Publicado: Jue Abr 19, 2018 5:44 pm
por Domper
Capítulo25

Los buenos guerreros buscan la efectividad en la batalla a partir de la fuerza del ímpetu (percepción) y no dependen sólo de la fuerza de sus soldados. Son capaces de escoger a la mejor gente, desplegarlos adecuadamente y dejar que la fuerza del ímpetu logre sus objetivos.

Sun Tzu. El arte de la guerra.



Me dice el Lori que no me entretenga y que vaya al grano, pero va a tener que aguantarse, que veo a la parroquia con ganas de conocer las andanzas del Gajuchi. Estaba diciendo que nos habían sumado al segundo grupo antisubmarino con el capitán Freire al frente. Sobrará que le diga que Freire parecía un sabueso olfateando submarinos, y les organizaba unas emboscadas que ni Aníbal en un buen día. Pero como las excelencias de Freire tenían que contagiarse a la plebe, hicimos un par de prácticas frente a Melilla para ensayar sus tácticas. Aprovechando una recalada trajeron unas radios muy parecidas a las de los aviones: eran equipos pequeñitos que en vez de tener esas válvulas de vacío que parecían bombillas llevaban unas nuevas que eran como grajeas. Las había inventado un teutón, el profesor Lilapon, Lalialgo o como se diga. Ahora las llaman Lilivén, y ya veo que le suenan. Con esos cacharritos se hablaba como por teléfono, y por lo visto no era nada fácil detectarlos. Solo tenían unas pocas millas de alcance, pero sobraban para lo que necesitábamos.

La guerra no se detenía por nadie y en seguida nos reclamó. Esta vez teníamos que abrir paso al almirante Ciliax, que salía con la combinada rumbo hacia no se sabía dónde pero luego que se supo que a Freetown para montar un zipizape. El alemán, con mejor criterio que el italiano Iachino, prefirió seguir el seguro corredor andaluz hasta Cádiz antes de adentrarse en alta mar. Los antisubmarinos nos adelantamos por si las moscas, esas que durante la guerra tienen la manía de picar. Mientras los dragaminas repasaban por enésima vez la ruta costera, tres grupos de escolta (los del Júpiter, el Vulcano y el Tritón) barrimos las aguas más profundas entre Tarifa y la tacita de plata. Fue ante su preciosa bahía, que tantos recuerdos me traía, donde tuvimos el primer contacto con un submarino britano.

Caía ya la noche mientras miraba esa costa baja que tanto conocía. El oscurecimiento hacía los pueblos invisibles, y hasta las farolas estaban apagadas, aunque estaba previsto que se iluminasen mientras pasaba la flota. Motivo más que suficiente para ahuyentar mirones con torpedos y malas ideas. A esas horas los aviones de reconocimiento ingleses ya estarían de vuelta hacia su nidito, pero era el momento de sus sumergibles. Aunque Condor y Dornier habían explorado esas aguas sin encontrar nada, ya se sabe que los submarinos son como las cucarachas, que salen de noche para cometer sus fechorías. Aprovechando para cargar las baterías y ventilar un poco el barco, que con tanta gente metida en un tubo estrecho acaba hediendo a humanidad.

El Gajuchi digo Motril, a ver si me quito la mala costumbre, navegaba por la aleta de estribor del Vulcano, a unas dos mil yardas, aunque sin mantener un rumbo fijo para no ser blanco fácil. En estas el tercero, que estaba a cargo de la radio y del retemé, se llegó con un aviso.

—Mi comandante, el Vulcano comunica que tiene un contacto en el retemé, a siete mil metros, una cuarta a babor. Ordena que formemos una línea de barrido. Nuestro retemé aun no ha detectado nada.

El amigo estaba justo en el lado contrario al nuestro. Por eso no lo habíamos captado aun. Igual daba, pues ya estaba prevista la maniobra para estos casos. Ordené zafarrancho de combate y pedí más revoluciones para ponerme a la par del Vulcano. El Noya, que estaba en el extremo de estribor, hizo lo mismo, mientras que a babor el Mahón y el Somorrostro reducían su andar. Así la formación quedó orientada hacia el contacto, que podía ser cualquier cosa, desde un bote de pesca hasta un sumergible propio. Ambas posibilidades eran improbables porque la navegación en esas aguas estaba muy restringida y siempre siguiendo rutas y horarios muy estrictos; pero quien no haya cometido un error de navegación que tire la primera piedra —el Lori es muy creativo con el sextante, se lo digo por si todavía no lo sabe— y los pescadores van a lo suyo. Igual algún sanluqueño pensaba que por donde no pasan pescadores hay más peces, y si en vez de pescados encuentra minas, pues que de algo hay que morir y que lo que no mata engorda.

