pero las escuadrillas de Zerstorer estaban sobrecargadas con todo tipo de misiones, lo mismo ametrallando trenes que bombardeando radares o hundiendo dragaminas. A alguien se le ocurrió que si un Fritz podía llevar una bomba, también podría lanzar una mina. El general Galland protestó, pero tuvo que aceptar las órdenes, y de vez en cuando nos tocaba sembrar esos artefactos del demonio. Tarea muy peligrosa que no nos hacía ninguna gracia.

Ya que se trataba de minar aguas poco profundas, las minas eran más pequeñas de lo habitual: se trataba de bombas aéreas SC 100, con un paracaídas de frenado de papel que se deshacía con el agua, y una espoleta submarina, que podía ser magnética, acústica o de presión. Se parecían a la de las minas que se empleaban en aguas abiertas, aunque eran más sencillas y menos sensibles: a fin de cuentas el barco le iba a pasar a pocos metros por encima. Las espoletas, además, incluían un dispositivo de seguridad que las hacía estallar si quedaban en seco, bien porque cayesen desviadas, bien porque se vaciase el canal, o por ser movidas.

Esas minas eran especialmente odiadas por el enemigo, pues cuando hundían un buque bloqueaban el acceso al puerto. Es lo que ocurrió en Glasgow, cuando dos He 111 tripulados por valientes lanzaron sus artefactos en el río Clyde aprovechando una noche de luna. Otros He 111 los acompañaron y bombardearon unos almacenes en Kilpatrick, para distraer de las intenciones reales del ataque; al día siguiente el viejo mercante Silveray se hundió al estallar bajo su quilla una mina, y el acceso al puerto de Glasgow quedó cortado durante dos semanas.

Los ingleses aprendieron y además de situar globos de barrera y multitud de ametralladoras en las orillas —en una fotografía aérea se llegaron a contar ciento cincuenta en el Clyde—, apostaron observadores que llevaban cuenta de los objetos que dejábamos caer. Al poco el lugar era inspeccionado por buzos que hacían estallar los artefactos con pequeñas bombas. También intentaron limpiar los pasos usando pequeñas cargas de profundidad para que estallasen las minas por simpatía, método que funcionaba aunque consumiendo las cada vez menores cantidades de explosivos que podía proporcionar la industria química inglesa. Pero la intensidad de nuestra campaña de minado les obligó a emplear medios menos eficaces, como arrastrar redes desde las orillas o por dos embarcaciones. Nunca una sola, pues debería pasar sobre la mina y podría quedar hundida en medio del canal. Este método no era tan bueno porque los canales solían estar llenos de basuras, como anclas perdidas, restos de pecios, chatarra tirada por la borda, etcétera. Además, si encontraban una mina y detonaba, los tripulantes de los botes o los que tiraban de las redes desde los caminos de sirga se jugaban el pescuezo.

Contra el empleo de explosivos no podíamos hacer nada. Contra redes y buzos, sí. Nuestros ingenieros desarrollaron un tipo especial de mina trampa. Se trataba de una mina antitanque estándar, pero con una carcasa de baquelita y junta de goma para que fuese estanca. Se armaba por un muelle bloqueado por un pequeño bloque de sal, y también tenía en el exterior una pequeña carga con una mecha, que hacía estallar la mina si no caía al agua. Una vez armados esos artefactos eran tan sensibles que para que estallasen bastaba la más mínima agitación e incluso una mala mirada. Para los buzos resultó peligrosísimo moverse por las turbias aguas donde lanzábamos las minas: si las tocaban estallaban, y a veces lo hacían simplemente por pasar a su lado. Si los ingleses empleaban redes para removerlas, los artefactos tenían potencia suficiente para romperlas. Esas diabólicas bombas se llevaban en contenedores y se lanzaban en las mismas aguas que las minas antibuque, y dieron tal resultado que no mucho después también se emplearon en canales interiores y en embalses, con la intención de dañar compuertas y exclusas. Lamento tener que decir que funcionaron tan bien que siguieron causando desgracias muchos años tras la guerra, sobre todo entre pescadores cuyos trofeos resultaron tener temperamento explosivo.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Oct 19, 2016 12:20 pm

La teoría de la guerra de minas estaba muy bien, pero luego quedaba lo peor: plantarlas. Labor enormemente peligrosa, porque implicaba volar bajo y a escasa velocidad —pues de lo contrario las minas podrían rebotar— en unas zonas que estaban erizadas de ametralladoras. Además, aunque nuestros Messer solo llevaban una mina bajo el fuselaje y dos contenedores con cuatro bombas trampa, estos bajo el ala, creaban suficiente resistencia como para hacer a nuestros aviones lentos y torpes. Si nos atacaban los cazas ingleses estábamos vendidos aunque dejásemos caer la mina; por ello necesitábamos la escolta de otros aparatos. Francamente, prefería mil veces escoltar a ser escoltado.

El primer objetivo, además, no fue una bicoca: nada menos que el río Medway, un afluente del Támesis donde estaba el importante arsenal de Chatham. Como nuestra principal salvaguardia debía ser la sorpresa seguimos un patrón de vuelo que, inicialmente, era parecido al de los ametrallamientos de trenes. Salimos de Sint-Denijs volando a cota media, lo suficiente altos para eludir a la antiaérea ligera pero sin forzar los motores. Sobrevolamos Kent, y seguimos hacia el oeste, sobrevolando la línea ferroviaria de Dover. Una de las kette que nos escoltaba hizo un ametrallamiento de un tren que encontramos, para que la incursión pareciese otra misión contra el transporte. Pasamos sobre las marismas de las que nace el Medway, y luego volvimos hacia el este, siguiendo las vías del ferrocarril a Chatham… pero en el último momento ocho aparatos nos desviamos, y tras sobrevolar el inconfundible castillo de Rochester dejamos caer nuestros regalos junto a la isla de St. Mary.

Ese mismo día otra escuadrilla de Me 110 planto sus minas en el Swale, otro canal navegable de la desembocadura del Támesis, y por la noche fueron los He 111 los que hicieron lo mismo en la embocadura del Medway. Tengo el placer de decir que durante bastantes días las fotografías mostraron que los pocos buques surtos en el arsenal de Chatham permanecían en sus amarraderos.

Sin embargo acabamos escaldados cuando atacamos un objetivo relativamente fácil, el río Colne. Llevaba al puerto secundario de Colchester, poco más que un amarradero tan solo usado por pesqueros y unas pocas lanchas de la flota antiinvasión. Por eso pensábamos que sería un objetivo sencillo. Nos alineamos con el cauce, para lanzar las bombas con la mayor precisión posible… y nos encontramos en medio de una trampa, con decenas de ametralladoras y cañones escupiendo fuego. Escuché un ruido como de granizo y mi avión se empezó a sacudir; no me lo pensé y solté mi carga, ordenando al sargento Meyer que me seguía que hiciese lo mismo. Pero debieron conseguir un impacto directo en el avión del pobre tipo, pues hizo un tirabuzón y se estrelló contra la orilla. Al menos, no hubo más pérdidas, aunque hubo que dar de baja a mi fiel Fritz que por poco no consigue llegar a Sint-Denijs. La vuelta, con el motor calentándose y a punto de griparse, fue un poco como la de aquella vez que casi me derriban sobre Kent. Pero esta vez el avión aguantó hasta que ya estaba sobre Bélgica, y pude hacer un aterrizaje de panza y a motor parado en la base. Desde luego, entendía por qué el general Galland protestaba tanto por el asunto de las minas.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Dic 21, 2016 12:32 pm

Colgado por error, ya llegará más adelante.

Saludos
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[Borrado]

Jue Dic 22, 2016 12:08 am

Este mensaje ha sido borrado por Domper el Jue Dic 22, 2016 12:09 am.
Razón: Duplicado

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Jue Dic 22, 2016 12:11 am

A cambio, había otras misiones que llamábamos “el reparto del correo” por su sencillez: los bombardeos de las playas del este de Inglaterra. Desde 1940 los ingleses habían construido en ellas miles de blocaos, gastando millones de metros cúbicos de hormigón.

Normalmente los bombardeos de las playas eran tarea para franceses e italianos, cuyos aviones eran bastante peores que los de la Luftwaffe. Diariamente caían bombas sobre toda la costa sureste inglesa, desde Falmouth hasta Yarmouth, pero raramente acertaban en los blancos, y además millares de ingleses se afanaban por reforzar las obras en cuanto desaparecían los aviones. Aprovechando que las escuadrillas de Stuka estaban volviendo de Portugal, donde ya no eran necesarias, se utilizó su fenomenal precisión para aplastar los búnkeres. Ver a los artistas que pilotaban los Ju 87 era todo un espectáculo: más de una vez los admiré al verles meter sus bombas en pequeñas baterías de pocos metros de ancho, haciendo inútiles los enormes parapetos de hormigón. Pero ya sabíamos que los Stuka estaban casi indefensos ante los cazas enemigos, y por si acaso siempre había un buen número de Messerschmitt escoltándolos.

En esas misiones también empezaron a actuar los Fw 190 Jabos. Con ese morro chato se hacía raro pensar que fuesen buenos cazas, pero no es que fuesen buenos, sino extraordinarios. Hicimos algunos combates simulados sobre Sint-Denijs y casi siempre acabamos con un Fw 190 a la cola. Lo malo era que por encima de los seis mil metros se les acababa el fuelle, mientras que los 109 seguían volando que era un primor. Dado que a los ingleses les gustaba volar cada vez más alto, y a sus primos yanquis tres cuartos de lo mismo —la teoría norteamericana era emplear súper bombarderos a gran altura—, al Me 109 le quedaba cuerda para rato. Tal vez cuando se solucionasen los problemas a alta cota los Focke Wulf acabasen sustituyendo a nuestros Messerschmitt; pero por ahora se iban a necesitar versiones mejoradas de nuestro ya veterano caza.

