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Los últimos testigos del horror nazi

Vie Ene 24, 2014 11:20 am

Los últimos testigos del horror nazi
24 Enero 2014
Montserrat Llor recoge en un volumen las experiencias de los españoles que sobrevivieron a los campos de concentración alemanes


J. Ors .
Tenía 17 años y aún llevaba el pelo repeinado hacia atrás. Traía en la ropa el polvo de la guerra y en los ojos la mirada que siempre deja la derrota cuando los alemanes le prendieron. Estaba con su padre y su hermano y luchaban por Francia. Jamás imaginó que la supervivencia dependería de su voluntad y no de su habilidad como soldado. «Nada más llegar al campo de exterminio de Mauthausen veías lo que era, el tratamiento que se dispensaba a los prisioneros, los vivos parecían cadáveres. Muchas personas parecían esqueletos. El mundo se nos cayó encima. Enviaron a ese campo a 10.000 españoles. Sólo sobrevivimos 2.000». Ramiro Santisteban apenas alcanzaba la altura de un adolescente espigado. Sólo era un muchacho con el hambre y la tristeza de los que dejan su tierra atrás. Igual que José Marfil, otro exiliado español que había cruzado la frontera huyendo del conflicto civil español para encontrarse con aquella otra guerra civil europea que resultó la Segunda Guerra Mundial. Contaba con 18 años cuando atravesó los Pirineos. Y es el hijo del primer español que murió en Mauthausen.

Un recuerdo imborrable
La Wehrmacht habían despedazado sus unidades y ahora les rodeaban. Eran los días de Dunquerque, de la retirada de las tropas aliadas de Francia y ellos, que soñaban con frenar el fascismo en el país vecino, vieron, de nuevo, truncadas sus ilusiones. «Habíamos perdido la contienda. El ejército de Franco estaba en Barcelona y pasamos la frontera. Al otro lado, los franceses nos recibieron como borregos, nos encerraron en las playas en pleno invierno, rodeados de alambres de espino y vigilados con soldados». Pero él no se rindió. Siguió peleando, pero esa lucha le condujo a uno de los «lager» alemanes más famosos. «Estuve allí cuatro años. Todas las noches recuerdo Mauthausen, pienso que estoy en el campo, pero luego y estoy en casa, vivo».

Son dos de los testimonios que Montserrat Llor ha recogido en «Vivos en el averno nazi» (Crítica). Un libro que reúne las vivencias y experiencias de los españoles que sobrevivieron al genocidio alemán. Una investigación que comenzó en su propia casa, con los viejos recuerdos familiares que le condujeron a un pasado silenciado. El hallazgo de una pulsera de identificación en una caja le reveló un secreto silenciado: su tío abuelo estuvo internado en un campo de concentración francés. A partir de ahí nació su resolución de recoger las palabras de los últimos españoles vivos que habían pasado por esa vivencia. «Allí tocaban la campana a las cuatro de la mañana en verano y en invierno. Salías a formar y desde esa hora hasta las seis tenías que permanecer allí, quietos, malvestidos y firmes», recuerda Ramiro Santisteban. En su memoria todavía permanecen los terribles escalones que tenían que subir y bajar cargados con piedras. «Aquella escalera tenía 180 peldaños. Al llegar yo todavía no existía. sólo eran piedras. Un camino muy peligroso. Muchos presos murieron aplastados en ese lugar. La escalera la hicimos luego los españoles. Igual que los muros del campo, que los levantaron sobre todo aragoneses». Para él, la cantera de Mauthausen era el peor lugar de todo el campo. El sitio donde muchos hombres renunciaron a su voluntad y se entregaron al destino. «Lo peor eran los cabos. Los nazis no mataban directamente. Lo hacían los cabos. Ellos te maltrataban. Casi todos eran alemanes. ¡Pero qué alemanes! Los peores. La mayor parte venían de las cárceles, eran delincuentes. Uno de ellos había matado a su esposa y había clavado sus pechos en la puerta. Y ellos te golpeaban en la cabeza, en la espalda, donde fuera». La experiencia de Marfil no resulta muy diferente: «Aquello era una fábrica de matar. Cada día, al regresar al barracón, nos decíamos: "Hemos pasado hoy. Mañana veremos". Allí morían cientos de hombres cada jornada. El tiempo era horrible, hacía mucho frío y la comida era nada». Santisteban todavía es capaz de describir aquel rancho, si eso era rancho: «Nabos y patatas cocidas, a veces comías sin saber qué comías. Había un salchichón blando que desconocías qué podía ser y que no sabía a nada. Eso es lo que tenías para sobrevivir a temperaturas de 30 grados bajo cero en la cantera. Y sólo tenías un abrigo tan fino que podías leer el periódico a través de él».

