Publicado: Vie Feb 23, 2018 3:02 pm
por Domper
Desde lo alto no siempre era fácil identificar los blancos, ni siquiera tras haber estudiado las fotografías aéreas; en poco se parecen una toma en blanco y negro con un paisaje en el que todo era verde sobre verde, cubierto por bosquecillos y aldeas todas iguales, tachonado de nubes bajas que ocultaban las referencias. Pero el estuario del Támesis proporcionaba la mejor indicación. Nos mantuvimos sobre el agua hasta llegar al primer meandro, y luego seguimos con rumbo noroeste, atentos al cronómetro. En pocos minutos estábamos sobre el objetivo; habían intentado camuflar las obras pero todavía se apreciaba la cicatriz en el paisaje. Además ellos mismos se delataron disparando creyendo que íbamos más allá. Mantuve el rumbo y la dejé a mi izquierda; tras hacerme idea de la disposición le avisé al mayor que nos íbamos a atener al plan inicial: rodeamos el objetivo hasta situarnos al suroeste —con el sol detrás— e iniciamos un suave picado.

Yo iba en cabeza. Tomé como referencia un punto situado quinientos metros más allá mirando al mismo tiempo el altímetro y el visor de las ametralladoras. Como imaginaba, un chorro de fuego surgió de los emplazamientos de los dos pom pom, pero también de otras posiciones que no habíamos visto antes. Los proyectiles trazadores parecían acercarse hacia mí para desviarse en el último momento, pues aun estaba demasiado alto para la antiaérea ligera: alcance tenía suficiente, pero cuando llegaban hasta nosotros los proyectiles habían perdido velocidad y su trayectoria era parabólica, por lo que de acertar sería más cuestión de suerte que de puntería. Eso sí, bastaría un solo impacto para que el avión —y su piloto, o sea, yo— pasase a mejor vida. Por eso tenía que evitar bajar mucho: en cuanto estuve a mil quinientos metros de altura estabilicé el avión —ya con trazadoras siguiéndome por todas partes— y cuando el punto de referencia pasó por el visor lancé las bombas, tiré de la palanca y di un pisotón al pedal del timón, primero a un lado y luego al otro, para que el avión se deslizase en el aire sin exponer su panza a las ráfagas. Los artefactos cayeron hasta abrirse cinco segundos después y dispersar su letal carga. Creo que me quedé un poco corto, pero mis compañeros que iban detrás tuvieron más puntería. Es curioso, pero el efecto de las mortíferas bombetas se parecía al de las inocentes tracas de feria o a los buscapiés con los que juegan los niños; pero al poco, mientras seguía virando, vi una gran explosión, señal que al menos un almacén de proyectiles había detonado. Seguí rodeando el objetivo, buscando cañones que hubiesen quedado incólumes, y al no verlos ordené a la rotte del teniente Klein que atacase un bosquecillo cercano que estaba unido al emplazamiento por un caminillo: probablemente habían escondido ahí los almacenes. A esas alturas ya no nos disparaban: si quedaban sirvientes vivos debían estar intentando refugiarse en lo más profundo de sus pozos; no mucho después supimos que los ingleses estaban gratificando a los artilleros antiaéreos por considerar su labor muy peligrosa.

No acababa allí la operación. Queríamos destruir las armas, acabar con el emplazamiento y finiquitar a los artilleros. Nuestras ligeras bombas bastaban para dejar fuera de servicio la batería, pero los cañones podían repararse. Por eso nos seguía una escuadrilla de bombarderos Junkers 88, que ya sin oposición pudo apuntar con tranquilidad, convirtiendo el lugar donde estaba la batería en un paisaje lunar.