Publicado: Dom Jun 16, 2019 3:06 pm
por Domper
En la reunión de la mañana el capitán Quasthoff nos dijo lo que sabía. El convoy había proseguido su marcha y ya estaba cerca del cabo Mogador, casi a la vista de nuestra base. La flota se encontraba también muy próxima a la costa, pues el almirante Ciliax —era el que mandaba la flota— había preferido evitar el combate nocturno. Los aviones con radiotelémetro habían seguido a la flota inglesa durante la noche, y ahora estaba a apenas doscientos kilómetros de nuestra flota. Si mantenían el rumbo convergente, en menos de cuatro horas estarían a la vista, ya que parecía que el almirante se había dejado encerrar entre la Fuerza H y la costa. Con los ingleses dirigiéndose a toda máquina hacia su posición el combate, esa batalla que los británicos parecían buscar con tesón, iba a ser inevitable.

El capitán no criticó la estrategia de la marina. A nosotros, al principio, nos extrañó que la flota se hubiese situado en tan mala posición. No tenía por donde escapar y, en el remoto caso de que lo lograse, el convoy sería destruido. El almirante Somerville —el que según los informes de inteligencia— comandaba a los británicos— tenía que estar frotándose las manos, creyendo que por fin había conseguido atrapar a nuestros barcos. Aunque, pensándolo bien, esa era la palabra clave: «atrapar» ¿De verdad nos habían atrapado? ¿Una operación que había requerido semejante complicación no había tenido en cuenta que la flota podía quedar arrinconada? En seguida nos dimos cuenta de que se trataba de una cuestión retórica. Pues para llegar a ser piloto era preciso superar unas pruebas de gran dificultad y quienes las pasaban demostraban tener bastante más de dos dedos de frente. Viendo el mapa, empezamos a cruzar miradas de complicidad: nuestra estrategia era parecida a la del torero en la plaza. Los toros, como cualquier animal medianamente inteligente, no embestían a lo loco sino solo cuando pensaban que su enemigo no podría escapar. Ese era el papel del torero: situarse en el terreno de la bestia, contonearse, agitar la muleta, y preparar el estoque. Evidentemente, la Fuerza H era el toro cuya arrancada había que provocar. El convoy, e incluso la flota, actuaban como la muleta. Nosotros seríamos el letal estoque.

Mientras pensábamos en nuestro papel el capitán continuaba con la explicación. Nuestros cazas tendrían dos responsabilidades: proteger a nuestros buques, y permitir que los bombarderos atacasen a la flota enemiga. Esta iba a ser nuestra misión en la primera salida. En esos momentos los bombarderos y los torpederos estaban calentando sus motores en una decena de campos cercanos a los que habría que proteger. La escuadrilla iba a escoltar a un grupo de bombarderos en picado Stuka. Con los aviones sobrecargados con los depósitos auxiliares —aunque el objetivo en teoría estaba cerca, las búsquedas sobre el mar podían ser muy prolongadas— nos elevamos hasta los cinco mil metros y esperamos sobre el característico cabo Sim, una punta baja cubierta de dunas; temiendo los errores de navegación se habían escogido accidentes geográficos inconfundibles para las citas de los grupos aéreos. Aun así el mando no se fiaba del todo, y nos esperaba sobre el cabo un Heinkel 111 que, pintado de vivos colores, parecía el payaso de un circo. Su papel era «pastorearnos» e intentar que no hubiese confusiones.

Al poco llegaron los Stuka y un Dornier 217 que era el encargado de la navegación y cuya carga consistía en equipos electrónicos. También llevaba navegante y un oficial que actuaba como coordinador con el puesto de mando establecido en Esauira. La idea era que los aviones de reconocimiento informarían a la base, que a su vez mantendría el contacto con los barcos de Ciliax. Además, en caso de perderse el contacto, el oficial al mando que volaba en el Dornier podía comunicarse directamente con los oficiales de operaciones aéreas que habían embarcado en los barcos de la flota. Incluso estaba autorizado a tomar decisiones por su cuenta. El sistema se había probado varias veces en maniobras aeronavales en el Mediterráneo e iba a ser la primera vez que se usase en combate. Como era de esperar no funcionó bien del todo, y más de una formación perdió el día buscando delfines. Pero en conjunto se logró que la operación, en lugar de ser un caos, se quedase simplemente en un tremendo desorden.

Que el enlace no era tan bueno como deseábamos lo descubrimos cuando en el lugar donde en teoría debían estar los ingleses no había más que olas. Afortunadamente llevábamos combustible extra. El problema eran los Stuka, aviones de piernas cortas, aunque en esta ocasión solo llevaban bombas ligeras para extender su alcance. Empezamos a describir círculos con radios cada vez mayores, pero cuando llevábamos media hora dando vueltas el Dornier nos llevó hacia el sur, pues había captado transmisiones de radio. Pocos minutos después vimos la estela de un destructor rezagado, y más allá, las nubecillas de humo que denotaban el fuego de los cañones antiaéreos. El Dornier nos condujo hacia el este para atacar con el sol por detrás y así sorprender a los ingleses. Vano intento, porque los británicos tenían sus propios radiotelémetros y habían detectado nuestra aproximación. Juzgándonos peligrosos enviaron una patrulla de cazas para interceptarnos. Pobres diablos.

