Publicado: Dom Abr 08, 2018 8:45 pm
por Domper
Mientras se negociaba estaba próximo el combate que debía determinar si las conversaciones llegarían o no a buen fin, ya que las flotas del Pacto estaban saliendo a los mares de medio mundo para buscar y destruir a las escuadras enemigas. En esa fase de la guerra si Gran Bretaña se sostenía era casi exclusivamente por la Royal Navy, pues su ejército había sufrido tantos desastres que se había quedado casi sin cuadros: según los informes que presentaba el general Schellenberg, en el Reino Unido apenas quedaban varones que reclutar. Para resucitar las unidades destruidas en Egipto, Palestina o Mesopotamia habían tenido que extender la recluta a los mineros y a los obreros especializados. Esa decisión, como todos sabíamos, era pan para hoy y hambre para mañana. Resultaba difícil saber el efecto económico pudieran tener, ya que eran muchos los factores que estaban acabando con la economía británica, pero todos los signos indicaban que la parálisis se extendía por el país.

No podíamos saber si los ingleses se resentían a consecuencia de la guerra submarina, que había disminuido drásticamente las importaciones, o por la campaña de bombardeos contra instalaciones petrolíferas, contra las comunicaciones terrestres o la industria, pero los signos eran inequívocos: aunque su supervivencia dependía de mantener el dominio de los mares, la construcción naval estaba casi detenida. Según los reconocimientos aéreos —confirmados por los informes de los irlandeses y por alguna incursión realizada por nadadores— las obras en los buques de guerra se habían parado y solo se trabajaba en corbetas y fragatas. También se estaban ralentizando tanto la construcción como la reparación de barcos mercantes, aunque se había puesto la quilla a buen número de embarcaciones de cierto porte con casco de madera o de hormigón.

El efecto de la asfixia al que estaba siendo sometida Inglaterra se manifestaba en todos los campos. La RAF prácticamente había desaparecido de los cielos, y ya solo mantenía su fuerza en las pocas partes de Gran Bretaña que estaban más allá del alcance de nuestros cazas; incluso allí los aviones que se veían eran casi todos de origen norteamericano. Apenas se veían bombarderos, y un análisis de los numerales de los aviones derribados señalaba que la construcción de polimotores había disminuido al mínimo, señal de que debían estar concentrándose en los cazas. De hecho, solo ocasionalmente volvían los cuatrimotores sobre Alemania; tan solo se los veía con cierta frecuencia sobre el mar. Los únicos aviones que de vez en cuando volaban sobre nuestras ciudades eran esos bombarderos rápidos que llamaban «Mosquito»; poco más que una molestia pues apenas llevaban un par de bombas, y la precisión de sus bombardeos dejaba mucho que desear. Además la Luftwaffe los perseguía con saña. Era muy difícil interceptarlos —aunque estaban casi listos aviones capaces de hacerlo— pero nuestros cazas nocturnos rondaban los campos de los que despegaban, que inmediatamente se convertían en objetivo de los bombarderos. Según rumores que corrían y que nos habían llegado mediante los irlandeses, la aparición de esos Mosquitos en cualquier campo era odiada por el personal de tierra pues implicaba que casi inmediatamente sería arrasado por un diluvio de bombas.

Sus fuerzas terrestres también estaban de capa caída. Las que tenían en Irán se retiraban a toda prisa hacia la India, donde se habían producido motines cuando algunas unidades de su ejército se negaron a embarcar hacia ultramar. De Somalia se habían retirado y solo mantenían una cortina de fuerzas en el sur de Sudán y en Kenia, donde cavaban a toda prisa obras defensivas; por suerte para ellos, estaban demasiado lejos y tardaríamos algún tiempo en organizar una ofensiva que, además, tampoco estaba entre nuestras prioridades. Muestra de debilidad era que tampoco estaban molestando a las colonias que permanecían fieles a Romier. Ni en el golfo de Guinea intentaban aventurarse en el interior a pesar de tener sus colonias de Nigeria, Costa del Oro o Camerún. Incluso habían evacuado Abiyán al aproximarse una columna francesa. En esos escenarios las unidades inglesas se estaban complementando con otras indígenas, pero parecía que los reclutas no estaban excesivamente entusiasmados por servir bajo la Union Jack y desertaban por miles. Tantos que habían tenido que hacer operaciones de limpieza persiguiendo a las bandas de huidos. En la India se habían producido motines entre unidades del ejército que no querían ser destinadas a ultramar. Respecto a los dominios blancos, y según relataban los prisioneros, en Canadá también había muchos problemas con el reclutamiento, sobre todo entre los francoparlantes, y el país se estaba sumiendo en una crisis política tan seria o peor que la de la anterior guerra. Australia y Nueva Zelanda miraban a Japón y se resistían a enviar más tropas, y en Sudáfrica el enfrentamiento crónico entre bóeres, ingleses e indígenas era tan serio que Smuts había decidido no enviar más formaciones militares. Casi el único punto al que aun enviaban refuerzos era a Gran Canaria pero en cantidades decrecientes.

Eso sí, que hubiesen dejado las operaciones periféricas no se debía solo a la falta de hombres y de equipos, sino a que la mayor parte de su ejército estaba siendo desplegado en las costas inglesas para detener una posible invasión. Miles y miles de hombres se apostaban en las trincheras y fortificaciones que, a pesar de nuestros bombardeos, seguían proliferando en sus costas.

