Publicado: Mar Abr 10, 2018 3:51 pm
por Domper
Aun así el almirante Marshall insistía en que no era suficiente. Si queríamos ganar la guerra Gran Bretaña debíamos derrotarla en el mar. Los submarinos podrían llevar al país a la parálisis, incluso causar una hambruna, pero llevaría demasiado tiempo y no se podía descartar una intervención norteamericana. Sin embargo, una derrota naval les resultaría calamitosa. No solo porque los grandes convoyes quedarían expuestos a nuestra flota, sino por su efecto moral. A fin de cuentas Gran Bretaña seguía pensando en Trafalgar, en esa decisiva pero lejana batalla naval que había impedido que Napoleón asaltase sus costas y que a la postre llevó a Leipzig y Waterloo, las dos grandes victorias prusianas. En la guerra anterior la Royal Navy había intentado lograr otra de estas grandes victorias pero solo consiguió el fiasco de Skagerrak y dos años más de trincheras.

Ahora todo el mundo esperaba un nuevo duelo en alta mar. La flota británica seguía siendo más potente en número y en capacidad de sus unidades; solo el Bismarck y el Tirpitz superaban a sus acorazados uno a uno. Aparte de los tres acorazados modernos italianos, pero dos estaban siendo reparados y al tercero aun le faltaban los últimos retoques. Pero mientras que en 1939 hubiese sido impensable una batalla naval ahora, tras dos años y medio de guerra y de pérdidas, la Royal Navy ya no gozaba de superioridad abrumadora. Si conservaban la ventaja era gracias a esos portaaviones de los que nosotros carecíamos, aunque el almirante Marschall creía saber cómo combatirlos. Ahora la flota salía al mar, con las banderas en alto, para acabar de una vez por todas con la Union Jack.

Los resultados de ese enfrentamiento se esperaban en las cancillerías europeas. Todos recordábamos como un par de minúsculos reveses en Portugal y en Irak habían llevado a que Italia tratase de negociar una paz por separado. Ese peligro seguía estando presente, pues solo era Alemania la que se jugaba su existencia en el conflicto. Los demás países siempre podían alegar que habían sido políticos traidores y descarriados los que les habían llevado al disparadero. Si nosotros perdíamos la batalla Francia podría abominar de Romier y de los demás petainistas, y sustituirlos por el traidor De Gaulle para incorporarse al carro de los vencedores. Italia seguramente buscaría una manera de mantenerse al margen conservando sus ganancias. Es decir, de lo que pasase en el mar dependía si lo que se iba a firmar en Metz sería papel mojado o si tendría algún futuro. La futura asamblea de la Unión no pasaría de ser una representación teatral si Alemania no lograba derrotar a los ingleses; si no ganábamos los diplomáticos de nuestros queridos «aliados» aplaudirían a rabiar durante la asamblea, pero al acabar se lavarían las manos y se irían a sus casas pensando en la siguiente comedia.
Así que, mientras el Gabinete preparaba la ya muy cercana cita de Metz —a la que el regente iba a asistir también pero solo como invitado de honor— todos teníamos la mente en los mastodontes de acero que a esas horas surcaban el Atlántico.

Parecerá mentira pero en esos días tan aturullados fue cuando cambió mi vida.