Olvidar para vivir
¿Pero cómo sobrevivieron? Para Santisteban resultó esencial la solidaridad de los españoles. «Nosotros éramos el orgullo del campo. Nos ayudábamos unos a otros. Los ciudadanos de ningún otro país lo hacían». Algunos preferían aislarse del mundo, no pensar en los familiares ni en los amigos. Ver cómo un pariente cercano sufría o fallecía delante de ti te hundía la voluntad y podía conducirte a la muerte. «Tenías que olvidarte, no pensar en nada. Si te centrabas en tu padre, tus hermanos... eso era malo. Yo he visto morir así a gente. Se metían en un rincón a llorar... Al final un cabo les mataba a palos». Santisteban había sido alojado en un barracón cercano a las cámaras de gas de Mauthausen. «Estaba frente al crematorio. No cesaba el olor a carne quemada. Cada vez que lo activaban, las llamas sobresalían por encima de las chimeneas. Durante los cinco años que estuve funcionaron constantemente. En los hornos, que estaban hechos para meter un cadáver, introducían hasta dos o tres para quemarlos. Yo veía el resplandor del fuego por la ventana que había al lado de mi catre. Los judíos no tenían ninguna esperanza de salvarse. Los mataban rápidamente. El resto, si tenías buena salud, alguien te ayudaba y conseguías un buen trabajo dentro del campo... podías sobrevivir. Al final te acostumbrabas a ver cómo mataban a la gente».

–¿Y la población de alrededor sabía lo que ocurría allí?

–La gente que vivía en el pueblo pasaba por allí todos los días. Veían a los dos mil presos trabajando todos los días en las canteras. Los civiles iban acompañados por los alemanes, pero los SS no les impedían ver cómo mataban a la gente. Los SS no escondían lo que hacían.

Fuente: http://www.larazon.es/detalle_normal/no ... uId2RC0o1I

Re: Los últimos testigos del horror nazi

Sab Ene 25, 2014 3:31 pm

Españoles vivos en el averno nazi
ABC recoge el testimonio de José Alcubierre, uno de los supervivientes que aparece en la obra de Montserrat Llor


Montserrat Llor abre «Vivos en el averno nazi» (Crítica) con una cita de Paul Eluard que es toda una declaración de principios: «Si el eco de sus voces se desvanece, pereceremos». Esta indagación testimonial –según la autora explica a ABC– nació urgida por un misterio familiar: la pulsera de identificación de su tío abuelo muerto, nadie sabe cómo ni cuándo, en Gusen, campo anexo a Mauthausen; y también porque su hijo, Pablo Villarrubia, padre de su marido, le contó mil historias de los maquis de la región de Cognac.

En fin, Montserrat Llor ha recopilado numerosos testimonios, y no sólo de deportados españoles, de los que ahora ha recogido veinte «para conservar su memoria sin rencor ni ideología. Cada vez son más ancianos y van quedando menos». Luego nos sugiere llamar por teléfono a José Alcubierre, uno de ellos, quien vive en Sayoux, muy cerca de Angoulême (Francia). «Sea paciente, es un poco duro de oído, por la edad, pero le atenderá con todo afecto». Y así lo hacemos.

–José, cuéntenos su historia.

–Estábamos refugiados después de nuestra Guerra Civil en un campo de internamiento aquí, en Angoulême. Vinieron y nos dijeron: «¡Recoged lo que tengáis y p’alante!» Nos formaron en la plaza a todos: mujeres, hombres, viejos, jóvenes y niños, luego nos llevaron a la estación de mercancías. Allí nos esperaban unos vagones de comercio, de esos que ponían: «Ocho caballos y cuarenta hombres». Esto ocurría entre mediodía y la una de la tarde del 20 de agosto de 1940. Después cerraron las puertas, el tren empezó a rular y cuando nos dimos cuenta, yo le pregunté a mi padre: «¿Dónde vamos, papá?», y me dice: «Pues no lo sé, hijo mío, pero estamos lejos». Apenas veíamos por aquellas ventanillas tan pequeñas que tenía 60 centímetros de largo por 40 de ancho. Y así pasaron el día y la noche, y así rulamos hasta cuatro jornadas. El 24 de agosto llegábamos de madrugada a Mauthausen (Austria, muy cerca de Linz). A mediodía abrieron los vagones y vimos que ya no eran los mismos centinelas. Uno me habló en alemán, y como no lo entendía, me preguntó por señas que cuántos años tenía. Yo respondí que quince. Y dijo: «¡Abajo, abajo también!», mientras las mujeres chillaban: «¡Ay, mi marido, ay, mi hijo!» Nos formaron y p’alante, al campo. Así pasó.