Tan solo en el mar la Royal Navy seguía teniendo un poder aunque cada vez más amenazado, pues las flotas del Pacto estaban dispuestas para arrebatárselo. La mayoría de nuestros buques de guerra seguía agazapada en Gibraltar prestos a saltar sobre los convoyes británicos. Una agrupación francesa se preparaba para hacer lo mismo en el Índico. En Noruega se reparaban a toda prisa las averías del Lutzow y del novísimo Seydlitz; afortunadamente una inspección mostró que solo el Scheer tendría que volver a Kiel para reparar los daños sufridos en las Feroés. Antes de quince días esperábamos que los tres cruceros pesados volviesen al Atlántico norte.

Además de los barcos de guerra, una pléyade de corsarios de superficie alemanes y españoles —había que reconocer que nuestros aliados hispanos se estaban cubriendo de gloria en el mar— atacaban la navegación inglesa en los confines del mundo. Los cruceros auxiliares ya no podían operar en el Atlántico norte, en el que la vigilancia, en parte británica y sobre todo norteamericana, era más estrecha. Asimismo los corsarios tenían dificultades en el central, en el que dos españoles y un alemán habían sido hundidos tras ser detectados y seguidos por aviones. Pero más allá del paralelo de Río de Janeiro reinaban los cruceros auxiliares, hasta tal punto que los ingleses habían tenido que resignarse a emplear convoyes también en esas aguas. No eran tan nutridos como los que iban y venían a América, y solían componerse de media docena de mercantes escoltados por algún crucero auxiliar, es decir, un paquebote armado con cañones sobrantes del conflicto anterior. Los corsarios, que no podían correr el riesgo de ser averiados, solían rehuir a estos pequeños convoyes, aunque el alemán Orion había conseguido hundir al crucero auxiliar HMS Wolfe al sur de Madagascar para luego acabar con tres de los barcos que escoltaba.

En el Canal de la Mancha y en las costas inglesas también se combatía. No con cruceros y acorazados sino con toda clase de buques ligeros. Los tripulantes de las lanchas rápidas derrochaban valor en sus incursiones contra la navegación costera británica, enfrentándose a los destructores y a las lanchas rápidas con las que los británicos intentaban proteger su cabotaje. Estábamos orgullosos de esas unidades no solo por el valor de sus hombres sino por las cualidades de las embarcaciones, mucho mejores que las inglesas. No solo las torpederas peleaban, sino que las flotillas de dragaminas desempeñaban una meritoria labor limpiando la costa de minas y defendiendo los convoyes costeros de las acometidas británicas. En ese escenario los combates no solo eran navales: a pesar del pésimo tiempo las unidades especiales de Brandenburger seguían realizando incursiones a pequeña escala contra la costa enemiga. Algunas eran clandestinas, únicamente pare recoger información: nos interesaba conocer si las defensas costeras eran reales o tan solo artificios, pues los ingleses eran duchos en el arte del engaño. También hicieron algunas visitas —muy arriesgadas— a los astilleros británicos no para sabotearlos sino para investigar su actividad. Obviamente solo accedieron a alguno de los pocos cercanos al mar. Por desgracia, los más importantes estaban en estuarios muy vigilados. Aun así, los nadadores proporcionaron información de enorme valor. Por ejemplo, unos recortes de metal que trajeron indicaron que el acero era de mala calidad, seguramente por falta de determinados minerales. En estas misiones se distinguieron los buzos italianos, verdaderos maestros en estas operaciones, a los que se unió una unidad especial alemana —la Kleinkampfmittel-Verband— que de su mano estaba aprendiendo las técnicas de la lucha silenciosa en el mar.

Otras incursiones estaban destinadas a causar alarma en la costa enemiga. Los ingleses ya no cometían el error de dejar equipos electrónicos accesibles a los ataques anfibios o aerotransportados, pero seguían quedando infinidad de puntos mal defendidos en su costa: faros aislados en promontorios, pequeñas islas, etcétera. De vez en cuando alguno de estos enclaves sufría un ataque coordinado y bien planificado en el que cooperaban la Luftwaffe, la Kriegsmarine y las fuerzas especiales del ejército. Por lo general eran poco costosos y tenían un efecto desproporcionado porque los británicos se veían obligados a responder enviando unidades militares a rincones remotos donde no tenían nada más que hacer que observar las gaviotas, aguantar el mal tiempo y soportar algún que otro ataque aéreo, aprovechando que las defensas antiaéreas en esos rincones brillaban por su ausencia. Algunos prisioneros declararon que el servicio en esos enclaves era especialmente temido por los soldados ingleses, pues era un sin vivir, de día temiendo a los aviones y de noche a los comandos.

Obviamente los británicos también atacaban y en ocasiones con mucho éxito, como cuando asaltaron las islas Lofoten y destruyeron a la pequeña guarnición. Al canciller Speer el asalto le preocupó mucho y pidió a Von Manstein que reforzase esas guarniciones, a lo que el mariscal se negó: ya había demasiadas fuerzas protegiendo la larga costa europea. Era mejor aguantar algunos picotazos que hacerles el juego a los ingleses.