Vimos pasar decenas y decenas de aviones formando rebaños: Heinkel 111, Junkers 88 y los nuevos Dornier 217. Otros aparatos más pequeños, nuestros cazas, los seguían de cerca, como si los pastoreasen. Nosotros despegamos de Sint-Denijs y nos elevamos poco a poco, intentando ahorrar combustible: como los depósitos de 450 litros aun no estaban listos teníamos que usar los antiguos de 300, y había que ser precavido con el consumo.
Poco a poco tomamos altura. Enseguida llegamos al Mar del Norte y seguimos hacia la costa inglesa. Esta vez el objetivo no sería West Anglia, sino que íbamos a machacar los aeródromos de Norfolk, al norte de Londres, zona previamente vedada para nuestros aviones por la distancia. Esperábamos que los ingleses no se esperasen un ataque allí.
Yo seguía al capitán Kaulitz, el jefe de la schwarm —grupo de cuatro aviones— al que pertenecía. Mi papel era de piloto de protección, es decir, volaba algo por detrás y por encima del capitán, vigilando su cola. Otra rotte —pareja de aviones— nos daba protección. Estábamos buscando enemigos cuando oí un grito por la radio.
—¡Los ingleses están cayendo sobre los pesados!
Miré hacia mi derecha y abajo, y vi como varios aviones de alas redondeadas acosaban a nuestros bombarderos. Uno estalló, y dos más se retiraron echando humo. Nuestros aviones dejaron caer sus depósitos y se dirigieron hacia los bombarderos, para espantar a los cazas ingleses. Entonces me vi rodeado de trazadoras y sentí que mi avión se estremecía. Instintivamente hice medio tonel y me lancé en picado, pero las trazadoras me seguían. Giré como un loco, llevando al avión hasta su límite e incluso más allá, sintiendo como protestaba la estructura. Por fin conseguí dejar atrás a mi perseguidor. Mi avión se mantenía en el aire a duras penas: una nube de humo negro denotaba que el motor perdía aceite. El parabrisas estaba rajado, y había notado dos martillazos en mi espalda: el asiento blindado me había salvado la vida... o tal vez no. Aun tenía que volar hasta la costa belga.
Mantuve el motor a las mínimas revoluciones posibles, intentando no apurarlo, mientras vigilaba que nadie se lanzase sobre mí. Fui perdiendo altura poco a poco, y cuando al fin vi las largas playas del continente estaba casi rozando las olas. Intenté elevar mi avión pero noté que el motor no respondía: iba a tener que intentar aterrizar en la playa. Suavemente viré hasta alinearme con la costa. Tendría que tomar tierra —mejor dicho, arena— con la panza: tenía tan poco margen de velocidad que si sacaba el tren de aterrizaje la resistencia del aire frenaría tanto al tullido avión que entraría en pérdida y se desplomaría. Además que en un aterrizaje sobre arena blanda era fácil que las ruedas se clavasen y el pobre caza acabase dando la voltereta. Me apreté el arnés, deslicé la cubierta de la cabina y me preparé para el impacto.
Cuando sobrevolaba la playa, buscando una zona llana, sin dunas, el motor empezó a ratear y se paró: ahora o nunca. Saqué los flaps y elevé un poco el morro: mi avión descendió poco a poco sobre la arena y empezó a arrastrarse por ella, frenando bruscamente: noté un tremendo tirón cuando el arnés me retuvo e impidió que me estrellase contra el panel de instrumentos. El pobre avión saltaba como un caballo desbocado, y no recuerdo nada más del aterrizaje: debí golpearme y perder el conocimiento durante unos segundos.
Abrí los ojos preguntándome donde estaba, y al recordarlo solté el arnés y salté de la cabina del avión, temiendo que se incendiase... cayendo al agua: las olas bañaban mi avión y arrastraban la gasolina que salía del depósito. Miré por última vez al pobre friedrich, que las aguas empezaban a tragar, y me dirigí hacia el interior. Desde una duna cubierta de hierba pude divisar un campanario hacia el que me encaminé, pero mucho antes de llegar me encontró una patrulla que había visto caer mi avión. Tras interesarse por mi estado me acompañaron hasta el pueblo —Koksijde se llamaba— donde me recogió un coche y me llevó hasta la base.
Allí todo eran caras largas. Cinco aviones no habían regresado, entre ellos el de mi capitán. También habían caído siete bombarderos. Todos decían que era como lo del verano anterior, cuando los cazas ingleses derrotaron a nuestros bombarderos. Peor noticia era que los nuevos cazas ingleses —el modelo 5 de Spitfire y los Hurricane— llevaban cañones que habían resultado letales para nuestros aviones.