Mientras, el empleo de los Jabos estaba revolucionando la guerra aérea. Ya los Stuka habían demostrado con su increíble precisión que un único avión podía hacer lo mismo que una escuadrilla de bombarderos. Pero los Stuka, por desgracia, se estaban quedando anticuados, e incluso cuando iban escoltados sufrían muchas pérdidas. A los bombarderos convencionales tampoco les iba mucho mejor; aunque tuviesen más autonomía de poco servía, pues nadie se atrevía a enviarlos sin escolta de cazas. Volando a alturas más cómodas que los Ju 87, los bombarderos sufrían bastantes menos bajas, pero tenían la mala costumbre de repartir sus bombas por media campiña inglesa. La dispersión no importaba demasiado cuando atacaban objetivos grandes, como una base aérea; pero resultaba casi imposible acertarle a un búnker, un puente o un edificio.

Los jabos aunaban lo mejor de los Stuka y de los bombarderos. Sufrían aun menos bajas que estos últimos, y tenían casi tanta puntería como los primeros. Además no necesitaban tanta escolta, y como guinda, eran más baratos: por el precio de un Ju 88 teníamos dos Fw 190, que duraban bastante más, y que podían ser empleados para otros tipos de misiones. Resultaba evidente que el futuro estaba en los cazabombarderos. La eficacia de los jabos, de hecho, estuvo a punto de acabar con el desarrollo de los aviones de cooperación, y si se salvó el Junkers 287 —que a fin de cuentas había nacido como un caza pesado que debía sustituir al Me 110— fue por necesitarlo la marina, pues la Luftwaffe prefería el Me 218, al que estaba dando los últimos toques.

Con todo, los jabos seguían sin tener la fenomenal precisión de los Stuka, que estaban efectuando un sufrido pero fundamental papel bombardeando las costas inglesas del Canal. Dado el dominio que teníamos del aire nuestros bombarderos corrían escasos riesgos frente a los cazas enemigos. A cambio, se enfrentaban a miles de cañones antiaéreos que los ingleses estaban instalando a lo largo de toda la costa. Las pérdidas fueron tan importantes que fue preciso modificar la táctica que seguíamos: tanto los bombarderos convencionales —que como he dicho eran sobre todo italianos y franceses— como los cazabombarderos tuvieron que dedicarse a suprimir las defensas antiaéreas, para que luego los Stuka destruyesen los objetivos. Al poco la campaña de los bombarderos en picado dejó de limitarse a la costa y se extendió hacia el interior, destruyendo los puentes y los enlaces ferroviarios. Con todo, si algo no faltaba en ese invierno en la costa inglesa eran objetivos: los ingleses estaban acumulando cada vez más medios en las playas, y por cada búnker que nuestros aviones destruían, aparecían tres nuevos. Se estaban preparando para resistir una invasión.
Última edición por Domper el Jue Dic 22, 2016 5:55 pm, editado 1 vez en total

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Jue Dic 22, 2016 12:16 am

Manfred Griehl. “1935 - 1985, 50 años de la Luftwaffe”. Op. Cit.

Las operaciones aéreas en Portugal, especialmente las nuevas tácticas antitanque del coronel español González-Gallarza, hicieron que la Luftwaffe tomase consciencia de la importancia del apoyo cercano al ejército. Durante la Guerra Civil Española la misión había sido efectuada por viejos biplanos de cooperación, como los italianos Romeo 37 o los alemanes Heinkel 45, Heinkel 46 y Henschel 126, pero esos aparatos no tenían posibilidades de sobrevivir ante aviones enemigos o las defensas antiaéreas modernas. También se habían utilizado cazas biplanos como los Heinkel 51, pero los nuevos cazas monoplanos tenían una velocidad demasiado elevada para la citada misión, y eran demasiado vulnerables a las armas antiaéreas. Aunque se consideró utilizar el bombardero en picado Junkers 87, se trataba de un avión especializado del que había gran demanda, y además se estaba mostrando excesivamente vulnerable, señal de ser necesaria su urgente sustitución.

El mejor avión de apoyo cercano de la Luftwaffe había resultado ser el antecesor del Junkers 87, el biplano Henschel 123. A pesar de su aspecto obsoleto era duro, resistente a los daños, y muy efectivo, habiéndose utilizado con notable éxito en las campañas de Polonia y de Francia. España, que había recibido unas decenas de unidades dadas de baja por la Luftwaffe, las empleó en Portugal con éxito aun mayor, hasta tal punto que solicitó que se reabriesen las cadenas de producción. Sin embargo, no solo se trataba de un avión anticuado que probablemente resultase demasiado vulnerable a las amenazas futuras, sino que los moldes habían sido destruidos y casi costaría tanto reiniciar la producción como diseñar un aparato más avanzado.

El sustituto del Hs 123, el bimotor Hs 129, desarrollado específicamente para la cooperación, estaba teniendo problemas con los motores y las pruebas en combate habían resultado decepcionantes, siendo aun más vulnerable que los Hs 123 y Ju 87 que debía sustituir. Junkers tenía en estudio el Junkers 187, un reemplazo del Stuka con características novedosas como un timón de cola giratorio para mejorar los arcos de fuego defensivo. Pero una evaluación del proyecto mostró que sus prestaciones no serían mejores que las del Ju 87 D. El RLM decidió suspender la producción del Hs 129 y anular el Ju 187, y desarrollar en su lugar una versión del Stuka especializada en el apoyo táctico. El Ju 87 G tenía armamento potenciado y blindaje para protección del piloto. Pero el aumento de peso no solo limitaba la carga bélica sino que hacía muy peligrosas las maniobras de picado, que tuvieron que ser limitadas a un ángulo máximo de 45°. Era a todas luces una medida temporal.

La experiencia adquirida con los nuevos cazas Focke Wulf Fw 190, que eran muy efectivos como cazabombarderos, mostraba la flexibilidad que daban los aviones de altas prestaciones. La ligera estructura del Fw 190 lo hacía excesivamente vulnerable para su empleo en las comprometidas misiones de apoyo táctico, pero sería conveniente que el aparato que se destinase a estas operaciones tuviese velocidad similar a los cazas y fuese capaz de defenderse de los ataques enemigos. Siendo cada vez más urgente sustituir al Junkers 87, el RLM solicitó a Junkers que estudiase una versión de bombardeo de su Junkers EF 116, una propuesta de caza pesado que aprovechaba componentes del Junkers 88 para acortar los plazos de desarrollo y cuya principal característica era el motor central. Entre las exigencias del RLM para el nuevo avión estaban:

— Ser monomotor, pues debía ser un aparato barato que pudiese adquirirse en buen número.

— Estar diseñado de tal manera que se facilitase su producción en serie en grandes cantidades.

— Armamento de cañones de 20 o 30 mm.

— Carga bélica de 1.200 kg con capacidad de llevar bombas de hasta 1.000 kg.

— Velocidad máxima de 600 km/h y velocidad de crucero de 350 km/h.

— Poder mantenerse 3 horas sobrevolando el campo de batalla.

— Poder operar desde campos con escasa preparación.

— Resistencia a proyectiles de 13 mm y a los de 20 mm en zonas clave.

— Facilidad de reparación.

Los requisitos eran muy exigentes e inicialmente fueron considerados inviables, pero el Dr. Wocke, diseñador jefe de Heinkel, propuso ciertas modificaciones del diseño del EF 116 para cumplir con los requisitos del Ministerio. La principal sería la sustitución del motor doble Daimler Benz DB 606, un motor problemático que estaba teniendo graves problemas de desarrollo. Junkers tenía en desarrollo un motor similar, el Junkers Jumo 222, que quiso utilizar para el nuevo avión. Sin embargo el RLM consideró que la adopción de esa planta motriz implicaba un riesgo tecnológico aun mayor que con el DB 606, y rechazó la propuesta, ordenando a Junkers que utilizase el DB 606 o, en todo caso, el algo mayor DB 610. Sin embargo el Dr. Wocke pensó que con esa planta motriz sería imposible cumplir los requisitos exigidos, por lo que Junkers exigió al Dr. Ferdinand Brandner, jefe del equipo de diseño del Jumo 222, que presentase una propuesta basada en el Jumo 213. Tras considerar varias opciones, entre ellas un motor doble, Brandner se decidió por una versión a escala mayor del Jumo 213, del tamaño del Daimler Benz DB 603, pero que además de las características avanzadas del Jumo 213 debía incorporar un turbocompresor. El motor Jumo 214, sin embargo, solo tenía una potencia de 2.300 HP (aunque posteriormente se alcanzarían los 3.200 HP), que harían que el EF 116 estuviese subpotenciado.

Junkers presentó entonces al RLM una nueva propuesta, el EF 117, que era un derivado del EF 116 pero a escala menor, propulsado por el motor Jumo 214. Dada la similitud de diseño y tamaño entre el Jumo 214 y el Daimler Benz 603, podría usarse este último motor durante el desarrollo y la construcción de los prototipos, lo que no solo permitiría que el nuevo avión entrase en servicio antes, sino que disminuiría el riesgo tecnológico aparejado a la utilización de una planta motriz nueva. El RLM aceptó el EF 117 con la designación Ju 287, aunque con la condición de mantener los plazos de desarrollo.

El Ju 287 era un avión monomotor monoplano de ala baja algo retrasada y motor central. El ala, en lugar de ser la del Junkers 88 como en el EF 116, tenía forma trapezoidal con gran alargamiento y un diedro positivo de tres grados. El tren de aterrizaje, de triciclo posterior, se retraía completamente en dos carenados subalares. A partir de los carenados el borde de fuga del ala estaba ocupado por superficies aerodinámicas ranuradas llamadas “flaperones” que actuaban como alerones en el vuelo, como flaps durante despegues y aterrizajes, y que podían ser empleadas como frenos de picado. El timón de cola era el del Junkers 88, pero el prototipo V1 presentó cierta inestabilidad direccional. A partir del prototipo V3 se adoptó el característico timón trapezoidal de grandes dimensiones, que permitía contrarrestar el par motor del motor DB 603 (y luego del Jumo 214) sin necesitar el complejo sistema de hélices contrarrotantes probado en el prototipo V2. El fuselaje era monocasco, y la cabina contaba con una cubierta de burbuja con excelente visibilidad.

