Publicado: Mié Abr 04, 2018 8:56 pm
por Domper
Quedan algunos mensajes antes de los tiros. La política, esa política...

Bueno, va otro (aviso, tengo escrito para bastante tiempo, pero ahora voy a andar en una fase un tanto liada).

Saludos

La firma del tratado de Metz no era la única cuestión que nos preocupaba. Para un par de semanas después estaba programada esa asamblea de la Unión Paneuropea que debía haberse celebrado en Jerusalén y que el magnicidio del hotel rey David había dejado pendiente. La reunión debía tener muchas diferencias con la previa. Lo que se había programado en Jerusalén pretendía ser un coro de loas a la figura del gordo Statthalter, mientras que la próxima debía liquidar la Unión Paneuropea —construcción nacida bajo la bota germana— para formar la Unión Europea, una unión entre iguales que encabezarían Alemania y Francia. De ahí la importancia del tratado de Metz: con él, la Unión Europea podría llegar a ser un hecho. Sin él, estaba condenada al fracaso.

Hubiese sido propio del gordo que restregase el tratado con Francia por los morros de los delegados europeos, pero ahora no queríamos presumir de una victoria diplomática sino que deseábamos poner los cimientos de la paz. Paz que no necesitaba opresión sino amistad o, al menos, confianza, y eso significaba que los enviados de nuestros aliados tendrían que saber a qué y dónde venían, y que el acuerdo que iban a firmar ya se hubiese negociado entre todos. Aunque, lógicamente, las demandas de Bulgaria no tuviesen excesivo peso en los acuerdos.

Durante los preparativos no se estaban produciendo problemas con Francia, que no en vano era uno de los firmantes del tratado de Metz, ni con España y Portugal, que todavía sufrían la opresión británica en su territorio. Con los estados del este y de los Balcanes, tampoco, pues les tocaba bailar al son de la música militar alemana. Solo era necesario recordar a la pléyade de reyes y regentes que si se mantenían en el trono era gracias al ejército alemán; sin él era cuestión de tiempo que alguna facción de sus ejércitos los destituyese y, con un poco de mala suerte, los descabezase. Algo que ocurriría no en un futuro indefinido sino en semanas o a lo sumo meses. Así que tampoco fue necesario hacer muchas concesiones a los sátrapas de Bratislava, Budapest, Bucarest, Belgrado o Sofía. El principal conflicto a resolver fue el de Transilvania —proponiendo una solución similar a la de Alsacia, de soberanía compartida— y algún retoque más; además, con Grecia en el carro de los vencidos hubo con qué premiar fidelidades. Otro país que estaba ansioso por subirse a nuestro carro era Finlandia, temerosa del ogro ruso que parecía tener otra vez un apetito desmedido. Por el contrario, no esperábamos mucho de Suecia, que se empeñaba en mantener su neutralidad y recelaba del asunto noruego. Con Suiza, lógicamente, nadie contaba.

Los problemas los estaba planteando Italia. Se debían creer que estaban en los tiempos gloriosos de Roma, que su minirrey era Trajano redivivo, y que Ciano era Mario, César y Augusto en una pieza. Oyéndolos hablar parecía que para su ejército bastaba con toser para que Gran Bretaña se derrumbase —el regente se preguntó que por qué no estornudaban de una vez— y que eran sus bersaglieri los que habían sacado las castañas del fuego a los panzer. Debatir sobre tales figuraciones no valía la pena; lo que realmente importaba era que Italia fuese un socio firme en la nueva Unión.

En Roma tampoco querían romper las relaciones y la prueba era la invitación al regente. Ayudaba que se recordase la estancia de Von Manstein en tierras transalpinas; el mariscal, además de genio militar, derrochaba simpatía y buen hacer diplomático. Pero el buen regusto que pudo haber dejado el mariscal no influía sobre las negociaciones. Los italianos exigían nada menos que la paridad con Alemania y la preeminencia sobre Francia. Así no se iba a ninguna parte, y hubo que recordárselo a Ciano por canales extraoficiales. Al final se llegó a una solución que satisfizo a todos: en la nueva alianza Alemania, Francia e Italia tendrían el mismo número de delegados, es decir, el mismo poder, y los tres países dispondrían de asiento y derecho de veto en la comisión permanente. Lo que olvidamos decir a los vecinos de abajo era que todo eso sería para la galería, pero que las decisiones importantes se iban a cocinar entre Berlín y París. Roma solo estaría para dar lustre a los acuerdos. Se dejaría que se creyesen el fiel de la balanza, pero si pensaban que iban a dominar Europa, allá ellos, que de ilusión también se vive.