Ya vislumbraba las estelas de la flota enemiga cuando aprecié unos puntitos que se remontaban poco a poco. Se lo notifiqué al capitán y fuimos contra los cazas enemigos, que eran de un modelo que no había visto aun. Tenían aspecto rechoncho, con un fuselaje de barril con alas cuadradas. Aun no nos habíamos enfrentado con ellos, pero habíamos leído los informes sobre el aparato: se trataba de un caza Grumman norteamericano del modelo Martlet. Era un biplano de caza convertido en monoplano y al que le habían puesto un motor más potente. Suponíamos que sería bastante parecido a los cazas Brewster que ya conocíamos y que no nos habían impresionado, pero estábamos errados.

Teníamos la ventaja de la altura y por tanto, de la velocidad; además esos trastos no parecían especialmente rápidos. El capitán nos llevó en una larga curva para ponernos a su cola pero fue inútil: los pilotos nos vieron y empezaron a realizar virajes bruscos. No había manera de sorprenderlos, y cada vez que intentábamos darles una pasada rompían y nos evitaban. Más adelante, cuando pudimos estudiar los restos de un Martlet —de un aparato dañado que hizo un aterrizaje forzoso cerca de Esauira— resultó que el aparato estadounidense tenía una cabina tan grande que parecía un salón de baile, y daba una excelente visibilidad al piloto salvo a sus seis y por debajo. Afortunadamente no nos metimos en un combate de giros sino que seguimos combatiendo con ellos como con los Spitfire o Hurricane, a base de velocidad y de altura, porque los Martlet tenían un radio de viraje que daría envidia a un Spitfire. Además se trataba de aviones muy resistentes y no bastaba con unos pocos proyectiles para hacerlos caer. Pero ahí se acababan sus virtudes. Eran aparatos mucho más lentos que los nuestros, por lo menos cincuenta kilómetros por hora menos, y aunque picaban bien no podían competir con la penetración de nuestros Messerschmitt.

La primera víctima se la cobró el capitán Quasthoff pero al momento fue mi turno. Me pareció que un piloto enemigo estaba demasiado centrado en intentar perseguir al capitán, y piqué para adquirir velocidad y ponerme por detrás y por debajo, donde no podía verme. En el último momento encabrité mi caza y regué la panza del Martlet con cañonazos. El avión empezó a humear y el piloto saltó; tomé nota de que otros aviones hubiesen estallado con similar tratamiento. Mis compañeros dieron cuenta de otros tres Martlet, y los supervivientes picaron para romper el combate. Volando bajo podrían ser un peligro para los torpederos, pero los Stuka no iban a encontrar más oposición que la antiaérea.

Los bombarderos en picado solo llevaban bombas de un cuarto de tonelada. No bastarían para hundir a los portaviones, pero es que según el planteamiento de la operación debíamos conseguir cuanto antes el control del cielo, y eso significaba vencer a sus cazas e incapacitar a los portaaviones; así el resto de la fuerza podría actuar sin interferencias. Por desgracia el error de navegación nos había retrasado, y los primeros en llegar habían sido varios torpederos italianos que habían tenido que afrontar la caza contraria. Por suerte, su escolta de cazas —Potez 630 franceses— había conseguido protegerlos con un esfuerzo heroico. Ahora los Ju 87 de la Luftwaffe tenían que imponer su ley.

Fue un espectáculo verlos. Los casi cuarenta aviones formaron un círculo sobre los barcos ingleses. Localizaban su blanco —la cubierta plana rectangular de los portaaviones era inconfundible— y en grupos se descolgaban con picados casi verticales. Los británicos disparaban con todo lo que tenían y por lo menos dos Stuka cayeron, pero los barcos fueron silueteados por las bombas y cubiertos por la espuma de los piques. No todos los artefactos fallaron porque al menos uno de los portaaviones enemigos se cubrió de humo. Los cazas los seguimos en su picado, aunque, lógicamente, no tan vertical, para protegerlos cuando los Stuka se recuperasen. La experiencia es buena maestra y los ingleses habían aprendido que los Stuka eran muy vulnerables cuando después de picar intentaban volver a ganar altura; de ahí que los siguiésemos. Sin embargo no encontramos oposición, pues los Martlet supervivientes habían debido salir por pies, y sin más incidentes acompañamos a los Stuka en su retiraba. Desde que llegamos hasta que nos fuimos no habían pasado ni diez minutos.