–¿Hacían las deportaciones en secreto?

–Después de la guerra, los alemanes decían que no sabían que existieran los campos. ¿Cómo que no sabían? Lo sabían todo. Nos condujeron desde la estación hasta el recinto por medio de todo el pueblo. Así que si no nos vieron es que no querían verlo. Cuando llegamos, nos hicieron duchar, nos cortaron el pelo y nos dieron un número para que lo cosiéramos en el pantalón y en la chaqueta.

–¿Había en Mauthausen muchos republicanos?

–Cuando llegamos nosotros, que éramos trescientos y pico, allí ya había otros seiscientos que habían sido deportados poco antes. En fin, nos dieron de comer, pero aquello era una infección de comida. Y le digo a mi padre: «¿Vamos a comer esto?», y me contestó: «Pues si no hay otra cosa». Entonces se acerca uno y me dice: «Oye, peque, ¿no lo comes, o qué?» «Pues yo no me lo como, ¿quién se va a comer esto?», le contesté.«“¿Me lo das? Aunque dentro de un día, dos o tres, tragarás, porque no hay otra cosa». Y así pasó: tuvimos que comer aquella bazofia que no servía ni para los cerdos.

–¿Cómo fueron los primeros tiempos de internamiento?

–Primero me hicieron trabajar en la cantera del campo, la Wiener Graben, donde estaba la tristemente célebre escalera de Mauthausen; luego, gracias a Dios, me destinaron a limpiar calderas y cristales en el campo. Pero enseguida se formó el kommando del terrible César Orquin con unos trescientos españoles. Nos llevaban a trabajar a unos sesenta kilómetros. Montamos en los camiones y estábamos tres jóvenes: el madrileño Fernando Pindado, un asturiano y yo. Luego nos devolvieron a Mauthausen.

–¿Qué fue de su padre?

–A mi padre y a los demás los habían bajado a Gusen, un campo anexo que empezó como kommando y terminó siendo casi más importante y más malo, incluso, que el nuestro. De allí un día bajaron algunos amigos que tenían nuestra edad, como Tello, Sardina, Quesada que era del Prat de Llobregat, como yo, para formar con otros cuarenta jóvenes el «Pochaka» (kommando de la cantera de Anton Poschacher, en el mismo pueblo de Mauthausen, donde dormíamos, así lo pronunciábamos y así nos bautizaron a los que trabajábamos allí: «los pochakas»). Le pregunté a uno por mi padre y me contestó: «No te preocupes, tu padre está bien». Aquello me extrañó y entonces fui a otro, Jacinto Cortés, que también era del Prat y que era íntimo mío, y le digo: «Oye, Jacinto, ¿tú has visto a mi padre?», entonces me cogió por el hombro y me contestó: «Tu padre ha muerto». Me fui con el jefe, se lo conté y le pedí si podía quedarme en la colchoneta pa’llorarle…

[Al otro lado del hilo telefónico, la voz se quiebra. Alcubierre toma aliento y continúa su relato, ahora muy emocionado:]

–Fue algo que no era digno de personas humanas. Mi padre iba con otros dos y a los tres los llamaban los «mañicos» porque eran aragoneses. Un día pasó lo que tenía pasar. Uno de ellos cayó al suelo extenuado, nunca supe cual, y los otros dos: «¡Levántate que viene el cabo!», y él: «¡Dejadme, que ya no puedo más!» Entonces el cabo empezó a pegarle con su bastón –que era el mango de un pico– y los otros dos, claro, quisieron conciliarlo para que no le arreara más. Pero sacó el silbato y pitó para que vinieran otros cabos. Y los mataron a los tres a golpes de mango de pico y a patadas. Esto me lo contó tiempo después uno que lo vio. Aquello fue para mí una puñalada muy grande. En fin, sería muy largo contarlo todo por teléfono. Allí trabajamos cuatro años, hasta que acabó la guerra y llegaron los rusos…

–Pero antes, lograron poner a salvo un material muy comprometedor para los nazis: las fotografías del campo.

–Seis o siete miembros del Poschacher éramos de las Juventudes Socialistas Unificadas (obediencia comunista). Francisco Bosch, que trabajaba con Antonio García en los laboratorios fotográficos del campo, le dijo a Cortés: «Tenéis que sacar del campo estas fotografías, que son muy importantes, y esconderlas». Las repartimos entre tres: Cortés, Jesús Grau y yo. Esas fotografías logramos sacarlas de Mauthausen y se las dimos a Anna Poitnner, “la vieja” (así llamábamos a esta opositora a los nazis que vivía cerca de la cantera y que se hizo amiga nuestra), quien las escondió en el muro de su jardín. «No le dé estas fotografías nada más que a Cortés, a mí, o a Bosch si las viene a buscar». Y ya luego sirvieron para probar las salvajadas de los nazis en los juicios de Nuremberg. Así pasó, como lo cuento, porque yo no exagero.

