Publicado: Lun Abr 30, 2018 11:53 am
por Domper
Luis de la Sierra. La Guerra de Supremacía en el Atlántico. Ed. Juventud. Madrid, 1976.

La batalla de Mogador

La evacuación de Portugal y los combates de las Islas Salvajes y de San Vicente habían acabado en tablas. Ambos bandos habían sufrido serias pérdidas pero no eran decisivas. Las espadas seguían en alto pues ambos bandos mantenían sus mismos puntos fuertes y débiles. La flota del Pacto tenía una potencia de fuego algo inferior a la británica debido al calibre inferior de los cañones de sus blindados, seguía arrostrando los problemas que suponía la colaboración entre diferentes marinas que tenían distintos procedimientos, y estaba lastrada por la carencia de portaaviones. A cambio tenía la ventaja de la posición central. La Royal Navy confiaba en su veteranía, en la superior artillería de sus acorazados y en la aviación aeronaval, pero estaba obligada a dispersar sus fuerzas y la necesidad de mantener a buena parte de la flota cerca de Gibraltar y de Canarias retenía en esas aguas a buen número de destructores desesperadamente necesarios en la batalla del Atlántico.

Tener que mantener tantos destructores en las Azores era un pro-blema para la Royal Navy ya que en Inglaterra la situación se estaba ha-ciendo crítica. Durante los dos últimos meses solo la mitad de las cargas despachadas habían llegado a puertos británicos: el resto o se había perdi-do o había tenido que volverse debido a la presencia de buques o submari-nos del Pacto. Las reservas acumuladas en los meses previos se estaban agotando, especialmente las de fuel, ya que la capacidad de producción interna y de refino había quedado seriamente afectada en la campaña de bombardeo contra estas instalaciones. Las estimaciones más optimistas indicaban que antes de cuatro meses la RAF tendría que limitar las horas de vuelo, pero si durante la cercana primavera el tiempo era el habitual y no el de las precedentes, y la aviación del Pacto intensificaba sus operaciones sobre Inglaterra, las reservas apenas alcanzarían para dos. Similar situación se daba con los explosivos o con otros materiales necesarios para la producción militar. Peores penurias que la industria bélica pasaba la población civil. Apenas disponía de dos horas de electricidad al día, y los alimentos eran cada vez más escasos, caros y de peor calidad. Ni siquiera los esfuerzos que el gobierno había hecho en aumentar la producción local, convirtiendo en cultivos jardines y parques, paliaban la delicada situación nutricional de los ingleses. Mientras que en la preguerra la carne era la base de la sustentación de los ingleses, ahora se limitaba al pan, arroz, algunas legumbres y vegetales. Corrían chistes que comparaban el espiritismo con los filetes de ternera, por lo difícil que era probar su existencia; muestra que el humor británico no abandonaba a los ingleses incluso en una fase tan crítica del conflicto. Pero a pesar de las bromas, el gobierno sabía que si no había cambios antes del verano sería preciso disminuir la ración diaria a niveles de inanición, al menos para los habitantes de las ciudades. Además faltaban ropas de abrigo y carbón en un invierno que había sido muy frío. Se debía en parte a la menor producción, consecuencia de haber tenido que enrolar a buen número de mineros, pero sobre todo por dificultades de distribución secundarias a los bombardeos. Las perspectivas no eran optimistas pues con la primavera acabarían los temporales atlánticos que habían permitido el paso de algunos convoyes.

El deterioro de las condiciones de vida, la sucesión de derrotas y las graves bajas (afortunadamente muchas eran de prisioneros) estaban hun-diendo la moral. Se habían producido varios motines en los centros de distribución de alimentos, y si algún aristócrata osaba dejarse ver con ropas cuidadas corría el riesgo de ser agredido. El gobierno de unidad nacional presidido por Churchill era cada vez menos popular. Algo serio porque el Primer Ministro también estaba perdiendo el soporte de militares, marinos y empresarios, para los que pesaban no tanto las derrotas sucesivas sino las decisiones churchillianas que habían convertido los reveses en desastres. La orden de mantenerse en el Mediterráneo Oriental y en Creta había llevado a la pérdida de decenas de miles de hombres. Su interferencia con el mando durante la batalla de Portugal y el retraso del reembarque habían convertido el proyecto de contrataque en el continente en una catástrofe. La destitución de varios mandos había sentado muy mal en la cúpula militar, que pensaba que Churchill quería acusar a otros de sus propios errores. En otros campos, las malhadadas intervenciones del Premier en las crisis en Irlanda y de la India habían socavado su ya escaso prestigio, no solo en el país sino también en Estados Unidos. Especialmente tras la intervención en Irlanda el belicista presidente Roosevelt encontró dificultades para conseguir que se votasen créditos para armar al que muchos norteamericanos veían al Primer Ministro como el más rancio representante del imperialismo decimonónico.

