Publicado: Mar Feb 20, 2018 11:50 am
por Domper
Esta iba a ser otra misión de ataque pero con un objetivo especialmente peligroso: las defensas antiaéreas. Con la RAF desaparecida de los cielos el sur de Inglaterra solo estaba defendido por los cañones antiaéreos, que los ingleses instalaban cada vez en mayor número. Rodeaban Londres varios anillos de cañones de siete, diez y trece centímetros cuyas barreras de fuego hacían pagar un doloroso peaje a los bombarderos. Contra nosotros los grandes cañones rara vez disparaban, pero causaban tandas bajas a nuestros camaradas que teníamos que hacer algo.

A los cazas, esas tremendas armas poco miedo nos daban. Bastaba con maniobrar un poco o cambiar de altura para evitar su fuego, y si bajábamos de los tres mil metros podíamos ignorarlos pues no eran capaces de seguirnos y aunque llegasen a apuntar y disparar, apenas daba tiempo para que la espoleta de tiempo se activase. Solo si descendíamos de los mil metros nos exponíamos a las armas automáticas que casi acabaron conmigo en Colchester. Para eludirlas durante las peligrosas misiones de minado se estaban adaptando a los artefactos pequeños paracaídas que permitían lanzarlos desde alturas seguras. Caían con menos precisión, pero en un estuario poco importaban cien metros aquí o allá. Solo cuando los objetivos eran pequeños canales había que jugarse el tipo. Por desgracia, tales medidas no protegían a los bombarderos. Si intentaban esquivar a los cañones antiaéreos pesados volando bajo se exponían a los cazas de la RAF y, sobre todo, al serlos polimotores lentos, grandes y poco maniobreros eran blancos sencillos para los antiaéreos ligeros.

Para facilitarles la vida nos ordenaron atacar los emplazamientos de los cañones aunque no eran objetivos fáciles. Los ingleses no eran tontos y sabían que antes o después los bombardearíamos. Tras año y medio de acoso, habían convertido las posiciones de la antiaérea en verdaderos fortines. Las armas estaban en fosos resguardados por parapetos, a veces de sacos terreros pero cada vez más frecuentemente de hormigón que los resguardaban de todo salvo de los impactos directos. Las municiones se almacenaban bajo tierra, y los sirvientes tenían refugios subterráneos o al menos trincheras con paredes de hormigón. Además en las proximidades de las baterías la campiña inglesa estaba erizada de ametralladoras, cañones del dos y del tres con siete, pom pom de cuatro centímetros y los mortales Bofors también del cuatro. Ni en condiciones ideales era fácil para un caza meter una bomba en un emplazamiento, salvo para los virtuosos de los Stuka, claro está. Con el cielo lleno de humo y de trazadoras, casi imposible.

Como tantas veces fue la técnica la que llegó al rescate. Como ya he dicho, se necesitaba un impacto directo para destruir un emplazamiento; incluso una bomba pesada que cayese a cuatro o cinco metros causaría pocos daños. Supongamos que la probabilidad de que un bombardero acierte es de una entre veinte, que es mucho suponer salvo para los Stuka; pues aunque parezca increíble, las matemáticas dicen que tras veinte ataques una tercera parte de los emplazamientos seguirán indemnes. Que haga cuentas quién lo dude. Pero si un único avión pudiera lanzar veinte bombas, aunque fuesen menos precisas, la tasa de destrucción se dispararía. No era nada nuevo, pues los italianos lo hacían desde hacía varios años antes. Sus Savoia eran de origen civil y llevaban las bombas estibadas verticalmente, de tal manera que al voltearse en el aire se desequilibraban y caían donde Dios les daba a entender; no nos echemos las manos a la cabeza, que a los Heinkel 111 les pasaba lo mismo. Nuestros aliados, sabiendo que darle a algo era cuestión de fortuna y no de puntería, preferían cargar un montón de bombetas con la esperanza de que alguna se metiese en las trincheras.

La Luftwaffe no iba a ser menos, y las bombetas serían ideales contra los emplazamientos antiaéreos: bastaría con hacer pasadas a alta velocidad e ir soltándolas. Desde antes de empezar la guerra las formaciones de asalto ya tenían dispensadores de bombetas, pero eran tan peligrosos para nuestros aviones como para el enemigo. Venían a ser una especie de cepillo gigante con las cargas ensartadas en los alambres, y al soltarlas resbalaban y se liberaban. Eso funcionaba muy bien… con el avión en tierra. Pero en el aire y a alta velocidad, era habitual que la presión aerodinámica hiciese que las cargas se quedasen enganchadas. Lo mejor era, como ya he contado, al aterrizar: entre la mejor velocidad y el topetazo las bombetas que siguiesen enganchadas caían y deshacían al avión y al piloto. Por eso antes de aterrizar era necesario mirar que no quedase ninguna agarrada —algo que tenía que hacer otro avión— y si era así, tocaba hacer cabriolas sobre alguna zona segura a ver si había suerte y se soltaban. Si no era así, o se saltaba en paracaídas y se aguantaba la mala cara del coronel que solo pensaba en el avión perdido, o se intentaba un aterrizaje a alta velocidad para que si se soltaban, estallasen por detrás. Los mecánicos tampoco veían esos artefactos con buenos ojos porque luego ellos tenían que remover las que aun quedasen, a sabiendas que se desprendían con mirarlas y que no llevaban seguro. Para los técnicos la solución era sencilla: vuelen despacio, nos decían y así caerán todas. Me hubiese gustado ver como lo hacían mientras un Bofors les disparaba. En resumidas cuentas, dispensadores y bombetas dormían en el rincón más apartado de los aeródromos.

Afortunadamente los ingenieros eran conscientes del problema, y a nuestros aeródromos acababan de llegar unos ingenios que solventaban del problema: eran dos tipos de bombas llamados AB 23 y AB 250 —el número se refería al peso— que eran, en realidad, unos contenedores con aletas en cuyo interior iban las bombetas. Una vez lanzados —lo que podía hacerse desde mayor altura— una pequeña carga los abría y los explosivos se dispersaban. Así se combinaba la eficiencia de lanzar muchas bombetas con la seguridad de las bombas convencionales. Eran mortales contra objetivos «blandos» como soldados o cañones, y acertaban con más probabilidad a los emplazamientos fortificados o a los tanques. Todo tipo de aviones podía llevar esos contenedores, incluso los bombarderos, pero éramos los cazas los que con más frecuencia los usábamos.