Desde 1940, la flota de Tolón dormía en su dársena. Se subdividía en la flota de alta mar (almirante Jean de Laborde), y la defensa costera ( vicealmirante Marquis). El insigne favor del que disfrutaba la marina daba al establecimiento tolonés una actividad y una prosperidad que no tenían igual en la Francia de los años sombríos. El cuerpo de los oficiales se mantenía en su tradicional anglofobia y en la hiperbólica ensoñación de no haber sido vencido por el enemigo. El imperativo categórico era que en ningún caso los barcos debían caer en manos extranjeras, fueran las que fueran, amigas o enemigas.
Esta determinación había creado entre los marinos franceses la psicosis del hundimiento con dimensiones casi wagnearianas. Nunca en la historia se había preparado una autodestrucción con tanta asiduidad; largas consignas se habían elaborado. De vez en cuando tenían lugar ejercicios. En esos buques a los que la opción de sus jefes les había privado de la posibilidad de reaparecer en una batalla victoriosa la actividad principal era ensayar el casto del cisne, repetir lo que ya hizo la flota de alta mar alemana en 1919: autohundirse.