Fuente: http://www.abc.es/cultura/toros/2014012 ... 32008.html

Marcelino Bilbao, conejillo de indias en Mauthausen

Mié Ene 29, 2014 10:22 am

Marcelino Bilbao, conejillo de indias en Mauthausen
Madrid 27 ENE 2014

Un nazi le inyectó benceno en el corazón solo para ver cuánto aguantaba


Al menos 4.440 españoles murieron en campos de concentración nazis, según el censo elaborado por el Ministerio de Justicia. Casi 400 en el de Mauthausen. Marcelino Bilbao (Alonsotegui, Bizkaia, 1919) logró salir con vida después de haber sido un humano conejillo de indias para los disparatados experimentos de Aribert Heim, el infame Doctor Muerte, un nazi que inyectaba a los reclusos del campo benceno en el corazón sin otro fin que ver lo que aguantaban.

“Allí llegabas tú, para que te inyectara, como castigo o como experimento a ver cuánto resistías. Y aquel hombre, allí sentado, sin mirar a nadie, pinchaba... A algunos les daban convulsiones; a otros se los llevaban a rastras (...) Luego me tocó a mí, seis sábados consecutivos me inyectaron al lado del corazón. Nos cogieron a 30. Solo siete logramos sobrevivir a los pinchazos. Entonces no me importaba morir, no tenía familia...”, relata en el libro Vivos en el Averno nazi, de Montserrat Llor.

Bilbao no sabía qué era lo que le inyectaba aquel hombre que le pinchaba sin mirarle, pero sí era muy consciente de lo importante que era no parecer enfermo después de recibir aquellas inyecciones porque los enfermos de Mauthausen acababan en el crematorio.

Se había integrado en el batallón Isaac Puente de la CNT con apenas 16 años. Fue testigo del bombardeo de Gernika y participó en la batalla de Teruel y en la del Ebro durante la Guerra Civil. El avance de las tropas franquistas le fue arrinconando, hasta que, ya en Francia, empezó su periplo por campos de concentración: Saint-Cyprien, Argelés sur Mer... y finalmente, Mauthausen.

Allí vio morir a muchos compañeros durante el lustro que permaneció en un lugar pensado para el exterminio: desde diciembre de 1940 hasta mayo de 1945. Bilbao tuvo mucha suerte. Había ingresado en el campo con apenas 19 años y logró sobrevivir gracias a su juventud y picaresca, y una vez abandonado el campo, tener una vida larga y plena hasta que falleció el pasado sábado en Poitiers (Francia) con 95 recién cumplidos.

La familia que no tenía cuando ingresó en el infierno la construyó después, al salir de Mauthausen. De hecho había conocido a su futuro cuñado, Jesús María Aguirre, en otro campo de concentración anterior, en Gurs (Francia). Cuando salió, y ante la imposibilidad de volver a la España de Franco, Aguirre le ofreció su casa en Chatelleraut. Y allí conoció a Mercedes, con la que tendría dos hijas.

Al salir del campo empezó a trabajar en una lechería y después, en una fábrica de petroquímica, donde se afilió en la CGT y llevó la iniciativa en diversas huelgas, según recuerda orgulloso el sindicato.

Fuente: http://politica.elpais.com/politica/201 ... 23754.html

Más información sobre los testimonios de «Vivos en el averno nazi»: viewtopic.php?f=8&t=9195

Re: Los últimos testigos del horror nazi

Mar Feb 18, 2014 5:14 pm

Toledanos que sufrieron el terror nazi
03/02/2014

Todo el mundo tiene en su memoria las imágenes que muestran a miles de prisioneros hacinados en los llamados «trenes de la muerte» y en los campos de concentración y exterminio nazis. Más de 7.000 españoles pasaron por este trance y, entre ellos, un gran número de toledanos y castellano-manchegos.

Las investigaciones de historiadores y familiares, en muchos casos sus nietos con la ayuda del Foro por la Recuperación de la Memoria Histórica y a la Asociación Amical de Mauthausen, son las que han rescatado del olvido la historia de algunos de ellos. Gracias a esa labor y al apoyo del Ayuntamiento de Toledo, desde el pasado lunes 27 de enero, Día Internacional de las Víctimas del Holocausto, dicha ciudad cuenta con un monolito situado en la plaza del Sofer, en plena judería.

