Durante los útimos sesenta años se han escrito miles de páginas sobre ello, se ha intentado comprender la tragedia desde todos los puntos de vista. Durante la Guerra Fría la bomba de Hiroshima representaba la espada de Damocles que amenazaba nuestra civilización, y han sido muchas las voces que han tratado de expresar lo innecesario de aquel acto e incluso se han preguntado si no habría que poner a los que lo perpetraron junto a los criminales de guerra del otro bando. La bomba de Hiroshima es un símbolo controvertido cuyo significado aún divide a la humanidad. Parece que hoy en día, sesenta años después, el único que lo tiene totalmente claro es un viejecito de noventa años que vive en Columbus (Ohio) y que piensa que a los responsables del 11S habría que liquidarlos sin juicios ni ese tipo de mariconadas. Se llama Paul Tibbets, y fue el piloto que lanzó la bomba.
Paul Tibbets (23 de febrero de 1915, Quincy (Illinois)_ 2004)
Hijo de un hombre de negocios con bastante éxito, decidió a los doce años que lo que quería era volar, pese a las esperanzas que su progenitor tenía en verle convertido algún día en una eminencia médica. De hecho empezó a estudiar Medicina en las universidades de Florida y Cincinnati, pero pronto lo dejó para ingresar en la Academia del Cuerpo Aéreo del Ejército, en 1937.
En 1942 era comandante de un grupo de bombardeo sobre Europa y, el 17 de agosto, fue el primer americano en bombardear la Francia ocupada, pilotando un B-17 sobre Rouen. En total voló 25 misiones de bombardeo primero sobre Francia y luego sobre África del Norte, donde además hizo labores de piloto particular del general Clak y el mismísimo Eisenshower.
En 1943 regresó a los EEUU y fue encargado de las pruebas del nuevo bombardero B-29, con lo que se convirtió en el piloto más experimentado en dicho aparato. Así que en septiembre de 1944 fue asignado al Proyecto Manhattan con la misión de preparar un grupo de bombardeo equipado con B-29 para el lanzamiento de bombas atómicas sobre Europa y/o Japón.
En mayo de 1945 el grupo fue trasladado a Tinian, en las islas Marianas, el día 5 de agosto se les ordenó bombardear Hiroshima. El domingo 6 a las 9:15 de la mañana fue lanzada la primera bomba atómica. Se calcula que causó más de 200.000 muertos.
En su cabina, Tibbets estaba demasiado ocupado tratando de sacar al "Enola Gay" de la zona afectada por la onda expansiva como para pensar mucho en lo que sucedía debajo de él. Preguntado en 2002 sobre sus sentimientos al respecto, dijo que nunca había sentido pesar ni vergüenza alguna por aquello:" En aquel momento pensé que estaba cumpliendo con mi deber patriótico llevando a cabo las órdenes que me habían sido asignadas". Tres días después se lanzó la segunda sobre Nagasaki. Unos días más tarde, el general Curtis LeMay ordenó a Tibbets lanzar una tercera bomba, que estaba en camino desde los EEUU cuando Japón se rindió.
Después de la guerra, Tibbets partició en las pruebas nucleares del atolón de Bikini, en 1946 y estuvo destinado en la base de Roswell, en Nuevo México. En 1950 fue asignado a las pruebas del nuevo bombardero B-47 y luego cumplió con varios destinos en Europa y las altas esferas de la defensa americana antes de retirarse en 1966 como general de brigada. En los sesenta fue enviado a la India como agregado militar, pero tuvo que abandonar el cargo cuando todos los partidos políticos de aquel país protestaron unanimemente al saber de quién se trataba. Después de aquello trabajó en una compañía suiza pilotando jets privados y como director de un empresa de aerotaxis en Columbus (Ohio) hasta que se retiró finalmente en 1985.
LA ENTREVISTA
A comienzos de los 80, después de años de silencio autoimpuesto, el coronel Paul Tibbets decidió hablar con un periodista sobre el primer bombardeo atómico de la historia, la misión que lo convirtió en uno de los militares más célebres, incomprendidos, polémicos y odiados de la Segunda Guerra Mundial.
El argumento que lo alentó a romper el silencio, ahora que lo pienso, era de una simplicidad extrema. Pero era auténtico y, lo que es más importante, funcionó.
Después de localizarlo en la ciudad norteamericana de Columbus, -donde Tibbets presidía en ese momento una compañía que alquilaba jets privados a ejecutivos-, llamé a su secretaria y le comenté, como quien gasta la última bala, que en la Argentina había gente convencida de que el piloto de Hiroshima se había convertido en alcohólico o bien estaba internado y olvidado en un psiquiátrico. La mujer, que se refería siempre a su jefe como "Mister T", respondió que le daría el mensaje. Antes de cortar, dijo que hasta donde ella sabía millones de otras personas repetían algo parecido en lugares tan distantes como la Unión Soviética, India, Alemania, Italia, Marruecos y, naturalmente, Japón.