La formación varió su rumbo y una vez aproada al contacto aumentó su andar, aunque sin pasar de los catorce nudos para no levantar una onda de cabeza visible. Al mismo tiempo se cubrieron las piezas de artillería para intentar darle un tiento al bicho —suponiendo que fuese bicho o bicha— antes de que se sumergiese. Nada más variar el rumbo apareció un punto en la pantalla de retemé, y ordené que se informase al Vulcano para confirmar el contacto. La distancia fue cayendo mientras con los artilleros esperando tensos junto a sus piezas, pero cuando estábamos a cuatro mil metros algún tipo del submarino debió vernos, no sé si a ojo —vaya vista, que Santa Lucia se la conserve— o porque también tenían un aparatejo electrónico de esos. Los britanos, siempre tan raros, en lugar de radiotelémetro o de retemé como la gente civilizada, lo llamaban radar. El contacto aumentó su andar y viró, e inmediatamente el Vulcano abrió fuego con su cañón de proa; no un proyectil normal, sino un iluminante que reveló entre las aguas negras una forma aun más oscura con la torre característica de los submarinos ingleses. Era de grandes dimensiones, parecido a los grandes sumergibles italianos. El enemigo nos dio la popa e intentó escapar en superficie. Ya le veo otra vez con cara rara ¿qué piensa, que los submarinos se sumergen como quien no quiere la cosa? Pues no, porque cuando van bajo la superficie dependen de las baterías y a esas alturas, habiendo pasado todo el día entre dos aguas, no andarían demasiado boyantes. Los sumergibles ingleses no es que fuesen galgos, pero de nuestro grupo tampoco se podía decir lo mismo y aunque mi Gajuchi daba dieciocho nudos el Somorrostro, que tenía una cafetera de triple expansión, apenas llegaba a los dieciséis y gracias.

El Vulcano viró a babor y con su proyector iluminó al intruso. Táctica peligrosa que revelaba su posición —como saben los espectros del almirante Vierna y los camaradas del Baleares— pero que abría campo de fuego para el cañón de popa y los antiaéreos. Los cañoneros también viramos —a saber si el britano nos había tirado algún torpedo— antes de unirnos al concierto, y el agua alrededor del submarino se llenó de piques. Malo para la puntería, porque no había manera de corregir el tiro, pero impresionante para los submarinistas, que no podían responder al fuego pues su cañón estaba a proa, igual que la mayoría de sus tubos lanzatorpedos. Aunque el submarino era veloz y la distancia empezaba a aumentar, debimos tocar al submarino o al menos algún pepino le pasó rozando, porque el comandante inglés ordenó la inmersión. Debió pensar que no podría evitar un impacto fatal antes de aumentar la distancia, pero sumergido era como lo queríamos.

El capitán Freire ordenó cambiar el dispositivo en cuanto vio que el casco del submarino inglés se deslizaba bajo las olas. El Somorrostro y el Mahón se lanzarían contra el intruso, aunque con cuidado de no comerse un torpedo. El Noya y mi Motril se tuvieron que situar por la popa del Vulcano, el Noya a estribor y nosotros a babor tras cruzar su popa —nunca cruces por la proa de un buque, aunque parezca parado, salvo que quieras ir a visitar al de los seis dedos; esas cosas dejémoslas para el Lori—. El capitán Freire dirigió el Vulcano hacia el sur: su idea era que si el enemigo se libraba de la primera pasada trataría de escapar hacia aguas abiertas y no hacia el norte, donde había bajos fondos y minas. Si lo intentaba, el Vulcano le finiquitaría y, si fallaba, pues alguno de nosotros.

Ni el Quesito ni el Chapela —ya sabe, el Mahón y el Somorrostro— consiguieron un contacto con su sonotelémetro y pasaron de largo sin malgastar explosivos; pero para Freire, que sabía hasta quién era aquel legionario, leer las ideas del britano era pan comido y había situado al Primeraco, digo al Noya, en el mejor lugar. Lo mandaba el teniente López, un tío con tanta suerte que le encargaremos que compre la lotería para las próximas navidades. El tío detectó al inglés, avisó al Vulcano y empezó a lanzar cargas. Pocos minutos después el Mahón y el Somorrostro batieron la zona, pero no encontraron nada.

