Publicado: Mié Abr 04, 2018 11:15 am
por Domper
Solucionadas las cuestiones de fondo quedaban los escollos más puntiagudos: las apariencias. Un problema fue, por ejemplo, el de las banderas. A los franceses les parecía muy bien todo aquello de la soberanía compartida —aunque poniendo todos los inconvenientes del mundo al censo de 1910, en el que queríamos basarnos— pero querían imponer una condición: que la bandera francesa tenía que seguir ondeando no solo en la Lorena y en Alsacia, sino también en Valonia —lógico— ¡y hasta en el Sarre! A cambio, la alemana solo podría izarse en los territorios que se decantasen por Alemania, y siempre debajo de la francesa. De la belga, obviamente, ni mención.

Que la pretensión gala era inaceptable no hará falta ni hablar; el regente, una vez se le pasó el enfado por el desbarre de los vecinos, casi se muere de risa mientras le describía los diferentes tonos de las facciones de Von Manstein. Hubo que pararles los pies, y Adenauer recibió la orden de recordar a los franceses quienes habían ganado y quienes habían perdido. Con toda la delicadeza del mundo, desde luego. Al final se llegó a un acuerdo según el cual dos banderas ondearían en todas esas regiones, gozando preeminencia aquella que hubiese recibido más adhesiones.

Ya solo quedaban esas minucias protocolarias que eran las que habitualmente eternizaban las negociaciones. Pero teníamos fecha límite, pues ya solo quedaban unos días para la ceremonia de Metz, que estaba programada para el primero de marzo. Como nadie quería repetir el paseíllo bajo las balas de Douaumont se decidió que las dos delegaciones, tras la firma, marcharían en paralelo hasta el gran mástil en el que ahora ondeaba la bandera alemana y al que sería izada la enseña francesa.