El monarca mantenía la tradición inglesa de no inmiscuirse con el gobierno, pero ya había confiado a sus próximos que pensaba que Churchill estaba llevando la nación a la ruina. Muchos parlamentarios del partido conservador, del que procedía Churchill (aunque su carrera política se había iniciado en el liberal) empezaban a buscar alternativas. La más atractiva era la facción disidente liderada por Lord Halifax, que en cualquier momento podría conseguir suficientes votos. Paradójicamente, Churchill ya solo podía contar con el partido laborista, cuyos líderes ya habían indicado que no aceptarían a Halifax, al que consideraban un derrotista. Pero para los laboristas tampoco resultaba sencillo defenderle ante sus bases, las más afectadas por el deterioro de las condiciones de vida. Los trabajadores tampoco olvidaban que en 1911 y 1926 había enviado tropas contra los huelguistas.

Churchill ya no estaba en el mejor uso de sus facultades, no solo por su edad avanzada sino por su inveterada afición al güisqui y otros licores espiritosos. Según sus biógrafos en esa fase del conflicto había identificado su supervivencia personal con la del Imperio Británico. No iba del todo descaminado porque su país se encontraba al borde del abismo y con la derrota se esfumaría cualquier ambición imperial que pudiera quedar; su error estuvo en creer que él mismo fuese imprescindible. Además el primer ministro creía vivir en una repetición de las guerras napoleónicas, aunque sin recordar que si en ese prolongado conflicto Inglaterra salió vencedora fue gracias al coraje y la sangre de españoles, alemanes y rusos. Churchill iba repitiendo continuamente a sus ayudantes que Inglaterra necesitaba una nueva batalla de Trafalgar: una victoria que alejase el peligro de sus costas, elevase la moral de los ingleses y permitiese destinar a la batalla del Atlántico los destructores que por ahora la flota se veía obligada a retener. Así se podría aguantar hasta que Estados Unidos se sumase a la guerra, algo que daba por descontado; se supone que Roosevelt se lo había asegurado al Primer Ministro en alguna de sus reuniones, aunque no haya confirmación documental. Motivo añadido para buscar un nuevo Trafalgar era que la flota del Pacto estuviese en aguas cercanas a las del cabo de tan triste recuerdo para la Armada Española.

Otro factor que hacía conveniente actuar en esas aguas era la cada vez peor situación de la guarnición británica en Gran Canaria. La batalla de San Vicente había tenido efectos nefastos para ella. Tres meses antes dominaba el archipiélago, a excepción de Tenerife; ahora luchaba por la existencia. Los ingleses habían tenido que abandonar las islas occidentales, y no habían conseguido impedir que fuerzas del Pacto les arrebatasen Lanzarote y Fuerteventura, y que desembarcasen en la misma Gran Canaria. Ahora la guarnición se aferraba a una franja en el norte de Gran Canaria y su línea de abastecimientos era precaria. Hasta una evacuación sería difícil, pero solo la estaba considerando el general Deverett, jefe del Estado Mayor Imperial. El gabinete de Churchill, sin embargo, pensaba que la situación se revertiría en cuanto se venciese a la flota del Pacto y se pudiesen llevar los refuerzos necesarios.

El jefe a cargo de las fuerzas navales en el teatro era el almirante Somerville, que mandaba la Fuerza H. Churchill había considerado su rele-vo, ya que pensaba, esta vez con razón, que había actuado con excesiva timidez en las batallas de San Vicente y de Freetown. Pero su enfrentamiento con la cúpula militar hacía inconveniente la destitución de Somerville, y en su lugar ordenó que la propaganda oficial lo presentase como el sucesor de Nelson, para impelerlo a actuar. Algo que no era necesario, pues Somerville había confiado a sus ayudantes que quería desquitarse del fiasco de San Vicente. La ocasión pareció ofrecerse cuando un submarino detectó la salida al Atlántico de la flota enemiga.


P.D.: probablemente en la versión definitiva me invente el autor de la obra. Había elegido a D. Luis de la Sierra, pero mi prosa no hace justicia a la del maestro.

Otra P.D.: he cambiado ligeramente el texto.