Publicado: Mar Abr 17, 2018 5:41 pm
por Domper
El mísero salario que recibía Fricis apenas le daba para comer y no podía desperdiciarlo en lujos como los periódicos, pero había llegado a un acuerdo con un compañero que a cambio de unas perras le dejaba ojearlo en el rato de la comida. Los demás se reían de que alguien que apenas chapurreaba el alemán mostrase tal inquietud, pero Fricis respondía que así aprendía además del alemán hablado el escrito.

Fricis, es decir, Savely, aparentaba interesarse por las noticias que hablaban casi exclusivamente de las victorias en la guerra, de las excelentes relaciones con los aliados, sobre todo con Francia, y de las glorias militares de un tal Von Lettow-Vorbeck que según la prensa había sido el protagonista de la mayor epopeya africana de todos los tiempos. Pero lo que realmente le interesaban eran los anuncios por palabras. Un día encontró uno que decía que una viuda de guerra vendía muebles. Savely se fijó en la dirección y memorizó las palabras que salían en quinta y décima posición; como la quinta era un artículo tuvo en cuenta la sexta.

Una vez en casa buscó el librito que faltaba en pocas casas alemanas.

—Fricis ¿qué haces mirando esa colección de paparruchas? —le dijo Annelie al ver que tenía el Mein Kampf en la mano.

—Mujer yo quiera saber pensáis que los alemanes.

—Pues no te equivoques que pocos berlineses se creen esa basura —no en vano la ciudad tenía fama de roja.

Savely calló; se había descontado y tenía que volver a empezar. Volvió a sumar mentalmente la longitud de las palabras con una serie de números que recordaba, y fue contando las palabras del tercer capítulo hasta encontrar la que buscaba. Repitió la operación dos veces para asegurarse. Luego acudió a sus recuerdos: «nicht» era la clave que indicaba que se iba a producir una entrega en dos días. Repitió la operación con la otra palabra, esta vez en el capítulo séptimo, encontrando «bei»; indicaba uno de los lugares que había memorizado. A la mañana siguiente madrugó y en el lugar marcó la pared con una tiza. Al día siguiente volvió y fue a buscar el rincón. A esas tempranas horas la calle estaba llena de gente que iba y venía al trabajo; Savely procuró parecer uno de ellos. Andaba cansinamente y cojeando pues la piedra que había introducido en la bota le impedía apoyar el pie sin sentir dolor. Así consiguió que un par de policías con los que se cruzó no le dirigiesen ni una segunda mirada: debía tratarse de un inválido más de los muchos que producía la guerra.

Pasó por el margen de un parque y de reojo comprobó que tras un banco situado a cierta distancia parecía haber un paquete. Ni se detuvo y no se le pasó por la cabeza aproximarse. Siguió su paseo, pero cuando estuvo a unas manzanas de distancia buscó un arrapiezo y le enseñó una moneda.

—¿Que es lo que desea, señoría?— le dijo el crío con gran ceremonia. Savely no se engañó por la fingida educación, ya que si el niño estaba en la calle y no en la escuela no sería por su buen comportamiento.

—Chaval, me he dejado un paquete en el banco y la pierna me duele horrores. Te doy diez pfenning si me lo traes.

—Veinte.

—Quince. Cinco ahora y otros diez cuando me lo des.

—En un momento estaré aquí, señoría —dijo el crío tras aceptar la moneda.

En cuanto el muchacho salió corriendo Savely se apartó y se mantuvo a distancia, empleando el reflejo de un escaparate para vigilar al chaval. No pudo ver como el arrapiezo recogía el bulto, pero sí que volvía con el atado sin que nadie le molestase, y cómo miraba extrañado al ver que Savely se había ido. Lo buscó con la vista un par de veces y al no encontrarlo se decidió a abrir el envoltorio, encontrando una botella. Se fue más contento que unas pascuas, mientras Savely comprobaba que nadie lo siguiese.