Tres cuartos de hora después tomamos tierra en Taboulaouante y los mecánicos corrieron hacia los aparatos para prepararlos. Ya no iba a ser una misión de escolta, pues el general Fink, sabiendo de la dificultad para coordinar cazas y bombarderos, había ideado una nueva táctica: en lugar de proteger a los diferentes grupos se iba a mantener una cobertura continua sobre la flota enemiga, atacando a cualquier avión que se atreviese a despegar. Mientras, las formaciones de bombarderos y de torpederos volarían independientemente. Así los ataques aéreos no solo serían más seguros sino que requerirían menor coordinación. Esta vez encontrar al enemigo fue más sencillo; el único problema era que parecía haberse dividido en dos, un grupo de acorazados que intentaba atacar a nuestra flota, y más adentrada en el mar estaba la fuerza de portaaviones. Como nuestra misión era acabar con los cazas ignoramos a los acorazados y nos mantuvimos sobre los portaaviones.

Desde lo alto pudimos admirar la pericia de los pilotos. Los Stuka se anotaron algún impacto más, pero los que se lucieron fueron los torpederos. Impresionaban todavía más que los bombarderos de picado: volaban tan bajo que la altura sobre las olas se debía medir no en metros sino en palmos, y no exagero pues el aire movido por las hélices levantaba estela en la cresta de las olas. Tenían que ir despacio, bajo y recto, es decir, haciendo de blancos volantes, directamente hacia esos barcos enemigos erizados de cañones, como si intentasen facilitar la puntería. Aunque atacaban por grupos para dispersar el fuego siempre había algún avión que pagaba su atrevimiento cayendo en llamas al agua. Ni que decir tiene que a tan poca altura no se podía ni pensar en saltar en paracaídas, y salvo que se pudiese hacer un amerizaje forzoso —improbable con los pocos segundos que se tenía para reaccionar tras ser alcanzados— nadie saldría vivo de esos desgraciados aparatos.

Una vez los torpedos en el agua sus estelas blancas apuntaban a los barcos ingleses, que culebrearon para evitarlas. Igual que tengo que reconocer el valor de los pilotos de los torpederos, debo hacerlo con la maestría de los británicos, que una y otra vez lograban que sus grandes buques eludiesen torpedos que parecían llevar ya su nombre grabado. No siempre: no sabría decir cuántos ingenios les lanzaron pero calculo que serían al menos un centenar, y antes o después un surtidor de agua se elevaba de los costados británicos. Curiosamente, y a pesar del valor de los italianos, fueron dos escuadrillas alemanas las que se anotaron más éxitos. Lo llamativo es que emplearon una técnica que nada tenía que ver con la italiana: en vez de volar muy bajo y despacio, llegaron a altura intermedia, ni tan baja como para lanzar torpedos, ni suficientemente alta para ataques en picado. Parecía que iban a realizar una pasada horizontal, técnica al mismo tiempo ineficaz y suicida, pero en el último momento descendieron en picado suave y tiraron una especie de torpedos con un pequeño paracaídas detrás. Los ingenios cayeron a corta distancia de los ingleses y segundos después alcanzaron a los barcos. Un portaaviones, que ya humeaba tras el ataque de los Stuka, recibió tres impactos seguidos y quedó al garete, y un acorazado del tipo Nelson también se llevó dos torpedos. Ya no pude ver nada más, porque la manecilla del combustible se acercaba al límite de no retorno. Volviendo a la base sobrevolamos a la otra agrupación inglesa, que también estaba siendo atacada.

Aun hubo tiempo para una tercera misión, esta vez para proteger a nuestra flota de guerra. Suponíamos que iba a ser de rutina, pero resultó que de alguna manera los ingleses habían conseguido poner en el aire una escuadrilla de esos viejos biplanos torpederos que llevan en sus portaaviones. Iban tan bajo que pasaron desapercibidos hasta que llegaron casi encima de nuestros buques, pero el mayor Quasthoff, con su proverbial visión de águila, notó actividad sospechosa y descendió a ver qué pasaba mientras el resto de los cazas seguíamos más arriba. Al descubrir que los torpederos ingleses iban a atacar a nuestra flota ni se lo pensó. Se tiró contra un enemigo al que derribó, acabó con otro con un ataque frontal, y para ponerse en la cola del tercero hizo una maniobra que a tan baja altura era peor que jugar a la ruleta rusa. También consiguió hacerlo caer, aunque para ello tuvo que meterse en medio de la cortina de fuego antiaéreo que, involuntariamente, lo alcanzó. Viendo como su aparato caía al agua me temí lo peor, pero su punto nos alegró diciendo que el mayor había conseguido escapar del avión antes de que se hundiese. Fue cosa de minutos que un destructor lo recogiese.

Ya poco más hubo de batalla, al menos para nosotros. Volvimos a la base al anochecer, y aunque a la mañana siguiente hicimos un par de servicios, fueron de protección del convoy, que ya se acercaba a Agadir. Ya no llegamos a ver a los ingleses. Sé que aun hubo algún combate aéreo, pero fue protagonizado por los cazas de Canarias y no por nuestros Fritz. Aun seguimos otro día en Marruecos antes de recibir la orden de volver al Canal de la Mancha. Volvimos a Sint-Denijs diez días tras nuestra partida, prestos a reiniciar las operaciones sobre Inglaterra. Íbamos a ejecutar las mismas misiones de siempre, desde la misma base, pero todo había cambiado.