Publicado: Dom Feb 25, 2018 6:23 pm
por Domper
Vimos muchos aviones durante la misión, pero ni uno enemigo: el cielo del sur de Inglaterra, en los días claros, vibraba como un enjambre de abejas enfurecidas. Miles de motores atronaban los cielos y todos eran del Pacto. La ausencia de oposición había empeorado los sufrimientos de los ingleses porque ahora los cazas de escolta, tras acompañar a los bombarderos, podían descender a baja cota para ametrallar todo lo que se moviese. Era un decir, porque teníamos órdenes de respetar a la población civil, pero teníamos permiso para disparar contra cualquier cosa a motor, salvo las ambulancias. De todas maneras se había hecho infrecuente ver coches, camiones o incluso motos: al parecer se movían solo de noche intentando encontrar el camino con la tenue rendija de luz de sus faros. Seguían llegando trenes: por desgracia para Churchill, su país no era capaz de producir todo el alimento que necesitaba y menos aun la gran aglomeración civil e industrial de Londres. Aunque seguían llegando barcos con provisiones —cada vez menos— descargaban en el norte, fuera del alcance de nuestras bombas, y luego los alimentos tenían que ser llevados al sur por tren. Aunque intentaban efectuar la parte más peligrosa de su recorrido de noche, la red inglesa estaba al borde del colapso. Habían sido bombardeados muchos puentes, aplastadas las instalaciones de reparación, y cada vez que se producía un ataque nocturno contra alguna estación, decenas de trenes quedaban bloqueados hasta la mañana siguiente, expuestos a los cazas que como urracas buscaban todo lo que brillase. Las locomotoras dañadas tenían que ser apartadas para no bloquear el tráfico, convirtiéndose en objetivos para nuestros aparatos, ya que cuando las localizábamos las seguíamos atacando una y otra vez hasta destruirlas por completo. Según los informes que llegaban desde Irlanda, los ingleses se les estaban acabando las locomotoras, y sin ellas los estantes de las tiendas de Londres quedarían vacíos.

La situación debía ser tan grave que los británicos tuvieron que volver a la navegación de cabotaje, empleando pequeñas embarcaciones que intentaban llegar al estuario del Támesis dando saltos nocturnos de puerto en puerto. Se enfrentaron a las minas que estábamos lanzando cada vez en mayor cantidad, y si trataban de eludirlas alejándose de la costa, se las veían con nuestras lanchas torpederas, pequeñas embarcaciones tripuladas por valientes que cada noche se jugaban el tipo. El cabotaje enemigo tampoco estaba seguro en los puertos, pues habían sido declarados objetivos lícitos y eran machacados día tras día. Los pequeños amarraderos de las costas occidental y oriental, rodeados de ruinas, se estaban llenando de pecios. También fracasó un intento con un importante convoy de treinta barcos, escoltado por una docena de destructores, corbetas y hasta un crucero: atrajo a bombarderos y torpederos como las moscas a la miel, y tuvo que volverse cuando apenas había llegado al Canal de San Jorge después de perder catorce mercantes, dos corbetas y tres destructores. El fracaso hizo que Londres pasase frío y hambre mientras las provisiones que los londinenses necesitaban desesperadamente se acumulaban en los puertos del norte.

Parecía que iba a bastar un leve empujón para poner a Churchill de rodillas. Por eso nos extrañó tanto la orden que recibimos. Acabábamos de llegar del ataque a Romford cuando el mayor Quasthoff nos ordenó acudir a la sala de reuniones, sin tiempo ni para estirar las piernas.

—Todo el mundo a hacer las maletas. El grupo se traslada mañana al amanecer.