El motor era lineal en V invertida de 12 cilindros, un DB 603 en los prototipos V1 a V5 y en las unidades de preserie A-0. En el prototipo V6 se instaló un Junkers Jumo 213, y en el V7 un Jumo 214 de 2.350 HP, que fue seleccionado para la producción en serie. El Jumo 214, que inicialmente solo iba a ser un derivado de mayor tamaño del Jumo 213, acabó siendo un motor completamente nuevo: conservando la misma disposición de las bancadas de los cilindros, bielas, cigüeñal y eje que el Jumo 213, su cilindrada era un 50% superior, con cilindros anchos y de recorrido corto que permitían rápidas variaciones del régimen. Conservaba el sistema de refrigerado mediante líquido a alta presión, pero también tenía un sistema de ventilación forzada mediante un compresor de una etapa movido por el eje de la hélice. Una pequeña toma suministraba aire para un sistema de refrigeración suplementario que disminuía la temperatura de la admisión. Parte del aire admitido pasaba al turbocompresor para la alimentación del motor, y el resto era derivado a los radiadores de refrigeración, situados a ambos lados del motor. Después era expulsado por una tobera posterior (en las instalaciones simples) o por dos toberas laterales, una a cada lado (en el Ju 287). Al estar el gas a elevada temperatura suministraban unos 200 kg de empuje, añadiendo hasta un 30% de potencia al motor a alta cota. El Jumo 214, que tenía una potencia en seco de 1.650 HP, alcanzaba a 2.350 HP en la primera versión producida (Jumo 214 B), y llegó a 3.200 HP en la versión J, que tenía culatas de cilindro semiesféricas y válvulas de camisa. La admisión y las vistosas toberas laterales hicieron que los aliados inicialmente creyesen que el Ju 287 fuese de propulsión mixta. Curiosamente, hubo una versión del Ju 287 de propulsión mixta que no pasó del tablero de diseño. En el prototipo V18 se probó un motor turbohélice Heinkel-Hirth HeS 021.

El recubrimiento del Ju 287 era completamente metálico, con paneles de duraluminio de formas planas o curvas y no complejas, lo que facilitaba tanto la construcción como las reparaciones. Gran parte de los paneles podían retirarse para el mantenimiento. Buen número de las piezas de ambos lados del avión eran intercambiables, incluyendo buena parte de los paneles del fuselaje, el timón horizontal, la parte exterior de los planos alares, el tren de aterrizaje principal o la instalación del armamento.

El Ju 287 carecía de bodega de bombas, lo que aligeraba el aparato y hacía que su construcción fuese más robusta, aunque a costa de la velocidad y de la autonomía. Disponía en su lugar de un punto de sujeción central en el fuselaje, capaz de cargar hasta 1.200 kg, y diez en las alas, que podían llevar hasta 2.800 kg de bombas, torpedos, cohetes o dispensadores de bombetas. El punto central y cuatro de los alares eran “húmedos”, permitiendo la instalación de depósitos externos. Como armamento fijo se llevaban cuatro cañones MG 151 de 20 mm.

En el diseño del Ju 287 se consideró básica la protección tanto del avión como del piloto. La resistente estructura se heredaba del Stuka. Los depósitos de combustible estaban situados en el fuselaje y en las raíces alares, y no en los extremos de las alas donde estaban más expuestos al fuego enemigo. Contaban con doble recubrimiento autosellante interior y exterior, y también tenían similar recubrimiento las líneas de combustible, lubricante y refrigerante. El Ju 287 llevaba 400 kg de blindaje en forma de placas de acero de alta resistencia con recubrimiento textil interno (para evitar el desprendimiento de fragmentos) que protegían al piloto, el motor y el depósito central de combustible. El piloto contaba con una bañera de acero de hasta 10 mm de grosor, parabrisas blindado, y disponía también de un asiento eyector Heinkel.

Las superficies aerodinámicas se movían mediante motores eléctricos, como en el Fw 190. La instalación estaba duplicada o triplicada, evitando que los cables fuesen por las mismas zonas, para intentar impedir que un único impacto dejase al avión sin control. En caso de emergencia, se disponía también de un sistema de control manual que permitía un pilotaje básico. El tren de aterrizaje además de desplegarse eléctricamente, en caso de emergencia podía desplegarse y blocarse por gravedad mediante un control situado en la cabina. Los carenados alares para el tren de aterrizaje evitaban que la célula sufriese daños graves en las tomas con el tren de aterrizaje replegado.

El prototipo V1, con motor Daimler Benz DB 603, voló por primera vez el 3 de febrero de 1943, y como se esperaba resultó estar subpotenciado. Aun así superó los requisitos del RLM, alcanzando una velocidad máxima de 622 km/h a 7.000 m de altura. Tras las pruebas del prototipo el RLM hizo a Junkers un encargo de seiscientos aviones, a los que se sumó otro de cuatrocientos para la Regia Aeronautica, y uno más de doscientos aparatos destinados al Ejército del Aire español. En julio voló el prototipo equipado con el motor Jumo 214, y en septiembre las primeras unidades de serie A-0 (con motor DB-603) fueron entregadas a las unidades de conversión operativa. Los A-1, con motor Jumo 214, estuvieron disponibles a partir de noviembre de 1943, y fueron probados en combate durante el invierno con gran éxito: los Ju 287 tenían la misma capacidad de carga y el mismo alcance que los bombarderos medios como el Ju 88 y Ju 188, pero eran 50 km/h más veloces, y tras lanzar sus bombas eran tan maniobreros como un Me 109. Tras algunos problemas iniciales con los frenos de picado también resultaron plataformas de lanzamiento de armas muy estables, aunque no alcanzasen la increíble precisión de su antecesor Ju 87.

El Ju 287 sustituyó al Ju 87 y al Fw 190 F en las escuadrillas de bombardeo en picado y de apoyo aéreo cercano, pero también fue ampliamente utilizado para la interdicción. Su elevada velocidad cuando operaba con cargas reducidas no solo lo hacía difícil de interceptar, sino que facilitaba la escolta por cazas rápidos o incluso por reactores. La gran capacidad de carga y la limpieza aerodinámica del aparato hicieron que, cuando usaba depósitos externos y cargas bélicas reducidas, tuviese una autonomía que rivalizaba con las versiones de bombardeo del Me 218, siendo cada vez más frecuente que acompañase a los bombarderos de largo radio de acción para suprimir las defensas enemigas.

Durante el desarrollo del Junkers 287 se presentó una nueva necesidad: la Kriegsmarine solicitó un avión capaz de operar desde los nuevos portaaviones de la clase Goering que se estaban construyendo. Se necesitaba que actuase como bombardero, torpedero y avión de patrulla, y debía tener mejores prestaciones que el Junkers 87 C. El prototipo V11, el primero con equipo naval, estaba protegido contra la corrosión y contaba con gancho de detención. El V12 disponía de sistema de plegado para las alas y un radomo alar para radiotelémetro. El Ju 287 B fue aceptado no solo por la Kriegsmarine, sino por la Regia Marina para sus portaaviones Aquila y Duce, y por la Marina Nationale francesa para los suyos de la clase Maréchal. Esta versión naval del Junkers 287 no solo fue empleada como avión de ataque, sino como caza nocturno, gracias a su instalación de radiotelémetro, e incluso como caza diurno en los portaaviones de pequeñas dimensiones de la clase Hitler.

La Luftwaffe se interesó por ese empleo del Ju 287, ya que estaba buscando un caza nocturno ligero que complementase a los bimotores en uso (Me 110, Ju 88 y Me 218), y que pudiese combatir a los aviones ligeros usados cada vez más ampliamente como incursores nocturnos. El Ju 287 C disponía de cabina para dos tripulantes, sentados lado a lado, un radiotelémetro Wien de onda centimétrica, y estaba armado con cuatro cañones de 30 mm. Fue usado no solo como caza, sino como incursor nocturno. A su vez la marina se interesó por versiones biplaza aptas para ataque nocturno, encargando el Ju 287 E, sustancialmente igual al Ju 287 C pero con equipo naval y armamento interno reducido a dos cañones de 20 mm.

El Ju 287 G volvió a ser una versión de asalto monoplaza, con motor Jumo 213 D. La principal característica fue la sustitución del armamento alar por un cañón de cámara rotatoria Mauser MG 215 de accionamiento mecánico y que disparaba por el eje de la hélice. Además, podían instalarse contenedores subalares con ametralladoras o cañones; aunque se diseñaron contenedores con cañones sin retroceso, raramente fueron utilizados, prefiriéndose en su lugar cohetes de alta velocidad R4M y R8M, muy efectivos contra tanques. Paralelamente se desarrolló la versión F, biplaza de ataque nocturno equipada con navegador inercial y radar de onda milimétrica. A pesar de lo primitivo del equipo electrónico, las escuadrillas equipadas con el Ju 287 F efectuaron ataques nocturnos de precisión contra objetivos de gran valor. Los Ju 287 H y J eran equivalentes navales de las versiones G y F.