Hipólito Maquedano Muñoz, Pedro Castelló Hernández, Máximo Gil Serrano, Raimundo Herrero Toledo, José Rodríguez Tocinos, Luciano Rubio del Valle, Francisco Ruiz Benito, Emiliano Sotoca López, Gabriel Villacañas Suárez, Juan Tordesillas Arellanos, Eleno Díaz Tendero y Lorenzo Bueno Reojo son algunos de sus nombres. Entre los asistentes al acto de homenaje en Toledo, estuvo presente en representación de las familias Bienvenido Maquedano, nieto de uno de estos toledanos asesinados por los nazis.

«Después de dedicar toda mi vida al conocimiento de la historia, llegó un momento en el que me percaté que sabía mucho más de los romanos o de Alfonso VI que de mi propia familia», afirma Bienvenido, quien reconoce que en su casa nunca se hablaba de política y, por eso, tardó mucho en saber que su abuelo, Hipólito Maquedano Muñoz, murió el 13 de noviembre de 1941 aferrado a la valla electrificada del campo de exterminio de Gusen.

Bienvenido Maquedano es historiador y, en mayo del año pasado, realizó el recorrido que hizo su abuelo. Así, visitó todos los campos de concentración en los que estuvo y su periplo le llevó por seis países de Europa, en la mayoría de los cuales pudo ver monumentos que recuerdan a las víctimas del nazismo, con lápidas escritas en varios idiomas que llaman la atención sobre «la desdicha de los españoles y la vergüenza de sus asesinos».

Cinco años antes de morir, Hipólito Maquedano salió de su pueblo, El Puente del Arzobispo, junto con un grupo de hombres que consideraba su deber defender a su país de un alzamiento militar. A lo largo de tres años combatió en numerosos frentes hasta que, como otro medio millón de españoles, se vio empujado al exilio en Francia.

El 4 de junio de 1940 fue apresado, junto con otros muchos compañeros, en la playa de Dunquerque, ya que los ingleses se negaron a embarcar a españoles para librarles del ejército alemán y llevarles a su país; los franceses no los reconocieron como miembros de sus tropas y el régimen franquista, bajo órdenes de Ramón Serrano Súñer, se negó a reconocerlos como compatriotas.

A la vista de todo ello, destaca Bienvenido Maquedano, «los nazis no consideraron a los españoles como seres humanos y, por eso, los fueron encerrando en campos de concentración cada vez más crueles hasta que decidieron deshacerse de ellos». De este modo, fueron enviados a los campos de exterminio de Mauthausen, Gusen y Dachau, o a la cámara de gas del castillo de Hartheim.

Otros nombres
La historia de Hipólito Maquedano es similar a la de miles de personas cuya conciencia les impidió rendirse al avance del totalitarismo y, aunque con pequeños matices, es igual a los hechos que sufrieron los toledanos que aparecen en el monolito que fue instalado en la plaza del Sofer de la ciudad. Salvo Eleno Díaz Tendero, que murió en Dachau, el resto fueron apresados por los nazis e internados en campos de concentración cerca del frente.

Pedro Castelló Hernández, José Rodríguez Tocinos, Francisco Ruiz Benito, Emiliano Sotoca López y Juan Tordesillas Arellanos llegaron a Mauthausen el 27 de enero de 1941 procedentes del campo de trabajo forzado o «stalag» 11B de Fallingbostel. Máximo Gil Serrano llegó a este mismo campo de exterminio el 22 de agosto de 1941 procedente de Braunschweig y al día siguiente lo hizo Gabriel Villacañas Suárez, que venía del «stalag» 1A de Stablack.

Hipólito Maquedano compartió también tren con Luciano Rubio del Valle el 25 de enero de 1941. Junto con Raimundo Herrero Toledo, los dos llegaron a Mauthausen el 3 de abril de ese mismo año procedentes del «stalag» 12D de Trier. Todos estos toledanos murieron en Gusen en similares circunstancias en un breve espacio de tiempo y el último falleció gaseado en el castillo de Hartheim.

Fuente: http://www.abc.es/comunidad-castillalam ... 40203.html

Re: Los últimos testigos del horror nazi

Vie Feb 28, 2014 1:39 pm

Aquí os dejo la primera parte de una entrevista a Montserrat Llor, la escritora de "Vivos en el averno nazi" (Crítica).

http://www.que.es/blogs/201402280922-gu ... -nino.html

En la primera pregunta hace referencia a Marcelino Bilbao, de quién hay un hilo en el foro:
viewtopic.php?f=8&t=9207&p=122863

Si un moderador cree oportuno unirlos, está en su derecho.

Saludos.

