Por primera vez el nuevo ministro de Armamentos y Economía de Guerra, Albert Speer, se incorporó a las deliberaciones. Yo seguí actuando como secretario de Von Manstein, teniendo acceso a las deliberaciones del Gabinete de Guerra.
—Erich, Franz, ya me habíais oído hablar de Albert Speer —dijo Schellenberg presentando a su protegido—. No sé si lo conocíais de antes. Albert profesaba una admiración rayana en la idolatría a nuestro finado Führer, pero tras su inesperada muerte el doctor Todt lo relegó a una oficinucha. Yo lo rescaté para que hiciese algunas investigaciones para mí, y Albert cumplió con creces. Sus estudios sobre nuestra economía y la de nuestros enemigos han resultado muy esclarecedores. Tal vez demasiado, porque hubiese dormido más tranquilo sin conocer algunos hechos.
El ministro Von papen y el mariscal preguntaron lo que quería decir. Schellenberg le pidió a Speer que lo explicase.
—Ministro Von Papen, mariscal Von Manstein…
—Albert, estás entre amigos. A partir de ahora serán Franz y Eric. Cuéntales aquello de Estados Unidos.
—Como quiera, general… digo Walter. Hace pocos meses hice un estudio comparativo sobre nuestra capacidad industrial y la de nuestros enemigos, y las cifras son realmente preocupantes. Supongo que les sorprenderá…
—Albert, apéanos del tratamiento —repitió Schellenberg.
—Gracias. Como os decía —se notaba que para Speer significaba un esfuerzo la familiaridad—, supongo que os sorprenderá saber que mis estimaciones el año pasado Inglaterra fue capaz de fabricar tantos aviones como nosotros, y esperan fabricar este año más tanques que nosotros.
—De poco les vale fabricar más tanques si los pierden a puñados —dijo Von Papen.
Von Manstein intervino—. En parte tienes razón. Los ingleses no están siendo muy hábiles manejando sus blindados, y algunos de los modelos que están fabricando tienen defectos serios. Pero otros, como su tanque Valentine, son fantásticos. Cuando aprendan a usarlos, que antes o después aprenderán, serán una amenaza muy seria. Pero a mí lo que me extraña es que puedan fabricar tantas armas ¿no es nuestra industria más fuerte?
—En principio, sí —repuso Speer—. Lo que ocurre es que nuestra economía es menos eficiente que la británica. Seguimos actuando como en tiempos de paz ¡si los Gauleiters siguen construyéndose palacetes!
—No lo sabía, pero no te preocupes, que eso se acabará —dijo sombríamente Schellenberg.
—Es lamentable pero hay miembros del partido que deben creer que ellos solitos han ganado la guerra, y que tienen derecho al botín —dijo a su vez Von Papen. Yo voy a tener que hacer una limpieza en nuestros oficiales de enlace con nuestros aliados. Precisamente os quería consultar sobre un personajillo que cada vez me disgusta más ¿Ninguno de vosotros tenéis relación con Otto Abetz, verdad? Es nuestro embajador en París, y se está dedicando a coleccionar arte. Como imaginaréis, no lo compra, sino que lo roba. Se hace acompañar por soldados alemanes y se presenta en los museos para exigir lo que le gusta aduciendo que son reparaciones de guerra. También se dedica a extorsionar a los judíos. Quise destituirlo, pero Goering no me dejó.
Los presentes dijeron que no les unía ninguna relación personal con el embajador Abetz. Von Papen siguió.
—Si no os importa, un castigo ejemplar serviría para escarmentar a algunos de nuestro bando. Son desaprensivos que están haciéndonos tanto daño que parece que trabajen para Churchill.
—Creo que vamos a descubrir que el embajador Abetz era partidario de Kaltenbrunner—dijo el general Schellenberg—. Es una lástima cuantos partidarios de Himmler y Kaltenbrunner siguen apareciendo.
—¿Te encargas tú? Esas cosas se te dan muy bien —le soltó Von Papen a Schellenberg.
—No pienses que disfruto con eso —repuso el general—. Pero esos imbéciles nos deshonran, y por lo que dices Abetz es capaz de malponernos con los franceses, todo por arramblar con un par de cuadros de Manet. Ese imbécil verá a donde le lleva su avaricia. Por de pronto, le obligaré a que devuelva todo, y después ya veré si le dejo conservar la cabeza sobre los hombros. Pero no estamos dejando hablar a Albert. Sigue, por favor.