En la posguerra inmediata gran número de las escuadrillas equipadas con el Ju 287 fueron disueltas, muchos aparatos fueron cedidos a aviaciones aliadas de Alemania, y se contempló la sustitución del aparato por los nuevos reactores de combate, de capacidades muy superiores al veterano avión. Además la configuración del Ju 287 lo hacía inadecuado para las cada vez más importantes misiones antisubmarinas. Tan solo las restricciones presupuestarias lo mantuvieron en servicio, y se prosiguió con su producción, aunque a ritmo reducido, para proveer de aparatos de reemplazo. Esta decisión se reveló muy afortunada cuando en 1951 Alemania se vio implicada en la guerra civil de Irán. El Ju 287 no solo estaba magníficamente adaptado a las primitivas condiciones en las que se combatía, sino que como avión de asalto resultó superior a los modernos cazabombarderos a reacción, que no tenían capacidad de mantenerse sobre el campo de batalla, y también fue mejor que los cazas de hélice, excesivamente vulnerables al fuego terrestre. La demanda cada vez mayor del modelo hizo que se reiniciase la producción a gran escala con el modelo K, que era una versión monoplaza de asalto similar a la G pero con motor Jumo 214 R de 3.200 HP. La Kriegsmarine no desarrolló un nuevo modelo sino que empleó la versión G para las escuadrillas de base terrestre, y aparatos reacondicionados de las versiones H y F para las embarcadas.

Con todo, el avión empezó a mostrar sus limitaciones. Los motores Jumo 214 aunque eran económicos requerían mucho mantenimiento, y además su posición central y las toberas de escape aumentaban la vulnerabilidad contra los misiles buscadores de calor. Se intentó equipar al Ju 287 con un motor turbohélice pero el prototipo V18, con motor Heinkel-Hirth HeS 021, resultó tener peores prestaciones que las versiones de motor de émbolos. Finalmente la Luftwaffe se resignó a sustituir su veterano y querido avión por un reactor especializado en el asalto y en la lucha antitanque, el Ju 487. En 1957 se entregó el último Ju 287 K, que hacía el número 8.321 de los construidos. La Kriegsmarine retiró sus últimas unidades cuando en 1955 pasó a la reserva sus portaaviones ligeros.

No por ello acabó la vida del aparato. Los aviones dados de baja fueron cedidos a aviaciones aliadas que los emplearon con gran éxito en misiones contra la insurgencia. Francia utilizó en Indochina un centenar de aparatos dados de baja por la Marine Nationale, Sión empleó otro centenar, y China acabó siendo la principal usuaria del aparato, llegando a alinear trescientas unidades que mantuvo en servicio hasta finales de la década de los setenta. Actualmente sobrevive una treintena de ejemplares en museos, en exposiciones estáticas o en manos privadas. Solo se mantienen en vuelo un Ju 287 K de la escuadrilla histórica de la Luftwaffe y un Ju 287 G en la Fundación Infante de Orleans.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Dom Dic 25, 2016 5:47 pm

Hola amigos:
Como siempre estupendo Maestro. Lástima lo del error, me has dejado con la miel en los labios y la imaginación desbocada ¿Veremos al Nelson visitando a Neptuno cerca de Canarias? Sería divertido, pero lo de "S.S..." ¿Un barco americano en un convoy en dirección a Canarias? ¿Casus Belli habemus para que entren los yankis en guerra? La impaciencia me corroe....
Hasta otra. ><>

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Dic 26, 2016 3:47 pm

No sería la primera vez en que un buque americano se ve en esas. Pero si navega con un convoy militar, con escolta armada de uno de los beligerantes no pueden argumentar mucho (pero si pueden lo harán). Además, dados los antecedentes en la historia (el seguir a buques de guerra y radiar su posición, abrir fuego hacia ellos, vender material de guerra a uno de los contendientes (y seguro que hay "voluntarios"), colaborar en el hundimiento y el ametrallamiento de la dotación superviviente de un buque de suministros) puede que a los amis les salga (otra vez) el tiro por la culata.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Dic 28, 2016 9:54 am

Ese Ju 287 me recuerda al Skyrider yankee,lo usastes de inspiración?

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Vie Ene 13, 2017 1:33 pm

Evidentemente, Pero con un diseño completamente modificado. El Skyraider voló gracias al Wright Cyclone de 2.300 HP, que los alemanes no tenían. El diseño del "Ju 287" se inspira en el Tupolev Tu-91, un avión naval que hubiese podido ser un buen aparato de apoyo táctico.

Saludos

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Vie Ene 13, 2017 1:36 pm

Capítulo 10

Uno solo puede ser un hermano en algo. Donde no hay un lazo que ate a los hombres, los hombres están meramente unidos.

Antoine de Saint-Exupéry


William Hinkle miraba las grises y agitadas aguas desde la cubierta del SS Eastern Prince. Aunque las órdenes eran de mantenerse en los sollados, no había quien aguantase en los espacios cerrados: con cientos de soldados mareados hacinados, la mezcla de olores de sudor, suciedad y vómitos se hacía asfixiante, y los soldados se escapaban a cubierta a respirar un poco y echar algún pitillo.

Desde el transporte de tropas la vista levantaba el ánimo. Una decena de grandes paquebotes era escoltada por lo mejor de la Royal Navy. Seis destructores, buques estrechos y afilados que cabalgaban sobre las olas; dos grandes cruceros erizados de cañones. A lo lejos, los extraños perfiles de los acorazados Nelson y Rodney, más parecidos a petroleros que a las potentes máquinas de matar que eran. William sabía que más allá del horizonte el portaaviones Indomitable y los cruceros de batalla Hood y Renown estaban prestos a caer sobre los buques del Eje si se atrevían a asomar la nariz.

Aunque el soldado confiaba en la Royal Navy, sabía que el viaje a Canarias no sería fácil. El mes anterior se había librado una batalla en la que los acorazados enemigos habían salido trasquilados, y uno de ellos había acabado rompiéndose contra los arrecifes; pero el combate había acabado con la pérdida del Repulse, que había sucumbido combatiendo gallardamente contra una fuerza superior. Pocos días antes se había producido otra batalla naval, esta vez en África. La BBC había hablado de un convoy destruido en un lugar que se llamaba ciudad libre o algo así. Se decía que la ciudad entera había quedado arrasada —qué se podía esperar de los boches— y que cien mercantes habían sido hundidos. Serían exageraciones, pero cuando el río suena… Vamos, que en África se había sufrido un revés a saber de qué magnitud.

Los rumores sobre lo que pasaba en Canarias no eran mejores. Los comunicados del Ministerio relataban la heroica defensa de la guarnición que estaba repeliendo una invasión alemana. Pero el cabo Peter le había dicho que, según sabía de buena tinta, los pocos ingleses que quedaban en esas islas estaban asediados, pasando un hambre de lobos y sin poder fiarse de los españoles, bestias que iban siempre con navajas escondidas buscando destripar a algún inglés. Que lo intentasen con él, pensaba William; como viese a uno de esos negros empuñando un cuchillo le metía la bayoneta hasta la columna.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Sab Ene 14, 2017 12:47 am

Te has hecho esperar para continuar, Domper, a la espera de que le pasa al inglesito en las canarias :P :P

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Sab Ene 14, 2017 11:24 am

Hola amigos:
Estoy casi seguro de que el inglesito acabe bastante remojado.
Hasta otra><>

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Sab Ene 14, 2017 4:06 pm

Era tradición familiar que la familia Esparza entregase parte de sus hijos a la Iglesia. Las hermanas de Eustaquio, Severina y Eufemia, habían entrado en el convento de las Clarisas de Estella. Eustaquio había ingresado en el seminario de Pamplona, pero la muerte del padre, requeté mártir de la Tradición que había caído en Oyarzun, y la invalidez del hermano mayor, que se había dejado la pierna en el Segre, le habían obligado a desoír la llamada de la Iglesia para trabajar los campos de la familia. Siendo hijo de viuda el ejército le había respetado, pero como su tercer hermano, Ceferino, ya había crecido y le había sustituido en el arado, el antiguo seminarista tuvo que cumplir con la llamada de la Patria.

—Cuando regreses podrás volver al Seminario —le dijo su madre—. Hasta entonces servirás a Dios matando herejes.

Eustaquio había sido destinado al LXX batallón del regimiento San Quintín, de la división 74, “La Leona”. Que se había cubierto de gloria en Portugal, pero dejando un reguero de cadáveres y de mutilados que había que reemplazar. El recluta hizo la instrucción en el cuartel de Estella, aunque la penuria hizo que su paso por el cuartel fuese para aprender a formar, a marchar y a obedecer, y no para disparar. Algo que de todas maneras no precisaba porque en su pueblo los niños nacían con una escopeta bajo el brazo. Los gorriones tenían un sano temor a los arrapiezos, que primero a pedradas y luego con balines daban buena cuenta de todo lo que volase o corriese. Más de un pichón acababa alegrando el puchero de los domingos, e incluso en la casa Esparza, donde el pan no faltaba, no se hacían ascos a la volatería por furtiva que fuese. En el Seminario no había perdido práctica, porque su padre era de los que pensaban que un párroco no lo era sin escopeta, y durante las cortas vacaciones lo sacaba al monte. A Eustaquio le bastó con meter en la diana la escasa media docena de tiros que disparó durante la instrucción para que anotasen en la cartilla militar que el mozo sabía por dónde salían las balas del fusil. Sabiendo formar y saludar, arrastrarse bajo las alambradas, y encima sabiendo que el Máuser era para matar y no un bastón con mucho estilo, los mandos creyeron que ya estaba a punto y le dieron pasaporte para que se presentase en Algeciras. El viaje fue abominable, sentado en un banco de madera en un atestado vagón de tercera. Al menos había sido muy bien tratado por las mujeres que viajaban.

—¡Qué buen mozo! No pases hambre que tienes que escabechar herejes —le decían antes de darle un chusco de pan o unas sardinas rancias.