Re: Los últimos testigos del horror nazi

Lun Mar 24, 2014 11:48 pm

Una familia burgalesa en el corazón de las tinieblas
23 de marzo de 2014

Elías González Santamaría, natural de Estépar, y dos de sus hijos, Luis y Elías, fueron confinados en Mauthausen en 1940. El padre murió dos años después. Sus vástagos sobrevivieron al infierno nazi


«Fue un sufrir tremendo», contaría Luis muchos años después rememorando la llegada de su tren, tras cuatro días de un viaje agonizante, a aquel pueblecito austriaco de resonancia germánica. Fue un día de verano. Un día de fuego. Mientras Londres ardía por las primeras bombas de la aviación nazi, un convoy con 927 españoles, hacinados en vagones de ganado, llegaba al campo de exterminio de Mauthausen. El 20 de agosto de 1940, familias enteras de refugiados a las que los alemanes habían interceptado en la localidad francesa de Angoulême fueron obligados a subir a ese tren, uno de los primeros trenes del horror que tenían como destino un matadero industrial. El corazón de las tinieblas.
Una familia burgalesa viajó en aquel siniestro ferrocarril: Elías González Santamaría, natural de Estépar, y cuatro de sus siete hijos: tres chicos y una niña. Ésta y el más pequeño de los varones, menor de 13 años, no llegaron a pisar el campo y fueron devueltos. Elías y sus dos hijos mayores, Luis y Elías, fueron bajados de inmediato. «¡Abrieron las puertas, me cogieron del cuello y para abajo!», contaría Luis. Estaban desorientados y hambrientos, ignorantes de su destino. «Cuando entramos en el campo no sentía miedo, era todo muy rápido y confuso, no daba tiempo. Y más adelante tenía en la cabeza que íbamos a salir vivos, nada de que iba a morir allí...», relataría Luis.
Uniformados con pantalón, camisa, chaqueta y gorro, padre e hijos trataron de mantenerse unidos. Sin embargo, los planes de los jerarcas del campo eran otros y decidieron enviar al progenitor a Gusen, tentáculo de Mauthausen, un lugar todavía peor. Elías hijo, que era el más pequeño, no quiso separarse de su padre y consiguió ser destinado a Gusen con él. Cuando se despidieron, Luis no podía imaginar que jamás volvería a ver a su padre, a aquel burgalés recio que se convirtió al anarquismo después de haber abrazado durante años la vida monástica; que se fue de Burgos y se instaló en Aragón con su familia y que se vio obligado a exiliarse, a cruzar con toda su prole y una sola burra los Pirineos para huir del fascismo que se instalaba en España.
El cabeza de familia murió con 58 años, el 10 de febrero de 1942, según los archivos. Nadie sabe cómo. Tampoco llegaron a saberlo nunca sus hijos. «Solamente supe lo que me dijeron, que en Gusen estaba sentado, trabajando y marcaba las vagonetas que pasaban. Luego le quitaron de aquel puesto y lo reemplazaron por un polaco... mal asunto... Elías estaba con él allí. Un día el capitán de Mauthausen, Bachmayer, hizo un llamamiento a todos los jóvenes españoles del campo y mi hermano regresó por ello. ¡Qué aspecto tenía!Estaba seco como una espátula... Dijo ‘he tenido tifus’, estaba muy demacrado».

El grupo Poschacher. Supervivientes a los dos primeros años, los hermanos González formaron parte del llamado grupo Poschacher, formado por españoles que trabajaban en una cantera fuera del campo de exterminio. Hicieron más labores: trabajaron en la cocina, uno pelando patatas y el otro lavando marmitas. Como Elías no terminaba de recuperarse y de coger algo de peso, su hermano Luis se afanaba por hacerle llegar comida. Conseguía pequeños trozos de una suerte de salchichón y cualquier producto que pudiera distraer para hacérselo llegar.
Luis relataría con mucho aplomo lo cerca que estuvo de acabar convertido en humo. Enfermo de tuberculosis, durante la visita a la enfermería de uno de los oficiales del campo, éste señaló al burgalés con dedo admonitorio e imperativo y pronunció estas escalofriantes palabras: ‘horno crematorio’. Por fortuna, tuvo suerte: un medicamento milagroso le hizo recuperarse en poco tiempo y evitar dar con su alma en la chimenea de Mauthausen. Contaría Luis anécdotas heladoras. Las torturas, el hambre, el frío de las duchas, el trabajo agotador, el día que un oficial les ofreció un gato para que se lo comieran a cambio de que le guardaran la piel del animal y le hicieran con ella unos guantes con los que combatir el frío de Rusia, adonde iba a ser destinado.

