Publicado: Lun May 20, 2019 1:21 pm
por Domper
Toda la flota sabía que el día sería decisivo. Durante la noche se había mantenido la alerta en los buques: parte de la dotación permaneció en sus puestos mientras el resto descansaba, pues los mandos sabían que mantener a la tripulación en alerta continua solo serviría para que en el momento clave estuviese agotada. Fue la vela de armas pero también el momento de los aviones con radiotelémetros. Los Halifax y Sunderland británicos se cruzaban con Condor y Dornier alemanes a distancias cada vez menores, mostrando que la distancia entre las escuadras se reducía. Al menos teníamos un informe tranquilizador: la flota enemiga era manifiestamente inferior. Las salidas de los barcos del almirante Regalado habían atraído al norte a parte de la flota inglesa, y los Condor solo habían detectado a tres acorazados y dos portaaviones. En artillería los superábamos de largo pues teníamos seis buques de batalla, y aunque la del Gneisenau y los italianos era poco potente —suponiendo que a un pepino de trescientos kilos llegando al doble de la velocidad del sonido lo llamemos poco potente—la del Bismarck y la de nuestro Tirpitz era tan buena como la inglesa. Aun así el almirante Ciliax había preferido rehuir un encuentro esa noche. Sabíamos que los británicos llevaban años ensayando los enfrentamientos nocturnos, y sus destructores eran un peligro aunque nuestros barcos llevasen radiotelémetros. Por ello el almirante había mantenido el rumbo sur que nos acercaba a tierra y la noche, a pesar de la tensión que nos embargaba, transcurrió sin incidentes.

Al amanecer teníamos a la vista la baja costa del cabo Mogador. Un nombre que a los alemanes no nos decía nada, pero que más adelante me contó un marino español que a ellos les traía recuerdos de batallas con los corsarios berberiscos que desde tiempos inmemoriales habían anidado en esas aguas. La cercanía de tierra trajo una más que bienvenida ayuda: unos aviones que los equipos ópticos de mi dirección de tiro me permitieron identificar como modernos cazas Potez 670 franceses. No mucho después se sumó a la escolta aérea otra escuadrilla, esta vez de monomotores Messerschmitt, y aun llegó otra de bimotores Bf 110. Estos últimos llegaron justo a tiempo, cuando los Potez ya se retiraban con sus depósitos vacíos. El radiotelémetro del Tirpitz también detectó el paso de grandes oleadas de aviones que volaban hacia el oeste y que volvían tras lanzar sus explosivos. Pero entre tanto avión llegó una formación cuyos aparatos no respondían a nuestras señales electrónicas. El oficial de enlace con la Luftwaffe que nos acompañaba se puso en contacto con los cazas, que partieron para interceptar a los enemigos. Asimismo, el capitán Topp ordenó el zafarrancho de combate y los cañones antiaéreos apuntaron hacia poniente.

Como el combate se produjo a baja altura no se formaron estelas, pero si se pudieron observar nubecillas de humo a gran distancia que seguramente correspondían a aviones que exhalaban sus últimos suspiros. Digo pudieron pues mi puesto de combate estaba a babor y yo tenía un ángulo de visión muy limitado, pero desde la dirección antiaérea de estribor —gemela de la mía— relataron el combate y luego cantaron la aproximación de media docena de aparatos. Dos echaban humo pero tenazmente seguían volando hacia nosotros, indiferentes a la danza macabra que se producía sobre sus cabezas. Uno estalló cuando aun estaba lejos, y el otro dejó caer su torpedo y se volvió, seguramente con averías. Pero los cuatro restantes tomaron el Tirpitz como objetivo: siendo grande y estando en cabeza de la columna de acorazados éramos el objetivo evidente. Los aparatos se separaron para atacar por ambas bandas. Fue en ese momento cuando el capitán Topp autorizó el fuego, y pocos segundos después disparó la batería de estribor del diez con cinco.

Para dificultar el blanco el Tirpitz empezó a virar. Mi batería se descubrió y conseguí ver a los atacantes. Tomé como objetivo el aparato que estaba más abierto, y los cañones de babor se incorporaron al fuego. Desde mi puesto privilegiado en lo alto podía ver como los servidores tomaban los proyectiles, ajustaban las espoletas —en máquinas que se regulaban a distancia desde el puesto de tiro— y cargaban los proyectiles a toda la velocidad, demostrando que eran los hombres mejor preparados de la flota. Se formaron nubecillas de humo alrededor de los enemigos, pero como había ocurrido en San Vicente los torpederos —podía distinguirlos como biplanos Albacore— prosiguieron su curso imperturbablemente. El Tirpitz siguió virando, demasiado despacio para mi gusto, mientras los antiaéreos ligeros se preparaban para disparar. Sin embargo los aviones británicos es mantenían en el aire, volando directamente hacia nosotros. No sería fácil evitar cuatro torpedos.