Tres días le había costado llegar al puerto del Estrecho, donde se presentó a un sargento que era la piel del demonio. El tal Nazario Ballarín —aunque solo a un loco se le ocurriría llamarlo por su nombre de pila—, tenía cara de niño, pero llevaba más mili encima que la garita de un cuartel y había peleado en todos los fregados de las dos guerras. Hasta decían que había merecido la Militar Individual pero no se la habían dado por su pasado de rojo. Eustaquio prefirió no preguntar y soportar como pudiese la bienvenida del suboficial.

—¿Cómo te llamas?

—¡Soldado de segunda Eustaquio Esparza a sus órdenes, mi sargento!

—¿Esparza? ¿No serás navarro?

—De Artajona, mi sargento. La del cerco.

—¿Cerco? ¡Déjate de tonterías! Esparza ¿Qué hacías antes de la guerra?

—¿De esta o de la otra, mi sargento?

—Vaya, así que tenemos un listillo. Pues de las dos ¿A qué leches te dedicabas? ¿No tendremos la suerte que seas un artista de la paleta? —los albañiles eran muy buscados para construir trincheras y mejorar los refugios.

—No, mi sargento. Había entrado en el Seminario pero mataron a mi padre y tuve que volver al campo.

—Lo que nos faltaba, un meapilas en la compañía. A ver esas manos, curilla.

Eustaquio, un hombrón que pasaba del uno ochenta, se las enseñó al sargento. Eran grandes y fuertes, y encallecidas por el trabajo en la tierra.

—Curilla, esas manos son para repartir hostias pero no de las consagradas.

—Lo que usted diga, mi sargento.

—Así me gusta. Igual hasta nos llevamos bien, curilla. Siendo seminarista, sabrás leer y escribir.

—Claro, mi sargento —Eustaquio ya se imaginaba en la Plana Mayor de la compañía.

—Perfecto, porque aquí tenemos unos cuantos ceporros que no saben hacer la ‘O’ con un canuto. Les enseñas a leer y hasta que aprendan les escribes las cartas ¿Te hace?

—A sus órdenes, mi sargento.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Ene 18, 2017 2:46 pm

Los días eran grises y oscuros, pero lo peor llegaba durante las noches. Era cuando los submarinos alemanes, que acudían en manada, intentaban acabar con los barcos ingleses. Ya poco después de la salida del Canal de San Jorge había llegado una indeseada visita: un Condor, uno de los grandes cuatrimotores alemanes que patrullaban el océano a la búsqueda de presas. El convoy que llevaba a William no era demasiado grande, pero su velocidad lo delataba como importante, y el Condor se aproximó para echar un vistazo. Grave error que dos cazas del Indomitable le hicieron pagar. Tripulantes y soldados vitorearon a los cazas, pero el Condor ya había dado la alerta y no mucho después pudo verse otro cuatrimotor alemán. Este, más prudente, se mantuvo a lo lejos y sin acercarse, pero difundiendo a los cuatro vientos la posición y rumbo de los barcos.

Durante la noche el convoy cambió de curso, volviendo hacia el norte antes de dirigirse de nuevo hacia el este, con la intención de esquivar al moscardón. Las horas de oscuridad fueron tranquilas, pero a la mañana siguiente se pudo comprobar que la maniobra había sido fútil, pues los Condor alemanes no faltaron a su cita. Los marineros del Prince evitaban mirar a los aviones, algo que extrañó a William hasta que un Popeye les explicó que esos aparatos atraían a los barcos alemanes y, no lo quisiera Dios, a los submarinos. Porque la Royal Navy podía encargarse de los acorazados de Hitler, aunque se juntasen con los de los espaguetis; pero los sumergibles se ocultaban entre dos aguas para lanzar sus torpedos a traición. Cuando los marineros pensaban que nadie les miraba, les hacían los cuernos con la mano a las aeronaves alemanas, para alejar el mal de ojo… o los torpedos, que a fin de cuenta parecidos son.

Aun así los dos siguientes días transcurrieron sin sobresaltos, mientras los barcos seguían adentrándose en el Atlántico, alejándose de las bases continentales de los submarinos. Aunque no lo suficiente, pues a la tercera noche los sumergibles alemanes atacaron en masa. En una noche terrible fueron hundidos dos destructores y el transporte de tropas Warwick Castle, un buque de grandes dimensiones que navegaba en la columna paralela al Eastern Princess. Tan cerca que William pudo escuchar los alaridos de terror de los hombres que se hundían con el barco. A la mañana siguiente fue el turno del acorazado Nelson, que recibió dos torpedos; pero el correoso buque siguió a flote y pudo emprender el regreso a Inglaterra. Sin embargo, y a pesar de los refuerzos que se recibieron, la escolta del convoy quedó reducida a cuatro destructores, un número del todo insuficiente. Los oficiales temían hasta tal punto ser torpedeados la siguiente noche que ordenaron a los soldados que durmiesen de día para que por la noche estuviesen despiertos y preparados para abandonar el barco si era necesario.

Afortunadamente los submarinos habían quedado atrás y no se repitieron los ataques, aunque se mantuvo el seguimiento por los aviones alemanes. El tiempo algo más cálido denotaba la aproximación del convoy hacia su primer destino, las Azores. Allí repostaron los buques de la escolta, preparados para la última y más peligrosa etapa del viaje.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Vie Ene 20, 2017 4:09 pm

—¡A formar! —gritó el sargento tras la celebración religiosa. Los soldados corrieron y se alinearon. El teniente Padrós se dirigió a la compañía.

—¡Soldados! Nuestra tarea no ha terminado, pues aun queda un pedazo de tierra patria en poder de los herejes. El batallón partirá hacia Canarias, donde sabréis verter vuestra sangre por el honor de España.

Incluso a un aspirante a seminarista tanta retórica ya empezaba a cansar. Patria, honor, sangre, eran ideas que sonaban muy bien pero que se habían llevado a su padre. Además, aunque el páter les había propinado una homilía sobre la cruzada y lo de defender la religión con la espada, Eustaquio seguía sin recordar en qué parte del Evangelio se hablaba de matar herejes. Pero el navarro, que llevando ya tres meses en la milicia ya sabía que el oficio de un soldado es obedecer y callar, prefirió reservarse las dudas y dejar aquello de la conciencia para más adelante. Mientras la compañía siguió a pie firme, escuchando al teniente que les decía que la Armada les iba a escoltar hasta su destino. Bien, por lo menos viajaré cómodo, pensó Eustaquio. Pero no, la marina apenas se atrevía a sacar la nariz al Atlántico, y los soldados fueron llevados a Tánger por un correíllo del Estrecho, hacinados en cubierta como piojos en costura. El soldado tuvo el placer de ver como el sargento Ballarín pasaba tanto miedo como él: no se quitó el chaleco salvavidas en todo el viaje, e incluso resultó un poquillo humano. Aunque solo un poco.

—Curilla ¿Te hace un pitillo? —dijo ofreciéndole un Chesterfield. Al ver la cara de extrañeza le dijo—: Verás que son muy buenos. Estos se los quité a un inglés en Évora.

Eustaquio tomó uno y lo saboreó, mirando al mar. El sargento siguió.

—Cuánta agua y de qué poco sirve. En mi tierra solo hay cuatro gotas en lo hondo de los barrancos y vale tanto como la plata. Cuando vi el mar en Barcelona me quedé boquiabierto. Mi padre me llevó a la playa y yo me lancé a beber un trago que tuve que escupir mientras el hombre se reía.

El soldado asintió. Aunque era un mozo culto que sabía que el mar no se bebe ni aderezado con un chorrito de coñac, nunca había visto tal extensión azul hasta llegar a Algeciras. El sargento siguió.

—Mala es el agua del mar pero peor lo que hay dentro ¿sabes que hay peces capaces de partir en dos a un hombre de un bocado? —Eustaquio recordó el libro de Jonás y la ballena, mientras Ballarín seguía—. Hay también cangrejos que te pueden rebanar un pie con una pinza, y peces con aguijones como lanzas. Dicen que los pescados comen primero los ojos de los náufragos. Pero más malos que esos animales son los hombres. Debajo de esas olas podría haber submarinos capaces de destripar este cascarón ¿Sabes nadar, curilla? Igual flotas un rato antes de que te coman los peces.

Feliz por haber descargado su ansiedad, el sargento fue a darles la tabarra a otros reclutas mientras Eustaquio miraba con desconfianza cada vez mayor a las olas, imaginando un periscopio en cada rizo. Pero la travesía fue tranquila y el pequeño convoy desembarcó en Tánger. Tánger, la ciudad misteriosa de los mil vicios, con su medina cuajada de casas de color blanco deslumbrante, pero con calles llenas de basura. No por ello había menos ganas de verla y encontrar algún tugurio, pero la experiencia es la madre de la ciencia y visitas previas de reclutas a la ciudad llevaron a que los suboficiales no dejasen desbandarse a los soldados y los llevaron directamente a la estación de tren.

Allí comenzó un viaje que Eustaquio esperaba fuese aun más largo y pesado que el que había sufrido en España. Impresión que quedó reforzada al ver el vagón de ganado que iba a llevar a la sección. El suelo estaba cubierto de paja, y por asientos solo había algunas pacas. En uno de los rincones había un depósito con agua potable. Un bidón cortado en un extremo era la única instalación de aseo, y un fuerte tufo, mezcla de cuerpos mal lavados, tabaco rancio y orines le abrumó cuando subió al vagón. Moscas gordas como guisantes zumbaban por miles. Sin embargo, en cuanto se aposentaron empezó a circular una bota con vino negro y rasposo que bebió con gusto. Alguien sacó una guitarra y todo el mundo se puso a cantar. Una atmósfera de camaradería inundó el vagón. Aunque el soldado notó que los veteranos dejaban un poco aparte a los “pollitos”, como llamaban a los reemplazos.