La liberación. Suele resultar difícil explicar cuanto sintieron los pocos supervivientes del convoy de los 927 aquel 20 de mayo de 1945, cuando el campo de Mauthausen fue liberado por las tropas norteamericanas. Luis lo haría así: «Todos salimos eufóricos de alegría». No fue fácil recuperar una vida normal. Luis y Elías marcharon a Francia junto con otros deportados supervivientes del horror. Luis se instaló en París, donde terminó ganándose la vida con trabajos mecánicos; Elías se fue a vivir a Tolouse.En alguna ocasión ambos regresaron a España, a visitar a su hermana, la que consiguió eludir el infierno, que residía en Lloret de Mar.Ambos se casaron y tuvieron familia. Hasta el final de sus vidas estuvieron vinculados a los colectivos relacionados con Mauthausen para mantener viva con sus testimonio la llama de tanto horror.Para que no se olvidara. Aunque ellos pudieron contarlo, Mauthausen fue la tumba de su padre. Como la de tantos miles de españoles. Una de las grandes sepulturas de la cultura occidental.De la historia del siglo XX. De la historia del ser humano.

Fuente: http://www.diariodeburgos.es/noticia/Z3 ... /tinieblas

Según la noticia, su fuente es el libro de Montserrat Llor, «Vivos en el averno nazi». En este hilo creo que va bien la noticia.

Re: Los últimos testigos del horror nazi

Vie Abr 18, 2014 1:26 am

Hola a todos.
He movido este hilo al subforo de Testimomios por tratarse de un lugar más adecuado para este tipo de mensajes.

Saludos

Re: Los últimos testigos del horror nazi

Dom May 11, 2014 9:50 am

Creo que la siguiente noticia encaja bien en este mismo hilo sobre los testimonios de los españoles que estuvieron en Mauthausen.

Superviviente de Mauthausen: "Dejé de creer en dios en la Guerra Civil"
11/05/2014

José Marfil, de 93 años, combatió en la Guerra Civil, en la II Guerra Mundial y conoció los campos de concentración del sur de Francia, primero, y de Mauthausen, tiempo después. Su padre, de idéntico nombre, fue el primer español fallecido en el campo de concentración nazi


Él ya no cree en dios. Dejó de creer en esta posibilidad durante la Guerra Civil española. Ahí conoció por primera vez la crueldad que acompaña de manera intrínseca al ser humano. No fue esta la única vez. José Marfil (Rincón de la Victoria, 1921) conoció con apenas 20 años una Guerra Civil, el exilio forzoso, los campos de concentración franceses, la II Guerra Mundial y varios campos de concentración de la Alemania nazi. Sin embargo, ninguna de estas experiencias se puede comparar en crueldad a lo que vivió y conoció en el campo de Mauthausen y de Gusen (Austria). "Allí ya no eramos hombres. Eramos gente a eliminar", asegura.

Con este curriculum y con 93 años, José Marfil, viudo desde hace unos años, afirma esperar tranquilamente la llamada de la muerte. Él está en paz y aunque ya no crea en dios sí que tiene una conversación pendiente con él. Afirma que si algún día el apóstol San Pedro le abre las puertas del cielo, él pedirá una audiencia privada con el dios todopoderoso. "Lleva 2.000 años prometiendo un mundo bueno y no ha hecho nada. Quiero decirle que lo haga, que cumpla con sus promesas porque esto que tenemos ahora ni es mundo ni es nada", señala José Marfil en una entrevista concedida a Público.

Marfil ha acudido a España, quizá por última vez, para ver la obra de teatro El triángulo azul, que se representa hasta el 25 de mayo en el Teatro Valle Inclán de Madrid. La obra narra cómo los españoles de este campo de concentración fueron capaces de esconder las fotografías que más tarde sirvieron para mostrar al mundo el horror de la barbarie nazi. Mención especial en esta obra tiene su padre, de idéntico nombre, que ha pasado a la historia como el primer español que falleció en los campos de la muerte nazis y a cuya memoria se dedicó un minuto de silencio en el mismo campo de Mauthausen.

"Mi padre era inspector de Aduanas y seguía al Gobierno de la República. Sé que hizo todo lo posible para tener un gobierno republicano en España y cumplió con su deber hasta el final", asegura Marfil, que señala que en el campo le contaron que su padre "impuso disciplina" recordando a los españoles que "no eran presos comunes" sino "soldados de la República".

