Publicado: Vie Abr 27, 2018 2:48 pm
por Domper
Lo malo de hacer las cosas bien es que la gente se acostumbra. El coronel Möller me felicitó, pero con ese tono que venía a decir «Freitag, ya iba siendo hora que hicieses algo de provecho; para la próxima noche quiero que me traigas tres cruceritos bien cocidos» como si cargarse un barco tan gordo fuese cosa de todos los días. Peor aun, al poco empezaron a correr rumores por la base que decían que eso no había sido un crucero sino un minador y de los pequeños, de los que se hunden con un estornudo. Yo me enteraba porque siempre hay algún malintencionado que me venía con el cuento para malquistarme con los compañeros; como si a un licenciado de la academia Inge le hicieran mella los dimes y diretes. No he contado que esa pajarita entre otras virtudes tenía la de ser una envidiosa de tomo y lomo, y le bastaba con ver a cualquier amiga —suponiendo que las tuviese— colgada del brazo de un galán para que quisiese arrebatárselo. No solo Inge disfrutaba de tal cualidad, que era otra de las deliciosas costumbres hispánicas que se nos estaba pegando de tanto estar por Canarias. Pero cuando digo envidia no piensen en la sana que lleva a emular los éxitos de los demás, sino en la verdosa y rastrera que desea el mal para el vecino aun a costa del propio. Me contaron un dicho que corre por aquí: un pescador encontró una botella de la que salió un genio que le dijo que haría por él lo que fuese, pero que tuviese en cuenta que a su vecino le daría el doble; el tipo pidió que le saltase un ojo. Qué carácter más amable el de los españoles, que prefieren el mal del vecino al bien propio. Afortunadamente eran los ingleses los que ahora se estaban deleitando con las facetas más atractivas del carácter español, pero tomé nota de no meterme en líos por estos lares. Mejor dicho, intentaría no meterme en demasiados líos.

La cuestión era que tras lo del Adventure, que así se llamaba el crucero minador —atentos a lo que he dicho, era un minador y además crucero ¿de acuerdo?— los ingleses faltaron durante unos días a su cita nocturna. Las malas lenguas dijeron que no era por mi escuadrilla sino por unas lanchas torpederas que habían llegado a Gran Canaria y que también se lo pasaban bomba cuando oscurecía, gustando del entretenido deporte de ametrallar botes y pantalanes del enemigo. Tanto disfrutaban que me ordenaron identificar claramente los blancos antes de ponerme a disparar; menos mal porque en una de esas salidas lo que iluminaron las bengalas fue una columna de esas valientes barquichuelas, que bastante tenían con pelear a bordo de unas cosas hechas de maderitas y gasolina como para que mi avión ametrallador les pusiese a caldo.