—Como os decía, un problema grave está siendo el despilfarro de nuestros escasos recursos. Para una economía de guerra hay dos cuestiones cruciales: las horas de trabajo y las materias primas. Son dos recursos escasos. Nos faltan trabajadores porque muchos de nuestros mejores operarios visten el uniforme. De recursos, tenemos que importar casi todo. Incluso el poco carbón que nos sobra lo tenemos que destinar a fabricar gasolina. Los ingleses no están mucho mejor, pero tienen acceso a medio mundo, mientras que nosotros solo podemos contar con lo que se extrae en el territorio que controlamos. Por lo menos esta vez el hambre no nos amenaza como en 1917. Podemos pasar sin artículos de lujo como el azúcar o el café, pero no podremos resistir sin petróleo, cobre o manganeso. Lo malo es que en nuestro territorio faltan muchos materiales estratégicos, y los tenemos que obtener de la Unión Soviética. Depender de la buena voluntad de Stalin supone un tremendo riesgo. No sé qué pensáis vosotros de Stalin, pero yo me fiaría más de una cobra que de él.
—¿Tenemos otras fuentes alternativas? —preguntó Von Papen.
—En algunos casos, no. Espero que pronto empecemos a recibir el petróleo de Libia y de Mosul, y de la Península Ibérica podemos obtener muchos minerales estratégicos, aunque lo malo es que las principales minas de wolframio están en Portugal y ahora las controlan los ingleses. Pero algunos minerales estratégicos como el níquel, el cromo o el manganeso, que necesitamos para fabricar aceros, dependemos casi por completo de las minas rusas. Rusia sigue siendo, además, nuestro principal suministrador de petróleo. Un problema añadido es que Stalin está exigiendo cada vez mayores pagos. Nosotros no producimos casi nada que le interese a los rusos. Los soviéticos se están negando a aceptar nuestros marcos, diciendo que están sobrevalorados y que no tienen respaldo. En parte les entiendo, porque la verdad es que durante los últimos años cada vez que se necesitaban fondos todo lo que hacía el Ministerio de Economía era imprimir unos cuantos miles de millones de marcos. Supongo que Stalin pensará que si quiere billetes, él mismo se los puede imprimir, y por eso nos está exigiendo que le paguemos en metales preciosos. Las reservas de oro del Reich han aumentado tras nuestras victorias de los últimos años, pero durante estos últimos meses han disminuido bastante.
—¿Para cuánto tiempo tenemos reservas de metales preciosos? —preguntó el general Schellenberg.
—En Economía lo sabrán mejor, pero yo calculo que al ritmo actual no durarán más de nueve o como mucho doce meses.
—¿Podemos pagar de otra forma?
—Claro que sí —respondió Speer—. Stalin nos está pidiendo continuamente que le vendamos armamento moderno. Si le cedemos parte de nuestra flota seguramente podríamos aguantar seis meses más. Pero supongo que eso está fuera de cuestión.
—Supones bien— respondió Von Manstein.
—Pues entonces solo podemos pagar a los rusos con oro.
—¿Y cuándo se acabe el oro? —preguntó Schellenberg.
—Entonces todo acabará. No podremos comprar ni mineral de hierro a los suecos ni petróleo a los rusos. La producción industrial se detendrá, nos quedaremos sin municiones ni gasolina, y perderemos la guerra.
En la sala se hizo el silencio, como si los miembros del gabinete hubiesen visto a la mano de Dios escribir su destino en la pared. Finalmente Von Manstein dijo.
—Entiendo que dependemos de los rusos, y que dentro de poco no podremos pagarles ¿Qué propones? Porque espero que no recomiendes la invasión de la Unión Soviética. Sería una locura.
—No, no desde luego que no. En el estado actual de nuestra economía atacar a los rusos sería suicida. Os he dicho que por ahora no tenemos otras fuentes de esos materiales estratégicos, pero en cuanto contemos con otras fuentes de petróleo nuestra situación económica se aliviará bastante. Desde luego, si conseguimos derrotar a los ingleses de una vez podremos comerciar con todo el mundo y el problema se resolverá. Mientras, teneos que saber que de la mayor parte de nuestros recursos tenemos cantidades limitadas, y tenemos que administrarlos sabiamente, como lo haría una familia que se hubiese quedado sin trabajo.
—¿Cómo propones hacerlo? —preguntó Schellenberg.