Dos veces al día el tren se detenía en algún apartadero alejado, donde se les daba suelta un rato para que se desfogasen por los montes y, de paso, los abonasen. Tan lejos de todo pocas ganas daban de quedarse a disfrutar del paisaje, y además, para ilustrar a los aspirantes a desertores, el sargento les había descrito las bolsitas tan monas que los lugareños hacían con cierta parte de la anatomía cristiana. Una vez aliviados los soldados volvían al apartadero donde una cocina de campaña repartía un rancho caliente —unos garbanzos o unas gachas—, un chusco de pan y una lata de sardinas. Incluso pudieron tomar un poco de esa infusión de achicoria que pasaba por café, y tampoco faltó el tabaco y el papel de liar. Poco a poco fueron pasando las horas y los días, mientras hacía cada vez más calor y recorrían un terreno cada vez más árido.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Lun Ene 23, 2017 7:51 pm

En Ponta Delgada William y sus compañeros desembarcaron y recorrieron a pie los diez kilómetros que quedaban hasta un campamento provisional, unas cuantas tiendas en medio de la ladera. Campamento incómodo que apenas disfrutaron, porque los soldados estuvieron entrenándose continuamente. Ya sabían que su destino iba a ser Gran Canaria, donde se libraba una batalla a muerte con los Dons, y los oficiales dijeron que la isla de São Miguel se le parecía mucho. Algo que extrañó mucho a los reclutas, pues en la isla portuguesa los cielos estaban casi permanentemente nublados y la vegetación era exuberante ¿no se suponía que España era un desierto? Además, al menos mirando el mapamundi, las Canarias estaban al lado del Sáhara. Pero ejército y lógica son dos cosas distintas, o al menos así le pareció a William mientras subía y bajaba por las empinadas y resbalosas colinas.

El entrenamiento no se prolongó, y una semana después el batallón marchó de nuevo hacia Ponta Delgada. Pero allí no encontraron transportes como los que los habían traído, sino media docena de destructores pequeñitos, como de baratillo. Tenían dos cortas y estrechas chimeneas, y unos pescantes con grandes balleneras. La compañía de William montó en el HMS Stirling; la dotación les explicó que el barco era un destructor de origen norteamericano, el Shley, al que le habían desmontado alguna caldera para tener espacio adicional. Aun así, los soldados, apretados como sardinas en lata, estaban muy incómodos. También preocupados, porque los marineros se apresuraron a mostrarles los parches y las marcas de metralla que denotaban que el Stirling ya había sido blanco de las armas del Eje. Que los popeyes dijesen a los soldados que un destructor tenía más posibilidades de sobrevivir que un lento transporte, tampoco contribuyó a tranquilizarlos.

Si el Stirling había sido incómodo en puerto, en el mar resultó abominable. Quien lo diseñó lo había hecho demasiado estable, y aun cargado con las chalupas, que iban cargadas hasta la regala, respondía a los golpes de la mar con sacudidas como de tentetieso. En pocas horas el olor a vómito se enseñoreó de los sollados. A la cubierta, muy baja, no se podía subir porque los rociones la barrían. Permanecer en el interior del barco, sin embargo, no resguardaba a los soldados del agua, porque cuando el buque abordaba las olas las viejas costuras se abrían y dejaban entrar chorros de agua helada ¿no se suponía que estaban cerca del trópico?

Al día siguiente sobrepasaron Madeira, la isla más bella del Atlántico según las guías turísticas. Además el tiempo había mejorado y los pasajeros pudieron subir a cubierta. Pero solo vieron una gran nube que les privó del panorama. Más allá de Madeira se entraba en aguas en disputa, y pocas horas después el pequeño convoy, compuesto dos cruceros y cuatro destructores, más los seis de transporte, aceleró su marcha y puso proa al sur: Gran Canaria estaba cerca, y también la aviación del Eje que operaba desde Tenerife y Fuerteventura. Los convoyes intentaban mantenerse fuera de alcance de día, para luego estrepar al atardecer, llegar al Puerto de la Luz a medianoche, dejar carga y pasaje, e intentar escapar antes de la amanecida. Pero los malditos aviones de reconocimiento alemanes, “el azote del Atlántico”, tenían mucho más alcance y detectaron al convoy cuando el sol aun estaba alto. Los pitidos de los contramaestres ordenaron a los soldados refugiarse bajo cubierta: se aproximaba una formación aérea enemiga. William, harto del sollado que apestaba a vómitos y sudor, se apartó con disimulo y se quedó en la cubierta, pensando que los que estuviesen debajo no tendrían posibilidades si el barco se hundía. Pudo ver la formación alemana que, imperturbable, se movía entre las nubecillas de humo que creaban los proyectiles antiaéreos. Luego dejaron caer unos puntitos que parecían dirigirse hacia el Stirling. Instintivamente, se acurrucó; pero las bombas cayeron inofensivamente, muy lejos.

Cuando se hizo de noche los suboficiales ordenaron a los soldados que se preparasen: los aviones alemanes dominaban Gran Canaria y los barcos solo tenían unas pocas horas entregar su carga. A cada pareja de soldados se le asignó una pesada caja de municiones que tendrían que llevar. Los hombres ya estaban en cubierta, intentando distinguir algo en la negrura, cuando escucharon ruido de motores y cayó una guirnalda de bengalas. Los cañones antiaéreos de los buques empezaron a disparar hacia la noche; como respuesta, un chorro de balas alcanzó a uno de los destructores de transporte. Las armas del Stirling apuntaron hacia el origen del chorro, cuando de repente William escuchó un grito y el destructor viró bruscamente, escorándose tanto que muchos soldados perdieron el equilibrio y dos o tres cayeron al agua. Entonces un bimotor de color negro los sobrepasó, y poco después el destructor era silueteado por dos estelas de plata que no lo alcanzaron por apenas unos metros. Pero algo más allá el HMS Hartlepool fue alcanzado por un torpedo, se plegó como una navaja y se hundió en pocos segundos. Unas cuantas astillas y algunas burbujas fue todo lo que quedó del barco y de los hombres que llevaba.

El duelo nocturno prosiguió. Las bengalas caían una y otra vez y los barcos eran ametrallados por un par de aviones que disparaban ráfagas tan cortas que no daba tiempo a apuntarles. De vez en cuando volvían los mortales aviones torpederos, enemigos letales pero también blancos más sencillos. Los soldados se pusieron a vitorear cuando uno de los atacantes se estrelló; pero entonces la dotación del Stirling reparó en sus pasajeros y los pitidos del contramaestre les apremiaron para que se refugiasen; justo a tiempo porque al poco el destructor recibió varios centenares de balas que segaron a algunos rezagados.

Seiscientos metros más arriba, el capitán Freitag masculló un juramento. Estaba seguro que había metido una buena ráfaga en ese destructor, pero el maldito seguía incólume. El otro cañonero no lo había hecho mejor, y un crucero enemigo lo había dejado hecho un colador; se había vuelto hacia la cercana Lanzarote para intentar una toma de emergencia. Los torpederos solo habían acertado con uno de las dos docenas de peces mecánicos que habían lanzado; además uno había sido derribado… Entonces gritó una maldición porque un fogonazo señaló el final de otro de sus torpederos. El enemigo estaba alerta y no se iba a dejar hundir. Freitag ordenó la retirada por radio.

Los sonidos de los motores dejaron de escucharse desde el Stirling, pero en su lugar se vieron los destellos de la artillería y se escucharon explosiones lejanas: estaban llegando.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar Ene 31, 2017 12:25 am

Cuatro días y dos trasbordos costó que el batallón llegase a un campamento polvoriento en Tarfaya, donde esperaron para hacer la última etapa de su viaje. A pesar de ser febrero, el viento era cálido y el sol abrasador. Los soldados no sabían si permanecer en el agobiante interior de las tiendas, o quemarse bajo los rayos del rey de los cielos. Varios grandes aviones —Marsupiales los llamaban— transportaban a los soldados a Canarias: aunque la distancia era corta, el estrecho entre el Sáhara y Canarias hervía de submarinos y el mando no quería arriesgarse a perder soldados. Solo el material, más fácil de reponer que los hombres, era enviado en barcos que salían desde Casablanca y Agadir; los soldados viajaban en avión. Al tercer día llegó el turno de Eustaquio y de quince de sus compañeros, que montaron en uno de los aparatos. Iban cargados como mulas: en sus mochilas llevaban raciones para diez días, y portaban cajas con munición para fusiles, ametralladoras y morteros. Se amontonaron como pudieron y el aparato empezó a arrastrarse por la pista. El avión italiano apenas aceleraba y en el aire cálido las alas no generaban suficiente sustentación: los soldados veían pasar la pista sin que el avión se remontase, y sabían que se acercaban al final. Pero en el último momento el Savoia despegó y puso rumbo al oeste. Dos horas después aterrizó en una pista cercana a Maspalomas.

Al salir del aparato a ningún soldado le quedaron dudas de que era una zona de combate. Los márgenes de la pista estaban colmados de restos de aviones, cráteres y más cráteres eran el resultado de las frecuentes visitas nocturnas de la Royal Navy, y el hedor a muerte indicaba que no todos sus disparos fallaban. Los soldados fueron conducidos a la carrera hacia el interior: aunque los españoles habían conseguido arrinconar a los ingleses en el norte, la artillería naval batía con tanta frecuencia la costa que las comunicaciones se hacían por los difíciles caminos de la montaña. Pero el batallón no podía partir hasta que estuviese completo, y para esperar se refugió en un barranco. Lo justificado de la medida se demostró cuando esa misma noche varios barcos ingleses dispararon contra el aeródromo durante casi una hora.