Tibbets aborrecía ese retrato. Pero más detestaba lo que, a su entender, era la insolencia de quienes insistían en presentarlo como un arrepentido, un militar de moral endeble que llega a la conclusión de que ha cometido un acto abominable. No ignoraba, por supuesto, que por haber segado la vida de más de cien mil personas en lo que demora un suspiro, la gran mayoría civiles, y por haber aportado una nueva categoría a la lista de víctimas a la maldad humana, los hibakusha, sobrevivientes brutalmente amputados por la radiación que, en muchos casos, tienen descendientes igualmente deformes, era el hombre ideal para terminar convertido en un Frankenstein.
Durante las cuatro horas que duró la entrevista, Tibbets se aferró a la postura que defendió desde el momento en que dejó caer a Little Boy, una bomba de uranio enriquecido con un poder equivalente a 20.000 toneladas de TNT y cuya explosión, según uno de los tripulantes del avión, "iluminó el cielo con la fuerza de veinte soles". Su posición no había cambiado: en igual circunstancia, volvería a hacer lo mismo.
Tibbets se definía como un soldado a secas, pero sus camaradas y sus superiores lo veían como un arquetipo. Era un piloto exitoso, creativo, eficaz y con una impresionante foja de servicios. Había volado en 37 misiones sobre la Alemania nazi y se las había ingeniado para traer de regreso aviones tan dañados por el fuego enemigo que apenas podían mantenerse en el aire. Su mayor aporte como piloto fue, sin embargo, desarrollar desde cero una estrategia confiable para armar en vuelo la bomba atómica, evitando el riesgo de un estallido accidental que habría borrado del mapa la base militar de la pequeña isla de Tinian, en el Pacífico, desde donde partieron las misiones a Hiroshima y Nagasaki.
Al igual que el general Douglas McArthur, comandante de las fuerzas aliadas en el Pacífico, y de su amigo el general George Patton, desconfiaba de la política, sobre todo de los políticos puestos a hacer la guerra. Su recelo no estaba dirigido a la calidad de las decisiones que se tomaban en la Casa Blanca o en el Pentágono; temía a las manipulaciones con las que la política a menudo interfería y hasta amenazaba con poner en riesgo operaciones militares.
Tibbets no culpó nunca a la prensa por la mala imagen que la opinión pública se había formado acerca de él, sobre todo en países con un profundo sentimiento antinorteamericano. Creía que la cuestión de fondo no era otra que la eterna incompatibilidad entre la moral y la guerra. Y siempre parecía tener a mano el ejemplo adecuado.
"Otros periodistas me han preguntado antes qué siento ante las víctimas de Hiroshima, sus niños y ancianos. Pero ¿sabe una cosa? Nunca me preguntan por los habitantes de Colonia, Bonn, Dresden o Berlín. Allí también hubo montañas de cadáveres que jamás tendrán una respuesta y se trataba, otra vez, de nuestros bombarderos."
Estaba convencido de que, cuando se trata de temas bélicos, la ubicación que adopta el observador influye en sus conclusiones sobre los hechos. "A diferencia de lo que usted hace, yo no puedo explicar Hiroshima desde la perspectiva de la paz, de un mundo no beligerante; tampoco desde la de un civil que viene de una nación no combatiente. Mi país estaba en guerra; yo era comandante de una unidad especial y disponía de suficiente información clasificada como para saber que la bomba adelantaría el fin de la guerra, como ocurrió. Nuestros servicios de inteligencia estimaban que tomar las islas de Japón a punta de bayoneta podría habernos costado otros doscientos o trescientos mil hombres. No se olvide que pocos meses antes, en la conquista de una sola de las islas, Okinawa, murieron 240.000 soldados y decenas de miles eran norteamericanos. Bueno, la rendición incondicional de Japón ocurrió apenas ocho días después de Hiroshima."
Otro dato sorprendente que aportó Tibbets fue que, a su entender, tanto para el presidente Franklin Roosevelt, como para su sucesor, Harry Truman, hubiese sido más difícil tomar la decisión de arrojar la bomba atómica sobre Alemania que sobre Japón. Su frase fue: "Era la Alemania nazi, pero seguía siendo Europa". La caída de Berlín meses antes de que la primera bomba atómica estuviera lista para ser transportada hasta el blanco evitó que Truman se viera obligado a optar entre sus dos enemigos.
