Publicado: Jue Abr 12, 2018 4:19 pm
por Domper
Se llamaba Katrin Schultheiss y verla era como sentir el sol del verano en la piel.

La conocí gracias al regente: entre mi asistencia al gabinete y los preparativos del viaje a Metz estaba tan agobiado que me sentía a punto de estallar. Lo que quedaba de mi pie me mataba de dolor, y sentía como si me oprimiesen la cabeza con un cepo. Le comenté a Von Lettow-Vorbeck que iba a necesitar un par de aspirinas para dormir, pero el hombre, fino conocedor de la naturaleza humana, se rio y me dijo que lo que de verdad necesitaba era una noche de asueto. Le di las gracias y le dije que la aprovecharía para dormir bien, pero me lo prohibió. Lo que me recetaba no eran aspirinas sino cerveza y bailes, y no pensaba admitirme a su presencia si no llegaba con una buena resaca.

Órdenes son órdenes, y aproveché que mi viejo amigo Hans estaba también en Berlín. Hans convalecía tras haber sido herido en Mesopotamia, donde el pobre había perdido el uso de la mano izquierda a causa de un morterazo británico, apenas dos días antes de la victoria. Había sido intervenido por el doctor Sauerbruch pero los nervios estaban destruidos y nunca recuperaría la movilidad por completo. Ahora la llamaba el leño y la solía meter en el bolsillo. Pero las ganas de fiesta no le abandonaron y Hans conocía cada rincón de los tugurios berlineses. Quedé en recogerle con mi coche oficial —la cercanía a su Alteza conllevaba privilegios— y la verdad es que me relajé al ver la sonrisa con la que subió al vehículo.

—¡Pero si aquí está Don Importante! —me dijo riendo—. Ya sé de sus escarceos con las altas esferas, que cualquier día le vemos de príncipe coronado. Espero que no le espante el aspecto de este pobre plebeyo que…

Hans siempre me había hecho reír y esa vez no falló. Mi amigo dejó la pantomima pero me abroncó por mi aspecto.

—Roland, me alegra verte pero no con esa facha de cadáver reanimado. Seguro que no sales del despacho ni para mear. Pero no te preocupes, que soy monárquico hasta la médula, fiel seguidor de tu mega alteza ultra imperial y cumpliré sus órdenes a rajatabla. Tu general tiene razón: tienes un mal que solo se pasa con alcohol y amores. Vámonos ahora mismo.

Hans pidió al conductor que nos llevase al Atlantis, uno de los locales de moda. Me dijo que había quedado con su amiga del momento, una tal Lisa, que iba a llevar a una compañera. La verdad era que ansiaba la compañía femenina tras los años de milicia, pero sabía que mi pie ortopédico no iba a ser el mejor reclamo. Le dije a Hans que no iba a poder bailar y otra vez se rio.

—Vamos, Roland, no me vengas con milongas. Para bailar no se necesitan pies sino manos y un buen sitio para agarrarse. Incluso con este madero —levantó su extremidad tullida— puedo engancharme si hay donde, y te aseguro que Lisa tiene buenos asideros.

No mentía. Lisa era regordeta pero de formas exuberantes. Dentro de la cabeza tenía una especie de ciclón que le hacía moverse, hablar y reír sin perder un instante. No me cayó mal, ni mucho menos, porque tenía esa gracia natural con la que Dios bendice a algunas mujeres. Aunque la verdad es que no recuerdo ni una palabra de lo que dijo. Solo tenía ojos para Katrin.

Era esa amiga que me había dicho Hans. Cuando pasó ante mis ojos no pude saber cómo era que no atraía las miradas, los labios y los corazones de todos los que estaban en el Atlantis. No solo por su belleza; no voy a negarlo, era muy guapa. No era una morena exuberante como Lisa, a la que no podías acercarte sin riesgo de chocar con sus defensas delanteras, sino más esbelta aunque tampoco demasiado delgada. Llevaba una chaqueta de corte entre masculino y militar —era la moda de la época— y una falda plisada oscura, más larga que la de Lisa. La chaqueta no realzaba sus curvas, pero dejaba un rincón entre las solapas que atraía la vista para, desengaño de los desengaños, solo encontrar el alto escote de una púdica camiseta. Llevaba recogida la cabellera entre rubia y castaña, y casi no vestía joyas: un collar de pequeñas perlas, que supuse artificiales, una pulsera de cadenilla, y una sortija con un diminuto zafiro. Pero no necesitaba más porque tenía sus ojos. Unos ojos del color de la miel en los que yo quería zambullirme.

No sé qué le dije pues las ideas no llegaban a mis labios. Ella se rio de mi torpeza y me invitó a bailar. Le señalé mi pie mutilado pero ni lo miró, sino que tomó mis manos y las puso en mi cintura.

—No te preocupes, Roland. Solo muévete a mi ritmo.

Esa noche volé.