Un guía local les explicó lo que ocurría: los aviones españoles y alemanes que operaban desde Tenerife y Fuerteventura habían expulsado a los barcos ingleses, pero solo de día: los buques herejes aprovechaban las noches para descargar provisiones para la asediada guarnición, y de paso bombardear la base y la carretera costera. Los españoles hacían lo contrario: en cuanto se acercaba la aurora cuadrillas de trabajadores se afanaban en reparar la pista —muchos eran canadienses capturados— y en cuanto había luz los aviones de transporte traían suministros, y pequeños cargueros que saltaban de isla en isla intentaban llegar al cercano puerto de Mogán. Ese cruce era tan peligroso que ya se habían perdido media docena de barcos —tres de ellos se oxidaban, semihundidos, en la bahía— aunque los correíllos solo se aventuraban a intentar el paso cuando los Condor habían comprobado la ausencia de inoportunas visitas británicas.

A la mañana siguiente los hombres se pusieron en marcha. Les quedaban cincuenta kilómetros de sube y baja por montañas de paredes verticales. Eustaquio miraba el paisaje, pensando en lo lejos que estaba de su tierra: en lugar de los montes suaves y verdes, con las laderas doradas por el cereal, se veían riscos vertiginosos con todos los tonos del amarillo, el rojo y el negro. Pasaron la noche cerca de las ruinas de San Bartolomé de Tirajana, mientras los guías les hablaban de las hazañas del Comandante Pepe, que ahí había caído. Los locales contaron como los herejes canadienses, tras herirlo, lo habían arrastrado por media isla para luego asesinarlo. Cuando los recién llegados se condolieron, un canarión se rio y enseñó lo que llevaba: un cinturón hecho con orejas.

—Caro les salió a los herejitos matar al comandante, que no vamos a dejar uno ni p’a muestra.

Eustaquio fue el único que no sonrió. Entonces llegó el sargento y le palmeó la espalda.

—¿Qué pasa Curilla? ¿Echas de menos el Seminario? Esto es la guerra y se viene a matar o a morir.

Aun tan lejos del frente la quietud les permitió escuchar el retumbar de la artillería. A media noche una batería española atronó las montañas disparando intermitentemente. Eustaquio no sabía qué alcance tenían esos cañones, pero supuso que no mucho. El frente estaba cerca.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar Ene 31, 2017 3:32 pm

Los cinco destructores de transporte supervivientes se acercaron hacia la casi destruida ciudad de Las Palmas, mientras los cruceros seguían hacia el sur, para bombardear a los españoles. La noche era muy oscura: una capa de nubes cubría el cielo tapando la luna y las estrellas. Tan negra era que para entrar en el puerto los barcos tuvieron que guiarse por las pequeñas linternas que había en las boyas que marcaban el canal. Una vez en la rada, las lanchas fueron arriadas: iban tan cargadas de suministros que se hundieron hasta la regala. Un pequeño bote las remolcó a tierra donde serían abandonadas, pues no habría tiempo para recuperarlas; solo los destructores que se veían obligados a pasar el día allí colmaban su cubierta con las pequeñas embarcaciones antes de volver hacia las Azores. Minúsculas linternas guiaron a los soldados, que saltaron por parejas a una pasarela tendida sobre bidones e intentaron mantener el equilibrio mientras llevaban las pesadas cajas. El ambiente era fresco y una suave lluvia no cuadraba con esa isla que William suponía desértica.

El soldado estaba ya cerca del muelle, que olía a hoguera mal quemada y a petróleo, cuando escuchó un silbido. Se quedó quieto, sin saber qué hacer, mientras los soldados que les esperaban en tierra se tiraban al suelo. Entonces algo cayó al lado de la pasarela y le salpicó con agua manchada de aceite.

—¡No os quedéis ahí! ¡Corred, cretinos!

Por fin William y su compañero llegaron a tierra, donde otros soldados tomaron el cajón: las municiones que contenía eran más valiosas que los reclutas. Se oyó otro silbido, y esta vez William sí se tiró. Al momento se escuchó una explosión cercana y oyó como la metralla rasgaba el aire sobre su cabeza. Comprendió que estaba vivo solo porque el anterior proyectil había fallado.

Un sargento les apremió a levantarse y a refugiarse entre las ruinas que rodeaban el puerto.

—¡Cabr****, corred u os j***rá la Tía Nicolasa!

Más tarde se lo explicaron a Wiliiam: los españoles ponían motes a sus cañones, y tenían unos de montaña a los que llamaban Nicolasas. Eran pequeños, de corto alcance, que no tenían nada que ver con el pesado cañón del diez y medio que todas las noches martirizaba el puerto; pero los ingleses habían confundido el mote y cuándo se supo que era un cañón de otro tipo, ya era tarde para cambiar costumbres. La Tía Nicolasa disparaba contra el puerto cada vez que llegaban destructores, y la artillería británica, corta de proyectiles, no había conseguido silenciarla. Los cruceros, que en ese momento empezaron a disparando desde el mar contra el interior de la isla, habían intentado acallarla una y otra vez, pero los manditos Dons habían escondido el cañón en el fondo de algún barranco.

Poco duró el descanso. En cuanto los destructores desembarcaron a sus pasajeros, los sargentos avivaron a los soldados para que saliesen de la zona cercana al puerto. El batallón —lo que quedaba de él tras perderse una compañía en el Hartlepool— tuvo que tirar de pequeños carros en los que se habían cargado los suministros, pues era vital apartarlos de los muelles. El motivo resultó evidente a William poco después: los bombarderos del Eje, al amanecer, lanzaron rosarios de bombas contra el puerto. Tenían por costumbre visitarlo después de los desembarcos ingleses.

De día pudo ver que de la ciudad de Las Palmas quedaba muy poco. Los españoles habían resistido en ella en 1940, y luego un barco de municiones había estallado en la rada. Más adelante había sido bombardeada una y otra vez por barcos, por aviones o por la artillería que los Dons tenían cada vez en mayor cantidad. Los pocos edificios que aun se mantenían en pie estaban ennegrecidos por el fuego y sus tejados se habían hundido. Además el olor del hollín y de los cadáveres de hombres y animales impregnaba cada rincón. En todo el recorrido lo único vivo que pudo ver William fueron unas cuantas ratas y moscas, muchas moscas.

Se necesitaban tan urgentemente soldados que el batallón ni se detuvo para descansar, sino que siguió hacia el sur, por una carretera estrecha y retorcida, también plagada de cráteres. Los suboficiales ordenaron a los soldados que no se acercasen a los márgenes: podía haber minas o trampas explosivas colocadas por guerrilleros. Ahí escuchó William por primera vez hablar del Artista, un negro malnacido que construía artefactos que podían encontrar escondidos en cualquier rincón. No era la única amenaza: cuando llevaban tres horas de fatigosa marcha cuesta arriba llegaron a un tramo en el que el camino recorría una loma entre dos profundos barrancos. Se oyó un silbido, y William, que ya empezaba a aprender algunas mañas de la guerra, se tiró a una cuneta, hubiese minas o no. Pero otros que quedaron de pie paralizados fueron triturados por los proyectiles que cayeron: esa loma estaba a la vista de los observadores enemigos. Cuando el cañoneo amainó, algo que ocurrió pronto porque los Dons tampoco estaban sobrados de explosivos, los supervivientes se pusieron en pie para auxiliar a los heridos. Pero los sargentos les forzaron a seguir: no se podía perder tiempo, y ya llegaría después una unidad sanitaria que se haría cargo de los desgraciados.

Por la tarde llegaron a su destino: un pueblo llamado Teror. No a la localidad propiamente —tampoco quedaba mucho de ella, ni tampoco de su iglesia, un templo antes muy venerado por los papistas canarios— sino a un alto cerro un poco al oeste que dominaba dos barrancos. Un soldado los guio hasta el sector que debían defender. Viéndolo, William pensó que no estaba en Canarias sino en Flandes: la ladera estaba cruzada por trincheras cavadas en la tierra volcánica, que estaba tan empapada de agua que las paredes rezumaban barro. Las explosiones habían convertido el paisaje en una sucesión de cráteres donde la tierra, los restos de la vegetación y de los soldados se pudrían en un lodo infecto. Algunas alambradas —pocas porque faltaba alambre— cruzaban la dorsal. Más allá, los Dons.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar Ene 31, 2017 4:18 pm

Me recuerda a la anécdota del "Tía Bernarda" de la División Azul. Cuando los visita el jefe del cuerpo alemán al que estaban adscritos y pregunta por las reservas disponibles para enfrentar un posible ataque soviético y le responden "En tal flanco, el Tía Bernarda", el oficial de enlace debió de poner una cara rarísima hasta que alguien le recordara que era la unidad de reconocimiento de la división. :mrgreen: :mrgreen:

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar Ene 31, 2017 8:29 pm

Hola amigos:
Maestro casi parece que estes haciendo unas vidas cruzadas ¿No te habrás inspirado en la peli "El baile de los malditos"? La protagonizaban Marlon Brando, Dean Martin y Montgomery Cliff (también salía un jovencisimo Lee van Cliff en un papel de sargento ca... y encima cobarde). Sigue que cada vez engancha mas.
Hasta otra><>

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mar Ene 31, 2017 9:34 pm

Un esquema narrativo similar a "El baile de los malditos" lo presenta también la enorme "Uno Rojo División de Choque" de Samuel Fuller. Tengamos paciencia para ver en qué deriva esta confluencia de personajes en las islas Canarias...

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Mié Feb 01, 2017 12:53 pm

Esa noche los cruceros ingleses volvieron a bombardear la isla. Buscaban a la Tía Nicolasa, como la llamaban, que era en realidad una batería de cañones alemanes sK 18 que había costado Dios, ayuda y muchos juramentos subir hasta Las Lagunetas, que así se llamaba la aldea en la que el batallón se estaba reagrupando. Los proyectiles de la Nicolasa pesaban como un pecado, y los mulos que hacían el trayecto de ida y vuelta hasta Mogán solo podían llevar dos disparos en cada viaje; pero desde tan alto los cañones cubrían todo el territorio dominado por los ingleses, y tirando con el máximo alcance llegaban hasta el Puerto de la Luz.