Durante más de medio siglo, Tib-bets estuvo convencido de que el superbombardero B-29 que utilizó en Hiroshima nunca iba a ser exhibido en público. "Demasiado grande", fue la excusa, bastante poco creativa por cierto, que escuchó una y otra vez de las autoridades del Museo Nacional del Espacio, en Washington, donde se conservan el Espíritu de San Luis, de Charles Lindbergh, el biplano de los hermanos Wright y la cápsula de la Apolo XI que llevó al primer hombre a la Luna. Efectivamente, se trata de un avión enorme, pero las razones que forzaron esa respuesta eran otras. Una de ellas fue la presencia de grupos numerosos de visitantes japoneses recorriendo el museo. La otra, la campaña orquestada por grupos pacificistas, antinucleares y ecologistas: durante años sostuvieron que exhibir ese avión no sólo era un acto de arrogancia nacional sino que, además, dejaba al desnudo una insensibilidad que rozaba con el mal gusto.
"Si le interesa conocerlo -ofreció Tibbets al despedirnos, como quien comparte un secreto-, puedo escribirle una nota para unos amigos de la fuerza aérea; por ahí tiene suerte."
El avión había estado discretamente arrumbado, desde hacía 30 años, en el hangar de un aeropuerto militar del estado de Maryland, a una hora en auto de Washington. Allí, el polvo lo cubría todo. El largo fuselaje de color acero, en cuya trompa Tibbets ordenó pintar sorpresivamente la madrugada previa a la misión el nombre de su madre, Enola Gay, estaba separado de las alas, que descansaban en el piso, y de los cuatro enormes motores cuyas hélices relucían, todavía amenazantes, en la penumbra. A pocos metros del avión, junto a la entrada del hangar, sostenida por una robusta estructura de acero, estaba la tercera bomba atómica, que nunca fue detonada. Al igual que las otras, había sido diseñada por los científicos del Proyecto Manhattan, un club de mentes brillantes reunidas por el gobierno a comienzos de la guerra para desarrollar el arma más destructiva jamás construida y entre cuyos miembros estaban el físico Robert Oppenheimer, el matemático Enrico Fermi y Albert Einstein. "Esa bomba fue pensada más para los soviéticos que para un tercer ataque sobre Japón", había dicho Tibbets, enigmático, recordando la grave crisis que desató Stalin con los otros ejércitos aliados por su ambición desmedida en la repartición de Berlín y del resto de la Alemania derrotada.
Sentarse en el puesto de mando del avión de Hiroshima, en la soledad del hangar, es una experiencia que despierta los sentimientos más contradictorios. A la excitación y adrenalina inicial de ese acto único le sigue una sensación de vacío que se vuelve angustia. Uno tiene allí, al alcance de la mano, las dos pequeñas palancas metálicas de color verde que abrieron las compuertas para dejar en libertad a Little Boy. Es imposible no tocarlas, accionarlas del off al on y nuevamente al off.
Colgada de una de las ventanillas está la máscara de oxígeno de Tibbets. Detrás de la butaca del copiloto asoma el sistema óptico, el instrumento que guió al avión en automático durante los tres minutos finales hasta que la imagen del blanco elegido -el edificio del hospital Shima, en pleno centro de la ciudad- asomó con nitidez en la mira de Thomas Ferebee, el oficial bombardero del Enola Gay.
También parecía intacto el sistema de intercomunicadores que le permitió al artillero de cola, ubicado treinta metros a espaldas del piloto, cerca del timón de cola, informarle a Tibbets cómo el hongo gigantesco de la explosión iba creciendo y cambiando de forma y cómo seguía siendo visible cuando el avión ya se había alejado cuatrocientos kilómetros de la ciudad arrasada.
Sobre una de las ventanillas de la cabina seguía pegado, inalterable, un cartel escrito a mano con grandes letras de imprenta. Do not reverse more than two engines at the time, se leía. Al terminar la visita, llamé a Tibbets y le pregunté qué era. "¿Todavía está allí? -se asombró-. Es un alerta para emergencias, para no cometer la estupidez de revertir la marcha de los cuatro motores cuando el avión es alcanzado por el fuego enemigo y cae en picada. Si uno se deja guiar por el instinto y lo hace, las alas no pueden soportar tanta presión, se desprenden y el avión cae como piedra. Perdí a muchos amigos así. Por eso puse el cartel."
Paul Tibbets vivió lo suficiente como para saber que estaba equivo-cado respecto del destino de su avión. El Enola Gay fue restaurado a un costo de doce millones de dólares y se exhibe en uno de los edificios anexos del Museo del Espacio, en las afueras de la capital.
Cuando murió, en septiembre de 2004, había recibido las catorce mayores condecoraciones militares con las que los Estados Unidos distinguen a sus grandes soldados.
Los grupos pacifistas, ecologistas y antinucleares que durante años le enviaban puntualmente cada 6 de agosto a su domicilio mensajes de protesta (que él no leía) terminaron por olvidarse de él. Mañana, al cumplirse sesenta años del ataque a Hiroshima, será recordado en su país como uno de los hombres que le dio un abrupto final a la guerra del Pacífico.
La Nacion, 6 de agosto de 2005