Posibilidades había muchas. Una, que el Noya lo hubiese hundido a la primera; pudiera ser pero éramos mayorcitos y ya no creíamos en los Reyes Magos. Otra, que el britano estuviese escapando en inmersión. Tampoco podía descartarse que se hubiese quedado apoyado en el fondo esperando que nos aburriésemos. Todo estaba previsto y llevábamos preparada la receta: el Mahón paró sus máquinas —aunque manteniendo la presión en las calderas— y se puso a la escucha. El resto de la flotilla siguió batiendo las aguas con sus sonotelémetros: primero hacia el sur, pero al no encontrar nada, fue el Somorrostro el que se quedó a la espera. Luego fuimos al este, y fue mi turno el de hacer de boya espía. El Vulcano y el Noya volvieron al este. Nadie detectó nada, pero eso quería decir, casi con seguridad, que nuestro enemigo seguía bajo las aguas.

Faltaban dos horas para el amanecer cuando la flota combinada, oportunamente advertida, pasó muy al oeste de donde estábamos. Mi retemé los detectó y avisé al Vulcano. Luego, otra vez a esperar.

—Mi comandante, el Quesito digo el Mahón avisa de un posible contacto dirigiéndose hacia el este.

Parecía que el comandante enemigo había querido engañarnos yendo hacia Gibraltar, la ruta más improbable. Pero era lo que esperaba Freire con su sexto sentido. El Vulcano y el Noya se pusieron en marcha y encendieron los sonotelémetros. El inglés debió darse un susto de aúpa y las cargas debieron sacudirlo a base de bien. Pero de nuevo se perdió el contacto. Otra vez a esperar. Hasta el amanecer, cuando se nos unió un Dornier alemán de reconocimiento.

—Mensaje del Dornier. Ve una mancha de aceite a dos mil metros al oeste de nuestra posición.

Tal vez habíamos tenido suerte y uno de los ataques había dañado al enemigo, que estaría dejando escapar una delatora estela de fuel. Con todo, Freire me ordenó mantener mi posición mientras enviaba a investigar la mancha al Somorrostro y al Mahón, que estaban más alejados. Magnífico, nos íbamos a quedar parados con una bicha cerca, que no es bueno para la salud del alma y menos para la del cuerpo. Reforcé los vigías con los artilleros y ordené más revoluciones del motor aunque desembragué la hélice. No era bueno para la máquina, pero más sufriría si nos torpedeaban. Me preparaba para otra espera cuando primero el hidrofonista y luego un serviola me gritaron.

—Mi comandante, hélices rápidas —dijo uno. El otro, con menos ceremonia, pegó un berrido— ¡Muchos torpedos por babor!

—¡Todo avante! ¡Caña a babor!

En Motril se comportó y casi dio un salto en el agua, mientras se movía apartándose de la trayectoria de los torpedos, que fallaron por más de cien metros. Me preparaba para cargar pero el Vulcano me negó el permiso, pues navegaría de vuelta encontrada con ellos. Se encargarían el minador y el Noya, que ya se tiraban sobre el inglés como un tren expreso. Debieron detectarlo porque lanzaron una decena de cargas cada uno. Apenas se habían derrumbado los piques y los dos barcos se volvían, cuando el mismo serviola que había visto los torpedos —al que no pensaba castigar, pues prefiero buena vista a educación— dio otro grito.

—¡Está saliendo a la superficie!

El submarino emergió a apenas a quinientos metros del Noya. En el Primeraco tenían buenos reflejos y apenas asomaba la torre cuando los del Noya ya estaban barriéndola con cañón y ametralladoras. Los ingleses trataron de cubrir su propio cañón, pues valor no les faltaba, pero un proyectil del diez y medio los vaporizó junto con la pieza y parte de la torre. Luego el Vulcano se sumó con su potente artillería y los ingleses empezaron a saltar al agua. Solo entonces cesó el fuego. El Noya se acercó a recuperar a los náufragos del sumergible, del que apenas asomaba la popa: solo treinta de los sesenta y un tripulantes del que resultó ser el Pandora pudieron ser rescatados.

Volvíamos hacia Cádiz para reponer nuestras municiones cuando el Noya se anotó otro éxito: estábamos acercándonos al canal de entrada cuando uno de sus serviolas creyó ver una estela. No necesitaron más indicios ni el teniente Don José López —el tío tenía una pinta de almirantable que se caía— ni el capitán Freire. El Noya se lanzó a investigar el contacto, y al momento empezó a tirar cargas. Entonces se produjo una gran explosión submarina y todo tipo de restos salieron a la superficie: se trataba del gran submarino minador HMS Clyde. Con dos victorias y más chulos que un ocho amarramos en la Carraca.