—Tenemos que ser muy avaros con nuestros medios, y eso se consigue administrando las prioridades y racionalizando la producción. El saber establecer prioridades tendría que ser lógico: estamos inmersos en una guerra a muerte, por lo que lo principal, lo único importante, debe ser la victoria. Eso sí que lo sabe nuestro enemigo Churchill, que ha movilizado a toda su nación: hasta las mujeres tienen que prestar servicio, no con las armas, pero sí en cometidos auxiliares y hasta en las fábricas. Cada mecanógrafa, cada obrera, permite que haya un soldado, un marino o un minero más. Según tus servicios de Inteligencia —dijo Speer mirando a Schellenberg—, Inglaterra está sometida a un racionamiento severísimo. La gente ya no encuentra piezas de repuesto, resulta casi imposible conseguir gasolina para uso particular, y ni siquiera se encuentran con facilidad ropas de abrigo. Los ricos y aristócratas no solo han tenido que renunciar a su servicio, que ahora trabaja en las fábricas, sino que ellos mismos han tenido que hacer lo mismo, trabajando hombro con hombro junto a sus antiguos criados. Toda Inglaterra se está esforzando para ganar la guerra. Es justo lo contrario a lo que está pasando en nuestra patria, donde cientos de miles de alemanes y alemanas sanos siguen limpiando las casas de los ricos. La burocracia absorbe un ejército de oficinistas que se pasan papeles de unos a otros, con la intención disimulada de parecer necesarios y así evitar incorporarse al ejército. Los diferentes departamentos no es que se coordinen sino que rivalizan unos con otros, peleándose por los trabajadores o por las materias primas, y de esta rivalidad solo resulta el desconcierto y la ineficiencia. En medio de esta confusión reina la corrupción, en la que las ratas, por desgracia muchas de ellas vertidas con el uniforme del partido, medran consiguiendo enriquecerse.
—Eso que dices ¿son opiniones o tienes pruebas? —preguntó Schellenberg.
—No hablo por hablar. He hecho una investigación sobre lo que cuesta fabricar un tanque, comparando nuestras fábricas con las de Estados Unidos, donde aun se puede acceder a los registros públicos. En Alemania para producir mil toneladas de tanques se necesita un 50% más de horas de trabajo y un 20% más de materiales estratégicos, como pueden ser el cobre o el manganeso, que en Estados Unidos. Los destructores que están construyéndose en nuestros astilleros requieren más del doble de horas de trabajo que los barcos similares norteamericanos y además, si mis informes son correctos, nuestros barcos resultan bastante peores.
—O sea, que tienes mucho donde intervenir —dijo Schellenberg.
—Desde luego. En primer lugar quiero establecer prioridades. Me gustaría hacer un estudio a fondo sobre lo que se produce en nuestras fábricas y en las de nuestros socios europeos. La fabricación de todo lo que no sea estrictamente indispensable para el esfuerzo de guerra debe cesar, y centrarnos solo en lo imprescindible. Por ejemplo, podemos seguir viviendo sin relojes de pulsera nuevos, y en esos talleres pueden dedicarse a fabricar espoletas para la artillería.
—Entiendo lo de la priorización —dijo Von Manstein— pero me gustaría saber cómo pretendes racionalizar nuestra industria.
—De varias formas. En primer lugar, creo que sería conveniente unificar en lo posible los tipos de armas que se fabrican. Voy a ponerte un ejemplo: ya sabes que el ejército utiliza más de cien modelos diferentes de camiones, y si contamos los de nuestros aliados, la cifra se duplica. Eso tiene muchos inconvenientes. Por de pronto, es mucho más barato fabricar diez mil camiones de un único tipo que de cuatro diferentes, por cuestiones de economía de escala. Además al tener todos esos modelos diferentes de camiones, proveerlos de piezas de repuesto supone un esfuerzo ímprobo, y aun así muchos de nuestros camiones no pueden ser reparados a la espera de alguna pieza rara. Tenemos fábricas dedicadas a fabricar pequeñas series de repuestos, casi a demanda, y eso es tremendamente ineficiente en materiales, en espacio fabril y sobre todo en horas de trabajo. Sé que me repito, pero resultaría mucho mejor fabricar unos pocos modelos en grandes series. Lo ideal sería limitarse a solo diez o veinte modelos, introduciendo los menores cambios posibles durante la producción, y que cada fábrica se especialice: podríamos tener a la Renault francesa construyendo camiones ligeros, a Opel fabricando los pesados, a Fiat produciendo coches todo terreno, etcétera.
Von Papen intervino—. Es decir, pretendes controlar no solo nuestra economía sino la de nuestros aliados. No será tan fácil.