Marfil lamenta que a él, el fascismo, le robó la época más bonita de su vida. La época en la que más tenía que haber reído y donde debía descubrir, entre otras cosas, la sexualidad. Recuerda entre risas cómo con 20 años se le acercó una joven y él no sabía qué tenía que hacer. "Estaba parado como un palo", ríe. La suya fue, sin duda, la generación peor parada de todo el siglo XX. José fue movilizado por el Gobierno de la República entre 1938 y 1939 en la llamada Quinta del Biberón. "La guerra ya estaba perdida cuando me llamaron", asegura. Después se exilió a Francia y acabó en el campo de internamiento de Argelès-sur-Mer.

Poco después, con la Alemania nazi amenazando al gobierno republicano de Francia, Marfil se enroló en las filas del ejército francés en la Novena Compañía que se formó para ser incorporada al 22 Regimiento de Ingenieros. Fue en este regimiento donde se reencontró con su padre, que había caído en otro campo francés. Juntos volverían a luchar contra el fascismo. Esta vez en Bélgica, pero para su desgracia, padre e hijo volvieron a perder. Capturados por el ejército nazi, Marfil recorrió varios campos de concentración de prisioneros de guerra para después ser enviado a Mauthausen con el resto de españoles.

Su padre, por contra, fue enviado a este campo nada más ser capturado ya que no tenía fuerzas ni para andar. Cuando José Marfil, hijo, llegó al campo su padre ya había fallecido. "Cuando nuestro regimiento cayó me mandaron a un campo de prisioneros de guerra. Allí no sufrí tanto. Trabajé como carpintero y salía del campo para trabajar. La comida no era abundante pero estaba bien. En Mauthausen todo era diferente. Allí se iba a morir. Nos dijeron que íbamos a morir todos. Cuando yo llegué, mi padre ya estaba muerto", recuerda.

En su honor, los españoles del campo guardaron un minuto de silencio. José Marfil hijo llegaría meses más tarde a Mauthausen y escucharía "con orgullo" las historias que el resto de presos le contaban de su padre. Eran las navidades de 1940 y le tocó pasar la cuarentena en el bloque 17, donde los colchones y las mantas estaban llenas de piojos. Ahí José se contagió de sarna y en un control de las SS fue clasificado como sarnoso y el oficial de turno de la SS pidió que lo eliminaran.


El alemán que le salvó la vida
Por suerte para José, el jefe del bloque 17 se apiadó de él e intervino para señalar que el preso en cuestión "aún era muy joven" y podía "trabajar bien". Finalmente, el secretario no apuntó su nombre en la lista de presos que debían ser enviados a las duchas. Aquel alemán del que nunca más ha vuelto a saber nada le salvó la vida. "Yo no hablaba nada alemán pero lo miraba y seguramente él pudo comprender que yo le estaba diciendo 'gracias, gracias, gracias'", recuerda este hombre, que recuerda que aquel jefe de bloque le servía una doble ración de comida dos veces por semana. "Eran cucharadas extra del fondo de la cazuela. El resto de la comida era como agua, pero aquellas cucharadas del final estaban más densas. Era como gasolina en mi cuerpo", recuerda hoy.

Ese mismo jefe de bloque fue el que terminaría destinando a José al comando especializado de carpintería, su verdadera profesión fuera de los campos de concentración. Primero fue asistente, después le nombraron titular. Así, día tras día, semana tras semana, la Alemania nazi perdió la guerra y los campos de concentración fueron quedando vacíos. Allí, sin embargo, quedaban los españoles. Los que nadie reclamaban. Los que no tenían un país al que volver. "Eramos apátridas. No teníamos patria, nadie nos quería. Franco no quiso recuperarnos y nosotros eramos gente a liquidar. Finalmente, han reconocido que fuimos soldados que lucharon en el ejército francés y me han hecho la carta de combatiente", señala José.


Alerta fascista
Desde que terminó la II Guerra Mundial, José ha vivido en Perpignan como carpintero. A pesar de toda una vida en Francia, este hombre no se siente francés "pero tampoco español". "No me siento de ninguna parte", asegura José, que cierra su discurso advirtiendo del avance de la ideología fascista en Francia, en particular, y en Europa, en general.

"Siento que el devenir es peligroso para la juventud. Hay que tener cuidado porque hay criminales que están formando grandes partidos. Tenemos que ser conscientes de lo que son capaces de hacer. Se comienza eliminando al molesto y se termina con seis millones de muertos. Es una evolución. Está gente de la que hablo puede estar ahora en el Gobierno. Lo temo. Nadie dice nada. Nadie recuerda nada, pero yo estuve allí y sé lo que fue aquello", advierte Marfil, que cierra su discurso asegurando que los criminales "siempre se esconden" como en la II Guerra Mundial: "El papa también se escondió cuando Alemania perdió la guerra. Parecía que nadie sabía nada de lo que ocurría en los campos de concentración".

Fuente: http://www.publico.es/politica/519935/s ... erra-civil
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