Los pobres vecinos de Las Lagunetas no tenían especial aprecio a la eficacia de la Tía Nicolasa. Molesta tenía que ser, porque los herejes no dejaban de disparar a ver si le metían un buen pepino, pero los cañones estaban escondidos en un barranco y era la pobre aldea la que se llevaba los premios. De lo que fue pueblo apenas quedaban cuatro muros y algunas piedras, que los ingleses se empeñaban en convertir en grava a base de explosivos. Por eso los sargentos prohibieron a los reclutas acercarse a los restos. Entre las paredes a medio caer y la munición sin estallar, cortesía no solo de los cañones de montaña sino de la artillería de los cruceros pérfidos, el lugar era peor que un campo minado. Los soldados se acomodaron como pudieron tras los muretes que separaban los campos, que además de cobijar protegían de la metralla, y se prepararon para pasar la noche, que se adivinaba húmeda y desagradable. Eustaquio, que esperaba que Gran Canaria iba a ser similar a la costa africana, se encontró con que el norte de la isla era tan húmedo como sus montañas navarras, y la montaña, en invierno, estaba casi permanentemente cubierta de una niebla helada que se pegaba a los huesos.

Sin poder dormir, encendió un pitillo para intentar pasar las horas. Entonces oyó que unos veteranos cuchicheaban.

—¿Qué pasa tíos? ¿Tampoco podéis dormir?

—¿Eres un pollito? Ah, debes ser el curilla. Como se nota que estás verde. Cuando llueve hierro, solo duerme el hi****ta del Ballarín —dijo uno, señalando una forma acurrucada un poco más allá.

Se oyó entonces un ruido como una tela que se desgarraba. Los soldados, instintivamente, se encogieron, como si apretar los hombros resguardase contra la metralla. Al momento una andanada de proyectiles cayó al otro lado del barranco. Toda la compañía se sobresaltó, menos el sargento, que seguía a pierna suelta.

—Cag***la, ya está otra vez el Jorgito tirando como un ca***n. A ver si el Pichote le da por c**o de una vez.

Eustaquio le pidió a un canario que le explicase lo que había dicho.

—Tíos, vosotros los godos no os enteráis. Los herejes llaman Nicolasa al Pichote, que no saben qué dicen porque las Nicolasas son pequeñitas y el Pichote es como el Pichi pero con redaños. Pero los hijos de puta tienen una especie de Nicolasa de repetición que llamamos Jorgito por el c**o prieto de su rey, y que si te pilla en abierto te deja mirando pa Pamplona ¿T’aclaras curilla?

Eustaquio asintió mientras rumiaba para sus adentros que esos isleños no parlaban cristiano sino algarabía. Entonces otra explosión retumbó entre las peñas y todos los soldados se volvieron a encoger. Menos el sargento Ballarín, que seguía roncando con unos bramidos que desafiaban a los cañonazos. Tampoco se movía otro tipo que estaba a su lado. Eustaquio no lo conocía, y los destellos de las explosiones le habían dejado ver que vestía unas ropas que parecían harapos, y que llevaba una especie de rifle de cazador.

—¿Quién es ese tipo? No le había visto antes —para un recluta siempre es bueno conocer los nombres de los cómitres de la compañía.

—¿No lo conoces? Es el sargento Atienza, que estuvo con Urraúl en Ciudad Rodrigo ¿No conoces a Urraúl? Es navarro como tú, curilla.

A Eustaquio no le sonaba el nombre, pero le contaron su historia. El tal era un cazador furtivo que durante la guerra civil se había dedicado a cobrarse comisarios rojos. En el cuarenta había vuelto a la caza mayor, pero esta vez de herejes, a ser posible de los que llevaban esas gorras tan aparentes con su cintita roja. En Ciudad Rodrigo se había lucido haciendo agujeros en esos trapillos, y se decía que entre Urraúl y unos cuantos más habían logrado que una división canadiense, enterita, se pasase todo el día con la tripa abrazando el barro. Al menos eso se decía, porque parecía imposible que unos pocos tipos con rifles pudiesen enfrentarse a quince mil. Pero del navarro se decía que era un hacha que si le marcaban una mosca a mil pasos, preguntaba si preferían el tiro en el ojo derecho o el izquierdo. Atienza, un soriano de Ólvega, era de los que habían acompañado a Urraúl, y uno de los cuatro que consiguieron volver, que no era poco mérito. Decían que no era tan fino como el navarro: en lugar de sacarle un ojo a la mosca con una bala, le aplastaba los dos.

—¿No crees lo que te digo, curilla? Pues mañana por la mañana mira el pasador que lleva en la guerrera, blanco y con la bandera, y fíjate como hasta los coroneles se ponen tiesos al verlo.

Eustaquio siguió sin comprender hasta que le dijeron que Urraúl ostentaba la Cruz Laureada por su defensa de Ciudad Rodrigo, y Atienza la Medalla Militar Individual. El soriano se había venido para las Canarias y estaba haciendo el agosto descabezando a herejes imprudentes. De vez en cuando se retiraba del frente para descansar un poco, y al escuchar que llegaba la Leona se había acercado a buscar a Ballarín, al que conocía del Ebro.

Re: Crisis. El Visitante, parte III

Jue Feb 02, 2017 3:18 pm

Al escuchar el silbido el soldado William Hinkle se aplastó contra el suelo de la trinchera. Segundos después el suelo se estremeció cuando el morterazo estalló a apenas unos metros. Cayeron dos o tres más, y luego pararon: era como los Dons saludaban los buenos días. Los morteros ingleses respondieron: en ese terreno infernal eran mejores que los cañones, y ambos bandos los empleaban con profusión.

Las bombas inglesas cayeron en lo alto de la montaña, pero el soldado no se arriesgó a mirar. Había un Don que era un demonio y que ya había matado a cuatro de sus compañeros. Bastaba un despiste para que se escuchase un estampido seco y otro buen inglés cayese con la cabeza abierta. Lo malo era que al cavar trincheras encontraban, apenas un metro por debajo de la tierra roja de la maldita isla, una capa de lava petrificada, dura como el granito. Las zanjas solo cubrían a los hombres si se arrastraban por su fondo, que estaba colmado de un barro pegajoso y rojizo mezclado con orines y heces. Pues nadie se atrevía a salir para aliviarse, y aun menos a cavar letrinas, estando tan cerca de los Dons.

William notó un retortijón e intentó contenerse, pero un líquido marrón y repugnante se extendió entre sus piernas. Toda la compañía estaba con diarrea, culpa de la miríada de moscas que zumbaban por la posición y que ni se espantaban de los manotazos. Avergonzado, el soldado se arrastró hacia el puesto de vigilancia: una rendija entre sacos terreros, en la que había un pequeño periscopio. Ahí tampoco se incorporó pues en ese lugar ya había caído un compañeros.

—John, el sargento me envía a relevarte —dijo al centinela que había pasado la noche junto a la aspillera.

—Por aquí todo tranquilo. No he conseguido ver nada. Estate atento porque dentro de un rato van a sacar a pasear a Pete.

Pete era un muñeco que habían construido, y que movían de vez en cuando a ver si el tirador se delataba. William revisó su sector con el periscopio: era el comienzo de la pendiente que daba al barranco, y poco más allá caía vertiginosamente. La tierra roja estaba removida por las explosiones, y de la vegetación solo quedaban muñones ennegrecidos. Entonces vio que llegaban unos cuantos compañeros arrastrándose.

—Vamos a bailar a Pete. Atento.

Un soldado elevó un casco con un palo, solo unos centímetros sobre el borde. Unos segundos después, y a unos metros de distancia, elevaron otro casco. Finalmente izaron a Pete para que asomase la cabeza y los hombros. Lo movieron por la zanja, con arte para que pareciese un recluta despistado. Pero el Don, si estaba allí, no se tragó el anzuelo.

—El cabrón no ha debido venir. Esperad que voy a echar una ojeada.

—¡No, Charles…!

¡Pacumm! Un ruido seco y Charles se deslizó hacia atrás con la cara destrozada.

—¿Habéis visto algo?

—Me parece que a doscientos metros, a la derecha —dijo el tirador que acompañaba a la partida mientras se incorporaba. Se oyó otro disparo y el soldado se derrumbó.

—Hijo puta sangriento, ya te pillaré —masculló un compañero. El español se sabía todos los trucos y había aprovechado para matar a otros dos incautos. William miró con el periscopio pero no vio nada. Se irguió un poco, y escuchó una bala zumbar a unos centímetros de su cabeza.

—¡Todos a tierra, imbéciles!

Un sargento llamó por el teléfono de campaña. Diez minutos después los proyectiles de artillería reventaron a pocos metros de la trinchera.

—¡Bravo por Little George! —dijeron agitando los cascos. No muy alto, porque con lo cerca que caían los disparos la metralla podía llevarle la mano al imprudente que la asomase. La compañía siguió coreando a la batería de 25 libras que estaba machacando el terreno donde pensaban que se ocultaba el francotirador.

—Que buenos son los Little George. Qué pena que les falte munición.

—¿Por qué los llamáis así?

—Son los Dons que no saben llamar las cosas por su nombre y piensan que poniendo nombres tontos a los cañones se arregla todo. Los Little George, los cañones de 25 libras, dan sopa y onda a sus Nicolasas, Pichis y Pichotes, pena que anden justos de munición. Cuando la marina nos traiga la que necesitamos patearemos a todos esos culos negros fuera de la montaña.

El eco de las explosiones sonó en los oídos de William durante horas. Los soldados seguían en el fondo de las zanjas sin atreverse a asomar la cabeza; pero no se escuchaban más tiros ¿habrían cazado al Don? Nadie se atrevía a comprobarlo. Un par de veces volvieron a jugar con Pete pero el tirador, si seguía vivo, no picó.
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