—¿Por qué no? Todos los problemas que os he relatado de la industria alemana se multiplican en el caso de nuestros aliados. Por ejemplo, los españoles están construyendo aviones de combate, pero como su tecnología es rudimentaria, lo que fabrican son biplanos anticuados ¿no sería mejor que esos obreros se dediquen a algo que puedan hacer bien? Imagina que en esa factoría española se dedica a construir aviones ligeros para toda Europa. Al especializarse, podría fabricar aviones de muy buena calidad. De la misma forma, podríamos intentar, por ejemplo, que la francesa Renault fabrique camiones ligeros para toda Europa. Renault conseguiría buenos beneficios y los trabajadores, buenos salarios, lo que supongo que sería muy bueno para normalizar nuestras relaciones con nuestro querido enemigo.
Von Papen asintió—. Desde luego que ayudaría. Pero ¿qué pasará si en una fábrica se empeñan en hacerlo mal?
—Pues se les deja de hacer pedidos —repuso Speer—. Entonces la factoría tiene que cerrar, y sus instalaciones pueden ser confiscadas y entregadas a otra empresa más eficiente.
—El palo y la zanahoria —repuso Von Papen—. No es muy original ¿Crees que podremos conseguir que Francia olvide sus agravios? Porque Francia e Italia son nuestros principales socios industriales. Italia sigue siendo una buena aliada, pero en el caso francés me parece que no hay buena voluntad.
—Eso tendrá que ser tarea tuya. Supongo que se podría llegar a un acuerdo con ellos que incluya Bélgica, Alsacia y Lorena.
—Walter —rio Von Papen—, este amigo tuyo ha adquirido tus malas costumbres y se debe dedicar a espiarme. Precisamente estoy negociando una propuesta de ese tipo con los franceses.
—Perfecto —siguió Speer—, porque cuanto antes podamos organizar la producción, mejor. Pero esa no será la única medida. Hay que revisar la producción de artículos esenciales y abaratarlos: si revisáis nuestras armas —sacó Speer una pistola y la puso sobre la mesa— veréis que están muy bien hechas. Esta pistola tiene un pavonado muy atractivo, que combina con el cromado del interior del cañón y la madera de las cachas. Comparadla con esta otra —puso un tosco revólver sobre la mesa—. Esto es un revólver Enfield inglés. Mirad el tosco acabado del metal y la mala calidad de la madera. Si la desmontáis veréis que no tiene piezas torneadas, sino solo estampadas, y además con un acabado bastante malo. Cualquier aficionado a las armas se cortaría una mano antes de tenerla en su colección. Pero este revólver dispara tan bien como nuestras pistolas Walther, y cuesta la mitad. No propongo que adoptemos esta arma tan tosca —dijo apartando el revólver—, pero nuestras pistolas funcionarán igual de bien sin pavonado ni cromado. Aunque no sean tan bonitas.
—Para un soldado también es importante la apariencia —contestó Von Manstein— ¿No fue Napoleón el que dijo que si se les daba a los soldados unas cintas de colores lucharían hasta la muerte?
—No recuerdo la frase, pero Napoleón se refería a las condecoraciones y a los uniformes vistosos. Creo que en ese aspecto podemos transigir un poco. También creo que habrá que seguir produciendo una pequeña cantidad de bienes de lujo, para que los trabajadores puedan gastar su dinero en algo. Lo que he dicho era solo un ejemplo.
—Entiendo el ejemplo, y yo puedo pasar con una pistola más tosca si dispara bien —concedió Von Manstein.
—Gracias, mariscal. Me alegra que me entiendas. Por otra parte quiero revisar de cerca el sistema de contratos. Hasta ahora nuestros fabricantes no tienen especial estímulo para abaratar su producción. Al contrario, cuanto más caro sea lo que fabrican, más beneficios obtienen. No es que me importe mucho que pidan un millón o dos millones de marcos, porque siempre podremos imprimirlos —los presentes en la sala sonrieron—. El problema es que ese artículo caro requiere más horas de trabajo de obreros más especializados, y más materiales estratégicos. Cuando el Ministerio se cansa del sistema y les obliga a bajar los precios nuestros industriales no mejoran sus sistemas de producción, sino que cargan ese coste en otra partida. Si tienen que aumentar su capacidad de producción, en lugar de reformar sus factorías simplemente alquilan las de otras empresas. Quiero acabar con todo eso. Quiero establecer un sistema de control estricto, que pueda premiar y castigar. Quiero que las industrias más eficientes reciban más beneficios, y las menos, que sean incautadas. También quiero que nuestros departamentos dejen de interferir con la fabricación, ordenando continuos cambios de última hora. Quiero que ganemos la guerra.